20.- El libro de Francesca
Me has echado de menos? —Marco parecía sorprendentemente feliz de verme, aunque jamás lo admitiría —. ¿Cómo estaba Roma? —Corrupta.
—O sea, que te sentiste como en casa.
—Peor que Venecia.
—Eso es imposible.
Nos sentamos junto a un canal que llevaba al Rialto. Después de hacer los recados que me había encomendado el chef, le había llevado a Marco un pedazo de la tarta de queso. Disfruté de la extravagante alabanza que prodigó a mi creación, pero no le dije que la había yo. Me sentía culpable por mi creciente buena fortuna comparada con su situación miserable, y tampoco le dije que me habían ascendido a cocinero de vegetales; Marco ya sentía demasiada envidia.
Él habló con la boca llene de tarta de queso.
—Escucha, cabeza de repollo, he estado hablando con alguna gente acerca de las cosas que tiene el chef en ese armario. ¿Sabes ese grano que se supone que ya no se cultiva en ninguna parte? Bien, se cultiva y puedes comprarlo aquí mismo, en Venecia, si tienes suficiente dinero y sabes dónde buscar.
—¿Te refieres al amaranto? Bah. Eres un nabo.
—Sí, amaranto. Adivina para qué se usa...
—Pan.
—Al chef le gustaría que pensaras eso. Se le llama la hoja de la inmortalidad. Es mágico.
—Marco, eso es ridículo —repuse, pero me estremecí al recordar al copista riéndose ante la idea de que la hoja de la inmortalidad se hubiera extinguido y luego viendo con mis propios ojos un saco lleno en el sótano de los vegetales del chef. Marco tenía razón en cuanto a que el amaranto podía encontrarse; necesitaba distraerlo —. Adivina lo que tiene Borgia en su cocina.
—No cambies de tema. —Marco me lanzó una mirada despectiva —. Escucha, he hablado con mucha gente y te digo que los antiguos griegos conocían una manera de usar el amaranto para prolongar la vida. —Me dio un suave golpe en el brazo —. Y apuesto a que tu chef también la conoce.
—Marco, ¿ves a algún griego inmortal paseando por aquí?
Sus cejas se enarcaron.
—¿Cómo iba a saberlo aunque lo viera? En cualquier caso, eso no es todo. El opio no se usa para la sopa, cabeza de repollo, es un poderoso calmante. Puedes comprarlo en las boticas, pero algunas personas lo utilizan por placer y no pueden dejar de hacerlo, y entonces acaban muertos. El opio no tiene lugar en una cocina.
Maldita sea. Yo siempre había admirado a Marco por su iniciativa, por la forma en que descubría las cosas, las reunía y hacía que funcionasen a su servicio. Pero ahora estaba empleando su ingenio para desvelar los secretos del chef, y eso me daba miedo.
—No sabes de qué estás hablando —repuse.
Marco se apoyó en los codos.
—Puedes creer lo que quieras. Pero tu misterioso chef está tramando algo y quiero saber qué es.
—Marco...
—¡Abre los ojos! Creo que tu chef sabe algo sobre ese libro y van a atraparlo. Los Cappe Nere están por todas partes. —Marco hizo un gesto como si se cortara el cuello —. Pero nosotros somos invisibles, Luciano. No somos nadie. Si encontramos ese libro, podríamos desaparecer con él. Podríamos estar haciéndole un favor a tu chef. Si está comprando opio, no es inocente.
El estómago me dio un vuelco. Francesca parecía pensar que la sopa de opio era una broma, y el chef jamás me había explicado para qué lo usaba. Si el opio no tenía ninguna aplicación en la cocina, ¿por qué lo guardaba en su alacena? ¿Era posible acaso que los Guardianes alentasen un propósito más oscuro que el que él me había explicado? ¿Se estaba preparando para revelarme un oscuro secreto? Yo no sabía qué hacía el chef con el opio, pero no podía permitir que Marco advirtiera mi confusión.
—Los Cappe Nere no están interesados en el chef Ferrero, y tú tampoco deberías estarlo.
—Un pez gordo, ¿eh? —Ladeó la cabeza y me miró —. Los peces gordos saben todo aquello en lo que están interesados los Cappe Nere. Ahora escúchame bien, signore Pez Gordo. Pienso conseguir ese libro contigo o sin ti.
Agitó la mano debajo de la barbilla.
—Marco, no sé qué están tramando los Cappe Nere, pero la palabra que copié no era «amaranto». Era «amanita», sólo un hongo. Y el chef guarda el opio para el dolor. Tiene jaquecas.
—A mí no me engañas. Aún estás tratando de proteger a tu chef, ¿verdad, esclavo?
—¿Esclavo? —Marrone, ¿por qué tenía que presionarme de ese modo?—. Para tu información, he sido ascendido a cocinero de vegetales.
Un segundo después lamenté haberlo dicho, pero ya era demasiado tarde.
Marco se rascó una costra que tenía en el brazo.
—¿Cuándo pensabas decírmelo? Creía que éramos socios.
—Marco, no hay nada por lo que debamos ser socios. El chef no sabe nada acerca de la alquimia. —Evité su mirada —. Eres imposible, pedazo de nabo. Deja ya este tema, ¿quieres?
Mientras me alejaba, Marco gritó:
—Esto aún no ha terminado, Luciano. Todavía estás en deuda conmigo.
Ansiaba encontrar a Francesca para hablarle de mi ascenso, por lo que me dirigí a la calle de las aceitunas. Cocinero de vegetales. ¿Cómo podía no sentirse impresionada? Quería ver cómo se agrandaban sus ojos, y esa arrebatadora sonrisa se extendía a través de su rostro. Luego recordé: ya le había mentido diciéndole que era cocinero de vegetales.
Me detuve delante de una tienda de alfombras, tratando de inventar un pretexto para poder hablar con ella. Podía oír el clic del ábaco interno mientras el comerciante calculaba el precio de una alfombra para una mujer que estaba junto a él, acariciando su borde ricamente bordado. Ese comerciante hablaba con mujeres todos los días porque ellas querían oír hablar de sus alfombras. ¿De qué quería oír hablar Francesca?
De la vida.
Encerrada en ese convento y ansiosa por conocer detalles del mundo, ella devoraría las habladurías acerca del libro: el dux buscando la inmortalidad, los Cappe Nere acosando a la gente por orden de Landucci. Y podía contarle historias de mi viaje a Roma, donde había visto al mismísimo papa Borgia y a un leopardo en su cocina. Podía entrelazar las historias para dejarla maravillada. Corrí a través de la calle de las aceitunas buscando por todas partes, escudriñando a la gente delante de cada puesto, pero Francesca no estaba allí. Tal vez ese día estaba comprando en otra parte. Me abrí paso a codazos más allá de los puestos de los pescaderos, donde la luz de la mañana hacía que las sardinas brillasen como monedas de plata. Pasé entre varios puestos de vegetales y carros llenos de frutas, donde el aire olía como un huerto teñido de sal. La compacta multitud que llenaba el Rialto mezclaba a griegos, alemanes, turcos, africanos, árabes y orientales, una condensación de toda Venecia..., pero no a Francesca. Después de haber recorrido arriba y abajo un laberinto de calli, me encontré nuevamente en la calle de las aceitunas. Venecia, la tramposa, se había salido con la suya.
Me arrastré hasta un destartalado muelle y me senté a observar a un gondolero: su camisa de rayas rojas brillaba contra el cielo azul, su góndola cortaba el verde canal con un rizo de agua cosquilleando en la proa. Las campanas de las iglesias llamaban a las plegarias del mediodía, y en ese momento tomé conciencia de la hora. Me levanté de un salto y corrí por la calle de los panaderos, donde encontré a la corpulenta madre superiora de Francesca, transpirando y avanzando impaciente, con una novicia desconocida de rostro descolorido detrás de ella que llevaba una cesta llena de panes y bollos. Probablemente, Francesca seguía castigada por haberse mostrado amable conmigo.
Ya había acabado con mis recados y quería saber dónde vivía, así que decidí seguirlas hasta el convento.
Se trataba de un edificio medieval con ventanas en forma de cerradura. Se alzaba junto a un tranquilo canal detrás de un formidable muro de piedra cubierto por cascadas de jazmines, una profusión de hojas verde oscuro y flores blancas como el velo de una novia. Esa casa había sido construida probablemente como segunda residencia para algún comerciante turco, y las pequeñas habitaciones del harén habían sido convertidas sin esfuerzo en las celdas que ocupaban las monjas. Las habitaciones más grandes, destinadas en su origen al placer, constituían capillas y habitaciones realmente ideales.
La madre superiora se acercó a la gran puerta de hierro forjado y, mientras hacía girar una pesada llave en la cerradura, alcancé a ver a Francesca a través del enrejado adornado con volutas. Estaba arrodillada en el jardín, arrancando maleza con una expresión de profundo aburrimiento. Alzó la vista al oír que la puerta se abría y me vio haciendo señas detrás de la madre superiora. Antes de que la puerta se cerrara señalé hacia una pequeña puerta lateral de madera y creí advertir un leve gesto de asentimiento antes de que volviese a su tediosa tarea. No estaba del todo seguro, pero...
No podía correr el riesgo de perderla, de perder la oportunidad de hablar con ella a solas. Me senté en el suelo debajo de una cascada de jazmines colgantes y me apoyé contra el viejo muro de piedra. Imaginé que se escabullía por la pequeña puerta lateral para reunirse conmigo y disfruté de un agradable hormigueo de anticipación. Temiendo ser descubiertos, susurraríamos con las cabezas muy juntas en una deliciosa confabulación.
El tiempo transcurrió y mi excitación fue menguando. El chef sabía que yo tenía amigos que vivían en las calles, y yo sabía que me permitiría un pequeño tiempo extra siempre que acabara mi trabajo del día. Como cocinero, estaba autorizado a disfrutar de un poco más de libertad que un aprendiz.
Me acomodé contra la pared, estiré las piernas y comencé a arrancar flores blancas. La combinación de calor húmedo, el suave chapaleo del agua y el intenso perfume de los jazmines me arrulló hasta provocarme un leve sueño.
Cuando me despertó el sonido de las campanas del convento llamando a la misa del mediodía, me encontré rodeado de un montón de diminutas flores blancas y alcé la vista para mirar el sol directamente encima de mí. Hacía más de una hora que me había marchado de la cocina y estaba ansioso e intranquilo. Me acerqué a la pequeña puerta de madera y miré a través de la ranura rectangular que quedaba a la altura de los ojos. No había señales de Francesca.
¿Debía quedarme y arriesgarme a sufrir las iras del chef o marcharme y perder la oportunidad de hablar con Francesca? Era un prisionero de la esperanza y comencé a pasearme mientras preparaba una historia sobre los obstáculos que había encontrado durante mis recados: colas interminables en el mercado, una procesión religiosa que bloqueaba la calle, viejos amigos que me habían parado para saludarme. Pocos minutos más tarde, grazie a Dio, la pequeña puerta se abrió apenas lo suficiente para enmarcar su rostro, encantador como el amanecer.
—Tenemos dos horas para la siesta —susurró —. No puedo dormir, de modo que trabajo en mi labor de encaje, pero odio el silencio. —Echó una rápida mirada por encima del hombro —. Debes darte prisa, no pueden verme aquí.
La visión de Francesca me convirtió por un momento en un estúpido.
—¿Te has arriesgado por mí?
Ella se echó a reír; era un sonido limpio y suave, como el tintineo de unas pequeñas campanas.
—Pensé que tenías que decirme algo importante.
Su expresión divertida debería haber sido una advertencia para un hombre racional,pero...
—Oh, así es. Muy importante.
—¿Y bien?
Se humedeció los labios con su lengua rosada y juguetona.
Marrone... esa lengua me inquietó.
—Todo el mundo está buscando un libro que contiene una fórmula para fabricar oro.
—¿Alquimia? Bobadas.
Francesca no se dejaba impresionar tan fácilmente como había esperado.
—No sólo eso: algunos dicen que en ese libro está la fórmula de la eterna juventud.
Permaneció impasible por un instante y luego se echó a reír otra vez.
—Qué cosa tan ridícula.
—No. He estado en Roma. Me he enterado de algunas cosas.
—¿Roma? —Francesca, al fin, demostraba algo de curiosidad —. ¿Qué cosas?
—Todo el mundo quiere ese libro. Se han ofrecido grandes recompensas por él.
—Yo no he oído nada de ninguna recompensa. —Frunció los labios —. Esto es como vivir en una tumba.
—El dux, el Consejo de los Diez, incluso Borgia: todos ellos han ofrecido recompensas por el libro. Dinero, un escaño en el Senado, incluso la dignidad de cardenal.
—Ésas son grandes recompensas. —Me estudió con un renovado interés —. ¿Qué más sabes?
Su súbita atención me volvió imprudente.
—Dicen que ese libro posee los secretos de la alquimia y la inmortalidad y yo también lo estoy buscando. Ya tengo algunas pistas. —Cuadré los hombros —. Si consigo encontrarlo, podría sacarte de este convento. ¿Te gustaría salir de aquí?
—Sí, pero... ¿Qué es lo que quieres de mí?
—Quiero hacerte feliz. ¿No te gustaría ser rica? ¿Y no envejecer jamás?
Sentí una vaga inquietud por haber ido tan lejos.
Su boca se torció en una mueca.
—Ahora sí te estás burlando de mí. Eso es cruel, ¿sabes? ¿No tienes nada mejor que hacer? —Se ajustó el velo —. ¿Por qué te inventas todas esas historias?
Francesca sonaba quejumbrosa e irritable, pero en sus ojos había esperanza y en su voz cierta vacilación. Ella quería creer.
—No me estoy inventando nada. No habrían ofrecido esas recompensas si en ese libro no hubiese algo muy especial. —Su respiración se había agitado... ¿o era la mía?—. Es cierto que están hablando de alquimia e inmortalidad. ¿Acaso no es agradable pensar en lo que podrías hacer con todo el oro que pudieras desear? Y si fueses inmortal...
—El infierno no existiría.
Sus ojos brillaban.
—¿No habría infierno?
Esa idea jamás se me había ocurrido.
Francesca abrió un poco más la puerta y se acercó lo suficiente como para que pudiese oler su aliento a manzanas verdes y el jabón en su pelo.
—¿Por qué has venido a verme?
—Te he estado observando. Eres tan bella... Quiero llevarte al Nuevo Mundo.
Su rostro se iluminó.
¿El Nuevo Mundo? He oído hablar del Nuevo Mundo. —Una sonrisa cómplice elevó su hermosa boca —. Eso sería emocionante.
Entonces retrocedió unos pasos y me miró de arriba abajo, no de la manera en que lo había hecho el copista, sino de un modo lento, cuidadoso, registrando deliberadamente cada detalle, cada pulgada. Su mirada se demoró en la marca de nacimiento de mi frente, mis hombros y mis caderas, examinó, midió, sopesó, juzgó... Era una tortura. Finalmente, meneó la cabeza muy despacio.
—No —dijo—. No te creo. —Volvió a mirar por encima del hombro —. Debo irme.
Francesca trató de cerrar la puerta, pero la mantuve abierta con el pie y me incliné hacia ella.
—No me lo estoy inventando. Podrías venir conmigo. Piensa en ello.
Sus labios se abrieron en una sonrisa traviesa y dijo:
—Hablar es barato. Tráeme una prueba.
Luego me empujó hacia fuera y cerró la puerta.
¿Qué le llevase una prueba? Retrocedí unos pasos, encantado e ilusionado. Si era capaz de conseguir la poción amorosa, podría llevarle esa prueba. Regresé a mi trabajo, caminando por las calles adoquinadas y chocando con la gente, ebrio nuevamente por las posibilidades que se abrían ante mí.
Cuando entré en la cocina, el chef dijo:
—Te ha llevado bastante tiempo.
—Me detuve para ver a alguien. Un amigo.
El chef inclinó la cabeza y me miró con suspicacia.
—Tienes las mejillas sonrojadas —dijo. Luego quitó un pétalo de jazmín que se había prendido en mi hombro —. Estuviste en el convento. Con esa chica.
—Pero... sí. Tenía que verla. Tenía que hacerlo.
El chef se pasó la mano por la cara y apartó la vista un momento. Luego dijo:
—Yo también fui joven una vez y amé a alguien de la misma forma que tú amas a esa muchacha. Pero Luciano...
—Lo sé, lo sé. No volveré a verla cuando se supone que debo estar trabajando.
—Oh, Luciano. ¿Por qué una monja?
—Eso es algo que quiero cambiar.
—Dio. Dante te está esperando. Estoy seguro de que él te hará saber lo que piensa de los cocineros que llegan tarde. Ahora, vete.
Después de que Dante hubo desgranado varios comentarios cáusticos acerca de perder su tiempo con críos incompetentes e indignos, dejó caer una montaña de cebollas delante de mis narices y me advirtió:
—Hazlo bien y deprisa, de lo contrario...
Comenzamos a picar las cebollas de forma sincronizada.
Picar, picar, picar... «Tráeme una prueba»
Va bene. Picar, picar, picar... Yo le llevaría esa prueba.
Ese domingo fui a la iglesia de San Vicenzo, lavado, peinado y decidido a ofrecer una impresión favorable. Me negué a refugiarme en la parte trasera junto a los mendigos y los ladronzuelos: yo era un cocinero. En un rasgo de audacia caminé por el pasillo central, sintiéndome empequeñecido por las columnas romanas y las arcadas góticas, pero con los hombros echados hacia atrás y la cabeza alta. Me senté en un banco del medio, a la vista del chef y su familia. La elegante matrona, que estaba sentada en ese mismo banco, me miró con desprecio, se levantó con la espalda erguida y se mudó a otro banco. Maldije mi marca de nacimiento. Había olvidado que, sin mi chaqueta y mi gorro de cocinero, no era más que otro muchacho huérfano.
Levantarse, sentarse, arrodillarse, sentarse, levantarse, arrodillarse... Me sentía como una marioneta. ¿A Dios realmente le importaba mi postura¿ ¿Y por qué el sacerdote tenía que recitar sus conjuros en una lengua que nadie entendía? «Pero —me dije— esto es lo que hace la gente respetable.» Sin embargo, durante la larga hora que duró mi cautiverio, sólo recé para que aquello acabase. Cuando el sacerdote se marchó finalmente y los fieles se levantaron de su posición arrodillada, me apresuré a través del pasillo central para interceptar a la familia del chef.
El chef Ferrero estaba en su banco ayudando a su esposa a levantarse y, cuando ella me vio, miró a su marido como si le preguntara: «¿Él otra vez?».
—Cara mia, llévate a las niñas. Me reuniré con vosotras dentro de un momento.
—Por supuesto —aceptó ella con los dientes apretados.
La signora Rosa permaneció un momento en el pasillo central y les hizo señas a sus hijas para que abandonaran el banco. Mientras pasaban en fila junto a su padre, el chef acarició cada uno de los rostros recortados en su velo de encaje. La signora Ferrero se demoró el tiempo suficiente para echare una mirada que me chamuscó la cejas, pero me dije que, con el tiempo, me ganaría su amistad. Una vez que Francesca y yo estuviésemos casados, la signora Ferrero me vería como un buen hombre de familia, olvidaría que un día fui un ladrón y depondría su actitud. Quizás el Nuevo Mundo tendría que esperar. Tal vez podría trabajar para el chef y, si Francesca y yo teníamos una hija, podríamos llamarla Rosa. Quizá todo se resolvería, como decía el chef, a su debido tiempo. Pero no ese día. Ese día la signora Ferrero me lanzó una mirada que podría haber chamuscado los cañones de las plumas de un pollo, luego llevó a sus hijas fuera de la iglesia con un andar rápido e irreverente.
Di dos pasos cautelosos hacia el chef y entrelacé las manos sobre el pecho como un penitente.
—Maestro, he venido aquí para pediros humildemente que me permitáis disfrutar de la misma felicidad que tenéis con vuestra familia. Vos sabéis con qué desesperación amo a Francesca. Sabéis que se encuentra en un convento. Necesito vuestra ayuda, maestro. Creo que hay una poción amorosa en vuestros escritos secretos y os ruego, en el nombre del amor, que compartáis ese conocimiento conmigo. Si la pierdo, moriré.
—Dio —masculló el chef; bajó la cabeza y añadió —: Después de todo lo que te he explicado, ¿eso es lo que sigues pensando? Ese capricho...
—No, maestro. —La firmeza de mi voz me impresionó incluso a mí—. No es un capricho. Es amor. Vos tenéis vuestros escritos secretos, vuestra esposa, vuestras hijas, vuestra cocina y vuestra posición en la sociedad. Yo sólo tengo un gato y un sueño. No es justo.
—Ahora el señor quiere justicia... ¿Quién te ha dicho que la vida es justa?
Creí que me echaría a llorar.
—No hay nada de malo en lo que quiero.
—Sé que no hay nada de malo en ello. —El chef suspiró —. Pero no existe ninguna poción para conseguir lo que deseas.
—Creo que existe una poción amorosa.
El chef se pasó los dedos por el pelo.
—Es probable que hayas oído hablar de un afrodisíaco, ¿verdad? Y crees que se trata de una poción amorosa. Sí, hay afrodisíacos, pero un afrodisíaco no hará que Francesca te ame.
Pensé que quería enredarme con sus palabras.
—Podéis llamarlo como gustéis.
Los últimos feligreses ya se habían marchado y estábamos solos en la cavernosa iglesia. El chef me miró fijamente un momento y luego dijo:
—Entiendo tu obsesión. La entiendo demasiado bien. No puedes olvidarla, ¿verdad?
—No, maestro.
—Ya veo. Pero, Luciano, ninguna poción hará que ella te ame.
—Entonces, ¿Qué hay de malo en que me la deis?
—Te decepcionará, estoy seguro de ello. Pero supongo que te decepcionarás de todos modos, no importa lo que yo haga.
—Por favor, maestro.
—Tal vez la mejor manera de convencerte es dejar que lo compruebes por ti mismo.
Mi corazón dio un vuelco.
—¿Me daréis la poción?
—Sólo si me prometes recordar esto: ninguna poción hará que alguien te ame.
—Grazie, maestro. Grazie.
—Va bene —dijo—. Mañana por la noche.