17.- El libro del crecimiento

La expresión «pillado con las manos en la masa» probablemente tuvo su origen en un asesino que aún llevaba en las manos la sangre de su víctima

[1]. Sin embargo, a mí me pillaron con las manos en la masa y las mejillas encarnadas, empapado no de sangre, sino de vergüenza y miedo.

—Puedo explicarlo —balbucí sin tener la menor idea de cómo iba a hacerlo.

El chef parecía cansado.

—Por favor, Luciano, no mientas. ¿Qué estás haciendo? ¿Es que has perdido el juicio? ¿Por qué metes las narices en cosas que no entiendes?

—Quiero entender.

—¿Robando? ¿Yo quiero enseñarte algo importante y tú me lo pagas así?

—Pero no me enseñáis lo que necesito saber. Y cuando aprendo algo por mi cuenta, me enviáis a matar pollos.

—Ah, los pollos.

—¿Sólo porque conocía los nombres de algunas especias secretas?

—No eran especias secretas y no fuiste castigado por conocer sus nombres. Te castigué por la forma en que aprendiste esos nombres. Abriste mi armario por la fuerza. Supongo que copiaste las palabras y alguien las leyó por ti, ¿no es así?

El hecho de saber que era tan transparente me hizo vacilar.

—Yo sólo quería conocer vuestras recetas mágicas. Pensé que habíais decidido no ascenderme.

—Recetas mágicas. —El chef consiguió componer una sonrisa triste—. Estoy seguro de que sabes que no es así.

—Pero...

—Un maestro no necesita de la magia. Lo que aparenta ser magia sólo es conocimiento. ¿Recuerdas la cena que preparé para Herr Behaim? Eso fue talento, Luciano, no magia.

Recordaba a la perfección esa cena. También recordaba cómo había eludido el tema de la salsa de nepentes.

—Sólo porque la comida tiene poder y vos tenéis talento no significa que, aún así, no pueda haber magia.

La sonrisa desapareció de su rostro.

—Dio, me exasperas.

Mientras el chef Ferrero cerraba de nuevo el armario de las especias con su llave de latón, mi mente comenzó a buscar un lugar donde pudiera dormir esa noche. Esperaba que Marco me permitiera compartir su portal de la iglesia.

—Lo siento, maestro. ¿Tendré que marcharme?

—Dio, no lo sé.

—Quería ser mejor, pero pensé que vos os habíais dado por vencido conmigo.

—¿Yo? Eres tú quien se da por vencido.

—No. Pensé que debía valerme por mí mismo.

—¿Es eso lo que estás haciendo aquí?

—No lo sé. —Y, súbitamente, no lo supe. La expresión herida del chef hacía que todo pareciera un terrible error, un enorme malentendido —. No sé qué estoy haciendo aquí. Por favor, maestro, dadme otra oportunidad. Nunca volveré a escuchar a Marco.

—¿Marco? ¿Esto fue idea de otra persona?

—No. —No implicaría a Marco en eso. Fui yo quién lo buscó. Cuadré los hombros —. No, maestro. Todo fue idea mía. Pero estaba equivocado, y lo lamento.

—¿Acaso estás protegiendo a alguien?

—No. No hay nadie más. —Respiré profundamente y me preparé para recibir mi castigo como hombre—. Podéis hacer conmigo lo que os plazca, me lo merezco. Pero quiero que sepáis que lo siento de verdad.

Noté que se me humedecían los ojos y simulé rascarme la nariz para enjuagarme una lágrima.

—Al menos estás dispuesto a asumir la responsabilidad.

—Lo estoy. Ha sido todo por mi culpa.

—Es muy importante que un hombre asuma la responsabilidad de sus actos.

—La asumo. Pero fue algo estúpido y jamás volveré a hacerlo. Sois como un padre para mí.

Oh, Dio. —El chef parecía cansado —. Tengo que pensar —dijo.— Ahora vete a la cama.

—¿Queréis decir arriba?

—¿Acaso quieres que despierte al mayordomo para que te prepare una de las habitaciones de invitados?

—Gracias, maestro. —Retrocedí sin dejar de hacer reverencias —. Lo siento, maestro. Gracias. Yo nunca...

—Oh, cierra la boca y vete a dormir de una vez.

Estaba sinceramente arrepentido, pero el chef me había preguntado por qué, y una parte de mí sentía que yo podría haberle hecho a él la misma pregunta. ¿Por qué tantos secretos? ¿Por qué ese desfile de visitantes eruditos? ¿Por qué el armario cerrado con llave? ¿Y cuál era el significado de ese jardín extraño? El jardín del chef era una fuente constante de susurros, señales de advertencia y avisos en clave a todos los que se aventuraban allí. En su mayor parte estaba dedicado a las plantas habituales —lechugas, cebollas, repollos y berenjenas —, ingredientes corrientes para preparar comidas buenas y honestas. Pero luego estaban las otras plantas del chef, las plantas que hacían que los cocineros se persignaran y besaran sus pulgares cada vez que se veían obligados a manipularlas.

Los tomates, por ejemplo, también llamados manzanas del amor. Su venenosa reputación era tan conocida como la de la cicuta, y los cocineros protestaron airadamente el día que el chef plantó los pimpollos. ¿Y si sus raíces contaminaban las cebollas? ¿Y si sus vapores provocaban desmayos o ataques? ¿Y si el olor extraño y penetrante de sus hojas atraía a los espíritus descontentos de las mazmorras cercanas? Fueron necesarias repetidas garantías y la instalación de una zona cercada con tela metálica, además del hecho de que no sucediera nada catastrófico después de haber sembrado las plantas, para impedir que el personal de la cocina arrancara los tomates a espaldas del chef. A pesar de ello, uno de los cocineros renunció y otro desarrolló espasmos en un ojo y comenzó a beberse el jerez que Ferrero utilizaba para cocinar.

Después de las manzanas del amor, el chef sembró judías —otra rareza traída del Nuevo Mundo— y luego patatas. En una ocasión intentó sembrar algo que llamaba maíz, pero la plantas no lograron crecer y entonces compró sacos de maíz seco de una fuente desconocida. En un gigantesco mortero de piedra machacó el maíz seco hasta conseguir una harina gruesa de color amarillo con la que preparó una de sus especialidades exóticas: la polenta.

Yo había atisbado el jardín a través de la puerta una o dos veces, pero nunca había necesitado poner un pie allí, por lo que me sentía agradecido. Los jardineros del palacio se encargaban de la escarda y el riego, y los cocineros recogían lo que necesitaban para preparar sus platos. El chef cuidaba personalmente su colección de rarezas frondosas.

La mañana después de que el chef Ferrero me pillara tratando de abrir su armario no me dirigió la palabra, y yo trabajé en un limbo de aprensión, preguntándome cuál sería mi castigo. Mientras acababa mi panino del mediodía, me quedé junto al umbral de la puerta abierta del jardín y traté de disfrutar de los olores combinados de menta y romero que viajaban con la brisa. Pero mientras esperaba que cayera el hacha, no podía concentrarme en mi comida o en la fragancia del aire. Al tragar el último bocado, el chef apareció detrás de mí y apoyó una mano sobre mi hombro. Di un brinco al tiempo que pensaba: «Ya viene».

—¿Te gustaría ver el jardín, Luciano? —preguntó.

¿El jardín? Marrone, eso sería peor que lo de los pollos.

—No, gracias, maestro.

El chef me cogió del codo como si no me hubiese oído y me llevó fuera. Echamos a andar por unos cuidados senderos de grava bordeados por todos los tonos de verde. La grava crujía debajo de nuestros zapatos y el chef iba nombrando todas esas extrañas plantas a medida que avanzábamos. Cuando llegamos a los tomates —unos llamativos globos rojos, algunos de los cuales rezumaban su viscoso veneno a través de las pieles quebradas —tuve mucho cuidado de que sus hojas ni siquiera me rozaran. Contemplé horrorizado cómo el chef hundía la cara entre las hojas y aspiraba hondo. Junto a los tomates, las malvadas judías trepaban alrededor de unos postes altos, mutaciones descontroladas con zarcillos ensortijados a modo de dedos verdes que se esforzaran ciegamente por alcanzar a los transeúntes. Pasé poco a poco junto a ellas, con mucho cuidado.

Con alivio, seguí al chef al jardín de hierbas circular. Allí había plantas familiares con olores más suaves: tomillo, eneldo, menta, albahaca y otras igual de benignas. Él me pidió que identificara las que conocía y me dio una breve charla acerca de sus usos: el eneldo era bueno para acompañar el pescado, el tomillo complementaba la ternera, la menta iba bien con la fruta y la albahaca era perfecta para los terribles tomates. Arrancó de la planta de menta dos grandes hojas con la superficie interna de color morado, se puso una sobre la lengua y me dio la otra. Hicimos un alto en un banco de piedra curvo en medio del jardín y nos sentamos allí a chupar la menta fresca, él disfrutando de la brisa y yo aguardando el inminente juicio.

El chef Ferrero continuó su disertación acerca de las hierbas. Me habló de la sutileza del laurel, de las diversas variedades de tomillo y del uso de flores comestibles como aderezo para los platos. Un colibrí revoloteó alrededor de una flor; el discurso del chef se volvió entonces abstracto, y dijo:

—¿Sabes?, hay gente que cree que un día los hombres serán capaces de volar. —Alzó la mano para señalar el colibrí, que ahora libaba de una flor roja, y me protegí la cara. Como el golpe no llegaba, atisbé a través de los dedos y vi que el chef me estaba mirando. Tenía la expresión de alguien que hubiera recibido una bofetada —. Yo nunca te pegaría, Luciano.

—Oh, lo sé. Yo sólo...

Se apartó de mí y habló con voz tranquila a un oyente invisible en la acedera.

—Mi padre solía pegarme, y a mi hermano también. Incluso a mi madre. Bebía, era un hombre muy triste... Yo lo odiaba. Me envolvía en el odio para protegerme; acunaba el odio en mi corazón y era un amargo consuelo.

»Un día, cuando yo ya era bastante mayor, bastante grande, lo separé de mi llorosa madre. La había estado pegando con un palo, como si fuese un animal. Yo era un crío, pero igualmente le grité: "¿Qué clase de hombre eres? Deberías avergonzarte". —El chef me miró y sus ojos me infectaron con su tristeza —. Para entonces, mi padre ya estaba muy deteriorado y siempre sucio. Dejó caer el palo y se derrumbó sobre una silla. Miró a mi madre, que sollozaba en el suelo, como si acabara de verla, y ¿sabes lo que dijo? Dijo: "Lo estoy, hijo mío. Estoy avergonzado".

»Nunca olvidaré el momento en que mi padre reconoció su vergüenza. Eso me ayudó a descubrir que en el perdón hay libertad. Somos mejores personas por saber cómo perdonar. —El chef me miró de nuevo —. Ésa es una de las razones por las que he decidido perdonarte por lo que hiciste anoche. Sabías que habías obrado mal y aceptaste tu responsabilidad. Te has ganado otra oportunidad.

—Grazie, maestro.

En ese momento me pregunté cómo podía ser perdonado tan fácilmente. Ahora pienso que el chef sabía que yo llevaría conmigo durante el resto de mi vida su mandato de perdonar.

—Mi padre murió poco después de aquel incidente —dijo—. Si hubiera vivido, podría haberse redimido. —Mi cara debió de mostrar una expresión dubitativa, porque añadió —: Nadie está más allá de la redención.

—Giuseppe...

—Nadie, Luciano. Por desgracia, algunos de nosotros morimos antes de haber llegado allí. Claro que hay quienes creen que tenemos más de una vida... pero ése es otro tema. —Continuó hablando con el tono neutro de un maestro— Al principio, yo sólo quería ser diferente de él. Mejor. Pensaba que únicamente necesitaba conseguir el éxito profesional y la respetabilidad social. Entonces conocí al chef Meunier. Te acuerdas de él, ¿verdad?

—Sí, maestro.

—Dios bendiga su gracioso corazón. De él aprendí que la medida de un hombre se calcula no sólo por sus logros, sino también por su lucha para alcanzar sus objetivos, su voluntad por hacer el bien y la tenacidad de su esfuerzo. Yo veo esa voluntad en ti, Luciano. —Se levantó y hubo algo en la forma deliberada en que lo hizo que me impulsó a imitarlo —. Debo decirte algo, Luciano, y lo diré sin rodeos. Lo he pensado mucho y he tomado una decisión. Creo que tus deslices ocasionales se deben a tu juventud y a tus desdichados comienzos. Creo que tienes lo necesario para convertirte en un excelente hombre, y quiero ayudarte. Quiero que seas mi protegido, el heredero de mi conocimiento.

Azorado por la intempestiva declaración del chef, me pregunté cómo era que mi esfuerzo por impresionarlo me había hecho merecedor de un castigo, mientras que mi intento de robo me había valido su perdón. No lo entendía, pero en apariencia mi futuro con el chef Ferrero estaba asegurado después de todo. Yo era el protegido del chef. Tendría la oportunidad de convertirme en una persona mejor. El chef me ayudaría a superarme a mí mismo. Me sentía profundamente emocionado y quise disfrutar de la palabra en mi propia boca.

—Estaría honrado de ser vuestro protegido.

Bene. Desde este momento esperaré mucho más de ti.

Tenía muchas preguntas que hacerle acerca de qué hacía con exactitud un protegido. Entendía que era algo mejor que un aprendiz, pero tenía preguntas relacionadas con nuevos privilegios y obligaciones.

—¿Y ahora me enseñaréis a cocinar?

—Naturalmente.

—¿Me diréis qué es lo que da firmeza a las natillas?

—¿Las natillas? Los huevos, ¿por qué?

—Es una de esas cosas que me parecen mágicas. Comienza como un líquido y acaba siendo firme. ¿Huevos? Qué extraño.

—No es ningún misterio. ¿Acaso no has visto cómo se endurecen los huevos cuando están cocidos? Se unen al resto de los ingredientes y forman una mezcla.

—Me di un golpe en la frente.

—¡Por supuesto!

—Natillas. A veces eres muy raro, Luciano.

—No tan raro como este jardín... ¿Me explicaréis lo que son estas plantas?

El chef sonrió.

—Este jardín trata de la grandeza. Cualquiera puede hervir un cuenco de arroz. Lo que hace que un chef sea grande es una habilidad fuera de lo común. Y eso es este jardín. No es magia, simplemente es algo fuera de lo corriente.

»Las primeras semillas de los tomates llegaron del Nuevo Mundo... No son venenosos, es sólo que en Europa aún no se ha adquirido el hábito de comerlos. Por ahora parece que sólo yo poseo el secreto de convertirlos en deliciosos manjares. La gente los come asombrada y mi reputación aumenta. —Se echó a reír y señaló una esquina de tierra cultivada donde no crecía nada —. Cuando sea la temporada adecuada, allí plantaré boniatos. Entonces podrás ver unos platos magníficos.

—¿Boniatos?

Yo quería hablar de protegidos. Me preguntaba si a un protegido se le permitiría aprender la fórmula de la poción amorosa.

—Los boniatos son una especie de patata y también han llegado del Nuevo Mundo. Son unos frutos largos y delgados con la carne anaranjada y dulces como la miel. —Juntó los dedos como un pimpollo y se besó las puntas —. También cultivo patatas blancas y conservo una provisión en el sótano de los vegetales. Solo tienes que esperar, Luciano. Allí veras cosas más interesantes que los tomates y las judías.

Era evidente que tendríamos que hablar de temas culinarios antes de que pudiese introducir la cuestión de la poción amorosa.

—¿Cómo llegan estas cosas extrañas desde el Nuevo Mundo hasta Venecia, maestro?

—¿Cómo llega cualquier cosa a Venecia? Sujetas con correas a camellos, caballos y elefantes, empaquetadas en las bodegas de los barcos, apiladas en carromatos y atadas a las espaldas de los hombres.

Hizo un gesto en el aire, como si dijese: «¿Qué importa cómo llegan aquí, siempre que lo hagan?».

—Pero son tan pocas las personas que han estado en el Nuevo Mundo.

—¿Eso crees? —Sus ojos danzaron con un brillo diabólico —. Los hombres creían que la Tierra era plana, pero Colón navegó a través del horizonte y nos demostró que es redonda.

Maestro, han quemado a hombres en la hoguera como herejes por decir que la Tierra es redonda.

—Bueno, no se lo diría a un inquisidor. Pero de hecho la Tierra es redonda y siempre lo ha sido. De modo que, ¿por qué suponer que Colón fue el primero en descubrirlo? Los astrónomos musulmanes dijeron que el mundo era redondo hace cientos de años. Y los hombres del norte cruzaban esta tierra redonda en arcos superpuestos mucho antes que Colón.

—¿Los hombres del norte?

—Los exploradores y aventureros nos han traído mucho más de lo que ves en este jardín, incluso más de lo que puedes encontrar en los puestos escondidos del Rialto. Nos han traído ideas y puntos de vista diferentes acerca del mundo y los pueblos que lo habitan. En las selvas de África existen hombres negros diminutos que han vivido durante miles de años únicamente con la tierra que tienen bajo sus pies. En el Extremo Oriente se han desarrollado civilizaciones desde miles de años antes de Jesús. En el Nuevo Mundo, las naciones se levantaron y cayeron durante siglos antes de que llegasen los españoles. Viajeros anteriores y posteriores a Marco Polo han importado y exportado una corriente regular e ininterrumpida de productos y conocimientos. El conocimiento es el bien más valioso. El conocimiento es el escalón para alcanzar la sabiduría. —El chef extendió los brazos para abarcar todo el jardín—. Lo que ves aquí, Luciano, no es nada. A lo largo de los siglos, cientos de escritos y fórmulas científicas han sido añadidos al tronco del conocimiento humano.

—¿Fórmulas? ¿Cómo la alquimia?

—Una fórmula no es más que una receta, Luciano. No debes darle tanta importancia a la palabra. Lo que necesitas saber es que algunos de nosotros hemos asumido la tarea de recopilar, registrar y proteger tantos conocimientos como hayamos tenido el privilegio de aprender. Guardamos ideas en las que merece la pena pensar, incluso cuando son inconvenientes y, en especial, cuando están amenazadas. Mantenemos viva la llama del pensamiento libre. Somos los Guardianes.

—Guardianes...

Miré los tomates con nuevos ojos.

El chef me revolvió el pelo.

—El mundo es más grande y más viejo de lo que crees, y todos somos herederos de las maravillas que ha acumulado. Hay cosas que jamás serías capaz de imaginar. En el mar meridional hay una extensa tierra con roedores gigantes que se sostienen sobre dos patas y llevan a sus crías en unos bolsillos que tienen en el vientre. Me gustaría verlos. —Sonrió —. Los Guardianes creen que no deberíamos descartar nuestra herencia tan fácilmente. Podemos ver mucho más lejos si nos colocamos encima de los hombros de nuestros antepasados. Las civilizaciones están construidas sobre los huesos de los muertos.

—¿Y qué hay de Dios?

—¿Dios? —El chef cerró los ojos y se frotó la sien como si hubiera sufrido una súbita punzada de dolor—. Esa palabra se emplea para excusar algunas de las conductas más horribles de la humanidad. Pero Dios es otro tema. Por ahora estamos hablando de grandes maestros y del conocimiento que nos han transmitido.

Todo lo que el chef me contaba sonaba tan grandioso que mi voz salió en un susurro.

—¿Queréis compartir ese conocimiento conmigo?

—Todo a su debido tiempo. Aún tienes mucho que aprender antes de estar preparado para conocer los secretos codificados entre el caldo de pollo y el cordero asado.

¿Caldo de pollo? ¿Cordero asado? Bah. Yo quería oírlo hablar de las grandes ideas, los grandes secretos: alquimia, roedores gigantes y pociones amorosas.

—Pero maestro... —dije.

—Luciano, lo primero es lo primero. Cuando los Guardianes iniciaron sus actividades, necesitábamos un disfraz. Necesitábamos una manera de recopilar y proteger nuestros conocimientos sin convertirnos en un objeto claro, como la Gran Biblioteca de Alejandría. A algunos se les ocurrió la idea de ser cocineros. Nadie se fija en los criados, ¿verdad?

—Eso es cierto.

Recordaba al chef y a su hermano hablando en mi presencia como si no me viesen cuando pasaba por delante de ellos.

El chef continuó:

—Los cocineros son unos de los pocos criados que tienen una razón para llevar registros por escrito. Podemos reunir escritos de extranjeros y nadie se interesará por ellos. Después de todo, no son más que recetas, ¿verdad? —Sonrió —. Al principio sólo éramos cocineros. Más tarde se decidió que debíamos convertirnos en maestros chefs, porque el camino es lo bastante largo y arduo como para permitir que un hombre reflexione acerca de su compromiso. Nuestras recetas son códigos, una forma de salvar fragmentos de conocimiento que, de otro modo, se perdería o sería destruido. Pero antes de alcanzar el rango de maestro tendrás que pasar muchos años estudiando y preparándote.

—¿Cómo una monja novicia?

—¿Una monja? Ah. ¿Aún sigues enamorado de esa chica del convento?

—Sí, maestro. Quiero casarme con ella.

—Hay mucho tiempo para el matrimonio.

—Pero si espero demasiado, ella podría casarse con otro hombre. Me moriría si eso ocurriera.

—No te morirías, pero entiendo tus sentimientos. Una vez amé a una muchacha... Puedes estar seguro: no morirás.

—Pero querría morirme.

—Luciano, el matrimonio es algo bueno, y es algo que te sucederá con el tiempo. Por ahora, trata de entender que te estoy ofreciendo algo noble por lo que vivir.

—¿Por qué a mí?

—¿Aparte de que veo potencial en ti? —Me apartó el pelo de la frente y pasó el pulgar por mi marca de nacimiento —. Tengo mis razones. —Se mordió ligeramente el labio —. ¿Sabes algo de tus padres, Luciano?

—Nada.

—Ecco. No es importante.

—Pero maestro, ¿me escogisteis a pesar de saber que era un ladrón?

—Puedes ser mejor que eso si quieres, y creo que quieres.

El chef tenía más fe en mí que yo mismo. Era verdad que yo quería ser mejor, lo bastante bueno para convertirme en un cocinero de vegetales y un esposo, pero ¿podía ser lo bastante bueno para eso?

—No lo sé... —dije.

—Dudas. Eso es bueno. Demuestra que te lo tomas en serio. Yo también dudé en su momento porque quería seguir un camino más fácil. Y también porque temía que en mí pudiese haber más cosas de mi padre de las que podía vencer. Padres e hijos, un asunto complicado.

—Yo ni siquiera sé quién es mi padre. Podría haber sido un criminal.

—No tiene importancia. Cada uno de nosotros es único, y el crecimiento no es una meta, sino un proceso. Desarrolla lo mejor que hay en ti. Cuando tenemos éxito en esa empresa, la humanidad avanza. Bene?

Hizo que sonara grandioso y a la vez simple.

—Bene —dije.

Regresamos caminando por el jardín en silencio mientras yo hacía un esfuerzo por encajar a Francesca en el complicado futuro que el chef había trazado para mí. Aún estaba luchando con ello cuando llegamos a la puerta del sótano donde se guardaban los vegetales y el chef la levantó. Unos escalones de madera muy gastados desaparecían en la oscuridad; me pareció estar mirando el interior de un pozo sin fondo y retrocedí unos pasos. Un aire fresco y mohoso se elevó desde ese lugar subterráneo.

El chef comenzó a bajar, al tiempo que decía:

—Ahora verás algo realmente interesante.

—Os creo —dije—. No tengo necesidad de verlo. Podemos regresar a la cocina.

Se volvió y me miró, el rostro perplejo, las piernas ya tragadas por la oscuridad.

—¿Qué ocurre?

—No me gustan los sótanos.

—Tonterías. Aquí abajo sólo hay comida. Ecco, coge mi mano.

El chef extendió el brazo y una combinación de confianza en él y miedo a ser considerado un cobarde me obligó a agarrar su mano. Lo seguí por la escalera hacia el sótano oscuro; tenía las palmas de las manos húmedas y frías y mi respiración se agitaba con cada paso.

El sótano olía a moho, y alcanzaba a reconocer muy pocas cosas en los sacos, los barriles y los bastidores de madera apilados a lo largo de las paredes toscamente labradas. Del techo colgaban salchichas junto con ristras de cebollas y ajos. Las apartamos mientras avanzábamos agachados y el chef señalaba sus tesoros.

—Granos de café, maíz, caña de azúcar, hebras de azafrán, hongos deshidratados...

—¿Son los hongos llamados amanitas?

El rostro del chef se había convertido en un claroscuro indistinto de ángulos y planos en ese sótano que era como una cueva, pero alcancé a ver que enarcaba una ceja con un gesto burlón.

—Como probablemente ya sabes, las amanitas son venenosas. No, no son amanitas.

Continuó con su inventario:

—Cacahuetes, cacao... ah, cacao. Aquí hay algo parecido a la magia. Confiere a las salsas una profundidad sobrenatural y, si se combina con azúcar, se consigue una mezcla que resulta tan embriagadora como el vino. —El chef dio unas palmadas a su saco de cacao y lo halagó como si fuese una mascota consentida. Apartó una gruesa salchicha y señaló más allá del cacao —. Ese saco que ves allí contiene amaranto. Es un producto raro y difícil de encontrar, pero merece la pena buscarlo. Le da al pan un agradable sabor a nuez.

Todos los demás pensaban que el amaranto era una planta extinta, pero por lo visto el chef contaba con unas fuentes secretas. Antes de que pudiera preguntarle dónde había comprado su amaranto, comencé a sentir una terrible presión en el pecho y mis pensamientos se volvieron caóticos. Notaba un hormigueo por todo el cuerpo y una urgente necesidad de correr.

—No me gustan los lugares pequeños y oscuros. —Mi respiración era agitada y superficial—. ¿Podemos irnos ya? —dije entre jadeos.

—Es sólo claustrofobia y, tal vez, miedo a la oscuridad. —El chef no parecía preocupado —. Se trata básicamente del miedo a la muerte que surge del terror a lo desconocido. Es el miedo común pero irracional de que la catástrofe se producirá de pronto por la única razón de que no puedes verla llegar. No te preocupes, no te estás muriendo.

—¿La muerte?

Un peso invisible me comprimía el pecho, como una prensa.

—La mayoría de la gente teme a la muerte —dijo el chef—. Es por eso por lo que aman la comida, que les proporciona la ilusión de estar engañando a la muerte. Tomates, los huesos de los muertos, cualquier cosa que sea negra...

—Tengo que salir de aquí, maestro. —Me sentía mareado. Comencé a temblar y a transpirar—. Creo que me estoy muriendo.

—No. Sientes pánico por la oscuridad y el encierro. No hay nada malo en tener miedo de la oscuridad. Mucha gente la teme. Un maestro llamado Platón nos advirtió que sólo nos cuidásemos de aquellos que temen a la luz.

—¿Qué?

Mi corazón había iniciado un alarmante galope, tenía los ojos húmedos y la visión borrosa.

La voz del chef parecía llegar desde una gran distancia.

—Luciano, presta atención. En este momento, en este lugar, no hay ningún peligro. Respira hondo.

—No puedo.

—Mírame.

Me cogió el rostro entre las manos y sus ojos me miraron fijamente. Aunque mi corazón seguía latiendo a toda velocidad, conseguí respirar con normalidad una vez. Luego el chef me rodeó con el brazo y salimos juntos del sótano. Una vez fuera y a salvo me senté en el suelo hasta que los latidos del corazón se normalizaron. Me enjugué el sudor de la frente y le pregunté:

—¿Cómo sabíais que sería capaz de hacer eso?

—Sólo quería que lo intentaras. Permanecer tranquilo ante el miedo es una habilidad muy importante que necesitarás en la vida. Cuando cavamos profundamente en nosotros mismos encontramos una fuerza inesperada. Quiero que aprendas a hacerlo. Así es como crecerás.

—Sí, maestro.

—Muy bien, entonces, ¿qué es lo que has aprendido?

—Que tengo dentro de mí una fuerza que no he probado.

—Bene.

Por segunda vez en mi vida sentí una urgente necesidad de rezar. Alcé la vista, porque eso es lo que hace la gente, y pensé: «Por favor, déjame crecer».