22.- El libro de las medias verdades
El sol se elevó en el cielo, la ciudad se entregó a otro día de comercio y la cocina cobró vida como una pasta amasada hasta convertirla en una espuma, todo ello mientras yo yacía comatoso en jergón. Uno de los criados me contó más tarde que estaba tan quieto y pálido que pensó que me había muerto y corrió a avisar al chef Ferrero. El chef hizo un gesto con la mano y le dijo:
—Luciano no está muerto. Aunque más tarde es posible que desee estarlo.
El sol del mediodía proyectaba unos rayos afilados como agujas a través de la ventana alta del dormitorio y abrí un ojo con extremada cautela. Dentro de mi cabeza había una pepita de dolor que echaba a rodar cuando me movía; sentía los ojos secos e irritados y me dolía el estómago. Me senté en el jergón, cansado y aturdido, y me pregunté qué diablos estaba haciendo aún en la cama a esas horas.
Entonces lo recordé.
Marrone. Una jaqueca era el pequeño precio que debía pagar por lo que había hecho. A pesar de mi indisposición me sentía limpio, sereno y saciado. A pesar del dolor de cabeza permanecía una ligera euforia. Me confesé con Bernardo:
—El chef dice que un afrodisíaco no es una poción amorosa, pero ya sabes cuán perfeccionista es. Son sólo palabras.
Yo estaba totalmente convencido de que, cuando Francesca y yo compartiésemos ese mágico elixir negro, estaríamos unidos para siempre.
Supe de manera instintiva que mi cita con Francesca debía celebrarse a medianoche, cuando la gente aburrida y corriente está durmiendo y es seguro practicar la magia. Encontraría un lugar para compartir la noche estrellada sin temor a que nadie nos molestara. La tranquilizaría con palabras suaves durante la sensación de malestar inicial y luego nos elevaríamos juntos y nos fundiríamos el uno en el otro de la misma manera que yo me había fundido entre colores y sonidos. Nos despertaríamos el uno en brazos del otro, afirmaríamos nuestro amor y haríamos tiernos votos.
Como pude bajé a la cocina, pues mis piernas apenas si me sostenían, y me deslicé furtivamente junto a Dante, que estaba cortando puerros.
—¿Has decidido honrarme con tu presencia? —inquirió. Recogió con una cuchara un pequeño montón de puerros cortados y los sostuvo encima de una olla hirviendo —. ¿Está lista su alteza para observar esta preparación?
—Lo siento. Estaba enfermo.
—Enfermo. Bah.
Dante torció el gesto y miró por encima del hombro, esperando ver al chef acercándose para recriminarme mi actitud. Mientras tenía la cabeza vuelta, cogí un puñado de puerros cortados y los metí en mi bolsillo para Domingo. Cuando el chef no apareció para soltarme una reprimenda, Dante frunció el ceño y chasqueó la lengua.
Metió los puerros en el agua hirviendo y añadió un poco de sal, una pizca de azúcar y unas gotas de vinagre de vino blanco.
—Para potenciar el sabor y conservar el color —dijo de mala gana. Mientras los puerros se cocinaban, me ordenó que cortase cebolletas en tiras largas y finas para poder enlazar las zanahorias glaseadas en pequeños manojos y adornar cada uno de los platos de la cena —. Asegúrate de que las cintas son lo bastante largas para hacer moños que tengan unas colas generosas. Ningún extremo seco. No es demasiado complicado.
Me dediqué a cortar finas cintas verdes de cebolleta mientras pensaba en la exigencia de Francesca: «Tráeme una prueba». Ahora tenía una auténtica poción amorosa, una prueba que mostrarle, y no podía esperar a hacerlo. La desenfrenada alegría de la noche anterior hacía que todo en la cocina se me antojase trivial. No podía tomarme en serio la tarea de cortar las cintas de cebolleta. Tal como había observado en una ocasión el chef Meunier, estamos indefensos en el puño del amor.
Intenté prestar atención a las cebolletas, pero el peyote me había dejado el estómago débil y sentía un leve hormigueo debajo de la piel. Eso podría haberlo resistido, pero un temblor en mis manos junto con febriles pensamientos de Francesca me distrajeron aún más y me hice un corte en un dedo.
—¡Mamma mia, estás sangrando encima de las cebolletas!
Dante me apartó de un empujón.
—Lo siento, Dante.
—¿Qué es lo que pasa contigo?
—Ya... ya te lo he dicho. Estoy enfermo.
Me envolví el dedo en un paño.
—¡Eres un idiota! No sirves para nada. Un inútil.
Cuando el chef dijo que yo era su esperanza, que tenía a Dios dentro de mí y que podía ser mejor, me sentí animado a elevarme por encima de mí mismo. Pero la actitud de Dante transmitía una alquimia diferente: si él pensaba que yo era un idiota y un inútil, ¿por qué tratar de complacerlo? Protegí mi dedo vendado y lo ignoré mientras él seguía haciendo chasquear la lengua como muestra de indignación y arrojaba a la basura las tiras de cebolleta ensangrentadas. En ese momento, Dante y sus vegetales arruinados no me importaban nada; sólo quería estar lejos de él y de sus abusos. Ahora veo la puerilidad de mi reacción, pero ese día, temblando, con la cabeza turbada y anhelante por mostrarle una prueba a Francesca, decidí lavarme las manos del malhumorado Dante.
Recuperé la formación teatral que había adquirido en las calles. Marco me había enseñado a fingirme enfermo para atraer la atención hacia mí mientras él aprovechaba para llenarse los bolsillos con los productos de cualquier comerciante que se apiadara de mí. Si nadie acudía en mi ayuda, nos trasladábamos a otra calle y yo volvía a «ponerme enfermo».
Me doblé en dos, gemí y apreté los puños contra el estómago.
—Madonna! —grité.
Dante me fulminó con la mirada.
—Chef Ferrero —llamó —. Algo le ocurre al muchacho. Se ha hecho un corte en el dedo y ahora no sirve para nada, como de costumbre.
Con la cabeza inclinada sobre las rodillas vi que se acercaban los zapatos de cordobán del chef. Se detuvo ante mí.
—Enfermo, ¿eh? —Bajó el rostro a la altura de mi oreja y susurró —: Te lo advertí, ¿verdad? Esas drogas probablemente son muy fuertes para un jovenzuelo, pero tuviste que insistir, ¿verdad?
—¡Oh, Madonna!
Proferí un sonoro eructo.
El chef volvió a susurrar en mi oído:
—Tú te lo has buscado. Ahora sufre el castigo. —Luego giró sobre sus talones y se alejó, elevando la voz para que todos lo oyesen—. Dante tiene razón, así no sirves para nada. Vete de aquí. Regresa cuando estés bien para trabajar.
Caminé a través de la cocina medio encorvado, la mano apoyada en la boca, las mejillas hinchadas fingiendo que estaba conteniendo el vómito. Una vez que hube subido la escalera me quité el paño manchado de sangre del dedo herido y lo metí en un bolsillo mientras hacía lo propio con el gorro de cocinero en el otro. Me aparté del pasaje que llevaba al dormitorio de los criados y atravesé en silencio el salón de los Dux y luego una serie de recargadas habitaciones, todas vacías salvo por la presencia ocasional de una criada que le quitaba el polvo a una silla dorada o sacaba brillo al cristal. Atajé hacia una escalera que conducía a la calle y abandoné el palacio.
Era la hora de la siesta, y mientras corría a través de las calles residenciales desiertas oía música y murmullos que salían de habitaciones oscuras con las persianas a medio cerrar. Cuando llegué al convento trepé por el muro ayudándome de las enredaderas leñosas y retorcidas del jazmín para asirme y apoyar los pies. Caí sobre un seto de arbustos al otro lado del muro y, medio agachado, me escabullí deprisa a través del claustro desierto y a lo largo del muro del convento.
Me atreví a mirar a través de cada ventana abierta y vi algunas cosas que nunca olvidaré. En la primera habitación, una mujer gruesa con una camisa de algodón blanca ajustaba una enredadera espinosa alrededor de la cintura hasta que unos puntos de sangre florecieron en un anillo de mártir alrededor de su cintura. La mujer hizo un gesto de dolor y continuó apretando. A través de otra ventana vi a una mujer huesuda, con mechones de pelo blanco pegados a la frente perlada de sudor, arrodillada sobre un montón de granos de arroz esparcidos en el suelo; las lágrimas se deslizaban por los surcos que mostraba su rostro ajado.
Mientras observaba, boquiabierto, un ganso apareció por una de las esquinas del claustro y comenzó a lanzar unos terribles graznidos. La monja volvió la cabeza al oír el ruido. Yo me eché al suelo, saqué unos trozos de puerro del bolsillo y se los lancé al ganso. Los graznidos cesaron y me alejé reptando junto al muro.
Francesca estaba sentada en su catre con un cojín redondo sobre el regazo. Sus dedos ágiles y ligeros se movían sobre una complicada red de hilos y agujas mientras bordaba una luciérnaga de encaje. Un mechón de pelo le caía sobre un ojo, pero estaba tan concentrada en su tarea que no parecía darse cuenta.
Su velo colgaba de un gancho en la pared, pero su hábito era una pila de tela arrugada en el suelo. Las celdas no tenían sillas ni mesas, sólo un estrecho camastro, un pequeño armario ropero y un reclinatorio. ¿Qué otra cosa tenía que hacer una monja aparte de rezar y dormir? El pelo rubio de Francesca caía como una cascada sobre sus hombros en suaves ondas, y me pregunté si ese lujurioso cabello largo estaba permitido o si se trataba de su rasgo secreto de vanidad. Su pelo era tan largo y grueso que habría resultado difícil ocultarlo, y supuse que esa extravagancia le estaría permitida hasta que hiciera sus votos definitivos. No obstante, como prisionera en ese austero lugar, alguna indulgencia en un placer sensual, ya estuviese permitido o no, habría estado en consonancia con la naturaleza de Francesca.
Observé las finas hebras de pelo que se movían bajo una leve brisa que entraba a través de la ventana abierta y entonces, lentamente, me levanté hasta quedar a la vista, enmarcado por los bastidores de piedra de su ventana. Francesca sintió mi mirada posada en ella, alzó la vista y dejó el cojín sobre el catre. Luego se levantó y nuestras miradas se cruzaron en una sorpresa silenciosa, ella cubierta por una fina camisa de algodón adornada con encaje y yo desnudo en mi anhelo. La visión de ella sola y medio desvestida hizo que se me aflojasen las rodillas. Me agarré del borde de la ventana para no caerme.
Ella recogió su hábito del suelo y lo sostuvo delante del cuerpo. Parpadeó varias veces, luego aflojó la presión de la mano sobre el hábito y sonrió con cierta vacilación. Sus labios se abrieron, revelando su dulce y blanca dentadura, y el efecto fue como un vestido que se desliza de uno de los hombros. Mis nudillos se pusieron blancos en el borde de la ventana.
—¿Cómo has entrado aquí? —preguntó.
—Trepé por el muro. —Esperaba que mi voz no se quebrara —. Tengo que decirte algo.
—¿Más acerca de ese libro?
Asentí.
—He probado una de sus fórmulas. Funciona.
—¿Oh? —La curiosidad hizo que bajase el hábito y se acercara a la ventana —. ¿Qué fórmula?
—Es asombrosa. Es...
Vi que una diminuta gota de sudor brillaba como una perla en el hueco de su cuello y las palabras murieron en mi boca. La sombra de un pezón y el perfil ondulado de su cuerpo eran claramente visibles a través de su delgada camisa. Sentí un nudo en la garganta y parecía tener la boca llena de polvo de yeso.
—¿Y bien? —Parecía molesta —. ¿Qué es lo que hace?
Conseguí despegar la lengua del paladar.
—Hace que te sientas... maravillosamente bien.
Después de una breve vacilación, dijo:
—Tonterías. —Se volvió de espaldas a mí y se puso el hábito por la cabeza, contoneándose para que calzara bien. Estuve a punto de gemir al ver que su cuerpo en sazón desaparecía debajo del triste hábito marrón—. Será mejor que te marches de aquí.
—No, escucha: te hace libre, Francesca. Libre.
—¿Sabes mi nombre?
Me miró mientras se ataba el cordel alrededor de la cintura.
—Sí. Y mi nombre es Luciano.
—¿Qué quieres decir, libre?
—Es un líquido negro y dulce. Bebes un trago y el mundo se vuelve suave y brillante. Desaparecen las restricciones.
—Parece vino.
—Es mejor que el vino. Es una aventura. Puedes volar. Puedes tocar las estrellas. Quieres... sólo sientes alegría.
—¿Por qué sigues viniendo aquí? —Se acercó a la ventana y apoyó las manos en las caderas como si estuviese decidida a algo —. ¿Qué tiene que ver todo eso conmigo?
Me incliné hacia la ventana.
—Quiero compartirlo contigo.
—¿Por qué?
—Porque yo... —¿Me atrevería a decirlo? —. Porque te amo.
Una sonrisa se dibujó en su rostro, y luego se echó a reír. Regresó al catre, se sentó y se apoyó en los codos.
—Tú me amas.
—Sí.
—Ni siquiera me conoces.
—Te he observado, oh, muchas veces. Vi cuando le dabas de comer a aquel perro vagabundo. Amas la vida. Haces labores de encaje de libélula. Hay algo hermoso dentro de ti.
—¿Me observas?
—Siempre que puedo. Quiero llevarte lejos de este lugar.
Sus ojos se entornaron.
—¿Cuál es el precio?
—No hay ningún precio. Sólo la esperanza de que un día yo te importe.
Frunció el ceño en un gesto de incredulidad.
—Yo no..., yo nunca... Estoy segura de que quieres algo.
—Sólo nuestra felicidad.
Francesca meneaba la cabeza.
—No sé qué es lo que estás tramando, pero aunque demostrase curiosidad por tu poción, y no estoy diciendo que sienta curiosidad por ella, ¿cómo podría probarla? —Señaló las paredes de su celda —. Soy una prisionera.
—Pero pudiste salir durante la siesta. ¿Puedes salir a medianoche?
Pasó una mano sobre su cojín bordado y su voz se volvió pequeña e insegura.
—No estoy segura. Nunca lo he intentado.
Podrías trepar por el muro, como he hecho yo. O podría regresar esta noche. Podríamos beber la pócima aquí, en tu celda.
Ella mantuvo la cabeza gacha mientras jugaba con sus agujas. Cuando alzó la vista, el rubor había teñido sus mejillas y sus ojos estaban animados.
—Sería más seguro si dejo un bulto debajo de las mantas y me reúno contigo en alguna parte.
—¿Te reunirías conmigo? ¿De verdad?
—Pero no puedo ir demasiado lejos. Tengo que estar de regreso para las oraciones del alba.
¡Éxito total! Una estúpida sonrisa se extendió de tal manera por mi rostro que sentí que las orejas empujaban el cuero cabelludo.
—Sé adónde podemos ir. —Recordé a los copistas, esos judíos extraños con su aire de aislamiento —. Reúnete conmigo en el barrio judío a medianoche.
—¿El barrio judío?
—No está lejos de aquí, y los judíos no pueden salir después del toque de queda. Estará desierto.
—Oh, eso es muy inteligente.
Sonrió y sentí un hormigueo en las plantas de los pies.
—Hasta la medianoche —dije.
Luego escapé a través del claustro sin sentir el suelo bajo los pies.
Estaba tan excitado que a punto estuve de olvidar hacer una parada en el puesto del pescadero para darle a Domingo lo que quedaba de los puerros cortados. Volví sobre mis pasos hasta el Rialto y vacié mi bolsillo en las manos de Domingo.
—Esta noche fríelos con el pescado.
Domingo apenas si miró los puerros. Me observó con una expresión de gratitud tan excesiva que tuve que apartar la vista.
—Eres un buen amigo, Luciano.
—Sólo son puerros, Domingo.
—Ya sabes lo que quiero decir.
Lo sabía.
En el salón de los dux encontré al mayordomo caminando con su paso melindroso junto a la galería de retratos mientras agitaba un pañuelo perfumado con lilas ante una imaginaria mota de polvo en los marcos dorados. Inmediatamente me doblé en dos y volví a «estar enfermo». Traté de pasar junto a él arrastrando los pies, fingiendo arcadas y gimiendo, pero me bloqueó el paso. Dio unos golpecitos de impaciencia con la punta de su babucha en el suelo y dijo:
—La cocina está en la otra dirección. ¿De dónde vienes tú?
Incapaz de inventar una historia con suficiente rapidez, respondí con un gemido:
—Estoy enfermo.
Luego solté un magnífico eructo, me llevé la mano a la boca e hinché los carrillos hasta que la piel se volvió brillante. El mayordomo emitió un breve grito y retrocedió para evitar la contaminación de sus babuchas con cuentas adornadas a mano.
—¡Repugnante! ¡Vete de aquí! —Me alejé renqueando. Detrás de mí, el mayordomo añadió —: Hay días en que apenas si puedo resistirlo.
Me habían expulsado de la cocina, de modo que pasé el resto del día tendido en mi jergón de paja, excitado ante lo que me esperaba esa noche. Daba igual. Me hubiese resultado imposible concentrarme en los puerros y las cebolletas en vísperas de mi cita con Francesca.
Miré a través de la ventana alta y vi cómo la luz del alféizar cambiaba del brillo de la tarde a la penumbra crepuscular y al resplandor de la luna. Marrone, la Tierra se movía lentamente ese día. Por fin, los criados agotados llegaron al dormitorio común y yo levanté las rodillas hasta el pecho y emití un eructo ocasional para causar efecto. Nadie me molestó y, poco antes de la medianoche, me escabullí fuera del palacio.