28.- El libro de las bestias
El Consejo de los Diez entró en el comedor a través de las puertas dobles que habían sido abiertas de par en par por criados con guantes blancos. Oh, qué ricos y sólidos parecían, hombres bien alimentados con manos suaves y anillos en los dedos. Llevaban sedas chinas, brocados turcos y delicadas lanas de Florencia. Algunos de ellos exhibían amplios collares de piel y pesadas cadenas de oro que descansaban sobre sus hombros como si estuviesen estratégicamente colocados para equilibrar su peso.
Todos llevaban sombrero. Los más elegantes eran de forma acampanada, de terciopelo morado, con bandas doradas y un rollo de seda borgoña con borlas plateadas. Los demás portaban gorros con plumas, cofias de lino, boinas de tamaño exagerado, turbantes apretados y un chisme con el ala enrollada y un gorro de bufón que caía sobre el hombro. Parecían una colección de fantásticos hongos venenosos entrando en el comedor con sus fabulosos sombreros.
La cena comenzó con una sencilla ensalada de tréboles condimentada con aceite de oliva virgen, vinagre balsámico y una gota de miel. Se creía que el trébol avivaba los apetitos perezosos, y el chef quería que esa importante comida fuera apreciada en todo lo que valía. Cuando los platos con la ensalada de tréboles fueron colocados delante de cada comensal, el corpulento signore Castelli, quien se consideraba un verdadero epicúreo, se ajustó su boina azul, frunció el ceño y empujó las hojas por el plato.
—¿Hierba? —preguntó —. ¿Es que acaso somos conejos?
Landucci cogió el tenedor y pinchó los tréboles.
—No os quejéis por la comida. Estamos aquí por negocios.
Mientras masticaba un buen bocado de tréboles, el signore Cesi apartó las orlas plateadas de su sombrero y dijo:
—Esto es delicioso. —Landucci lo fulminó con la mirada y él se encogió de hombros —. También podríamos disfrutar de la comida. Nuestro asunto no nos llevará mucho tiempo.
Landucci soltó un leve gruñido.
—Supongo que no importa a cuál de esos viejos entupidos elijamos. Ambos son igualmente manejables.
Mientras la criada retiraba los platos de la ensalada, el signore Abruzzi se dirigió a los comensales:
—Signori, ¿podríamos ahorrar tiempo y poner simplemente los dos nombres en un sombrero?
Se quitó el fez rojo de la cabeza y lo tendió hacia los demás con una sonrisa aviesa.
—¡Abruzzi, sinvergüenza! —El signore Bellarmino golpeó la mesa con una mano velluda y soltó una carcajada —. ¿Acaso estáis sugiriendo que tenemos tan poco respeto por el cargo de dux que convertimos la elección en un juego?
Todos los hombres se echaron a reír. Hasta Landucci sonrió.
Aún se estaban riendo cuando las criadas entraron en el comedor con el siguiente plato. Una vez los platos estuvieron servidos delante de cada comensal, las risas se fueron diluyendo hasta convertirse en carraspeos y luego en silencio. Todos examinaron la elaborada creación que tenían delante.
Las codornices son muy pequeñas, no más de uno o dos bocados por ave, y un hombre puede comer varias de ellas. Por esa razón, las codornices se servían habitualmente descabezadas y apiladas en una enorme bandeja que necesitaba de dos criadas para llevarla. Pero esa noche, cada comensal se encontró mirando una diminuta codorniz, con la cabeza intacta y el pico abierto como si estuviese a punto de gorjear, con las alas pequeñas y espigadas como si en ese momento acabara de posarse sobre su ligero nido de pastelería.
Yo había visto al chef construir esos nidos. Había formado unos círculos de pasta con la ayuda de una copa de vino y luego había colocado encima unos anillos también de pasta que encajaban a la perfección. Untó su creación con huevos batidos y los vigiló atentamente mientras se cocinaban. En el momento en que se inflaron, dorados y brillantes, los retiró del horno en medio de un silbido de vapor. Controló cada uno de los pasos mientras los cocineros ordenaban el resto de elementos sobre la bandeja. Probó el paté como si estuviese meditando, examinó y olió cada espiga de tomillo, luego cortó los huevos de codorniz en tres cuartos y los abrió como si fuesen abanicos. Para elaborar la salsa de coñac hizo a un lado al cocinero de salsas y revolvió el cazo con inquietante intensidad.
Bellarmino dijo:
—¿Primero hierba y ahora una codorniz? ¿Es una broma?
—Madonna! —El signore Castelli había probado el nido de pasta y la salsa que lo acompañaba. Habló con la boca llena —. Esta pasta podría flotar en la brisa. ¡Y la salsa! Tenéis que probar esta salsa.
Cuando los hombres probaron los primeros bocados, una ronda de murmullos y susurros de admiración se filtró a través de la puerta de servicio apenas entreabierta. Unos pocos hicieron una pausa para admirar la muestra de arte que había en sus platos. La codorniz, deshuesada salvo por las alas extendidas, estaba rellena con un rico paté de ganso. Cada pequeña ave había sido colocada encima de sus propios huevos, que estaban cortados y desplegados en abanico a su alrededor para crear una plataforma ondulada. El nido de pasta, ligero como la mantequilla, había sido rociado con una salsa clara que brillaba como el rocío. En el plato azul celeste, las espigas de tomillo fresco habían sido dispuestas de modo que parecieran una rama de árbol ahorquillada que sostenía el nido; las escogidas hojas de tomillo brillaban también bajo gotas de salsa cuidadosamente colocadas.
Castelli lamió el paté de su tenedor.
—La presentación es deliciosa. Como un poema.
El signore Gamba señaló con el tenedor una de las diminutas alas y dijo:
—Es como si estuviera a punto de alzar el vuelo. Me recuerda a mis valiosos halcones.
—A mí me hace pensar en la música. —Castelli tocó el pico abierto —. Como si esta pequeña hubiese muerto cantando.
—Sí. El chef es un hombre inteligente. —Landucci frunció el ceño y pinchó con el tenedor el cuerpo de su codorniz—. De alguna manera se las ha ingeniado para quitar todos esos pequeños huesos del mismo modo que hace con los salmonetes. Este chef le quita los huesos a cualquier cosa. Debe de tener una catacumba en miniatura en esa cocina. —Landucci presionó con el dedo la codorniz deshuesada y las arrugas de su ceño se acentuaron—. Nunca he entendido el sentido de las catacumbas. ¿Por qué conservar los huesos de los muertos?
—Un sacerdote me dijo en una ocasión que conservan los huesos para que recordemos —contestó con aire ausente el signore Gamba sin dejar de masticar.
—¿Para que recordemos qué?
La expresión de Landucci se ensombreció.
Gamba se llevó el tenedor colmado de codorniz a la boca.
—No lo dijo—y masticando con los ojos cerrados, añadió —: Mmm. Un chef muy inteligente.
—No cabe duda de que lo es —convino Landucci—. Tengo a alguien en la cocina que me cuenta cosas muy sospechosas acerca de ese chef.
¿Landucci tenía a alguien en la cocina? ¿Un espía? Me invadió una sensación de terror.
Señaló la elaborada codorniz.
—¿Para qué se toma tanto trabajo? Sólo es comida.
—Ese chef es un artiste, Landucci. —Castelli estaba irritado —. ¿Es que no podéis disfrutar de una buena comida? Nuestro asunto no es urgente. Vos mismo lo habéis dicho: un viejo tonto es tan bueno como el otro. Me gusta la idea de los nombres en el sombrero. La irreverencia es tentadora.
—Sí. —Gamba sonrió —. Aprendamos la lección del chef y hagamos las cosas de una manera diferente por una vez.
—En efecto.
—Uno es tan estúpido como el otro.
—¿Por qué no?
La conversación se interrumpió abruptamente cuando el chef sorprendió a todos los presentes al llevar en persona el siguiente plato. Una criada mantuvo la puerta abierta y el chef Ferrero, un hombre con una misión, entró en el comedor portando una bandeja con el enorme trozo de carne asada aún en su espetón. Después de las pequeñas y extravagantes codornices, la brutalidad del trozo de carne goteando su jugo y empalado en un espetón de hierro resultaba discordante, como lo era la presencia del chef actuando como camarero.
—Signori —dijo el chef—, este asado es demasiado pesado para las criadas. Será un honor para mí servirlo personalmente.
El chef Ferrero sacó un cuchillo de trinchar de aspecto inquietante, luego envolvió una toalla alrededor del extremo del espetón caliente y lo sacó de la bandeja. Colocó la punta del espetón sobre cada uno de los platos y, a una pulgada de la cara de cada comensal, cortó largas e irregulares tajadas de carne que cayeron sobre el plato en pilas dentadas. Mientras todos los miembros del consejo observaban esa sorprendente presentación, el chef explicó:
—Tuve suerte de encontrarme en el Rialto justo después de que llegara un barco del África oriental. Ayer, este animal estaba vivito y coleando. Se suponía que debía ser enviado, mientras aún respiraba, a Su Santidad y sacrificado en la cocina del Vaticano. Pero alguien cometió un error y lo sacrificaron aquí, en los muelles.
—Pero ¿qué...?
—Yo fui lo bastante afortunado como para adquirir este corte para vos —continuó explicando el chef—. El resto de la bestia fue metido en hielo para que se conserve durante el viaje a Roma.
—Pero ¿qué...?
—Carne de león. Caballeros, sé que debéis de estar aburridos de comer los mismos platos de cordero y ternera todo el tiempo. Signori, me complace presentaros el símbolo de nuestra gran República Serenísima. ¿Quién mejor para comer esta poderosa bestia que los hombres más poderosos de Venecia?
Recordé el leopardo encerrado en la cocina del Vaticano. El chef conocía perfectamente la predilección de Borgia por la carne exótica. Debía haber pagado una gran suma de dinero para averiguar cuándo llegaría ese animal a Venecia, y mucho más por hacerlo sacrificar allí mismo.
El signore Farelli observó los trozos de carne sangrientos que caían en su plato y se ajustó la gorra de lana verde en la cabeza.
—No creo que yo... —empezó a decir.
—Afortunado es el león que el humano come, porque de esa manera el león se vuelve humano. —El chef estaba rebosante de felicidad mientras cortaba la carne—. Son palabras de Jesús.
—¿De verdad?
Farelli miró al resto de los comensales buscando una confirmación, pero todos parecían tan confusos como él.
—Sabe a carne de ternera, pero mejor. Tiene el sabor del poder. —El chef se besó las puntas de los dedos —. Es especialmente deliciosa con el vino tinto fuerte que he seleccionado para la ocasión; es de una cosecha especial. Estoy seguro de que lo disfrutarán. —La criada sirvió el vino en grandes copas mientras el chef cortaba enormes pedazos de carne de león y los depositaba en el último plato. Luego hizo una leve reverencia en dirección a la mesa y dijo—: Buon appetito —y abandonó el comedor.
Al pasar junto a las criadas, el chef masculló:
—mantened las copas llenas de vino todo el tiempo.
Luego se alejó hacia la cocina.
El signore Gamba acarició su copa de vino y declaró:
—Esa codorniz me ha dejado inusualmente satisfecho. No creo que quiera...
—¡Cobarde! —Castelli pinchó un trozo de carne de león con el tenedor y lo alzó en el aire. La sangre y la grasa gotearon sobre el mantel de encaje—. El chef ha dicho que sabe a carne de ternera.
—Pero es un león.
El signore Cesi jugueteó con las borlas de su sombrero y miró su plato con repugnancia.
—Tonterías. Miraos. Cobardes. —Castelli mordió un bocado. Los otros hombres lo observaron masticar y tragar la carne. Miró a Cesi a los ojos y declaró —: Excelente. Tierna, sabrosa, mucho ajo, agradable y salada.
Bebió un trago de vino.
—Muy bien... —El signore Gamba cogió su tenedor—. Si está bien sazonada...
—Agradable y salada.
Uno a uno, todos los comensales probaron la carne de león. Debido a la larga maceración nocturna, la carne estaba tierna y sabrosa. El Consejo comió con verdadero deleite, estimulado por su audacia culinaria. Bebieron el vino recio, bromearon acerca de su barbarismo y continuaron bebiendo. Las criadas mantenían las copas llenas hasta el borde como el chef les había indicado. Algunos de ellos dejaron sus tenedores para coger la carne con dedos grasientos; rugían antes de desgarrar los trozos con los dientes. Sólo Landucci comía a pequeños bocados con una expresión de malhumorada cavilación, pero él también bebía a espuertas. La carne estaba muy salada.
Para cuando la carne de león se terminó, una especie de hilaridad desenfrenada se había apoderado de ellos. Se llamaban salvajes unos a otros, reían a carcajadas y exigían más vino. El signore Perugini lanzó con alegría su sombrero rígido, en forma de cúpula, sobre la mesa, donde se bamboleó antes de detenerse como un cazo invertido. Bellarmino pidió un pedazo de pergamino, lo desgarró por la mitad y escribió el nombre de uno de los candidatos en cada tira. A continuación dejó caer los papeles manchados de aceite dentro del sombrero y todos se echaron a reír. Se habían comido un león. Se sentían poderosos. Eran poderosos.
Landucci extendió la mano para extraer un nombre del sombrero, pero...
—¡Esperad! —Castelli alzó una mano grasienta —. Hagámoslo más interesante. Hemos comido como bestias salvajes. ¿Por qué deberíamos acobardarnos ante un anciano decrépito que habla del amor?
Castelli escribió el nombre de Marsilio Ficino y sostuvo la tercera tira de papel en el aire para su aprobación.
El signore Cesi se echó a reír.
—¿Por qué no? ¿Acaso deberíamos temer a un pequeño y débil filósofo?
—Nosotros no tememos a nadie.
—Por supuesto que no.
Después de que el nombre de Ficino fuera introducido también en el sombrero, Landucci metió la mano en su interior y sacó una de la tiras de papel. Con los ánimos ruidosos y exaltados de la mesa, los miembros del Consejo no registraron de inmediato el mudo desagrado de Landucci mientras miraba el trozo de pergamino que sostenía entre los dedos. Poco a poco, las carcajadas se convirtieron en risitas ahogadas e inseguras. Landucci hizo un intento de introducir de nuevo la mano en el sombrero para sacar otro papel, pero el signore Abruzzi intervino:
—Ah, dejadlo. Estará muerto antes de un año.
Landucci se reclinó en su silla y miró a los presentes.
—Sí. —Castelli golpeó la mesa con la palma de la mano y su barriga se agitó —. Dejadlo. Comemos bestias salvajes. ¿Deberíamos preocuparnos por un viejo enfermo?
—No.
—Ridículo.
—Por el dux Ficino.
Bellarmino alzó su copa.
Miré a la criada que estaba junto a mí en el descansillo de la escalera. Tenía la boca abierta y los ojos muy grandes y fijos.
—¿El dux Ficino? —musité.
Ella apoyó la palma de la mano en su mejilla y sonrió. Yo apenas si podía esperar para contárselo al chef.
Landucci se encogió de hombros y levantó su copa.
—Supongo que podemos deshacernos de él si es necesario.
Mientras los miembros del Consejo brindaban por el nuevo dux de Venecia, las criadas sirvieron pasteles de merengue de limón como postre.
—Un final alegre —canturreó Castelli—. Delicioso.
Yo me lancé escalera abajo hacia la cocina gritando que el Consejo de los Diez había elegido a Marsilio Ficino. El chef se sentó en un banco de madera y asintió.
—Bene.
—Maestro, por favor, decidme. —Junté las manos en un gesto suplicante—. ¿Qué hierbas mágicas habéis empleado para dominarlos?
—¿Hierbas mágicas? Estaban borrachos.
—No estaban tan borrachos.
—Estaban relajados. —El chef dio unas palmadas en el banco para que me sentara junto a él y me rodeó los hombros con el brazo —. Luciano, te lo he dicho, lo que parece magia no es más que habilidad. El león recordó al Consejo aquello que ya sabían: que no deben temer a nadie en Venecia. Además, el león estaba excesivamente salado, lo que los obligó a beber demasiado vino. Por supuesto, con su estúpido método, muy bien podría haber ocurrido todo lo contrario.
—Pero le disteis una oportunidad a Ficino.
—Hacemos lo que podemos.
—No lo sé, maestro. Interferir en las elecciones parece peligroso. Landucci ha dicho que tiene un espía en la cocina.
—¿Un espía? ¿Quién?
—No lo sé. Sólo ha dicho que tenía a un hombre aquí.
—Muy bien, entonces, la suerte ha estado de nuestra parte.
Pero la suerte debió de estar en otro lugar cuando, más tarde, un Landucci más sobrio entró en la cocina para interrogar a los cocineros acerca de las propiedades del trébol, el deshuesado de las codornices y la adquisición de carne de león. Los cocineros contestaron con prudencia.
—Sí, signore. Ha sido una comida inteligente. Nuestro chef es un mago.
—¿Un mago?
—Es sólo una expresión, signore. Nuestro chef es muy habilidoso.
El chef Ferrero y yo vigilábamos con atención al hombre que se mostrara demasiado servicial, demasiado familiar, pero todos los cocineros eran amables y educados. Yo había comenzado a dudar de lo que había oído cuando, mientras Landucci se alejaba hacia la puerta de servicio, Giuseppe captó su atención y ambos intercambiaron una mirada cómplice. Landucci asintió brevemente y abandonó la cocina. El chef y yo también nos miramos. Minutos más tarde, Giuseppe se escabulló por la puerta trasera. El chef se dio unos golpecitos en el costado de la nariz y me indicó que lo siguiera.
Giuseppe caminó a través del patio y rodeó la parte delantera del palacio. Allí, bajo la arcada bizantina, Landucci lo esperaba entre las sombras. Los zapatos de Giuseppe resonaban sobre el suelo de mármol, de modo que me quité los míos y los dejé detrás de una columna. Me deslicé en silencio de una columna a otra. Necesitaba acercarme más de lo que habría deseado para oír su conversación.
La voz de Giuseppe flotaba en el aire nocturno:
—... es más que habilidad. Ya os he hablado de ese armario que siempre está cerrado con llave y de su extraño jardín de hierbas. Y no olvidéis que sacó a ese ladrón de las calles. Incluso lo ha ascendido.
—Sí, sí. Es un hombre extraño, pero no es más que un cocinero. —Landucci parecía impaciente—. ¿Sabes algo de lo que debería preocuparme?
—¿Por qué habéis bajado a la cocina esta noche, signore?
—¿Un león? No me gustó nada esa carne.
—¡Sí! —Giuseppe se acercó a Landucci mientras agitaba un dedo delante de su cara —. Sus comidas tienen un poder sobrenatural en la gente.
—Retrocede, hazme el favor. —Landucci se llevó su pañuelo de seda a la nariz— ¿Qué es lo que quieres decir?
La voz de Giuseppe se volvió reservada.
—Hace unas semanas, ese pequeño ladró robó unas cosas del armario del chef. Su sucio amigo y él llevaron el botín a la Abisinia.
—¿Una adivina? Tonterías.
—La gente le cuenta cosas a esa mujer. Vos me dijisteis que mantuviera los ojos y los oídos abiertos. Cuando ellos se marcharon de la habitación de la Abisinia, yo subí a verla.
Daba la impresión de que Giuseppe estaba obscenamente complacido de sí mismo, y me sorprendió. Pensaba que ese día sólo me había seguido para acosarme.
Pero Landucci parecía aburrido.
—¿Y?
—El chef guarda opio en la cocina.
—¿Un calmante? ¿Y qué? Tal vez sufra jaquecas. —Pero Landucci se irguió un poco más —. ¿Algo más?
—Le pregunté a la Abisinia si el chef sabía algo acerca de ese libro, y, ¡pam!, cerró la boca y me señaló la puerta. —La voz de Giuseppe se volvió zalamera e insinuante—. ¿Habéis visto alguna vez a esa mujer? Calva y flaca, con huesos pequeños como de pollo. Le doblé los brazos detrás de la espalda para... hum... persuadirla de que hablase. Pero ella me sonrió, obcecada. La cogí del cuello y apreté lo suficiente como para que supiera que iba en serio. Cuando consideré que ya había tenido bastante, permití que hablara. La Abisinia tosía y jadeaba, pero la negra strega volvió a sonreír y dijo: «Jamás conseguiréis quitarle el libro a ese chef». «A ese chef.» ¡Él es quien lo tiene! —Giuseppe sonrió con malicia —. Traté de sacarle más información, pero... Ella murió demasiado pronto.
—¿Murió?
—De... persuasión.
Me sentí enfermo. N'bali había dicho que alguien moriría. ¿Sabía acaso que sería ella?
Landucci se mesó su pequeña y cuidada barba mientras Giuseppe saltaba nerviosamente de un pie a otro. Al fin, Landucci dijo:
—La palabra de una adivina no vale mucho, pero supongo que quieres algo por esto.
—Justicia, signore. Aunque si hay una recompensa...
—¿Justicia?
Landucci soltó una desagradable carcajada.
—Arrestaréis al chef?
—Ordenaré que lo interroguen.
—Y al chico también. Están juntos en esto.
—Enviaré a los Cappe Nere a por ambos.
Landucci miró al escuadrón de Cappe Nere que patrullaba la piazza San Marco.
Oh, Dio! Era todo cuanto podía hacer para no gritar y echar a correr. Tragué con dificultad y me obligué a permanecer quieto y escuchar el resto.
—Bene! —Daba la impresión de que Giuseppe empezaría a levitar de un momento a otro —. Signore...
—Sí, sí, si esto produce algún resultado, habrá un trabajo para ti en las mazmorras.
—Grazie, signore. Pero el escaño en el Senado...
—No seas ridículo.
—Sí, signore.
Giuseppe esbozó una obsequiosa sonrisa de temor.
—Es una lástima. —Landucci parecía estar hablando consigo mismo —. No es frecuente encontrar a un chef tan inteligente. Sería una pena que finalmente él también acabara muriendo de persuasión.