18.- El libro de los Borgia
Una mañana, el mayordomo se deslizó desde la puerta de servicio hasta el escritorio del chef, con los labios fruncidos y sosteniendo sus ropas color turquesa por encima de sus tobillos cubiertos de seda. El hombre, glamuroso y envuelto en un olor a lilas, entregó su mensaje deprisa, mientras agitaba su abanico para protegerse del calor de la cocina y cubría su cuello con una tira de encaje.
—El dux ha sido llamado a Roma. Vos lo acompañaréis y prepararéis vuestra salsa de nepentes para Su Santidad —gorjeó el mayordomo.
—Me siento honrado. —El chef ejecutó una elaborada reverencia, quizá demasiado elaborada —. Necesitaré llevar a mi aprendiz para que me ayude en mis tareas.
El mayordomo agitó una mano blanda y respondió:
—Como gustéis.
Luego hizo una pirueta sobre sus babuchas adornadas con cuentas y se alejó con porte orgulloso hacia la puerta de servicio a pasos rápidos y pequeños.
—¿Maestro? —Yo permanecía inmóvil y tenía en las manos un paño para lavar los platos que goteaba sobre mis zapatos —. ¿Yo? ¿En Roma?
El chef me hizo señas para que me acercara y habló con tono mesurado.
—Puedes estar seguro de que Borgia tiene alguna razón aparte de mi salsa para invitar al dux a sentarse a su mesa.
Se dio unos golpecitos en el costado de la nariz.
—Pero cocinar para el Papa sigue siendo un honor, ¿verdad, maestro?
El chef sonrió.
—Es hora de comenzar tu educación, Luciano. Es preciso que conozcas Roma.
Durante todo ese día presté una atención especial a cada pequeña porción de comida dejada en los platos. Recogí los restos con mucho cuidado y guardé todos los huesos que conservaban algo de carne; reuní una montaña de cortezas de pan y junté todas y cada una de las cortezas de queso. Una vez que estuvo todo reunido parecía una pila de basura, de modo que añadí unos nabos y zanahorias, que eran baratos y abundantes. No estaba seguro de cuánto tiempo permaneceríamos en Roma, y quería dejarles a Marco y a Domingo toda la comida que fuera posible.
Esa noche, cuando saqué la basura, Marco me estaba esperando. Sus ojos se encendieron cuando vio el saco lleno de comida que llevaba al hombro.
—¿Qué es esto? —Cogió el saco, echó un vistazo al interior y su expresión cambió —. Casi todo son huesos.
—También hay nabos y queso. Compártelo con Domingo y dile ciao de mi parte.
—¿A qué viene este festín? Si estás tratando de disculparte por haber permitido que te cogieran y no haber conseguido sacar nada de ese armario, no te dará resultado. Aún no sé cómo puedes ser tan torpe. Antes solías ser un buen ladrón. Si de verdad quieres disculparte, podrías volver a intentarlo.
—No me estoy disculpando por nada, y no tengo ninguna intención de volver a intentarlo. Me voy a Roma y no sé cuánto tiempo estaré fuera. —Señalé el saco —. Esto tendrá que durar.
Marco me miró con los ojos entornados.
—¿Por qué a Roma?
—El chef tiene que cocinar para el Papa.
Marco hizo un gesto burlón.
—¿Para qué te necesita a ti?
—Soy su aprendiz.
—Bah. —Marco apretó el saco debajo del brazo —. Estoy seguro de que en Roma comerás muy bien. —Se volvió para marcharse—. Cogeré mis huesos y me apartaré de tu camino.
—Marco, no seas así.
Me miró fijamente.
—¿Qué no sea cómo? ¿Hambriento?
—Marco...
—Que tengas un buen viaje, Luciano —repuso, y se marchó.
Las grandes ciudades de Italia son como flores diferentes de un mismo jardín. Venecia es un estallido de azaleas rosas que se tornan marrones en los bordes, un carnaval de decadencia. Los palacios de mármol se hunden, centímetro a centímetro, mientras todos los inviernos el mar inunda la ciudad con el agua que llega a los tobillos y sus habitantes que retozan y fornican en su corazón acuosos. Baco se burla de la Muerte, y los músicos absortos en la piazza San Marco tocan frenéticamente mientras una ajada prostituta desliza una lengua lasciva sobre sus labios pintados de rojo.
Después de Venecia, yo creía que conocía la corrupción y el libertinaje, pero no estaba preparado para la leonada y falsa opulencia de Roma, la Venus atrapamoscas, una belleza exótica a la que le gustaba la carne. Mucho más vieja que Venecia, Roma había dispuesto de muchos más siglos para perfeccionar el arte de la duplicidad. Mientras el resto de Italia entonaba melodías populares, Roma cantaba en un bajo antiguo de autoridad moral artificial. La imagen indisputable de una Roma virtuosa oscurecía las luchas de poder a vida o muerte que se libraban bajo sus cúpulas doradas y sus vestimentas recamadas. Si Venecia era una ramera, Roma era una asesina.
Desde entonces he llegado a creer que la ilusión de la santidad de Roma cuenta con la ayuda del siroco que sopla durante nueve meses al año. Es un viento meridional y salitroso que cubre el cielo de nubes grises y bajas. Hace que el moho crezca en lugares secretos, esparce manchas leprosas de humedad en las paredes de piedra y logra que la gente se sienta como si sus cabezas y sus narices estuvieran llenas de algodón, de modo que no pueden oler la corrupción debajo del incienso.
El olor, siempre evocador, es la mejor manera de describir una diferencia elemental entre la cocina romana y la nuestra. En Venecia, el chef Ferrero colgaba hierbas frondosas del techo para que se secaran; éstas teñían el aire con una sugerencia de jardín, y las brisas que llegaban del mar llevaban de un lado a otro aromas que hacían la boca agua.
En Roma, la cocina se encontraba bajo tierra y el aire fresco no llegaba allí para aliviar los olores que se habían acumulado. En lugar de hierbas, el chef de Borgia colgaba del techo jamones españoles de olor picante, recubiertos de un moho verdigris, y, en una esquina de la habitación en penumbra, un leopardo taciturno encerrado en su jaula mordía un trozo de carne cruda. Su gruñido, sordo y amenazador, y sus ojos amarillos no revelaban ningún indicio de la criatura espiritual que debía de haber sido alguna vez. Su paseo demencial dentro de esa estrecha jaula me deprimió y acentuó mi claustrofobia. Pero Borgia complacía a menudo su predilección por los animales exóticos, y el leopardo atraía escasa atención en esa lóbrega cocina. La carne vieja y el hedor del leopardo hacían que la cocina del papa Borgia apestase a selva y a muerte.
Todo en Roma, incluso la comida, alcanzaba unos excesos inimaginables en otros lugares. En nuestro segundo día en la Ciudad Eterna acompañé al chef al mercado. Me quedé boquiabierto como un patán campesino ante la exhibición de mousse de pato y paté de ganso esculpidos sobre la carcasa de un cisne muerto; estaba adornado con plumas de codorniz y descansaba sobre un nido de huevos de avestruz: cinco simpáticas aves muertas y saqueadas para crear un centro de mesa. Estudié la pálida cabeza de un ternero envuelta en gelatina de caldo con un clavel en la boca, un ojo azul abierto y el otro cerrado. Muerto, el payaso guiñaba el ojo. Contemplé las vetas de jamón finas como telas, con el color de la sangre diluida, dispuestas alrededor de tajadas de melón color carne. En otro de los puestos, un vendedor lucía orgulloso junto a un montón de trufas, grandes como manzanas y negras como el pecado, terrones verrugosos con un almizcle carnal, arrancadas por los cerdos de la tierra legamosa del Périgod. Me quedé boquiabierto ante la visión mítica de la carne fresca de cebra, trozos sanguinolentos esparcidos sobre la piel rayada del propio animal en una exhibición que parecía pornográfica. La carne de la cebra me recordó el leopardo de Borgia.
Yo estaba ansioso por ver a Borgia, el rico español que había comprado el título de papa Alejandro VI, pero el chef me dijo que mantuviera la cabeza gacha y la boca cerrada. Ya casi estaba desesperado por ver al gran hombre cuando el chef de Borgia, un orgulloso castellano molesto por nuestra presencia en su cocina, insistió en que yo fuese útil en algo.
—¿Por qué se encuentra aquí este muchacho? Está en medio del paso.
El chef asintió e hizo chasquear los dedos.
—Luciano —dijo—, ayuda a las criadas.
Obedecí y alivié rápidamente a una de las criadas de su pesada bandeja con el almuerzo y la seguí al comedor. Las criadas romanas, mujeres tímidas y silenciosas con rostros tensos, eran incluso más temerosas que las nuestras en Venecia. En realidad, no era extraño que así fuese; después de todo, trabajaban para el hombre más poderoso y despiadado del mundo.
Ese día, Borgia almorzaba con Herr Loren Behaim, y la criada comprobó dos veces el contenido de la bandeja antes de entrar en el comedor. Tal como era mi costumbre, me quedé junto a la puerta de servicio para escuchar y observar.
¡Y entonces entró! Las puertas exteriores se abrieron de par en par y Rodrigo Borgia irrumpió en el comedor como un semental vigoroso y sensual. Saludó a Behaim con una voz atronadora, rebosante de energía. Grande y musculoso, Borgia entró con su andar beligerante, su mentón hendido proyectado hacia delante, vestido aún con su ropa de montar, el látigo de jinete en la mano, las botas cubiertas de barro resonando en el suelo de mármol, oro y piedras preciosas en todos los dedos. Entró en el comedor todo un hombre al que le gustaban los caballos y las mujeres; un hombre moreno, de complexión fuerte, con las manos cuadradas y una nariz prominente con las aletas abiertas a la vida. Un hombre hirsuto con manojos de pelo negro que brotaban del dorso de las manos, una sombra perpetua de barba en las mejillas y una masa de pelo que comenzaba a platearse sólo en las sienes. Tenía unas cejas gruesas y pobladas sobre unos ojos vivaces, curiosos e inteligentes de color marrón, y una mirada que podía volverse súbitamente penetrante. Su boca se abrió en una sonrisa deslumbrante de dientes muy blancos..., un pirata. Él entró, sonriente y mundano, ¿y por qué no? Era rico y poderoso y llenaba la habitación como un toro que embiste.
Herr Behaim se levantó y bajó la cabeza.
—Santidad.
—Siéntate, Loren. —Borgia se sentó a horcajadas en una silla y alzó una mano con gesto ausente hacia la puerta de servicio. La criada se acercó rápidamente llevando una bandeja con pan, aceite y una botella de jerez español. Borgia prefería la bebida y la comida de su tierra natal—. Dime, Loren, ¿cómo podría usar a ese viejo veneciano? —preguntó.
Borgia despidió a la criada, sirvió dos copas de jerez y le tendió una al astrólogo.
Behaim aceptó el jerez con un leve asentimiento de caballero.
—Santidad, el dux cree, o quiere creer, que el libro contiene una fórmula para la eterna juventud.
Behaim sonrió.
Borgia dejó su copa de jerez y exclamó:
—Pero ¡eso es maravilloso! —Soltó una carcajada con la boca muy abierta y la cabeza echada hacia atrás. Se dio una palmada en la rodilla y preguntó —: ¿Sabe algo de los evangelios gnósticos?
—Creo que ha oído hablar de ellos, pero está tan obsesionado con su propia mortalidad que no alcanza a comprender su importancia. Además, El dux cree que sólo existe un libro. No hay duda de que hay otras copias, además de un importante número de personas que conocen su existencia. Aún así, él está obsesionado con un libro que contiene la fórmula de la inmortalidad.
—¡Maravilloso! —Borgia parecía realmente encantado —. ¿Cómo procederemos?
Behaim se apoyó en el respaldo de su silla y pasó la copa de jerez por debajo de su nariz.
—Podríais limitaros a condenar el libro como blasfemo. Decidle a la gente que el libro está protegido por herejes y satanistas. Luego ofreced una recompensa que el dux no pueda igualar. Eso concitará su atención.
—No lo sé. —Borgia hizo girar el jerez dentro de su copa —. Puedo condenar todo lo que me plazca, pero la gente es más difícil de controlar que antaño. Son esos alborotadores de Florencia que soliviantan a la gente dándoles ideas, despertando la curiosidad en ellos. No es como en los viejos días. Si la recompensa es demasiado elevada, alguien podría encontrar de verdad esos jodidos evangelios y tratar de utilizarlos contra mí.
Behaim se inclinó hacia delante y bajó la voz.
—Santidad, como vuestro astrólogo, puedo aseguraros que existe una amenaza de exposición muy pequeña. Ésta es la era de Piscis, la era de los secretos. No es probable que las revelaciones importantes se hagan públicas hasta la era de Acuario. Por ahora, los secretos son nuestros para usarlos y controlarlos.
—¿Y cuándo veremos la era de Acuario?
—No hasta dentro de quinientos años, Santidad. Un nuevo milenio.
—Perfecto.
Borgia se recostó en su sillón y soltó una carcajada.
Esa tarde, Rodrigo Borgia se instaló en su balcón público y denunció el famoso libro como una obra de herejía y magia negra. Alzó sus brazos fuertes y musculosos para bendecir a la multitud y proclamó:
—Cualquier hombre que me traiga información que conduzca al hallazgo y la destrucción de este libro infame recibirá la dignidad de cardenal con todas las propiedades, privilegios y dinero que el cargo incluye.
La multitud prorrumpió en aplausos, vítores y risas de incredulidad. Cualquiera podía ser cardenal, ¿y por qué no? Borgia ya había concedido la alta dignidad de cardenal a varios de sus hijos bastardos antes de que cumpliesen trece años. Él, también, amaba a sus hijos.
Mi maestro exigía intimidad para preparar su salsa de nepentes, y el chef de Borgia, que se sintió insultado al ser desplazado en su propia cocina, trataba al chef Ferrero como si fuera un incordio. Se dignó probar la salsa y luego ofreció un vistoso espectáculo escupiéndola y enjuagándose la boca con vino. Acto seguido abandonó la cocina con un elocuente gesto de disgusto.
Esa noche, yo permanecí detrás de la puerta de servicio del comedor entreabierta, alerta y preparado. Oí los cumplidos de rigor seguidos del inevitable chasquido de labios y la alabanza de la comida. El dux parecía perspicaz y atento, y no le temblaban las manos ni la barbilla. Una vez acabada la sopa abordó el tema que ambos tenían en mente.
—Su Santidad ha ofrecido una generosa recompensa para frenar la expansión de la herejía. Ese libro podría estar en vuestras manos dentro de una semana.
Borgia profirió un leve gruñido.
—la gente es estúpida. Es mejor que ese libro esté fuera de su alcance.
El dux usó su cuchara para trazar ochos en su sopa de alubias.
—Imagino que habréis hecho averiguaciones por toda Italia.
—Sí. —Borgia sorbió ruidosamente su sopa —. Interrogamos a Savonarola durante varias semanas antes de colgarlo. Un hombre infernal. El inquisidor lo interrogó de un modo tan minucioso que tuvimos que adelantar el ahorcamiento antes de que muriera a causa del interrogatorio. Pero por desgracia —Borgia se encogió de hombros —, nada.
Levantó su cuenco de sopa y bebió lo que quedaba de un trago.
El dux suspiró.
—Me temo que yo también acabaré sin nada. He sido superado en la recompensa por mi propio consejo y ahora, por supuesto, nadie podrá igualar la vuestra.
—La recompensa no es más que una distracción. Aquellos que conocen algún dato vital no lo revelarán por una recompensa. Están cumpliendo una especie de misión. Tonterías. —Borgia rebañó con el dedo el fondo del cuenco y luego lamió el resto de la sopa de alubias blancas —. Sólo vuestro Consejo de los Diez y yo disponemos de los recursos necesarios para tratar con esa clase de fanatismo. Tenemos métodos. Si conseguimos que uno de esos subversivos hable, tendremos una pista que seguir. Si logramos quebrar sólo a uno de ellos, llegaremos al fondo de esta... esta conspiración del libro.
—¿Cuándo decís «recursos» os referís a los Cappe Nere?
—Y a mis mercenarios suizos.
El dux acarició el pie de su copa de vino.
—Tengo que haceros una proposición, Santidad.
—Hablad.
—Ambos sabemos que probablemente el libro se encuentre en Venecia y podría caer en mis manos primero. Con el debido respeto, tengo mis propios recursos. Si encuentro el libro antes que vos, estaría dispuesto a ayudaros a destruir cualesquiera herejías molestas.
—¿A cambio de qué?
Borgia sonrió como el pirata que era.
—Un acuerdo de caballeros. No importa quién lo encuentre: lo compartiremos.
Borgia parecía divertido.
—Si yo lo encontrara primero, ¿por qué habría de compartirlo con vos?
El dux se inclinó hacia delante y bajó la voz.
—Puedo proporcionaros suficiente información para que adquiráis Venecia como el miembro más reciente de los Estados Pontificios. Todo cuanto quiero de ese libro es cualquier cosa que pueda ser pertinente para mi salud. El resto es vuestro.
Borgia meneó la cabeza como si no pudiese dar crédito a su buena suerte. Alzó su copa de vino.
—A vuestra salud.
El dux tocó la copa de Borgia con la suya y ambos bebieron.
Cuando las criadas sirvieron la ternera en salsa de nepentes, Borgia dijo:
—Ah, aquí está. Ahora veremos si vuestro chef merece todas las extravagantes alabanzas de Herr Behaim.
Los hombres comieron con gusto, pero después de haber alabado el plato y convenir en lo referente a sus apetitosos matices, comenzaron a sentirse aturdidos. Empezaban las frases sin terminarlas, cambiaban bruscamente de tema y se sumían en prolongados y antisociales silencios, cada uno perdido en su propio y confuso ensueño. Sólo cuando surgió el tema de los modales en la mesa, ambos coincidieron en una pasión compartida: su superioridad con respecto a los franceses. Tras haber inventado el tenedor, las clases altas de Italia despreciaban a los vulgares ricachones que seguían hundiendo sus dedos en la salsa. Borgia hizo una mueca de desagrado.
—La última vez que comí en Francia, el rey Carlos se inclinó sobre su plato como un mascarón.
El dux sonrió.
—Entre plato y plato, el conde Dubois se rasca las partes íntimas.
—Lo sé. —Borgia meneó su gran cabeza desgreñada —. Y tuve que decirle a su esposa que dejase de olisquear mi comida como si fuese un perro vagabundo.
El dux se ahogó con su risa y el vino le salió a través de la nariz. Cuando recobró el aliento, dijo:
—Hay que decirles todo lo que tienen que hacer: «Por favor, monsieur, no llevéis el mondadientes en el cuello de la camisa como un pájaro que lleva una ramita a su nido».
Se limpió una mancha de salsa de nepentes de la barbilla con el dorso de la mano.
Borgia se dio una sonora palmada en la rodilla y rugió:
—«Después de haberos sonado la nariz, madame, por favor, no miréis vuestro pañuelo como si en él hubiesen depositado perlas.» —Cambió de posición en su silla para soltar una ventosidad y abrió unos ojos como platos fingiendo sorpresa —. Sopa de alubias, ¿eh?
Volvió a reír a carcajadas.
Ambos rieron hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas. Golpearon la mesa con los puños y lanzaron gritos mientras recitaban una letanía de bastas características francesas —su horrible comida, su deprimente sentido de la moda, sus perversiones sexuales —, pero ninguno de ellos volvió a mencionar el libro.
Yo no esperaba ver otro veneciano en Roma y, al día siguiente, cuando llegué al descansillo de la escalera para ayudar a la criada, me sorprendió encontrar a Maffeo Landucci sentado en la misma silla que el dux había ocupado la noche anterior. El almuerzo había terminado, pero los hombres aún estaban enfrascados en la conversación.
—Vos tenéis una ventaja, Landucci —dijo Borgia —. Es probable que el libro esté en Venecia, y sé que ya habéis ordenado a los Cappe Nere que peinen la ciudad y el campo.
—Ambos sabemos que debe de haber copias en muchos lugares. —Landucci se sacó el pañuelo de seda gris de la manga de la chaqueta y quitó una mota de polvo de la mesa —. ¿Su Santidad ha comprobado la biblioteca vaticana?
—No seáis ridículo.
Landucci se encogió de hombros.
—El primer libro nos llevará al resto. Pero Su Santidad será un formidable adversario, no importa dónde se haya encontrado el primer libro.
Borgia se apoyó en el respaldo y cruzó sus musculosas piernas.
—Podéis confiar en ello.
—Si mis Cappe Nere descubren algo primero, no cabe duda de que dispondré de una ventaja, pero podría tratarse de una ventaja mutua.
—Comenzáis a interesarme.
La postura de Borgia era relajada, pero su mirada era fija y penetrante.
Landucci apoyó los codos en la mesa.
—Si encuentro el primer libro organizaré una exhibición pública para presentároslo a vos. Podéis hacer con él lo que os plazca, pero me presentaréis a la gente adecuada y de la manera correcta. No quisiera dilatarme en el tema, pero soy más joven que vos. Respaldadme como vuestro sucesor. Dadme contactos. Después de eso —se encogió de hombros —, cuando llegue el momento en que Su Santidad reclame su recompensa eterna, yo podría asegurar el papado con la promesa de convertir Venecia en uno de los Estados Pontificios. Compartiré el libro a cambio de contar con vuestro apoyo en el Colegio Cardenalicio.
—¿Y si consigo vivir más que vos?
—Entonces no habréis perdido nada.
Borgia se recostó en el respaldo de su sillón y contempló a Landucci con una mezcla de desprecio y respeto.
—Por supuesto, nunca trataréis de acelerar mi marcha de este reino terrestre.
—Santidad, necesito vuestro apoyo sincero. —Landucci cogió su copa de vino y la levantó —. Por vuestra larga y saludable vida.
Los dos depredadores bebieron sin quitarse la vista de encima. Después de que Landucci se hubo marchado, Borgia permaneció sentado a solas, encorvado sobre su plato vacío. Más tarde, ese mismo día, oí a las criadas hablar acerca del extraño hecho de que el Papa hubiera pasado toda la tarde en las bóvedas subterráneas de la biblioteca del Vaticano.
En nuestra última noche en Roma, mi maestro y yo fuimos a caminar junto a la orilla del Tíber. El chef Ferrero excusó nuestra presencia en la cocina diciendo: «No quiero marcharme de Roma sin haber rendido homenaje a sus magníficas vistas».
El chef castellano hizo un gesto con la mano como si se quitara de encima a un insecto molesto. Pero yo me olí la artimaña: mi maestro estaba interesado en la comida, no en la arquitectura.
Como había sospechado, el chef apenas si prestó atención a las fuentes adornadas con alegres querubines que arrojaban agua a borbotones o a las catedrales que parecían pasteles de boda. Vagamos de un lado a otro de la extraordinaria Roma y contemplamos la bulliciosa vida de hormiguero de sus nativos.
Al igual que la de los italianos, la sangre de Roma es rápida, una sensación de caos animado. Las amas de casa discutían con los vendedores, los jóvenes se arreglaban para las muchachas y los niños gritaban y corrían entre las piernas de la gente. Una dama muy elegante salió de una tienda para comprobar la calidad de una tela a la luz del día mientras agitaba un dedo admonitorio en dirección al tendero. Un hombre que vendía sandías gritaba a los transeúntes: «¡Buenas para comer y beber y lavarse la cara!». Vimos zapateros remendones labrando el cuero y oímos a hombres que cantaban, mujeres que hablaban y el sonido del metal contra el metal del quincallero...
Borgia era evidente o estaba implícito en todas las cosas. El escudo familiar de los Borgia, un toro dorado embistiendo sobre un fondo escarlata, estaba colgado en las puertas de las iglesias, en los balcones y en las ventanas de las tiendas. La bandera papal ondeaba en la brisa y batía contra los muros de piedra gris. Las monjas con forma de tonel, las asistentas de Borgia, paseaban en parejas y los mercenarios suizos del Papa recorrían la ciudad vestidos con sus impecables uniformes de rayas azules con los sables resonando a sus lados.
En todas las calles veíamos al ejército clerical de Borgia. Primero, un bautismo: un sacerdote con un sobrepelliz de encaje seguido de un grupo de monaguillos provistos de alas de ángel sujetas a los hombros y los jóvenes padres portando a un bebé que chillaba a pesar de haber sido liberado del pecado original. Momentos más tarde, un funeral: caballos que corveteaban, adornados con plumas negras y ornamentos plateados, tiraban de un carruaje igualmente negro acompañado de un séquito de afligidos parientes y, por supuesto, el sacerdote. Los ubicuos sacerdotes, los soldados espirituales de Borgia, escoltaban a los fieles desde la cuna hasta la tumba.
En el Tíber nos sentamos en una ladera cubierta de hierba. El chef se abrazó las rodillas y contempló el río.
—Quería hablar contigo, Luciano —dijo.
—Y yo con vos, maestro. ¿Sabíais que Landucci está aquí?
El chef pareció sorprendido y luego molesto.
—Dio. Debería haberlo sospechado.
—Se ha reunido con Borgia hoy. Quiere cambiar el libro por el apoyo de Borgia en el Colegio Cardenalicio. Quiere ser el próximo Papa, pero le dijo al Consejo que su intención es derrocar a Borgia. Está jugando en ambos bandos.
El chef sacudió la cabeza con un gesto de tristeza.
—¿Has visto cómo pelean unos contra otros como las ratas por el queso? En las manos de hombres de esa índole, la civilización perecerá como la Atlántida.
—¿Qué es la Atlántida?
—En otro momento. —El chef apoyó una mano sobre mi hombro —. Buen trabajo, Luciano. Eres un valioso protegido.
El chef parecía satisfecho con mi informe, de modo que decidí que era el momento apropiado para sacar el tema de mi ascenso.
—Maestro, ¿vuestro mentor os ascendió después de haberos tomado bajo su protección?
—Sí, lo hizo.
—Con todo el respeto, maestro. —Levanté las manos a la altura de la barbilla, como si estuviese rezando —. Como vuestro protegido, os ruego que me ascendáis.
Una expresión pensativa cruzó su rostro y luego dijo:
—Tienes razón.
No estaba seguro de haberlo oído correctamente.
—Cuando regresemos a Venecia, serás cocinero de vegetales. Dante te instruirá.
Yo había esperado alguna discusión y apenas si podía hacerme a la idea de que en realidad, por fin estaba avanzando. El excitante pensamiento de verme cociendo espinacas al vapor y rellenando alcachofas me abrumó. Cuando recuperé mi voz, dije:
—Grazie, maestro, mille grazie.
El tan esperado ascenso me había sido concedido simplemente así.
—Cuando aceptaste la responsabilidad por haber abierto mi armario por la fuerza sin culpar a nadie más, pude ver tu hombría —afirmó el chef—. Y hoy has demostrado ser capaz de comprender la forma en que esos criminales maniobran para conseguir el poder. Sí, estás preparado. Serás cocinero de vegetales.
—Os lo agradezco humildemente, maestro. —Respiré hondo, e incluso el aire de Roma impregnado de pecado me supo dulce. Me sentía poderoso, como si la vida con la que había soñado estuviese comenzando de verdad, y dije—: Maestro, si conocierais alguna poción amorosa que pudiera ayudarme a ganar el corazón de Francesca, ¿la compartiríais conmigo?
El chef apartó un mosquito molesto.
No existen las pociones amorosas, Luciano. — Merda! ¿Por qué seguía mintiendo sobre eso? —. Tenemos cosas más importantes de las que hablar —añadió el chef—. Si vas a moverte por la cocina del palacio, también deberás moverte en otras áreas. Dime, ¿Qué opinas de Borgia?
—Es un hombre poderoso —contesté.
—Poderoso, ¿eh? Esa palabra le queda pequeña. Borgia tiene más poder que cualquier jefe de Estado en Europa. Los reyes son coronados por el Papa... y derrocados también. Sus mercenarios suizos constituyen un ejército realmente formidable: tres mil soldados rasos y cuatro mil soldados de infantería. Sus cardenales y obispos poseen vastas propiedades y enormes recursos económicos. Sí, Borgia posee fortuna y poderío militar, pero ¿qué crees que le da a Borgia ese poder en realidad?
—Con dinero y ejércitos, ¿qué más necesita?
—La gente, Luciano. —El chef desencajó la mandíbula de un modo que hizo que pareciera enfadado —. La Iglesia puede perder dinero y tierras, pero los fieles siempre lucharán para recuperarlos. Millones de personas le ofrecen a Roma su incuestionable obediencia. La gente piensa que necesita a la Iglesia para su salvación, y la Iglesia quiere que eso no cambie.
—Lo entiendo, maestro.
—Bien. —Tocó ligeramente mi pecho con un dedo —. Recuerda: no mires hacia arriba; mira hacia tu interior. Jesús lo dijo. Lao Tzé y Buda dijeron lo mismo.
—¿Quiénes?
—Buda y Lao Tzé fueron maestros mucho antes que Jesús. Ha habido muchos como ellos: Epiceto, Zoroastro, Confucio, Aristóteles..., y todos ellos usaban sandalias. —El chef contempló el río y sus ojos se desenfocaron—. Es curioso, pero cuando ves unas sandalias, un filósofo no debe andar muy lejos. —Parpadeó y su mirada se aguzó —. Los maestros más sabios nos han dicho que debemos prestar atención y despertar. Se refieren a que debemos despertar a nuestra propia divinidad. Pero imagina lo que ocurriría si la gente despertase a la idea de que no necesitan sacerdotes, sino sólo maestros.
—¿Estáis seguro de eso, maestro?
—Completamente. Eso es lo que son los Guardianes: maestros. No sólo reunimos y guardamos el conocimiento, sino que lo transmitimos. De modo que la siguiente pregunta que debes hacerte a ti mismo es si estás dispuesto no sólo a aprender, sino también a enseñar. Es una gran responsabilidad. Algunas de las cosas que enseñamos nos colocan en el camino de hombres como Borgia y Landucci.
—Tal vez la mejor manera de enseñar sería hacer públicos todos esos escritos.
—Todavía no. Los Guardianes son muy pocos y nuestros medios demasiado limitados. Quise que me acompañaras a Roma para que vieras el poder al que debemos enfrentarnos. Algunos de nosotros estamos trabajando en una forma de utilizar el nuevo proceso de impresión para convertir los textos prohibidos en libros, pero debemos hacerlo en secreto, hasta que la marea de conocimiento sea demasiado fuerte para detenerla. Algún día quizá seremos capaces de imprimir libros con más rapidez de la que ellos los queman, pero ahora el proceso es demasiado lento, demasiado arriesgado. La gente se vuelve peligrosa cuando ve amenazadas las cosas que quiere, y esos hombres aman su poder. ¿Estás preparado para enfrentarte a ellos?
Marrone. Hasta ese momento no había entendido que me había estado enfrentando a Borgia y a Landucci, pero la pasión del chef Ferrero era contagiosa.
—Sí, maestro, estoy preparado —dije.