14.- El libro de las sospechas

Entré en la cocina como un ladrón de guante blanco retrasado que intentara dejar un botín en lugar de robarlo. En silencio y con movimientos rápidos, dejé las peras y el queso gorgonzola en una mesa auxiliar, esperando poder meter la leña antes de que el chef supiera que había regresado. Más tarde, una vez que el chef hubiese contado las peras, yo compondría mi estudiada expresión de inocencia mientras sostenía una y otra vez que había dejado encima de la mesa dos docenas de peras y unas cuantas monedas. Me rascaría la cabeza preguntándome en voz alta qué podría haber pasado. Tal vez haría una leve seña con la cabeza en dirección a Giuseppe y arquearía las cejas. Pero cuando me volvía para marcharme me topé con el chef Ferrero.

Estaba parado, con la cabeza inclinada en un ángulo escéptico, y señaló las peras con un índice rígido. El dedo se movía como un cuchillo al tiempo que contaba las frutas.

Uno, due, tre, quattro, cinque... —Contó veintidós peras —. ¿No te dije que comprases veinticuatro peras, Luciano? Sé que no sabes leer, pero yo mismo te enseñé a contar.

—Las otras peras no estaban buenas, maestro. Machucadas, feas...

—¿En el Rialto, donde llegan montañas de fruta de todos los rincones del mundo, sólo pudiste encontrar veintidós peras buenas?

—Sí, maestro.

—Hummm. ¿Dónde está la vuelta?

—No hay vuelta, maestro.

—Entiendo. De pronto, las peras se han puesto muy caras.

Asentí.

—Mucho.

El chef me miró con ojos de filósofo durante lo que me pareció una eternidad.

—Ahí fuera tienes amigos muy hambrientos, ¿verdad, Luciano?

—¡No! Quiero decir... —Sentí que el sudor me humedecía las axilas. No podía mentirle. Aceptaría mi castigo —. Sí, maestro. Tengo amigos que pasan mucha hambre. Les di dos peras y las monedas que me habían sobrado.

—No era tuyo para que lo dieses.

—Lo sé, y os compensaré, maestro. Mañana robaré dos peras para compensar las que he regalado.

—No, no lo harás.

—Tengo que hacerlo. Si hubieseis visto su cara. ¿Alguna vez habéis pasado hambre, maestro?

—Sí, he pasado hambre. No durante mucho tiempo, pero todavía lo recuerdo. Muy bien. Las peras se han puesto muy caras y hemos tenido suerte de haber conseguido las últimas buenas que quedaban, ¿verdad? —Me revolvió el pelo y pasó la mano por mi marca de nacimiento —. Tienes buen corazón, Luciano. Y has dicho la verdad. Eso es mucho más valioso que las peras. Ahora ve a buscar la leña.

—¿Qué?

—Es que te has vuelto sordo?

—¿Ya está? ¿Eso es todo?

—¿Qué quieres? ¿Una medalla por tu generosidad? Ponte a trabajar.

Me marché completamente asombrado. La disposición del chef para perdonarme era demasiado complicada para que mi mente suspicaz y acostumbrada a la vida callejera pudiese entenderla. En mi mundo llamábamos imbéciles a la gente como él, aunque yo sabía muy bien que el chef Ferrero no era ningún imbécil. Yo sólo era incapaz de entender el alcance de su bondad.

Marco, por otra parte, era una persona muy fácil de entender. Se pondría furioso si sospechaba que lo había engañado, y no le importaría en absoluto que lo hiciera como una muestra de caridad. ¿Y por qué habría de hacerlo? Nadie necesitaba la caridad más que él.

Me identificaba mucho más con Marco que con el chef, y por esa razón las corrosivas palabras de Marco pesaban sobre mí como un cubo lleno de leña. «No soy un esclavo», musité. Pero ¿por qué seguía pelando patatas y acarreando la basura todos los días? Para entonces ya llevaba casi tres meses trabajando para el chef, lo que era el período normal para un aprendiz. Había conseguido aprender y dominar mis tareas y las llevaba a cabo de un modo eficaz y digno de confianza. ¿Por qué el chef no había mencionado nunca el tema del ascenso? Y Marco también tenía razón en cuanto a su manera reservada de hacer las cosas. ¿Qué guardaba en ese pequeño armario y por qué estaba cerrado con llave y oculto detrás de los cacharros de cobre?

La insinuación de Marco de que siempre sería un esclavo me carcomía por dentro y erosionaba mi confianza un poco más con cada viaje cargado de pesada leña. La apilé en montones ordenados junto a cada uno de los hogares, colocando los troncos como si de un rompecabezas se tratara. Finalmente, los movimientos rutinarios apaciguaron mis pensamientos lo suficiente como para advertir una tensión soterrada en la cocina, un murmullo que llenaba los espacios entre los sonidos corrientes de un día de trabajo normal. Podía oler el aroma característico de las habladurías en franco progreso, de modo que cogí la escoba y me coloqué de manera que pudiera oír mejor lo que estaban hablando. Barrí el polvo inexistente cerca de los pies de Enrico, quien simulaba estar ayudando a Pellegrino a revolver la mezcla de un exquisito y grueso budín preparado con leche de almendras, yemas de huevo y azafrán. Este plato se serviría junto con los filetes de venado que se estaban macerando en una fuente de vino de Borgoña. Teresa, con su pelo canoso, estaba cerca de ellos, canturreando y fingiendo sacarle lustre a la platería mientras aguzaba el oído.

Enrico susurraba al tiempo que revolvía la mezcla.

—No sólo las mazmorras. Ellos lo mataron.

—¿Estás seguro?

—En ese saco no llevaban a un gato que se retorcía.

—¿Tú lo viste?

—Eduardo lo vio. Sacaron un gran saco lleno de bultos a través de la puerta de esclusa y se alejaron remando mar adentro. Cuando regresaron —enarcó una ceja —, el saco ya no estaba.

—¿Los Cappe Nere?

La voz de Dante era apenas audible.

—Cuando se trata de los Cappe Nere, nadie ve nada. Éstos eran hombres del dux.

—Pero ¿estás completamente seguro de que se trataba de...?

—Sí, el alquimista español. Todo el mundo habla de ello. Nadie lo ha visto y su puesto está cerrado con una cadena.

—El alquimista debió de venderle al dux una poción que no funcionó.

—Tal vez un afrodisíaco.

—¿Para el dux? ¡Ja! Hasta el alquimista español tiene sus limitaciones. —Enrico se acercó a Pellegrino —. Yo oí decir que se trataba de una poción para revivir a los muertos y que no dio resultado. ¿Recordáis al campesino que vino a cenar con el dux?

Yo no había oído que el chef se acercaba. Cogió a Enrico del brazo y lo hizo girar con tanta violencia que el cocinero dejó caer la cuchara de madera y salpicó el suelo y sus zapatos. El chef lo fulminó con la mirada.

—Si quisiera cotilleos en mi cocina, contrataría a las amigas de mis hijas.

Teresa se esfumó, Pellegrino se concentró en la preparación del budín y Enrico alzó las palmas de las manos al tiempo que retrocedía hacia su mesa cubierta de harina.

—Mi perdoni, maestro.

Yo también empecé a rogar que el chef me perdonase, pero me interrumpió con brusquedad.

—Vuelve al trabajo.

Ese día cumplí alegremente con mi silenciosa y solitaria tarea de pelar las patatas. Me senté en un taburete de madera de tres patas con un cesto lleno de patatas marrones y cubiertas de tierra a mi izquierda y un cuenco limpio a mi derecha. Me resultaba relajante quitarles la piel gruesa, eliminar los nudos y llegar a la carne suave y blanca. Cuando las primeras mondaduras oscuras cayeron al suelo entre mis pies, miré cada una de ellas como si fuesen una pista, y pensé que, cuando tuviese una cantidad suficiente, alguna especie de verdad se me revelaría tan desnuda como una patata pelada. Cuatro mondaduras para los evangelios, tres para los asesinatos, dos para las fórmulas y las pociones, una para el armario cerrado con llave.

Las mondaduras se elevaron hasta formar una pila compacta entre mis piernas, y las patatas blancas formaron una especie de escultura, pero no importaba cuántas veces volviera a ordenar mis pistas: ellas permanecían obstinadamente separadas. Malditas patatas. Maldito Marco. Maldito el chef y sus secretos. Mi indignación creció como la pila de sucias mondaduras de patata y miré al chef con ojos recelosos. ¿Me ascendería alguna vez? ¿Compartiría alguna vez la poción amorosa? ¿Estaba sólo distrayéndome con su conversación acerca de escritos secretos? ¿Y qué era lo que escondía en ese armario?

El chef estaba ocupado preparando su salsa especial de venado y había anunciado a todo el mundo que no quería que le molestaran. Pasó junto a la alacena donde guardaba las especias que utilizaban los cocineros y se acercó a su armario privado. Apartó la sartén de cobre y abrió con su llave de latón la pequeña puerta de roble. Muy deprisa, con los mismos movimientos furtivos que había empleado la última vez, sacó algo del interior del armario, lo deslizó en su bolsillo y cerró de inmediato con llave.

En ese momento, ese armario hermético representaba todas mis preguntas acerca del chef Ferrero y de mi futuro en su cocina. Volví a concentrarme en mi tarea de pelar patatas: un golpe, dos, tres y la patata blanca comenzaba a surgir de su chaqueta marrón. Podía ver cómo el dibujo de cada mondadura de piel encajaba en la última, conspirando entre todas para cubrir la patata por completo. Un golpe cada vez y, por fin, lo veías todo. Pero, marrone, yo no veía absolutamente nada.

Marco tenía razón. Siempre habíamos sido capaces de hacer aquello que nos habíamos propuesto, y ese día me propuse obtener las respuestas a algunas preguntas. Marco me había enseñado a meter mano en los bolsillos y robarle la cartera a la gente, a robar en las tiendas y a abrir cerraduras con un trozo de alambre. La noche que entramos en la tienda de un importador de lana florentino para robar unas mantas, Marco dijo: «Para hacer esto no necesitas ojos. Sólo buen oído y un toque ligero».

Ese invierno dormí abrigado en la calle por primera vez. Estaba acostumbrado a confiar en Marco, pero él había insinuado que el chef me engañaba, que incluso era un brujo. Eso era ridículo. ¿O no? El pequeño armario oculto era sospechoso, pero los que se dedicaban a practicar la magia negra conservaban ojos de serpiente secos, garras de cuervo, las narices disecadas de hombres que habían sido ahorcados, intestinos de ratas atados con pelo y los cordones umbilicales arrugados de niños que habían nacido muertos. El chef jamás guardaría en su inmaculada cocina nada tan repugnante, ¿verdad?

La salsa de nepentes era sin duda cuestionable, como lo era el hábito del chef de hablar acerca de temas oscuros que no tenían ninguna relación con su profesión. Y, por supuesto, estaba también la espinosa cuestión de la poción amorosa. ¿Acaso guardaba eso en su pequeño armario? Marrone, ¿y si la poción amorosa había estado en la cocina todo el tiempo, allí mismo ante mis propias narices?

Bene. Dios ayuda a quienes se ayudan. Había llegado el momento de hacerme cargo de ese asunto. Eché un vistazo a la cerradura del armario del chef y supe que cedería ante mi alambre.

Esa noche me levanté de mi jergón de paja y bajé de puntillas la escalera de los criados con el trozo de alambre en la mano. Una luz acuosa se filtraba a través de las ventanas de la cocina y dibujaba sombras que se movían en las paredes. Me dirigí hacia el armario del chef y pensé: «Sólo una rápida mirada».

Pero las cambiantes sombras de la noche me inquietaban. Decidí entrar en calor para llevar a cabo mi misión atisbando primero dentro de la alacena de las especias. Abrir la puerta de esa alacena no podía considerarse una violación, ya que permanecía sin llave todo el día para los cocineros. Esa acción sólo me permitiría echar una mirada más detenida a aquello que todos los demás veían a diario. De hecho, se me ocurrió que, para entonces, probablemente tendrían que haberme enseñado lo que contenía ese armario. Ese pensamiento me ayudó a sentirme indignado y a justificar lo que pensaba hacer.

Inserté el alambre en la cerradura y apoyé la oreja contra la puerta para oír los sonidos apagados. Cuando tiré de la puerta, alta y estrecha, me asaltó una ráfaga de olores. Primero una dulce mezcla de canela y clavos de especia con matices intensos de tomillo y orégano, luego una vaharada a romero y un golpe vehemente a albahaca. La penetrante mezcla me dejó atontado y permanecí inmóvil mientras me envolvía. Igualmente deslumbrante fue saber que muchas de esas especias habían llegado de diferentes y remotos lugares del mundo. Eran productos preciosos transportados a través de ciertos, montañas y océanos, demasiado caros para cualquiera salvo para las cocinas más ricas.

Mis ojos se abrieron como platos ante la visión de un bote redondo lleno de granos de pimienta y tan ancho que necesitaría ambas manos para levantarlo. Un puñado de granos de pimienta costaba lo mismo que la paga semanal de un hombre corriente, y a menudo había oído la expresión «caro como la pimienta». Los comerciantes solían inflar los precios mezclando entre la pimienta granos falsos hechos de arcilla y aceite. Quité la tapa de madera y pasé los dedos a través de los granos de pimienta como un avaro que se recreara con su oro. Algunos estaban rotos, y el intenso olor hizo que me picara la nariz. Allí no había nada de arcilla: una fortuna en un bote.

Encima del bote de pimienta había una caja de plata finamente tallada con motivos de pájaros y flores. Abrí la delicada cerradura, luego levanté la tapa y miré maravillado el montón de ducados de oro y monedas de cobre que brillaban bajo la pálida luz. Esa caja de plata contenía el dinero en metálico de la cocina para las pequeñas compras. El chef hacía compras abundantes valiéndose del crédito del dux, pero a menudo había visto al mayordomo dejar caer, casi como el que no quiere la cosa, un pequeño saco sobre el escritorio del chef. Ferrero siempre vaciaba el dinero en esa caja sin contarlo siquiera, y jamás imaginé que pudiese haber tanto. Cuando el chef nos entregaba unas monedas a Pellegrino o a mí para que fuésemos a comprar provisiones, el dinero salía de esa caja. El chef sacaba lo que necesitaba y guardaba la vuelta sin hacer cálculo alguno. Me asombró que lo que yo consideraba una fortuna fue sólo una caja para gatos menores y no mereciera la pena seguir la pista de ese dinero.

Yo jamás había tocado antes un ducado de oro. Cogí una moneda y me asombró su peso en la palma de mi mano. Era pesada y suave y estaba finamente grabada. Todas las monedas eran magníficas, y no sólo a causa de su valor. Su visión resultaba hipnótica: oro y cobre, iluminados por la tenue luz de la luna, brillaban como las pieles de cebolla del chef transmutadas en metal. La tentación me sedujo por un instante, pero no, me recordé a mí mismo, no había ido a allí a robar. El chef había dicho que yo era mejor de lo que creía, que tenía a Dios dentro de mí. Dejé el ducado y cerré la caja.

Satisfecho, me aparté, volví a cerrar la puerta de la alacena con llave y eché un vistazo a la sartén de cobre que ocultaba el armario privado del chef. Dudé un momento. A pesar de ser muy curioso, me sentía extrañamente perezoso para seguir adelante. Eché un vistazo a la cocina para comprobar si había olvidado hacer alguna tarea. Miré las cazuelas con caldo para asegurarme de que todo estaba en orden, luego cogí la escoba para buscar alguna hoja de lechuga perdida, una espina de pescado o un grano de sal. Me concentré en el suelo y, sin embargo, de alguna manera, seguía viendo esa sartén de cobre con mi visión periférica.

Cuando me incliné para barrer debajo de un tajo, vi que un escarabajo se desplazaba con lentitud sobre el irregular suelo de piedra. Lo cogí entre los dedos y le dije:

—Lo siento, signore escarabajo. El chef no permite insectos en su cocina.

Llevé el escarabajo al patio trasero y lo dejé marchar. Mientras lo observaba alejarse, recordé algunas historias que había oído contar acerca de las brujas calabresas, que preparaban un cocido con insectos machacados para que la gente untase con él la puerta de la casa de su enemigo. Se decía que era un conjuro muy poderoso contra el cual no había ningún antídoto, y en Calabria la gente siempre inspeccionaba las puertas antes de entrar en sus casas.

Esos pensamientos sobre el mundo del ocultismo hicieron que recordase otras historias sobre brujas circasianas que preparaban purés con lenguas de perro, ojos de pescado e intestinos de cabra, y que comían mientras hacían sus conjuros. Algo realmente repugnante. El chef jamás tendría nada que ver con semejantes blasfemias hediondas. Quizás el chef Ferrero practicaba alguna clase de magia blanca inofensiva. Quizás...

«¡Hazlo de una vez!»

Consciente de que las sombras temblorosas y mis nervios a flor de piel estaban incitando mi imaginación, me acerqué rápidamente al armario y quité la gran sartén de cobre de su gancho. La excitación hizo que la sartén se me escurriera entre las manos y cayese al suelo de piedra con un sonoro clang. Miré a todas partes para asegurarme de que el ruido no había alertado a nadie y luego deslicé el alambre en la cerradura. El alambre se volvió al momento resbaladizo a causa del sudor en los dedos, y maldije en silencio mientras me secaba las manos en los pantalones de lana. Me obligué a respirar hondo y volví a empezar. Tenía los labios apretados en un esfuerzo por concentrarme. Cuando los cerrojos se descorrieron, la pequeña puerta se abrió con un crujido, dejando un intersticio del grueso de un dedo. Oí una respiración súbita y sentí una oleada de pánico antes de darme cuenta de que era la mía propia. Así el tirador de la puerta sin poder controlar el temblor de las manos.

En esa época, yo ignoraba la historia acerca de la caja de Pandora, la idea de que fisgar podía desatar el desastre y de que algunas puertas jamás deben abrirse. Pero aunque hubiese conocido esa historia, dudo que me hubiese echado atrás. Con la prudencia ignorada, la sabiduría aún muy lejos de mí y la curiosidad encendida, abrí la puerta.

¡Qué alivio! Tres estantes contenían botes y botellas de vidrio corrientes, los mismos que se usaban para guardar las hierbas y las especias en el armario de los cocineros. Maravillosamente aburrido. También había un par de pequeñas bolsas de tela como las que se utilizan para guardar polvos para dormir y sales aromáticas. Todo estaba ordenado a la perfección y etiquetado con claridad, como lo estaría en una botica común. Abrí un par de frascos y olisqueé su contenido; todos olían a hierbas, y parecía tratarse de provisiones culinarias. Después de todo, el gran secreto del chef no era más que un pequeño armario lleno de especias, un lugar para guardar todos esos ingredientes que eran demasiado raros o caros para permitir que los cocineros los utilizaran de manera pródiga, en caso de que efectivamente supiesen cómo hacerlo.

Los frascos de vidrio verde llenos de hojas secas despertaron el recuerdo del chef revolviendo algo verdoso para preparar la salsa de nepentes. Abrí una de las botellas y tomé nota del aroma fresco y verdoso. Cogí una pequeña hoja y mordí un pedazo del borde. Su sabor no me resultaba familiar, pero tampoco desagradable. El deje era algo grasiento; sin duda se trataba de alguna clase de hierba. Todo lo demás que había en el armario parecía igual de poco excitante. No había trozos de uñas, mechones de pelo, restos putrefactos ni pociones que oliesen a castañas asadas, y tampoco ningún libro. Ese armario sólo contenía los secretos de un gran chef, los ingredientes de su reputación. Dejé escapar un suspiro de alivio, sabiendo que aprendería a usarlos, como había dicho mi maestro, cuando estuviese preparado.

Cerré la puerta, pero dudé un instante antes de echar de nuevo la llave. Si todas esas hierbas y especias eran tan raras que debían permanecer guardadas bajo llave, buenas sólo para un maestro, el simple conocimiento acerca de ellas impresionaría al chef Ferrero. Él respetaba el conocimiento por encima de todo lo demás. Si era capaz de aprender los nombres de unas pocas de sus preciadas hierbas, se sentiría lo bastante impresionado para ascenderme. Después de todo, Francesca no esperaría para siempre.

Me imaginé dejando caer en el curso de una conversación el nombre de una hierba inusual. El chef sonreiría y me diría: «Bravo, Luciano. Veo que has estado prestando atención en el Rialto».

Esa clase de ingenio aseguraría mi ascenso y le cerraría la boca a Marco.

Por supuesto, yo no podía leer las etiquetas. Estudié las palabras y comencé a verlas como dibujos, líneas y lazos, puntos y cruces, como si fuesen pequeños cuadros. Yo podía copiar cuadros. Si copiaba fielmente las líneas y las formas, podría hacer que alguien leyese los nombres para mí.

Fui al escritorio del chef y busqué una pluma y un pergamino, pero dejé el frasco de tinta por temor a volcarlo. Sentado junto al hogar, con Bernardo a mis pies, mezclé ceniza y agua para hacer tinta negra. A la tenue luz de los rescoldos que ardían debajo de las cazuelas con caldo, copié cuidadosamente la forma de las letras de varias botellas y una bolsa. La pluma resbalaba y manchaba el pergamino, y después de que se hubo espesado a causa de la basta tinta y mi pesada mano, hice un alto para afilar la punta de la pluma con un cuchillo para peladuras. En un momento dado se me cayó la baba sobre el pergamino porque, de manera inconsciente, había estado trabajando con la lengua fuera, en un costado de la boca. La sequé con la manga, pero la saliva había manchado dos palabras completas, casi media hora de trabajo. No tenía importancia. Como Marco había dicho, yo podía hacer cualquier cosa que me propusiera. Afilé la pluma y volví al trabajo.

Estaba asombrado por el gran trabajo que requería ese asunto de la escritura, y sentí una punzada de gratitud por el hecho de que no me hubiesen instruido. Pero el resultado de mi esfuerzo era impresionante. Dije: «Mira, Bernardo». Y alcé el pergamino para admirar el producto terminado: una lista torpe y emborronada de palabras garabateadas con pulso primitivo. Mi obra.

Volví a dejar la pluma y las botellas donde las había encontrado y cerré el armario. Luego subí al dormitorio de los criados y escondí las palabras robadas debajo de mi almohada. Mientras esperaba a que llegase el sueño y reflexionaba sobre mis pasos siguientes, me di cuenta de que no conocía a nadie que pudiese leer esas palabras para mí. Cuando me invadió el sueño, tuve una visión semiconsciente de la caja de plata y su botín de brillantes monedas de oro y cobre. Antes de quedarme dormido, me dije que ese dinero no pertenecía al chef, sino al dux, que sólo era dinero para gastos menores y que nadie se percataría del modesto precio que había que pagar por los servicios de un copista.