Apenas puedo respirar

 

 

 

… así que trato de relajarme y de controlar la respiración contando hasta cinco, como me enseñó mi padre, pero no funciona. Acudo a la cocina para atiborrarme de bollería, como hago siempre que tengo esta sensación en la barriga y, después de hartarme, además de nervios tengo remordimientos. Remordimientos aunque no sepa de qué. No sé si será por el hartón de azúcar o por haber echado al amor de mi vida de mi lado.

¿Por qué lo he hecho? Le quiero. Quiero despertarme y encontrármelo aquí cada mañana. A mi lado. Y despertarle para darle un beso de despedida antes de irme a trabajar. Sólo son cinco minutos, lo sé. Pero son nuestros cinco minutos. Son los más felices del día. Ahora ni siquiera voy a tener eso.

Y efectivamente, sigo sintiéndome fatal al despertar por la mañana sola. Sin él. Y al ver su lado de la cama vacía me derrumbo y siento unas enormes ganas de llamarle. De pedirle que vuelva. Que me perdone.

Intento levantarme y actuar con normalidad. Me digo a mí misma que él tiene todas sus cosas aquí y que por lo tanto volverá, y entonces hablaremos de nuevo. Es nuestra primera crisis seria y la vamos a superar. Él entrará en razón y yo cederé un poquito más hasta que entienda que todo lo que le digo, todo lo que le pido y lo que yo hago, es por nuestro propio bien.

Cálmate Sandrita, me digo. Y lo hago casi como me lo solía decir Samuel cuando tenía que enfrentarme a alguna situación estresante o nueva para mí.

 

 

Cuando llego al trabajo, Daniela me comenta sus impresiones respecto al candidato que entrevistó ella.

—Olvídate Dani, nos quedamos con Rubén.

— ¿Con Rubén? ¿Qué tiene Rubén que no tenga mi entrevistado?

—Es él. Es el perfecto candidato. Tendrías que haberlo escuchado. Sé que él es lo que buscamos, así que llámale y cítale para una segunda entrevista, pero esta vez con el subdirector general. Si se lo quedan, colgará de su área.

Le doy al intro del teclado para enviar el email con sus datos y su currículum a Daniela y en cuanto ella lo recibe y lo ve, me devuelve chistosa:

— Caray, Sandrita. Ahora lo entiendo todo. Qué ojos, qué mirada, qué sonrisa, qué de todo…

— ¿Cómo?

—No te hagas la tonta, que si la foto le hace justicia, yo también me habría quedado con él.

— ¿De qué estás hablando?

— De Rubén. Es guapísimo. ¿No me digas que no te has fijado? —Me pregunta con malicia—. ¿Y de cuerpo? ¿qué tal está?

—Dani, no seas cría.

—Sandra, no cuela. No me creo que no te hayas fijado en él.

Y la verdad es que me fijé. Claro que lo hice. Pero no fueron sus ojos los que me llamaron la atención. Tampoco su sonrisa o sus labios gruesos o su… sin duda fueron sus palabras. Su seguridad. Sus ganas de crecer. Su profesionalidad. Y lo que acabó de rematarme es que hubiera sido capaz de renunciar a un trabajo exitoso porque considerase que no había sabido estar a la altura.

—Bueno, lo dicho, Dani. Encárgate. Llámale y conciértale la entrevista para cuanto antes. —Le espeté con bordería.

—Sandrita ¿te encuentras bien?

—Me encontraré mejor cuando por primera vez en la vida hagas lo que te pido a la primera y sin rechistar.

—Está bien, a sus órdenes. —Y se dio media vuelta y se marchó maldiciéndome en arameo.

 

 

La jornada laboral de aquel día se me hizo interminable. Yo no podía dejar de pensar en Samuel y lo único que quería era llegar a casa y encontrármelo. Estuve jugueteando todo el rato con la Blackberry entre mis manos esperando que me llegase algún mensaje de Samuel. También estuve tecleando y escribiendo palabras que finalmente nunca le enviaba porque veía que él seguía sin aparecer conectado.

Había visto en el whatsapp que su última conexión había sido la del día anterior, antes incluso de pelearnos y, aunque por la mañana no me extrañaba porque debía de estar durmiendo, como siempre, conforme iban pasando las horas empecé a temer lo peor: Samuel no quería hablar conmigo.

Me acabé inventado una excusa tonta para poder marcharme a casa. Le dije a Daniela que no me encontraba muy bien, y pese a no ser del todo mentira, lo dije tan sólo para llegar lo antes posible a casa y poder hablar con Samuel.

Llegué pasadas las dos del mediodía, que sabía que era la hora en la que él me solía llamar, aprovechando que yo hacía el descanso para comer en el trabajo y él hacía un ratito que se acababa de despertar. Pero al llegar a nuestra casa, no me lo encontré. Samuel ya no estaba. En casa no había ni rastro de él y ni rastro tampoco de sus cosas. Su lado del armario estaba vacío. Tampoco estaban allí sus deportivas, ni sus cosas de aseo en el baño. Allí seguía todo lo demás, todo lo nuestro como pareja. Nuestras fotos. Nuestros cuadros. Nuestros muebles. Nuestra tele, nuestro ordenador. Todo. Menos él, que se había llevado lo indispensable para vivir. Tan austero como siempre. Tan simple como cuando lo conocí. Como cuando se instaló en mi piso y apareció sólo con una maleta de mano.

— ¿Dónde están en el resto de tus cosas? —Le pregunté.

—No hay resto. Sólo necesito lo que puedo coger con una mano y rodear con la otra. —Me respondió rodeándome con la mano que tenía libre.

En aquel momento nos dimos el beso más bonito del mundo. Estábamos tan felices. Íbamos a vivir juntos para que pudiéramos vernos cada día.

Qué ingenua.

Esta vez ha debido de hacer lo mismo: marcharse sólo con las cosas que necesita para vivir. Las que puede coger con una mano. Ya no me necesita a mí. Ya no me coge por la cintura.

 

 

Hoy hace una semana que Samuel se marchó.  Yo sigo echándole de menos y casi sin poder dormir. Me he refugiado en el trabajo y he duplicado mi jornada laboral. Ahora soy la primera en llegar a la oficina y la última en salir de ella.

Al menos así me entretengo y evito pensar en él. En lo mal que me siento. A veces me pregunto si soy algo así como un monstruo sin sentimientos. ¿Cómo puede ser que pase tantas horas mirando sus fotos y reprimiendo las inmensas ganas de llamarle, o abriéndole un chat y no escribiéndole ni una sola palabra? ¿Cómo lo hago? ¿Cómo lo consigo?

Recuerdo que antes de empezar a salir juntos nos había pasado algo parecido. Fue cuando él me pidió por primera vez aquello de comenzar una historia conmigo, «algo bonito», me dijo, con la cursilería con la que lo habría hecho yo misma. Entonces yo le respondí que no podía porque estaba cagada de miedo. Temía que lo nuestro no funcionara y que él me abandonara y me partiera el corazón. Y ahí fue cuando nos separamos y estuvimos más de dos meses sin hablar, pese a que yo me muriera de ganas de hacerlo. Sin llamarnos, aunque a menudo tuviera su número en la pantalla de mi móvil y no me atreviera a pulsar la tecla de llamada.

¿Va a pasar ahora lo mismo? ¿Vamos a estar separados hasta que un día nos encontremos por azar? Eso no sucederá. Ahora tengo coche, ya no cojo taxis. Y él también tiene el suyo, así que como mucho nos encontraremos intentando aparcar en el único sitio libre de toda la ciudad, imagino. Porque si no es así, no se me ocurre cómo.

Madre mía, estoy desvariando, me digo. Tengo que dejar de pensar en él. Tengo que intentar seguir con mi vida.

Estoy en la sala de descanso del personal tratando de sacarme un café descafeinado de la máquina.

—Genial, lo que me faltaba. —Maldigo en voz alta la máquina de café que ha decidido soltar el chorrito pero sin sacarme un vaso. —Maldita máquina de café.

Y cuando me doy la vuelta todavía maldiciendo al aparato, veo aparecer por la puerta a dos hombres trajeados:

— ¿Señorita López? Me alegro de encontrarla aquí. Veníamos de buscarla en su despacho. —Me informa el subdirector que llega acompañado de Rubén, el chico al que entrevisté hace una semana.

—Sí. Sí, sí. Estaba intentando sacarme un café. Pero ya ve… deberíamos revisar esta máquina.

—Pues estamos haciendo la ruta de rigor para enseñarle a Rubén nuestras instalaciones y presentarle a los compañeros y al resto del personal de la casa. Veníamos directamente de su despacho, así que Rubén, te presento a la Directora del área de Recursos Humanos, la señorita Alexandra López.

—Sí, ya nos conocemos. Le hice yo misma la entrevista de selección. —Le respondo a mi superior. — ¿Qué tal, Rubén? Me alegro de verte por aquí, y bienvenido.

—Gracias a ti. Pe-pero… ¿Me puedes volver a repetir tu nombre?

—Sandra. Soy Sandra. Aunque bueno me llamo Alexandra, pero todo el mundo me llama Sandra. Me gusta más. —Matizo para aclararle, porque el subdirector acaba de presentarme por mi nombre completo.

— ¿Alexandra? Vaya.

Y al decirlo veo una extraña expresión en su cara.

—Bueno, pues seguimos con la ruta. Y tienes razón, Alexandra, esa máquina no vale nada. Tenemos que cambiarnos a las Expresso, son las que se llevan ahora. —Me indica el subdirector antes de irse, llevándose del brazo a Rubén.

 

 

—Sandra, nena, ¿dónde estabas? No te lo vas a creer. Ha venido el Subdi con el buenorro de…

—Rubén Fernández. —La interrumpo.

—Sí. ¿Cómo lo sabes? ¿Por qué no me has dicho que estaba por aquí?

—No lo sabía, Dani. Acabo de encontrármelos en la sala de descanso. Por cierto, me he quedado sin café. La máquina va cada día peor. Estoy harta.

—No cambies de tema. ¿Lo has visto? ¿Está cañón, eh? Madre mía qué nerviosa me he puesto al verle.

—Dani, actúas como una adolescente suspirando por Justin Bieber.

—Dime que no te ha llamado la atención. —Me pregunta—. Además, Sandra, cariño, tienes que empezar a superar lo tuyo con Samuel.

— ¿Qué? ¿Por qué lo dices? He sido yo la que lo ha dejado. Que no se te olvide.

—Pues para haber sido tú te veo realmente jodida. Estás todo el día de mal humor. No me pasas ni una broma. —Me reprocha.

—Lo siento, vale. Pero no me apetece hablar de ese tema. Es algo muy íntimo y ya sabes que me gusta separar mi vida personal de la profesional.

—Ya lo sé, Sandra, tan sólo bromeaba. Quería arrancarte una sonrisa y he creído que hablarte de Rubén era…

Y de repente golpean a la puerta del despacho y abren.

—Hola, ¿interrumpo?

—Hola, Rubén —responde Dani— pasa, no interrumpes nada. Estábamos hablando de… trabajo. —Responde en un tono granuja.

—Hola Rubén, dime. ¿Qué necesitas?

—Pues venía a hablar un momentito contigo. —Responde, refiriéndose a mí pero mirando a Daniela para que nos deje intimidad.

—Está bieeeeeeeeen, voy a ver si a mí la máquina de café no me deja sin vaso. Chao. —Se despide Dani, y sale del despacho dejándome a solas con él.

—Verás, venía a agradecerte la oportunidad.

—Bueno, yo sólo fui el primer filtro. El resto te lo has ganado tú solito.

—Gracias igualmente. Me dejaron ver la evaluación de mi entrevista y fue muy muy positiva. Gracias a ti puedo empezar de nuevo. Lo necesito ¿Sabes?

— ¿Sigues hablando del trabajo o hablas de algo más personal?

—De ambas cosas, supongo.

— ¿Supones?

—Sí. Necesito resetear y creo que aquí voy a poder hacerlo. Al menos intentarlo. —Me responde.

— ¿Crees que para superar una situación difícil en el ámbito personal hay que romper con todo lo que te recuerda al pasado?

—No, no quiero ser tan radical, pero dejar aquella empresa y empezar de nuevo aquí, me vendrá fenomenal. No sé si te conté que aquel trabajo lo conseguí gracias a mi ex suegro. Aunque fuera antes de que fuéramos a ser familia. De hecho él murió antes de llegar a serlo.

—Vaya. Lo siento. Y cuéntame si te funciona eso de cambiar de trabajo para superar un tema personal. ¿Ok?

— ¿Por qué estás interesada en saberlo?

—Digamos que… también me gustaría superar algo, pero quisiera poder hacerlo sin tener que romper con una empresa como ésta. Aquí estoy muy bien. —Le confieso.

Rubén acerca su silla a mi mesa y se abalanza sobre el escritorio y me susurra;

—Yo no creo que tengas que romper con nada del presente para superar el pasado, porque cuando menos te lo esperes algo del presente te sorprenderá y te recordará ese pasado que tanto tratas de olvidar.

— ¿A qué te refieres?

—Si te lo cuento no me vas a creer.

—Inténtalo.

Y se arranca:

—El otro día en la entrevista, cuando te conocí, me transmitiste una sensación extraña. Me transmitiste paz. Tranquilidad. Seguridad en ti misma. Profesionalidad. Pasión por tu trabajo. —Me dice—. No sé, pensé: mírala, tan joven y ocupando un cargo de responsabilidad en una empresa cómo ésta. Admirable.

—Gracias.

—Y me di cuenta de que no estoy loco. Existen las personas como tú. Las personas como yo. Durante un tiempo creí que fui un novio exigente. Duro. Demasiado. Y sólo por pretender que mi ex mejorase en su vida. Que madurase y que se realizara como profesional.

—No sabes cómo te entiendo. —Y reprimo las ganas de decirle que a mí me ha pasado exactamente lo mismo con él, y que en cierto modo, mi ruptura con Samuel fue provocada por él. Por todo lo que me dijo en la entrevista.

—Pensé en… en lo diferente que eres a ella. A mi ex. En lo opuestas. En todo. Absolutamente en todo. Y cuando creía que no podíais tener nada en común, me dices que te llamas Alexandra. Como ella.

— ¿Ah sí? Pues lo siento. O no. No sé si sentirlo, porque la verdad es que nadie me llama Alexandra. Soy Sandra. No me gusta nada mi nombre completo así que no te tienes que preocupar. No tienes que llamarme como a ella. ¿Qué te parece? Mejor ¿verdad?

— ¡Vaya! Otra casualidad. En realidad a ella tampoco le gusta su nombre. No sé qué os pasa. ¿Será la maldición de las Alexandras? Ella se hace llamar Alex y odia con todas sus fuerzas que la llamen Alexandra. Es un trauma familiar, una guerra con su padre.

Y yo apenas me puedo creer todo lo que me está diciendo. Es todo tan parecido a mi historia… o bueno, diría que todo lo contrario.

—Mi historia con mi nombre también es familiar. Mi guerra es contra mi madre. Ella es la culpable de que yo me haga llamar Sandra. A mi padre lo adoraba con toda mi alma, pero a ella…

No puedo evitar que se me agüen los ojos al hablar de mi padre. Rubén alarga su mano, la posa sobre la mía, y a mí me invade una sensación que recorre mi cuerpo de arriba abajo y me eriza la piel.

—Chicos, esa maldita máquina se ha tragado mi dinero. Esto es indignan… ¡Ups! Lo siento. Vuelvo más tarde.

— ¡Dani! ¡Dani! No te vayas, te necesito. Rubén y yo ya hemos terminado por hoy. ¿Verdad Rubén? —Le digo mientras saco mi mano aprisionada por la suya.

— ¿Eh? Sí claro por supuesto. Hablamos en otro momento. —Me responde. Y Rubén sale del despacho y se va.

 

 

 

No he vuelto a cruzarme con él en los últimos días. Creo que está de formación toda su jornada laboral. Dani insiste en que aquella mañana vio una química especial entre nosotros, pero yo me niego a pensar en él. Sería un error, ya que en mi cabeza sigo teniendo a Samuel. Y en mi corazón también, por supuesto.

Hoy es viernes, y pese a que Dani está muy animada por ello, yo he aprendido a odiar este día de la semana, por culpa de que hace casi un mes que dejé de tener planes para los findes. Ya no sé qué hacer. Soy una soltera amargada.

—Vente a mi casa esta noche, Sandra. Hoy es mi cumpleaños y aunque sé que no te has acordado, te perdono. Te invito igual.

— ¡Mierda! Es tu cumpleaños y se me había pasado completamente. Lo siento Dani, tengo la cabeza en otro planeta.

—Ya lo sé, ya. Pero bueno, estás perdonada. A las nueve en mi casa.

—No, Dani, no puedo ir.

—Sandra, no me engañes. No tienes planes. Lo sé. Además, después de olvidarte de mi día, más te vale que vayas a comprarme un buen regalo para compensarme y te presentes en mi casa puntual. Va a venir más gente de la ofi.

Así que no me he podido escaquear. Se lo debo. No me extraña que lo haya olvidado, tengo la cabeza en Samuel. Ya no sé ni en qué día vivo. Creo que tengo que hacerle caso. Comprarle un regalo e intentar pasármelo bien esta noche.

 

 

A las cinco de la tarde he salido del trabajo y le he comprado unos zapatos de tacón. Dani es muy presumida y sé que sus zapatos favoritos son los de la firma Uterqüe. Al menos si no le gustaran éstos le podrán hacer un vale para que se los pueda cambiar por otros de su agrado.

Yo hoy me he puesto los míos. Aquellos que me compré rebajados y que me puse para mi primera entrevista de trabajo en esta misma empresa dónde sigo trabajando a día hoy. Son los de la buena suerte.

Los he conjuntado con un vaquero pitillo que apenas consigo abrocharme y una blusa vaporosa negra que tiene unas discretas transparencias, estiliza y me ayuda a disimular que he ganado unos kilitos. En mi soledad me ha dado por comer y por asaltar la nevera de madrugada.

Me he arreglado un poco soltándome el pelo y cambiando el nude de mis labios por un tono rosa coral. Creo que es un poco atrevido, pero hoy pienso beber y seguirle el ritmo a Dani. Lo necesito.

 

Tan puntual como lo soy siempre, aparezco la primera en la casa de Daniela. O no, creo que no soy la primera:

—Vaya, estás… Me has dejado sin palabras. —Me dice el chico al que me encuentro dispuesto a llamar a la puerta.

— ¿Rubén?

—Sí, creo que esta vez me he pasado de puntual. —Me responde.

—Hola Rubén, hola jefa. ¡Guau, estás de cine! —Exclama—. Pasar y acomodaos. Sois los primeros en llegar.

Y aunque hago lo que Dani me pide, no dejo de mirar a Rubén. Está sencillamente perfecto.

Lleva puestos unos chinos color vino y unos mocasines azules que combinan a la perfección con el marino de su polo ajustado. Se le marcan todos los músculos de su cuerpo. Además, viene recién afeitado, y al saludarle con dos besos he podido oler su after shave y revivir la sensación de aquella mañana en la que colocó su mano sobre la mía.

Por suerte el resto de invitados no tardan en llegar, y cuando llevamos casi tres horas de picoteo, copas y bailes al ritmo de la música comercial, Rubén se acerca y me propone:

— ¿Te gustaría que acabásemos la conversación que tenemos pendiente en otro lugar?