Después de aquel momento tan intenso

 

 

 

…caí agotada al otro lado del colchón en el que estaba con Rubén. Él se había dejado caer también desde la pose en la que se encontraba, así que allí estábamos los dos. Desnudos. En su cama. El uno al lado del otro. En silencio. Sin hablar. Y me volví a sentir como una extraña. Es que al final eso es lo que era: una extraña con la que él se acababa de acostar. Y yo que había venido a cantarle la caña. A cantarle las cuarenta. A pararle los pies.

¿Y qué había hecho? Me había postrado precisamente ante ellos, a sus pies.

Cuanto más lo pensaba más ridícula me sentía, y encima él, también seguía sin hablar.

Me incorporé entonces de la cama y salí de ella por el lado contrario del que estaba él, y aunque sé que me miró mientras lo hacía, porque pude escuchar el roce de su cabeza contra su almohada cuando se giraba, aun así continué. Me levanté y me dirigí en busca de mis pertenencias más íntimas, que como siempre suele pasar en los momentos de pasión, nunca te importa hacia dónde las lanzas, y luego, cada segundo que pasas desnuda sin encontrarlas, te parece una eternidad.

Qué momentos más ridículos, deberían de inventar un radar para bragas.

 

—Alex ¿Qué haces? ¿A dónde vas?

— ¿Qué crees que hago? Me voy a mi casa.

— ¿No crees que deberíamos hablar?

—Yo no tengo nada que decirte. Para mí está muy claro lo que acaba de pasar. Somos adultos. —Le mentí mientras me abrochaba el sujetador. Y lo hice porque efectivamente no, no tenía ni puta idea de lo que acababa de pasar entre nosotros. De hecho empezaba a dudar de que hubiera pasado algo.

—Yo si quiero hablar contigo. Yo no me acuesto con la primera chica que viene a verme a casa.

—Será porque no vienen muchas. —Le argumenté, sacando la cabeza por el cuello de mi vestido.

—Alex, espera. —Y se levantó también en busca de sus calzoncillos.

— ¿Por qué me tratas así? ¿Qué te he hecho yo?

—Me menosprecias Rubén. No te das cuenta pero lo haces. Lo haces como él. Te crees superior.

— ¿Cómo él? ¿Cómo tu padre?

—Sí, cómo él.

—Yo no me creo superior. Yo simplemente creo que estás un poquito equivocada. Él quiere lo mejor para ti y tú te comportas como una niña rebelde. Revolucionaria. Indomable. Mírate.

—No me conoces Rubén. Sólo por haber echado un polvo conmigo, no te da permiso a hablar como si me conocieras de toda la vida. A psicoanalizarme. ¿Qué se supone que significa «Mírate»? ¿Qué se supone que debo ver?

—A ti. A tu manera de ser. De comportarte. De ir por la vida siempre a la defensiva. Tus pintas. Tu pelo. Tu nombre. ¿Por qué Alex y no Alexandra? ¿Por qué te molesta tanto que te llame por tu nombre completo?

—Porque yo decido quién y cómo quiero ser. Y yo soy Alex. Y ni tú ni nadie tiene derecho a decirme cómo tengo que ser. ¿Y mis pintas? ¿Qué coño le pasa a mi pelo? —Le pregunté indignada.

— ¿Por qué lo llevas como un chico? ¿Y por qué te llamas como un chico, también? Yo he visto tu cuerpo, nena, y para nada se corresponde con lo que pretendes hacer ver.

—Ya está bien con el psicoanálisis, Rubén. Y si no te gusta mi corte de pelo, bien que has disfrutado hace un momento estirándome de él.

Y me di la vuelta con rabia rehaciendo el camino hacia la puerta de salida de aquel lugar.

—Alex, escúchame. Tienes que ir a ver a tu padre. —Me lanzó. Y cuando de forma prudente decidí seguir mi camino e irme en lugar de ponerme a gritarle algo del tipo «metete tus consejos baratos por el puto culo», le escuché sentenciar: —Tu padre se está muriendo, Alex—. Y me detuve de sopetón.

— ¿Qué has dicho? —Pregunté sin girarme a mirarle.

—Alex.

Se acercó a mi espalda y me colocó una mano en el hombro que yo misma retiré con un movimiento de repulsión hacia lo que acababa de escucharle decir.

—Rubén, dime que no has dicho lo que he oído.

—Alex, nena, ven y siéntate conmigo.

—Rubén ¡joder! ¿Repíteme lo que has dicho?

—Igual me he precipitado. No es que se esté muriendo. Alex, a tu padre le han encontrado un tumor. Un tumor en el cerebro. Y no te lo tendría que decir yo, te lo tiene que contar él. Ves a verle.

—Mi padre se va de viaje a no sé dónde, como siempre. Eso es lo que me quiere decir.  Y déjate de tumores ¡Gilipollas! —Le contesté.

—Tu padre se va a Houston. Mañana. Ha estado zanjando varios temas de trabajo. Con sus clientes. Entre otros, yo. Bueno la empresa dónde trabajo. Me ha presentado al abogado que le sustituirá. Tu padre es fuerte pero está asustado. Ves a verle, Alex. Ves ahora o te arrepentirás.

—Sólo dices gilipolleces. Eso no es verdad. ¿Por qué no me lo ha dicho ya? ¿Eh? Y mi madre tampoco. ¿Por qué no me lo ha dicho mi madre? ¿Eh?— Y entonces me puse a llorar. Me puse a llorar desconsoladamente porque aunque quisiera seguir negándolo, algo me decía que aquello era verdad. —Dices gilipolleces. —Gimoteaba yo mientras le golpeaba el pecho a Rubén y mientras él intentaba abrazarme para tranquilizarme.

—Déjame que te lleve a verle. Tú no puedes conducir en este estado. 

Y dejé simplemente que lo hiciera, que me llevara en su coche hasta la casa de mis padres. Y fue en ese justo momento, en ese preciso instante, cuando supe que Rubén no sería un simple polvo en la historia de mi caótica y desestructurada vida.

 

 

Cuando eran cerca de las diez de la noche de aquel agitado lunes del mes de abril, Rubén aparcaba a las puertas de la urbanización en la que residían por aquel entonces mis padres, y yo me bajaba del coche apenas sin despedirme de él.

—Espero volver a verte, Alex. —Me aclaró—. Todo saldrá bien.

Y sin que yo le devolviera más que un leve gesto de despedida con mi mirada, me marché. Me situé bajo el umbral de aquella enorme casa, introduje las llaves en la cerradura y escuché como Rubén arrancaba su coche después de que yo hubiera desaparecido tras el portal.

Y él tuvo razón en una sola cosa: Volveríamos a vernos, pero por el contrario, nada saldría bien.

 

 

—Papá, no puedes dejarme al margen de esto. Esta vez no. No puedes hacer como si nada estuviera pasando. Como si no tuvieras familia. Como si quisieras morirte en soledad…

—Hola Alexandra, me alegro de que hayas venido.

Y nos dimos un abrazo en silencio y con lágrimas en los ojos.

—No puedes dejarnos al margen de esto. —Le repetí.

 

 

A la mañana siguiente, mamá y yo volábamos con él a Houston. Nos había costado mucho convencerlo, pero después de tantas lágrimas lo conseguimos. Teníamos que permanecer unidos hasta el final. Más unidos que nunca, o al menos, más de lo que lo habíamos estado durante los últimos años.

Me gustaría resumir aquellos dos meses en un par de palabras y poco más, pero lo cierto es que fueron muy duros. Angustiosos. De repente mi padre, el tipo al que seguramente más me había empeñado en odiar por la autoridad con la que me trataba. La superioridad. La soberbia incluso más propia de un padre dictador que de uno compresivo y cariñoso. El tío más intransigente e intolerante. El diez en los negocios y el cero en el ámbito familiar. Mi padre. Él era quien estaba consumiéndose y haciéndose pequeñito, dependiente, necesitado, vulnerable. Y me partía el corazón.

Desde nuestro primer día allí, en Houston, se pusieron manos a la obra con la quimioterapia y otros tratamientos experimentales, pero pronto, no sé si por culpa de los efectos secundarios o por la propia enfermedad, su cuerpo experimentó un cambio brutal. Mi padre era alto y guapo. Muy guapo. Eso nunca lo había negado pese a que llegara a verlo como a un ogro. Un monstruo ambicioso y al que lo único que le importaba era el poder. El dinero y el poder.

Ahora ya no era tan guapo, ahora ya no era tan alto. O al menos no lo parecía. Se pasaba las 24 horas del día tumbado en la cama o en el sofá. Apenas comía y cuando lo hacía, vomitaba. Además, pronto empezó a necesitar pañal.

El señor Alejandro Armengol, habrían dicho las noticias y los periódicos, se estaría consumiendo por un terrible tumor y lo hacía en el extranjero, rodeado de su familia y sus amigos más cercanos.

Pero no era verdad.

Alejandro Armengol estaba solo. Apenas uno de sus clientes más antiguos había ido a visitarle y fue tan sólo porque se encontraba de paso en aquella ciudad. Ni siquiera había venido su hermana, mi tía, la que en cambio sí se había beneficiado durante muchos años de la generosidad y la facilidad con la que mi padre se metía la mano en el bolsillo para regalarle dinero.

Alejandro Armengol estaba solo. 

Quizá diréis que nos tenía a mi madre y a mí, pero a mi madre cada vez le costaba más hacerle frente a su mal humor y aguantar sus escupitajos cuando le intentaba forzar para que comiera algo. Casi siempre una papilla. Tampoco se le daba bien cambiarle el pañal y no le juzgo, no era fácil.

Hubiéramos podido contratar a una enfermera que viniera a casa a hacerlo, pero él no lo hubiera soportado. No lo hubiera resistido. Lo poquito que quedaba cuerdo en su interior, lo único que se mantenía intacto en su cabeza, era su orgullo, su dignidad. Así que yo me las apañaba para cuidarlo y para hacerlo como si no sintiera lástima por él. Eso es lo que él quería. Nunca hubiera admitido la compasión. Ni siquiera de su hija.

Imagino que la causa de mi comportamiento hacía él era que, pese a quererle más que a mi propia vida, seguía teniéndole rencor. Él no había sido un buen padre y quizá yo ahora no sabía ser una buena hija, pero al menos yo sí que lo estaba intentando. No como él. Yo no era como él. Yo sí estaba allí a su lado. Intentándolo.

Intentándolo hasta el final. Hasta que se fue. Hasta que una mañana, en los primeros días calurosos del verano, él no se quiso volver a despertar.

Yo fui quién me lo encontré. Y lo hice porque, como cada día a la misma hora temprano, me dirigí a la habitación donde él dormía, en la casa en la que vivíamos de alquiler, en Houston.  Mi madre hacía varias semanas que se había cambiado a otra habitación individual incluso más alejada de lo que lo estaba la mía, porque algunas noches mi padre había gritado tanto por el dolor que sentía, que era yo quien se despertaba y me encargaba de ajustarle la morfina, según me habían enseñado a hacerlo en el hospital. Pues bien, la mañana en la que lo encontré, también se había cagado y meado encima, pero a diferencia del resto de días, aquella vez no se quejó. Ni siquiera abrió los ojos. Ni siquiera respiró. Parecía que mi padre se había cansado al fin de todos y todo lo que le rodeaba y había decidido marcharse como siempre, sin despedirse.

 

 

El entierro se celebró varios días después. Se demoró, para variar, por temas administrativos. Como si no fuera suficiente tener que llorar una muerte, como para encima tener que preocuparse por temas tan burocráticos y absurdos como la canción que tocarán en su funeral.

¡Venga ya hombre! Con la música a otra parte, joder.

Pero por lo visto era yo la equivocada. Al parecer, estas cosas importaban mucho más de lo que yo pensaba o estaba dispuesta a aceptar. Misteriosamente, su funeral estuvo abarrotado de gente, así que la música formaba parte del espectáculo que parecía que en cualquier momento estaba a punto de comenzar.

Tuve que aguantar la hipocresía de sus falsos amigos del alma. De familiares que parecían destrozados, muchísimo más que yo. Clientes muy emocionados y, según me decían, afectados por la gran pérdida y vacío que les dejaba la ausencia de mi padre en sus corazones. (Imagino que hablaban de sus bolsillos).  Y cuando estaba a punto de abandonar, a punto de irme de allí y de dejar de fingir, dejar de hacerles creer que me los creía, de hacerme la hipócrita y de aguantar sus hipocresías, apareció él.

Apareció vestido con un traje oscuro, a juego con su corbata y con sus ojos negros. Apareció cabizbajo, con la mano estirada y con sus ojos clavados en mí. En mi desgarbada camiseta negra. En mis vaqueros pitillos desgastados y en mis botas Dr. Martens, que me hacían parecer un boy scout. En mi pelo un poquito más largo pero mucho más descuidado y en mis ojos rojos, que aunque parecieran de llorar, lo cierto es que reflejaban la resaca de no haber dormido nada en toda la noche y haberme puesto ciega de alcohol la noche anterior. Esa era la verdad.

—Dijiste que todo saldría bien. —Le solté con una casi carcajada y una sonrisa en mis labios.

—Lo siento, Alex. Lo siento muchísimo.

—Lo sé y te lo agradezco.

— ¿Cómo estás?

—Fenomenal. Ya me ves. —Ironicé levantando mis cejas en señal de lo evidente.

— Y… ¿Has vuelto para quedarte?

—Todavía no lo sé. No tengo nada que me ate en ningún lugar.

—Quiero que sepas que puedes contar conmigo para lo que necesites.

—Puedo contar con… un, dos, tres, cincuenta, cincuenta y… —me puse a contar con el dedo a los asistentes a aquel funeral. —Así que no te preocupes. —volví a ironizar.

—Yo te lo digo de verdad. Voy a llamarte.

—Gracias Rubén. —Y pronuncié al fin su nombre.

—En serio, Alex. Te llamaré.

Y yo le devolví, con una sonrisa de incredulidad, un beso de despedida en su mejilla derecha, que en nada se le parecía al último beso con el que nos habíamos despedido aquella tarde en la que todo aquello empezó. Bueno sí, quizá en algo sí se le parecía: las maripositas que sentí nuevamente en mi interior eran las mismas que aquella tarde había sentido con él. Mi cuerpo había reaccionado con aquel olor. El suyo. El de Rubén.

 

 

«No tengo nada que me ate», le había dicho y lo cierto es que era verdad. Incluso mi habitación del piso en el que hasta el momento de mi viaje a Houston había vivido, con mi mejor amigo, con Rafael, ya no me pertenecía.

—Alex, nena, la he tenido que alquilar. Ya sabes, necesitaba la pasta y tú no me habías dicho si volverías o no, no me habías pedido que te la guardara y yo no sabía si preguntar o…

—Está bieeen, no te preocupes. Es normal. —O no. No me lo parecía. Yo sin duda se la hubiera guardado. Se la hubiera pagado yo. Pero en fin, lo escuché pasarlo mal mientras se justificaba—. Además, ahora vivo con mi madre. Tampoco puedo dejarla sola. —Mentí. Y lo hice, porque el hecho de haber vuelto a casa, a su casa, no significaba que estuviéramos juntas y apoyándonos en aquel difícil momento. No era verdad, no era así.

Ella se había alejado demasiado pronto de mí y de mi padre. Se había retirado de sus obligaciones. Se había dado por vencida y se había puesto un caparazón. Me había cargado a mí con su marido. Con el hombre con el que ella un día había decidido casarse. Con el mismo al que debía cuidar en la salud y en la enfermedad. Pero esto último debió de olvidársele. Así que allí estuve yo. Haciéndome cargo de él. Como si fuera mi hijo. Creo que incluso empezaba a echarle un poquito de menos. Me quedé como si de repente ya no tuviera nada que hacer. Nada por lo que lamentarme. Nadie con quien discutir. Porque mi madre ni siquiera servía para eso. Con ella no se podía discutir. Alguna vez lo había intentado pero su respuesta siempre era: «Alexandra cariño, tú siempre tienes razón». Y no la culpo por ello. Seguro esa frase se la tatuó a fuego con él. Él la había acostumbrado a utilizarla y ahora sólo tenía que cambiar una palabra. Una letra: «Alejandro cariño, tu siempre tienes razón». Seguro que él le había enseñado a decirlo y ella simplemente lo aprendió.

Quizá su distanciamiento fuera su particular forma de vengarse de él. «Alejandro cariño, tu siempre tenías razón, así que apáñate ahora». O quizá no fuera una venganza, quizá fuera simplemente que ella nunca sirvió para nada. Empezaba a dudar de que alguna vez en su vida me hubiera cambiado un sólo pañal cuando yo no era más que un bebé.

Así que efectivamente, yo ya no tenía nada que me atara a ningún lugar. ¿Y en Houston? Pues tampoco, porque aunque había conocido a varios chicos con los que me había llegado incluso a enrollar, las noches en las que ya no aguantaba más la situación, el ambiente cargadito de casa, y me escapaba por ahí de copas a los clubes y los bares para la gente de mi edad, ninguno significó lo suficiente como para considerarlo una atadura que me obligara a volver.

Y por eso, pensándolo fríamente, no sabía que responder a la pregunta que me había hecho Rubén y que aún resonaba en mi cabeza.

¿Había vuelto para quedarme? ¿Había perdido la identidad?

Empezaba a darme cuenta de que no sabía ni quién era ni que tenía que hacer después de haber dedicado los últimos meses de mi vida a un moribundo, desagradecido, que no hacía más que escupirme cada vez que le daba la comida a cucharadas.

 

 

— ¿Sí? —respondí casi de forma automática y medio adormilada, sin haber visto antes en la pantalla de mi Iphone el  nombre del contacto que me estaba llamando y despertando.

— ¿Te he despertado? Sé que es tarde, pero verás…

—No, no te preocupes por mí. Yo tengo el horario cambiado, ya sabes, pero tú… me sorprende que me llames a estas horas. Son las tres de la mañana.

—Te dije que te llamaría. Aunque igual me he precipitado.

—Gracias por hacerlo.

— ¿Estás bien? Y no me vuelvas a decir que fenomenal. Te lo advierto.

—Sí, supongo que sí. —Me reí por su advertencia.

— ¿Te apetece que hablemos?

— ¿No tienes que madrugar?

—Yo siempre madrugo, pero no puedo dormir.

—Hace calor, ¿verdad?

—Hace calor y estoy pensando en ti. —Me apuntó como respuesta, y con ello hizo aumentarse mi sensación térmica y despertarse también a las dichosas maripositas que invadían mi cuerpo.

—Imagino que no te has quedado con un buen sabor de boca. Sé que no he sido muy agradable esta mañana. En el funeral.

—Bueno, has sido cien por cien Alex. No esperaba otra cosa viniendo de ti.

— ¿De verdad? ¿No te ha molestado?

— ¿Te recuerdo cómo te presentaste en mi casa la última vez que te vi? No tienes un carácter fácil, te lo aseguro.

—Soy insoportable ¿no es así?

—Eres diferente, nada más.

— ¡Diferente! —Repetí. — ¿Diferente como un zapato sin plataforma, que ya no está de tendencia y no se lleva? ¿O diferente como un zapato sin plataforma, sin suela, sin planta y sin talón, que no está de tendencia y no es que no se lleve, es que no se puede llevar? —Pregunté de guasa.

— ¿Lo ves? Diferente, Alex. Acabas de hacer que sea yo el que se ría cuando debería de ser al revés.  Eres tú la que necesitas reírte.

—Yo no he hecho nada, has sido tú, que te gusta reírte de mí. No me tienes ni respeto ni consideración. —Le lancé.

—Espero que sigas estando de guasa porque sabes que eso no es así. Yo admiro profundamente tu ímpetu y tu decisión, aunque crea que todavía te falte determinación.

— ¿Determinación?

—Detalle, Alex. Cuidar el detalle. Congrats es una fabulosa idea. Un negocio con mucho potencial.

—Mi padre no lo creía.

—No importa lo que creyera tu padre. Importa lo que creas tú.

—No me apoyaba.

—Lo sé. Pero aun así lo hiciste. Aun así la creaste. Enhorabuena, Alex. ¡Enhorabuena!

—Me hubiera venido bien un poquito de ayuda. No me refiero económica, ya lo sabes. Me refiero al apoyo moral. Al «no te rindas». Al «sigue adelante». La palmadita, ¿Sabes?

—Claro que lo sé. Yo si tuve la «palmadita», Alex, pero no tenía los medios necesarios. Y la vida es así. No nos lo dan todo: Si tienes dinero, te falta el apoyo moral y si tienes el respaldo de tu gente, te falla la economía.

—Una mierda, vaya.

—Una graaaaaaaaaaaan mierda.

Y por primera vez le oí reírse. Escuché sus sonoras carcajadas retumbando al otro lado del teléfono y llenándome el corazón.

—Pero a ti te va todo bien, ¿No es cierto?

—Sí. Si lo es. Atrás quedaron los días difíciles. Trabajé muy duro para poder pagarme la universidad. Mis padres no podían permitirse pagar la mía y la de mi hermana, que por cierto, se ha casado ya con Javi. Así que por eso decidí ponerme a trabajar.

— ¡Oh! Me alegro mucho por ella. Felicítala de mi parte. O no. Mejor no lo hagas. Creo que no le caí demasiado bien el día en que tú… y yo.... —Bromeé y le increpé—. Y además, a cualquier cosa hoy en día le llamáis trabajar. Os vestís de traje y corbata y os pasáis la mañana calentando la silla de la oficina hasta la hora de comer.

— ¿Cómo? Eso es lo que hago ahora. Aunque te lo podría matizar. —Respondió—. Ahora me paso el día coordinando a un montón de personas y de máquinas para que todo vaya bien y grandes empresas ganen grandes fortunas y a mí me ingresen mi nómina a final de mes, pero antes… antes trabajaba de camarero ¿Sabes?

— ¿Tú? ¿De camarero? ¿Y en qué restaurante si se puede saber?

—Nada de restaurantes, niña. Yo trabajaba poniendo copas detrás de la barra de una discoteca.

— ¡No me lo puedo creer! Ahora sí que has conseguido hacerme reír.

— ¿Reír? ¿Por qué? Lo digo en serio.

— ¿Y también hacías de gogó?

— No te pases.

—Me hubiera encantado verte bailar encima de la barra, sin camiseta.

—Lo sé, lo hubiera hecho genial. Pero no querían. Sólo me dejaban poner copas.

—Una pena.

— ¿Por qué?

—Porque yo te he visto sin camiseta y tienes un cuerpo.... —Le solté. Y lo hice casi sin pensarlo.

Rubén entonces mantuvo la pausa. El silencio fue ensordecedor. Incluso creí que había perdido la señal, o que se habría acabado la batería. Pero separé el Iphone de mi oreja y comprobé que no había sido así, todavía lo tenía en línea. Y cuando estuve a punto de decir algo insustancial, algo que rompiera la incomodidad de aquel momento, le escuché hacerlo antes a él:

—Alex, me gustaría volver a verte.

Y aquellas palabras provocaron tales sensaciones en mi cuerpo, que hasta mis sábanas empezaron a arder.

—A mí también, pero no sé si es un buen momento.

— ¿No lo es? Creía que no estabas con nadie. No te he visto acompañada en el funeral.

—No lo estoy. Sigo soltera.

—Y entonces ¿cuál es el problema? Yo sigo soltero también.

—Ese es el problema, Rubén. Que no sé si quiero enamorarme de ti.