Un mes después de la proposición
…de Samuel, aquella en la que me pedía que intentásemos ser algo más que un simple rollito -Sí, sí, aquella que yo rechacé, pese a desearlo con todas mis fuerzas, porque me había cagado de miedo-, tenía una entrevista de trabajo para cubrir una vacante de becaria en el departamento de recursos humanos de una consultora informática muy conocida a nivel internacional. Yo estaba muy nerviosa, porque pese a tener una excelente formación y un expediente académico abarrotado de matrículas de honor, tenía cero en experiencia laboral. Así que aquella iba a ser mi primera entrevista de verdad y, de conseguirlo, mi primer trabajo serio.
Tenía la entrevista a las diez de la mañana, pero yo a las siete y media ya estaba en pie. A decir verdad, no había pegado ojo en toda la noche y las ojeras en mi cara así lo demostraban. Pasé un largo rato delante del armario de mi habitación intentando encontrar algo que ponerme. Aquella misma situación la había vivido antes la noche anterior, pero al despertarme y ver el modelito que había seleccionado para la entrevista, al verme delante del espejo, no me pareció el adecuado.
Me hubiera encantado pedirle a Sarita que me diera su opinión, que me ayudara a elegir atuendo para la entrevista, pero a esas horas, conociendo a mi amiga como lo hacía, no haría demasiado que se habría metido en la cama y se habría puesto a dormir.
Así que decidí coger un pantalón de pinzas color camel, una camisa azul pastel un tanto holgada y unos zapatos de tacón que me había comprado en las pasadas rebajas. Hacía meses que me había enamorado de ellos, pero su precio era demasiado elevado para mí, que no era más que una simple estudiante, así que después de ahorrar un tiempo, en cuanto bajaron a la mitad de su precio, decidí que me los tenía que comprar y dejarlos reservados para una ocasión especial. ¿Y qué había para mí más especial que una entrevista dónde me conseguir ese ansiado trabajo en el que crecer como profesional y convertirme en una mujer independiente? Una mujer autosuficiente. Una mujer que no necesitaría a nadie para llegar a ser quien quería ser. Absolutamente a nadie.
Y sin más dilación me duché, me vestí, me calcé aquellos tacones, me maquillé en tonos neutros y suaves, recogí mi melena en una larga cola de caballo y me marché. Me fui incluso antes de que el reloj marcase las nueve de la mañana. Lo hice una hora antes de la que había sido citada para entrevistarme. No quería llegar tarde.
Además de hacerlo porque siempre he sido una chica muy puntual, me fui tan temprano porque quería ir caminando. No quería coger el metro o coger un autobús. Estaba algo mareada y quería que me diera el aire. Yo atribuía aquel mareo a los nervios, porque lo cierto es que estaba realmente ansiosa.
Caminaba como se suele decir, sin prisa pero sin pausa, por la Avda. Mistral, cuando de repente tuve la necesidad de sentarme en uno de los bancos que vi. Me habían flaqueado las piernas. Tuve la sensación de que en cualquier momento me iba a caer de esos tacones y no porque fueran muy altos, que lo eran, sino porque mis nervios me dominaban y bloqueaban mis conexiones neuronales cerebro-pies. Me apoyé en el respaldo, levante la cabeza y respiré tratando de tranquilizarme. Sabía lo que tenía que hacer cuando me daban ese tipo de ataques. De niña alguna vez ya me habían dado y mi padre me había enseñado a abrir la tráquea para dejar que el aire pasara y respirar. A hacerlo profundamente y a retener el aire en mis pulmones. A sentir el recorrido del aire entrar en mi cuerpo. A expulsarlo con la misma lentitud y a repetirlo hasta tranquilizarme.
«Cuenta hasta cinco sin dejar de inhalar, cuenta hasta cinco antes de soltarlo y nuevamente cinco segundos más exhalando hasta que lo saques, y vuelve a repetirlo hasta estar mejor. Toma conciencia de él y de ti. De eso depende para que te tranquilices», me decía, cuando los nervios se apoderaban de mí cuerpo cada vez que tenía que enfrentarme a una situación angustiosa para mí. Una clase de gimnasia, las actuaciones en el cole a final de curso, una fiesta de pijama con nuevas amigas, una cita con un chico. Y en ese momento lo eché de menos a mi lado. Tenía que hacerle frente a mi primera entrevista de trabajo y yo le necesitaba a él. Necesitaba los consejos de mi padre.
Pasé varios minutos controlando mi respiración para poder relajarme y continuar, pero una vez lo hube hecho, miré el reloj y al ver la hora temí llegar tarde y no me quedó otra opción que levantarme de aquel banco y correr a toda prisa a intentar parar al único taxi que pasaba en aquel instante.
Cuando el taxi se detuvo ante mí, estiré mi mano derecha en busca del tirador de la puerta de atrás y tiré de él para abrirla. En ese mismo momento, noté la mano de un hombre empujando la puerta para impedir que yo la abriera y antes de que me girara a mirar qué era lo que pasaba, escuché una voz que me decía:
—Alto, señorita, este taxi lo he parado yo—. Me dijo. Pero en lugar de alterarme por lo que acababa de escuchar, lo hice porque esa voz me resultaba tan…
— ¿Rubia…?
— ¡Samuel! — ¿Qué estaba haciendo él allí impidiéndome entrar en aquel taxi? — ¿Se puede saber qué estás haciendo? Este taxi ha parado porque yo lo he llamado. —Le advertí.
—No te equivoques. Tú estabas sentada en ese banco cuando él ya frenaba para mí.
—Eso es mentira.
—Eso es verdad, señorita. —Me contestó el taxista. —Discúlpeme que le lleve la contraria, pero tengo que ser franco y la verdad es que he parado al verle a él.
En aquel momento asentí humillada con la cabeza y di varios pasos atrás permitiendo que Samuel entrara.
—Está bien, tú ganas. Todo tuyo. —Le solté. Y mientras Samuel entraba, escuché al conductor volver a decir:
—Si ustedes se ponen de acuerdo, los puedo llevar a los dos. No se enfaden por eso.
— ¿Quieres subir, Alexandra? —Me lanzó en un tono burlón.
—Muy amable Samuel, pero no subiría contigo ni aunque fuera el último taxi del mundo.
—Pues es una lástima. Se te ve con mucha prisa y diría que por el cómo vas vestida, debe de tratarse de una cita importante.
—A ti que te importa si es o no una cita importante. —Le contesté con bordería.
—Sandra, por favor, comportémonos como personas adultas y civilizadas. —Me dijo. Y aunque pareciera increíble viniendo de él, lo cierto era que tenía razón. Yo tenía prisa y no podía llegar tarde y aquel era el primer taxi que veía en todo el rato que llevaba allí sentada.
—Está bien, pero no quiero que intercambiemos ni una sola palabra.
Y con esta afirmación, acepté y me subí.
El silencio en el interior duró apenas el par de minutos en el que Samuel tardó en dirigirse a mí:
—Estás preciosa.
— ¿Que qué?
—Que te abroches bien el cinturón.
—No me has dicho eso, te he oído. No mientas.
—Entonces, si me has escuchado, ¿por qué me preguntas? ¿Acaso quieres que vuelva a decírtelo?
—Voy a una entrevista de trabajo.
—Pues insisto, estás… Te van a dar ese trabajo, Sandrita. Ya lo verás, la entrevista irá genial.
— ¿Tú crees? Estoy demasiado tensa. Incluso hasta mareada. Estaba sentada en el aquel banco porque me había dado algo así como un bajón. Será de los nervios.
— ¿Un bajón? Pues ¿Sabes una cosa? A los pocos días de estar ingresado en aquel centro de desintoxicación, me frustré porque todavía sentía el mono por la coca. — Esta última palabra la dejo bajando el tono levemente. No querría que el taxista lo escuchara también—. Estaba mareado, —continuó—, no me encontraba bien, temblaba, tenía hasta arcadas y unos de los compañeros que llevaban más tiempo allí me explicó que muchas veces, cuando estamos tan obsesionados por algo, tendemos a creer que todo lo que nos pasa tiene que ver con esa obsesión y en cambio nos olvidamos de que la vida sigue girando y que puede que lo que nos está pasando se deba a algo más sencillo, algo más cotidiano.
—Samuel, no te entiendo, no sé dónde quieres ir a parar. — y le interrogué con la mirada.
—Estaba tan ansioso por esnifar que llevaba varios días sin comer y sin beber nada y ni siquiera lo echaba de menos. Pero mi cuerpo sí. Mi cuerpo reaccionaba por eso. Comí, bebí y me tranquilicé. —Me dijo. Y seguidamente me preguntó: —Sandra, ¿has desayunado?
No. Claro que no. No había desayunado, ni había cenado la noche anterior. De hecho apenas había comido nada en todo el día. Y negué con la cabeza.
—Pues cuando llegues hazlo. Entra en una cafetería y come algo. Ya verás como todo irá genial.
Y así lo hice. Llegué yo primera a mi destino y cuando me disponía a salir, me giré y le di las gracias a Samuel por haber compartido su taxi conmigo.
—Era lo mínimo, Rubia, después de haber compartido incluso cama. —Me soltó, y lo hizo con esa sonrisa tan odiosa que yo todavía no había logrado olvidar.
Después de que el taxi arrancara, me dirigí hacia la cafetería y me tomé un zumo con extra de azúcar y lo acompañé con un donut, por aquello de tener un día «redondo». Samuel tenía razón, inmediatamente después de comer, se me pasaron las náuseas y los mareos y me sentí con la energía necesaria como para que la entrevista me fuese genial. Y lo fue. Y conseguí aquel puesto de becaria. Y aquel fue mi inicio en el departamento de recursos humanos que dirijo a día de hoy.
— ¿Qué tal? Sólo llamaba para agradecerte nuevamente que hubieras accedido a compartir el taxi. He podido llegar a tiempo gracias a ti. Aunque bueno, la verdad, es que lo que quiero agradecerte han sido tus palabras de ánimo y tu recomendación. Ha funcionado, ¿sabes? He desayunado y me he sentido bien. He bordado la entrevista y creía que me dirían que me tenían que llamar y que me tocaría esperar unos días atacada de los nervios y al borde de la histeria, ya sabes cómo soy. Pero no. Me han dicho hoy mismo que el puesto es mío y que empiezo el lunes de la semana que viene. Estoy muy contenta… Y… bueno, eso, nada más. Lo dicho, gracias por todo, y siento si me estoy alargando mucho en éste mensaje en tu contestador. Ya hablaremos. Un beso. — Y cuando estaba a punto de colgar, escuché su voz al otro lado de la línea:
— Sandra, espera. — Me soltó—. Espera, no cuelgues, estaba en la ducha y no me ha dado tiempo a cogerlo antes.
—Ah, pensaba que estarías trabajando.
— ¿Y por qué me llamas a estas horas si pensabas que iba a estar trabajando?
—Emmm, esto…
—Querías dejarme un mensaje en lugar de hablar conmigo en directo. Es eso, ¿no?
—Supongo.
—Entiendo. Pues me alegro de que te haya ido tan bien. Te lo mereces. —Me dijo en tono serio, casi defraudado porque yo no hubiera querido hablar con él.
—Samuel, espera, es que… yo…
—Sandra, ya te he dicho que te entiendo. No me debes ninguna explicación. Me quedó todo muy claro. No querías nada serio con alguien como yo.
— ¿Cómo tú? ¿De verdad piensas que fue por eso? — Pregunté.
— Eso es lo que me dijiste.
— Noooo, claro que no. Entonces no has entendido nada, Samuel. Fue al revés. No quise involucrarme más de la cuenta. No quise aceptar tu propuesta porque no creía que tú fueras capaz de querer algo serio con alguien como yo.
— ¿Mi propuesta? No fue una propuesta, Sandra. No te estaba ofreciendo trabajo. Era una petición. Era una declaración en toda regla. Te estaba ofreciendo compartir mi vida contigo y la tuya conmigo, como creía que estábamos empezando a hacer ya. Te estaba entregando mi corazón, rubia. En cada cita, en cada conversación lo hacía. Y tú no lo quisiste. Lo rechazaste.
—Samuel, yo….
—No te preocupes, Sandrita. Te asustaste ¿verdad? Pensaste ¿Qué hace una chica como yo con un colgado como éste? Y te libraste de meterte en este berenjenal.
— ¿A qué te refieres?
—Lo de mi adicción. Asusta, porque nunca se está limpio al cien por cien y lo sabes. Porque es muy fácil caer de nuevo, y me quedó clara tu preocupación cuando insististe tanto en que dejara la noche. En que me alejara del mundo de la noche y de todo lo que me incitara a consumir. Supongo que si yo esa misma tarde hubiera dejado mi curro, tú me habrías contestado de otra manera. —Me aclaró Samuel con una voz que me seguía sonando a decepción.
—Tuve miedo, tienes razón. Me asusté. Me aterroricé. Me cagué de miedo, lo confieso. Pero nada tuvo que ver tu adicción en mi respuesta negativa. Me acobardé, Samuel, no me atreví a empezar una historia contigo y enamorarme más de lo que ya lo estaba. Temía que pudieras cansarte de mí porque soy una persona difícil, ya lo sabes. Diferente, tú lo dijiste. Creía que te llamaba la atención por ser una chica distinta a las de tu ambiente habitual, pero que una vez pasada la novedad, vivida la experiencia, simplemente me alejarías de tu vida para siempre.
— Que te mandase a la mierda.
—Exacto.
—Sandra.
— ¿Qué?
—Eres tan tonta…
—Ya lo sé.
—Has dicho «enamorarme más de lo que ya lo estaba», ¿hablas en pasado?
—Quizá. Puede ser.
— ¿Has sentido algo hoy al verme? —me preguntó malicioso.
—Sí, rabia al ver cómo me quitabas mi taxi.
—El taxi era mío. Lo había parado yo. Te lo ha dicho el taxista cuando has…
—Sigo estando enamorada de ti.
— ¿Qué has dicho?
—Que te abroches el cinturón.
—No has dicho eso.
—Entonces si me has escuchado, ¿por qué me preguntas, Samu?
—Déjame que te lo pida cómo me hubiera gustado pedírtelo aquella vez: ¿Quieres que tengamos una relación? ¿Que empecemos algo juntos? ¿Algo bonito? —Preguntó. Y yo simplemente me reí. Me carcajeé con esa risilla nerviosa que me da cuando algo me abruma. Y eso le hizo reír a él también y nos pasamos los siguientes minutos riéndonos como dos idiotas, uno a cada lado de la línea telefónica.
—Rubia.
— ¿Qué? —Le contesté intentando serenarme para escucharle.
—Voy a hacerlo mejor: Mañana por la mañana voy a ir a verte a casa y quiero que me des esa respuesta en persona.
—Vale. —Contesté.
—Vale. —Repitió.
Y colgamos el teléfono.
De repente estaba acostada en una cama que no era la mía. Llevaba puesto un pijama que no había visto jamás en mi vida, aunque más que un pijama pareciera un picardías. Era de color salmón con encaje en el pecho y también en el bajo del pantaloncito corto. Llevaba el pelo totalmente suelto y alborotado, pese a que yo soliera dormir habitualmente con una trenza para que no se me enredase mi larga melena. Aquella extraña habitación estaba casi a oscuras, y tan sólo la alumbraba un par de velas encendidas encima de las dos mesitas de noche que había a cada lado de la cama. De fondo podía escucharse la melodía de alguna canción que tampoco lograba reconocer, pero que me gustaba. Era algo así como una balada. Algo romántico. Tanto como lo era aquel lugar. De pronto el volumen de la música se incrementó y entendí que venía de fuera de la habitación cuando se abrió la puerta. De detrás de ella apareció Samuel. Tan rubio como siempre pero más guapo que nunca. Sus ojos azules también brillaban todavía con más fuerza. O más que brillar, diría que destellaban y lo hacían al compás de las llamas de las velas encendidas.
Samuel caminaba en dirección a mí. Tenía el torso desnudo y un pantalón de hilo color beis que le quedaba un poco holgado y le hacían parecer un Dios en la tierra. Con ese pelo alborotado, esas barbas descuidadas y esa provocadora forma de sonreír.
Se paró justo a los pies de la cama y clavó una de sus rodillas en el colchón. La puso en medio de mis dos piernas, las cuales se separaron automáticamente para recibirlo. Él captó la bienvenida e impulsó la otra pierna también hacia el colchón abalanzándose sobre mi cuerpo y quedándose a escasos centímetros de mí, sosteniéndose con sus propias palmas de las manos en la almohada en la que yo tenía apoyada mi cabeza.
Permanecimos inmóviles durante unos segundos, mientras sus ojos se clavaban en los míos y conteníamos la respiración, y justo cuando a él se le ocurrió parpadear, yo me lancé en busca de sus labios de la forma más pasional y ansiosa que os podáis imaginar. Estaba necesitada de sus besos. Hacía demasiado tiempo que no los probaba. Tenía mono de su piel, como si él fuera una droga, y yo una drogadicta.
Samuel correspondió a mis besos con la misma intensidad con la que yo lo hacía. Sus labios abarcaban toda mi boca, su lengua ocupaba toda mi cavidad. Se enrollaba con la mía como si bailaran. Como si fueran la pareja de baile más compenetrada del mundo. Como si tuvieran una coreografía perfectamente ensayada. Igual.
Pasé mis manos alrededor de su cintura desnuda que todavía estaba elevada y suspendida en el aire y sostenida por la fuerza de sus manos alrededor de mi cabeza, cuando una de mis caricias provocó que sus manos flojearan y cayera totalmente sobre mí. Debí de haberle hecho cosquillas involuntariamente. Samuel era un chico grande, alto y fuerte, y por lo tanto pesado, así que al oírme gemir por el placer que el contacto de nuestros cuerpos me provocaba, el creyó que me quejaba por haber dejado su peso muerto caer sobre mí.
— ¿Estás bien? —me preguntó.
—Mejor que nunca.
—Déjame cuidarte, Rubia.
—Déjame quererte, Samuel.
Y volvimos a besarnos con la misma pasión, e involucrando también al resto de nuestros cuerpos. Su mano izquierda permanecía en mi cabeza acariciando y estirando suavemente de mi pelo, mientras que con la otra descendía por mi cuerpo y se detenía en mi vientre. Samuel presionaba levemente mi zona abdominal y descubrí el placer que me provocaba aquello. El simple hecho de imaginar el camino que recorrerían sus dedos, me ponían la piel de gallina.
Mis manos no se quedaron atrás en cuanto al recorrido que trazaron en su cuerpo. Ambas habían iniciado una expedición partiendo de su zona dorsal y descendiendo lentamente hasta llegar a sus lumbares y deteniéndose al rozar la goma de sus calzoncillos. Una vez allí, atravesaron la tela de su ropa interior y se posaron en su trasero, imprimiendo la fuerza necesaria para acercarlo más a mí. Necesitaba sentir su excitación contra mi sexo.
—Shhhh, estás ansiosa, Sandrita. —Me soltó. Y era totalmente cierto. Lo necesitaba dentro de mí. Pero me avergonzaba reconocerlo y por eso me sonrojé. —No tengas prisa, Rubia, voy a darte placer.
Samuel deslizó la mano con la que presionaba mi vientre unos centímetros más abajo, donde se encontró con mi sexo ya casi empapado.
—Guau, ¿Esto es lo que te ocasiono yo? —Me preguntó alucinado después de rozar con su dedo corazón el interior de mis labios inferiores.
Nuevamente yo me sonrojé y respondí a su pregunta asintiendo con mi cabeza. Samuel era el causante de mi grado de excitación. Él me provocaba aquellos calores, aquella humedad en mi parte íntima inferior.
—Quiero saber a qué sabes. —Susurró, y yo no pude hacer nada para impedírselo.
Noté como se introducía y se perdía entre aquellas sábanas de seda que no había visto en mi vida, y cuando quise darme cuenta ya me estaba bajando el pantalón de aquel pijama tan sexy, que tampoco recordaba habérmelo comprado yo.
Me mordí el labio y miré al techo cuando sentí el vello de su barba rozando la piel depilada de mi entrepierna y jadeé. ¡Aquello no podía estar pasando! No podía ser verdad. Samuel estaba introduciendo su lengua en mi vagina. Estaba lamiendo mi clítoris. Buscando mi punto G o como sea que se llamara aquello que me estaba dando tantísimo placer.
Mis muslos se tensaban y mi respiración se cortaba con cada nuevo movimiento que hacía la lengua de Samuel. Cada cambio de ritmo, su manera de hacerlo, de absorberme, de lamerme, de besuquearme, hacía que me contrajera en espasmos involuntarios y los acompañara de gemidos que intentaba contener. Yo estaba agarrada con fuerza, y con ambas manos, a los barrotes de madera del cabecero de aquella cama que no era la mía, cuando de repente Samuel, introdujo además de su lengua, varios dedos en mi interior. Lo hizo con suavidad y uno por uno.
El primero que sentí, le dio sonoridad a uno de mis contenidos gemidos y Samuel me imitó. Escuché de sus labios el mismo alarido que había soltado yo hacía un instante. Empezó a meter y a sacar varias veces y con ritmo su dedo dentro de mi vagina, mientras su lengua seguí acariciándome y provocándome placer.
Mis manos, sin darme cuenta, habían decidido soltar los barrotes e incorporarse en el juego que había iniciado Samuel. Una decidió colocarse en su cabeza y agarrarle con fuerza del pelo, mientras que la otra estaba acariciando uno de mis pechos y jugueteando con mi propio pezón.
Con el segundo dedo que noté dentro, mis gemidos se convirtieron en jadeos y mis espasmos empezaron a ser más frecuentes. Samuel y su lengua, seguían haciendo de las suyas y jugaban a engañar a mi clítoris. A despistarlo con sus nuevos juegos y demostrándole quien manda en el terreno sexual.
La mano que tenía en mi pecho continuó descendiendo hasta más abajo y ejerció la misma presión en mi vientre que había realizado antes Samuel. Había descubierto el placer que me daba… Y cuando finalmente introdujo el tercer dedo dentro de mi… No lo puede remediar.
—Sa-Samuel, me- me voy… —Le advertí sin conseguir que Samuel se detuviera. —Voy a co- correrme. —Repetí.
Y simplemente lo hice. Me dejé ir. Me corrí. Jadeé sin contener ningún gemido. Me retorcí. Convulsioné. Él se separó de mi cuerpo y yo lo sustituí bajando mi mano y colocándola sobre mi palpitante y mojada entrepierna y entonces... me desperté.
¡¿Qué?! ¡¿Cómo?! ¡¿Qué había sido eso?!
Abrí los ojos y me incorporé. Estaba cansada, acalorada, agitada, sudorosa. Estaba en mi cama, en mi habitación, con mi pijama y… sola. Completamente sola. Mi mano continuaba situada en el lugar en el que se supone que estaba Samuel, pero allí no había ni rastro suyo.
¡¿Lo había soñado?! ¡¿Me había masturbado en sueños?!
Me levanté algo aturdida y me dirigí hacia la cocina a por un vaso de agua, con tal mala suerte que cuando llegué me encontré allí con mi compañera de piso con los ojos más abiertos que un búho y recriminándome que la hubiera despertado con tanto grito.
—No sabía que tenías compañía. Podías haber avisado.
—Sarita, verás… es que…
—Lo que yo te diga: tenemos que insonorizar las paredes.
—Lo siento, de verdad.
—No importa, ahora sé lo que sientes cuando soy yo quien te despierta. Pero bueno, ¿Quién es él? ¿Lo conozco? —Preguntó levantándose y dirigiéndose hacia mi habitación.
—Sara, no hay nadie.
— ¿Pero cómo qué no? ¿Ya se ha ido?
—No, no insistas, no era nadie.
—Venga Sandra, que soy yo. Conmigo no puedes tener secretos. ¿Quién era? —Me insistió.
—Te he dicho que no era nadie. Te lo digo de verdad.
— ¿Pero cómo que…? Oye, tú…
—Sí.
—Tú no te habrás…
— ¡Que te he dicho que sí!
— ¿Tú sola?
— ¡Que sí! Jolín Sarita. No seas tan pesada. Te lo acabo de decir. Yo solita. Pero ha sido involuntario. Ha sido en sueños.
Sara se empezó a descojonar de mí con toda la maldad de su cuerpo y sin dejar de repetir que era una frustrada despierta y una guarra durmiendo.
— A mí no me hace gracia. No sé de qué te ríes. ¿No eres tú la que dices que estas cosas se tienen que normalizar? ¿No eres tú la chica moderna y atrevida y yo la modosita y anticuada?
—Por eso, por eso me río. —Se justificó. —Pero dime, ¿con quién era? ¿En quién pensabas mientras…?
Y se lo conté. Le hablé de Samuel y de nuestro encuentro en el taxi. Le conté también lo de mi llamada y el cómo finalizó nuestra conversación. «Mañana por la mañana voy a ir a verte a casa y quiero que me des esa respuesta en persona», había dicho, así que tenía que irme a dormir. En unas horas Samuel se presentaría en mi casa.