A las seis y media en punto de la mañana

 

 

 

…suena el despertador y me levanto. Me dirijo hacia el lavabo con la ropa interior limpia en la mano y la toalla colgada del brazo. Antes de llegar, hago un alto en el camino y saco la leche de la nevera para que no esté tan fría cuando me la vaya a tomar.

Me doy una buena ducha, aunque breve. Tengo milimétricamente calculados los minutos que debo invertir en cada actividad: ducharme, vestirme, maquillarme, desayunar y lavarme los dientes. Tengo media hora para hacer todo esto, así que asigno cinco minutos a cada tarea y los cinco restantes, los empleo en despedirme de Samuel, a perfumarme y a marcharme. Como decía: todo milimetrado.

Así que una vez he acabado de lavarme los dientes, voy a despedirme de mi chico. De Samuel. Él continúa en la cama dormido. Él trabaja de noche, así que no hace mucho rato que se acaba de acostar.

La verdad es que aunque yo tenga que madrugar, me gusta la regularidad de mi horario, no sería capaz de hacer lo que hace él. Trabajar hasta las tantas, dormir hasta las tantas también y desayunar a la hora en la que debería de estar comiendo.

Samu lleva dos años diciendo que va a cambiar de trabajo y va a buscar algo más «normal», pero yo ya no sé si es que ese trabajo tan esclavo, el de camarero de discoteca, le gusta demasiado como para no querer mejorar y aspirar a algo mejor profesionalmente hablando.

—Gano más pasta que tú —. Me dice cuando sale el tema.

Y entonces es cuando yo me enfado y le recuerdo que, por culpa de su horario, apenas hacemos vida en común. Uno se acuesta y el otro se levanta.

—Tú me conociste siendo camarero. Ahora no pretendas cambiarme—. Me responde también, cuando le culpo de nuestra situación actual.

Así que entenderéis que no estemos pasando por uno de nuestros mejores momentos. Yo me he esforzado mucho por adaptarme, pero es que al margen del horario creo que, con su edad, ser camarero no debería de ser algo motivador. Él dejó a medias una carrera. Todavía podría recuperarla.

Estudió Ciencias Políticas en la Universitat de Barcelona, y por lo que me ha contado, no se le daba nada mal, por eso lo de que ahora no se decida a salir del antro donde trabaja y aproveche la oportunidad de estudiar, es algo que me enerva. Me pone de los nervios. Pero en fin, es su vida, es su decisión y yo sólo puedo rezar para que un día de estos madure, y lo haga antes de que yo me haya cansado de esperar.

Y cuando ya es la hora de salir por la puerta para irme a trabajar, me dirijo a la habitación donde Samuel está durmiendo, lo zarandeo un poco para despertarle, le doy un beso en los labios y me voy.

—Te quiero, Sandrita.

—Te quiero, Samuel. Hasta la tarde.

 

Camino a paso ligero (mi paso habitual, vaya) hasta la plaza de parking donde está aparcado mi coche. Tengo casi media hora de camino hasta Cornellá, la ciudad donde trabajo.

Soy la responsable del área de recursos humanos de una consultora de tecnologías de información. Empecé como becaria, apenas hace dos años, pero gracias a mis sobradas aptitudes junto con algún que otro golpe de suerte, como la jubilación de mi responsable más directo y el cambio de empresa voluntario del compañero más antiguo que tenía,  me han llevado a ocupar este puesto de responsabilidad, a mis tan sólo veinticinco años.

—Buenos días, Sandra. ¿Qué tal?

—Hola, nena, qué prontito has venido hoy. ¿A qué se debe el honor? ¿Te han echado de casa?

—Qué graciosa has venido, jefa. Te recuerdo que tengo un par de entrevistas que preparar. Estaba aprendiéndome el argumentario.

—No te pongas nerviosa, lo harás muy bien. Quienes deben de estar nerviosos son ellos que son quienes se juegan el entrar o no aquí. Tú no, tú ya estás dentro.

—Lo sé, lo sé. Pero no puedo evitar pensar en si me atrabanco o me quedo en blanco y de repente se me olvidan las preguntas.

—Dani, escucha: debes hacer que la entrevista resulte una conversación fluida. Más que preguntas inventariadas, debes seguir el hilo de la conversación. Que salga de forma natural, como si estuvieras en una cafetería.

— ¿En una cafetería?

—O en la barra de un bar, me da igual. Dónde más cómoda te sientas.

—Pues ves pidiendo unos gin-tonics, entonces.

—No seas tonta, sabes a lo que me refiero.

—Sí, que me los ligue a todos.

—Pues además, los dos candidatos son hombres, así que si quieres, adelante.

—Eso. Entre pregunta y pregunta les puedo colar un: «¿en tu casa o en la mía?»

— ¿A los dos?

—Bueeeno, te dejaré alguno para ti.

—Yo ya tengo a mi Samu.

—Qué buenecita le has salido. No te merece tu chico. Te lo digo yo—. Me lanza con malicia.

—A veces yo también lo pienso, no te creas que no. Pero no me seas tonta, ¿tú no estabas tan nerviosa?

—Ya se me ha pasado con la tontería de imaginarme en una barra de un bar.

—Así te sientes como en casa, ¿no? ¡Zorrón!

—Perdona, Sor Alexandra, —se burla— ahora rezo dos padrenuestros y todos en paz.

—No me llames Alexandra, sabes que no me gusta.

—Oye es verdad, ¿nos presentaremos como Dani y Sandra, o como Daniela y Alexandra?

—Daniela Aparicio, encargada de la Selección y Contratación de los Recursos Humanos de la empresa, y Sandra López, Responsable del área de Recursos Humanos y gestión del personal. O sea, tu responsable.

—Que rebuscadita eres, chica.

—Llámalo «profesional».

—En fin, tendré que darle la razón a Samuel: ya naciste siendo vieja—. Me suelta.

—Y tú siendo una pendeja.

—Y además poeta —me devuelve, y nos reímos las dos.

Y aunque me haya reído porque su forma de decirlo siga siendo graciosa, la broma hace tiempo que dejó de tener gracia para mí. Samuel ha conseguido que la aborrezca. También consiguió otorgarme a  mí esa maldita fama. Aunque no sea verdad. Porque ni tengo patas de gallo, ni una mentalidad anticuada, pero es que cuando lo utilizas a él como medida estándar de madurez, hasta un niño de preescolar parece haber llegado a la vejez prematuramente.

Vamos, que es un inmaduro acabado. Un irresponsable. Un viva la vida. Un juerguista. Un… en fin. No sé cómo ni por qué me he podido enamorar de él.

O puede que sí.

Lo hice por su manera de mirarme. Así como… descarado.

Y fue hace más de dos años. Cuando me gradué. Justo acabábamos de terminar el acto de graduación y fui con mis amigas a celebrarlo. Primero una cena en toda regla, con vinacho incluido.

Digo vinacho porque era barato, ya que por aquel entonces yo no era más que una estudiante sin trabajo que se tenía que gestionar la paga de sus padres para que le quedara dinero suficiente para la entrada de la discoteca a la que iríamos después. Discoteca, por cierto, a la que me obligaron a entrar. Yo hubiera preferido ir a un karaoke, o a algún sitio con un poquito más de luz. Me hubiera divertido más.

Bueno no, miento, me hubiera divertido más conscientemente, porque, aunque no logre recordarlo, las malas lenguas dicen que me divertí.

Y allí estaba él. Javi, el tío más guapo de toda la universidad y con el que me había besado en contadas ocasiones. Cada vez que a él le apetecía o no tenía mejor plan, para ser sinceros, aunque se rumoreara que incluso tuviera novia formal. Humillante, lo sé, pero yo era tan terriblemente ingenua que se podía permitir reírse de mí negándome las obviedades a la cara.

Y no sólo de mí, me consta. Había tenido el placer de verle tontear a diestro y siniestro –siempre que tuviera falda, claro está- en la facultad en la que estudiábamos, sin que nunca se atreviera a reconocérmelo. Según me decía él mismo: él sólo tenía ojos para mí. ¡Mentiroso!

Y aquella noche cuando yo llegué a la discoteca, más tarde que pronto (por suerte la bendita cena se había alargado más de lo normal) él ya había elegido a otra candidata.

Digo por suerte, porque después de plantarme frente a él a dos metros de distancia y esperar a que sus ojos se cruzaran con los míos, le solté un «hijodelagranputa» que ni la música más alta y estridente del mundo, que era la que allí sonaba, hubiera podido evitar jamás de los jamases, que me oyera insultarle de la manera en la que lo acababa de hacer. Imagino que fue debido al alcohol. A mí me costaba horrores decir palabrotas como esas, pero inmediatamente después de haberlo hecho todos los ojos de los allí presentes se posaron en mí. Pero para aquel entonces, yo ya iba… ¿Qué es lo siguiente a desinhibida? ¿Cómo una cuba? Pues un poco más. Así que me dirigí toda digna a la barra, a por otra dosis de alcohol que me confirmara como la hembra poderosa que me sentía y que había demostrado ser, y me pedí un Malibú con piña.

¡Olé yo! Más arriesgada que correr delante de un toro.

—Pónmelo muy cargado—. Le dije al camarero sin ni siquiera mirarle a la cara.

—Muy cargado de qué. ¿De piña?

—Sí. Digo ¡No! Cargado de eso que lleva alcohol —Le contesté, y señalé la botella de Malibú.

— ¿Alcohol? Creo que con un eructo tuyo, me emborracho más que con toda la botella de Malibú.

—No seas desagradable. Pónmelo y ya está. Te lo voy a pagar.

—Mi deber como buen camarero no es sólo poner lo que me piden y me pagan.

— ¿Ah no? ¿Y cuál se supone que es tu deber?

—Escuchar al cliente. Mirarle. Detectar sus necesidades. Recomendarle lo mejor para satisfacerle. Dárselo. Y hacerle sentir satisfecho y dispuesto a pagar lo que le pida por ello.

—Eso no suena a camarero.

— ¿Y a qué suena sino?

—Suena a gigoló.

—Pues sólo soy camarero, pero si tú quieres, contigo puedo hacer una excepción.

—Yo no pagaría en la vida por estar con alguien como tú. —Repliqué—. ¿Y quieres hacer el favor de servirme el cubata y cobrarme?

—Si quieres que te sirva yo, te beberás lo que te ponga.

—Si lo que me pones lleva alcohol, ponme lo que quieras, pero que sea doble. Eso, o tendré que hacer autostop para marcharme. Cada vez aguanto menos estar aquí.

—Empezamos a entendernos. —Me soltó, acercándome un vaso largo y lleno hasta arriba de algo que no había podido ver de qué se trataba, pero que olía fatal. —bébetelo y vete a bailar con tus amigas, que se lo están pasando de puta madre sin ti.

—Lo que tú digas, gigoló. —Le espeté, después de haberme bebido casi medio vaso de un trago y estremecerme después, con la típica cara de asco que se te queda cuando bebes nosecuántos grados de alcohol casi a palo seco.

Y siguiendo las órdenes de «mí» camarero, di media vuelta y me fui, dejando atrás, al que sin duda era el tío más atractivo del mundo, y al cuál, el hijoputa de Javier (porque ya no era Javi el irresistible, sino que a partir de haberle insultado, pasó a ser oficialmente el hijoputa de Javier) no le llegaba ni a la altura de los talones.

Así que me emborraché. Mucho. Muchísimo. Tanto tantísimo, que lo que os voy contar ahora lo sé porque me lo han contado antes a mí. No porque lo recuerde.

Y por lo visto lo que pasó es que la tía con la que el hijoputa de Javier se estaba liando en el momento de mi famosísisimo insulto, me encontró bailando en medio de la pista, y ni corta ni perezosa, me bautizó con el cubata que tenía entre sus manos y provocó que mi planchadísima, brillante y sedosa melena rubia mutara a algo pringoso, pegajoso y ondulado.

¿Y qué hice yo? No lo recuerdo. ¿Y qué dicen que hice? Que le metí tal bofetón, que la escena en la que le da vueltas la cabeza a la niña del exorcista se quedó en nada, en comparación a las que dio la de esa tipa aquella noche. Tipa, por llamarla de alguna manera.

Seguramente es una exageración, pero también por lo visto, acabamos de los pelos, rodeadas y coreadas por mis ex compañeros de universidad, como si fuéramos Rocky balboa y Mohamed Alí en combate.

Además, por si era poco bochornoso para mí escuchar con detalle cómo transcurrió la pelea, escuchar también que me echaron del local, sin duda lo fue todavía más.

— ¿Echarme a mí? ¡Qué vergüenza!

—A ti y a ella. A las dos—. Contestó mi amiga Sarita cuando me lo explicaba.

—Y entonces ¿por qué dices que me lo pasé tan bien? Si me echaron…

—Pero te dejaron volver a entrar. Sólo a ti, a ella no, claro.

—Ah, eso es porque reconocieron que la culpa no la tenía yo ¿verdad? ¿Y me pidieron perdón? Seguro que sí. Menuda soy yo.

— ¿Perdón? La única que se disculpó fuiste tú. —Reveló Sarita.

— ¿Yo? ¿Y por qué yo?

—Porque Samuel te obligó, Sandrita.

— ¿Y quién se supone que es Samuel?

—No lo recuerdas. Pues es la persona que anoche hizo que te lo pasaras tan bien y que estuvieras muy contenta. ¡Bueno qué digo anoche, esta mañana!

— ¿Yo? ¿Qué he hecho, tía? ¿Con quién me he liado?— Me escandalicé.

— ¿En serio no lo recuerdas? Pues…—Y levantó las dos cejas como siempre hacía cada vez que algo le parecía textualmente «muuuuy fueeeeerrrrrrrteeee»

— ¿Pues qué? ¿Pues qué?— le pregunté nerviosa.

—Pues que has dormido con él. Y se ha levantado hace un rato, se ha duchado y ha bajado a por unos cruasanes y con un chocolatito caliente.

—Vaaaaaaaaaale. Ahora lo entiendo todo. Te estás riendo de mí. Me estás vacilando. Joder, Sarita, me lo había creído.

—Sandra, de verdad…

—Sarita, basta.

—Sandra…

Y cuando estaba a punto de ir a la cocina en busca de un ibuprofeno y agua para pasarlo, escuché el timbre de la puerta y a Sara susurrar:

— ¿Le abres tú que ya estás de pie?

—No jodas. Sarita, tía, que no me acuerdo ni de su cara…

—Ábrele. Tengo hambre.

— ¡Sarita!

Y salí corriendo hacia mi habitación. Sin abrirle. Como si no supiera de sobras que si no era yo quien pulsaba el botón de apertura del interfono del piso que compartía con Sara, ella misma lo haría. Aunque sólo fuera por saciar sus ansias de comer. Y de joderme a mí, dicho sea de paso.

Efectivamente ella lo hizo y detrás del portazo escuché una voz.

¿Entonces era verdad? ¿Me había acostado con alguien? Apoyé la oreja en la puerta de mi habitación y traté de escuchar algo, pero apenas oía unas voces intercaladas con el sonido de una bolsa y de envoltorios de papel. Seguramente el de los cruasanes.

Me llevé las manos a la cara mientras me acostaba nuevamente en mi cama, y al hacerlo noté que algo que se había colado entre mi almohada y mi cabeza me estaba molestando.

— ¡Aaargggggg! —Chillé al ver de lo que se trataba. Y con semejante grito, además de despertar a todo el vecindario (bueno, quizá de la siesta, por las horas que eran), alarmé a Sarita y al desconocido dueño de los calzoncillos que tenía en mi mano, y en el que hacía un momento estaba recostada yo.

— ¿Tuuuuuu?

— ¿Qué? —Respondió Samuel mientras masticaba uno de esos cruasanes.

—Es verdad no te lo he dicho. Se ha despertado y ha renegado de ti. —Le chivó mi amiga.

—Pues se queda sin cruasanes.

— ¿Tú eres Samuel?

—Si soy yo. ¿Me los pasas? No los encontraba—. Me dijo, señalando los calzoncillos que estaban todavía entre mis manos.

—Póntelos, marrano.

—Pero si llevo el pantalón.

—Pero no llevas calzoncillos.

—Anoche me pedías que me los quitara. A ver si te aclaras.

—Vete de mi habitación.

—Sandrita, te está bromeando. —Le justificó mi casi ex amiga.

—Y tú también. Iros los dos.

— Entonces, ¿ya me recuerdas?

—Claro que sí. Eres el gigoló.

—Camarero, aunque si quieres pagarme. Has disfrutado mucho con mis servicios, te lo garantizo.

— ¿Ah sí? Pues no lo recuerdo. Tan bueno no  habrá sido.

— ¿Quieres que repitamos y lo compruebas?

— ¿Sabes qué? Fuera de mi habitación, no. Fuera de mi casa.

—Está bien, pero cómete un cruasán que te endulce el carácter.

Y me lanzó el cruasán que él había mordisqueado.

—He dicho que te largues. ¡Ahora! —Y estiré el brazo todo lo que pude para señalarle el caminito que debía seguir para hacerlo.

—Alexandra… te has lucido, bonita. —Me recriminó mi «ex amiga».