Me desperté sobresaltada al escuchar

 

 

 

 

…el timbre de mi casa sonando. Miré el reloj de mi mesita de noche y descubrí que tan sólo eran las cinco y media de la mañana.

Debe de ser Sara y su increíble habilidad para dejarse siempre las llaves en el otro bolso. —Pensé,  mientras me levantaba y salía de mi habitación para abrirle la puerta—. O quizá las haya vuelto a perder en una de sus inolvidables farras. Seguro. Cómo vuelva a ser eso se va a enterar Sarita. Ya van dos veces en un mes.

El timbre seguía sonando sin cesar.

— ¡Ya te he oído, ya vooooy!

Y cuando abrí la puerta y estaba a punto de empezar a cantarle la caña, lo vi ahí.

— ¿Tú?

 

Sus enormes ojos azules atravesaron los míos y me desarmaron, y antes siquiera de que pudiera pensar en decirle una sola palabra, se abalanzó sobre mí colocándome una de sus manos por detrás de mi cabeza, rodeándome con la otra por la cintura y besándome como nadie me había besado jamás.

Lo hizo con tal ímpetu que mis pies se vieron obligados a caminar hacia atrás, mientras él caminaba hacia delante. Su lengua capturó la mía igual que su cuerpo me tenía capturada a mí. Traté de resistirme durante los escasos segundos que tardé en embriagarme con sus besos, en convertirme en esclava de su ser. Esclava por voluntad propia.

Mi mente no entendía nada, pero mi cuerpo le dijo que no había nada que entender, que ni lo intentase. «¿No ves lo que provoca en mí éste tío? Si hasta me estoy erizando», le hubiera argumentado mi cuerpo a mi mente si pudiera hablar, para que ésta dejara de intentar comprender nada de lo que estaba pasando. Así que mi mente entonces desconectó y se dio por vencida.

Samuel deslizó la mano que tenía sobre mi pelo y aterrizó sobre la piel de mi cara. Me apretó todavía más con la mano que seguía teniendo en mi cintura y despegó sus labios de mí.

—Sandra, voy a volver a acostarme contigo y ésta vez te juro que no lo vas a olvidar. Esta vez quiero que me recuerdes. —Me soltó. Y a mi cuerpo le sacudió una descarga de electricidad tan potente que sólo pude asentir con la cabeza.       

Samuel me elevó del suelo agarrándome por las nalgas y yo, como si estuviera teledirigida por él, le rodeé con mis piernas. Caminó hacia mi habitación. Se sabía el camino. Todavía lo recordaba.

Una vez estuvimos dentro, me soltó en mi propia cama y se dejó caer sobre mi cuerpo cubierto tan sólo por un diminuto camisón.

Mis manos entonces cobraron vida propia y decidieron estirarle de la camiseta e incitarle a que se deshiciera de ella a la de ya. Estaba tan acalorada que me sobraba la escasa ropa que me cubría y también me sobraba la suya.

Mientras nuestras manos nos desnudaban, nuestras bocas seguían con su batalla particular. No paraban. No se alejaban ni un segundo, ni aunque nos costara respirar. Ni aunque nos estuviéramos robando el poco oxígeno que quedaba en aquella habitación.

Y cuando sentí el creciente tamaño de su sexo rozando contra mi piel, mi mente volvió a apoderarse de mí y dejé de besarle al darme cuenta de que aquello era una locura.

¡Acababa de conocer a ese tío que se estaba colando en mi habitación!

      —Samuel, no. Para por favor.

Pero él no atendió a mi petición y continuó con sus labios húmedos por mi cuello.

—Samuel, para.

Y era la segunda vez que lo intentaba sin obtener resultado. No me hacía caso.

Me resistí entonces a sus besos, tensé mi cuerpo y le empujé con mis manos para que se separase de mí y poder así llamar su atención.

—Dime que no lo deseas tanto como yo. —Me pidió.

Y lo hizo con una de esas miradas suyas a las que sería incapaz de mentirles desde entonces y para siempre.

— ¿Lo deseas? —Insistió.

Y yo irremediablemente le dije que sí.

Sus dedos se apresuraron a recorrer mi piel en cuanto yo le di permiso para hacerlo y se detuvieron en mi entrepierna, cubierta todavía por unas braguitas blancas de algodón que empezaban a estar mojadas.

Qué vergüenza —pensé— y automáticamente cerré las piernas.

—Sandra, déjate llevar. — Musitó. Pero yo me mantuve tensa varios segundos más—. Voy a cuidarte. —Añadió—. Y entonces yo reaccioné separando nuevamente mis muslos.

Traté de mostrarme relajada, pero no lo podía remediar. Samuel me ponía nerviosa. Volví a tensar la musculatura de mi entrepierna cuando noté sus dedos ladeando mis braguitas y acariciando la piel de mi parte más íntima.

Suspiré tan fuerte y tan profundo que revelé el nerviosismo que me tenía conteniendo la respiración. Él también se dio cuenta.

— ¡Tranquila mi niña! Te lo voy a hacer con amor. —Me confesó y me temblaron hasta los pelos de las pestañas.

Tragué saliva sin poder dejar de mirarle a sus ojos del color del agua del mar, y cuando pensaba que podría sumergirme en ellos y ahogarme para siempre en su cuerpo, fue él quien lo hizo. Fue él quien se sumergió en mi interior introduciendo uno de sus dedos en mi sexo y moviéndolo con habilidad.

¡Madre de Dios, era un experto! Sabía perfectamente dónde tocar. Y yo me destensé. Me destensé y me empecé a mover con él, o más que con él, me movía con sus dedos. Lo hacía cual marioneta manejada por la agilidad de sus falanges.

Era cierto, no mentía cuando decía que no podría olvidarme esta vez. Lo hacía tan bien que al medio minuto de tenerle dentro sentí que estaba a punto de correrme y me ruboricé.

—Samuel, para favor.

Y aquella vez me obedeció a la primera. O no. No lo hizo, porque aunque era cierto que hubiera apartado su mano de mi cuerpo, que hubiera sacado sus dedos de mi interior, cuando quise decirle que todo aquello estaba mal, que era un error, que se estaba equivocando de persona y que yo no era una cualquiera y una facilona, deslizó un preservativo a lo largo de su sexo en erección y se dispuso a poseerme.

¿Pero cómo lo ha hecho? ¿De dónde lo ha sacado y cuándo lo ha hecho? ¿Tan enajenada estaba yo que ni cuenta me he dado? —Me pregunté a mi misma al verlo hacerlo—. Y cuando quise preguntárselo también a él, me dejó sin habla y lo sentí muy dentro. Lo tenía dentro de mi ser. Y se estaba moviendo.

—Sandra —susurró—, déjate llevar. 

Y se perdía lentamente en mí mientras acariciaba con dulzura mi cara y sus ojos no dejaban de mirarme con devoción. Contuve la respiración hasta que sentí como su pene tocaba la pared interior de mi vagina y me hacía soltar un gritito que le hizo sonreír. Lo repitió.

Todo era tan lento, tan pausado, que parecía que el tiempo no pasaba en esa habitación. Se había detenido para nosotros.

Tenía la sonrisa más bonita del mundo. Tenía aquella atractiva separación entre los dientes delanteros que me hacían sonreír al imaginar que era por ahí por donde se le escapaba el aire cuando gemía de placer con los dientes apretados, como en ese momento. 

Y sin darme cuenta ya me había relajado. Me estaba dejando llevar y estaba disfrutando del sexo con aquel hombre. Me envalentoné entonces y tomé la iniciativa para cambiar el ritmo de nuestros movimientos.

—Me gusta —me espetó—. Y me sentí poderosa.

Sitúe las palmas de mis manos apoyadas en el colchón y elevé mi pelvis y mi trasero haciendo espacio para moverme y marcar yo el tempo de nuestros cuerpos.

Erguí mi barbilla y el aprovechó habilidoso, para lamer todo mi cuello y provocarme aún más placer.

— ¡Ohhhh sí! —Exclamé. Y cuando lo hice, pasó su brazo por mi cintura y, dando un tirón, cambiamos la posición en la que estábamos.

—Domíname, Sandra.  Me rindo a tus pies.

Y me apoyé contra su torso desnudo para elevarme y encajar su sexo con el mío, y lo hice. Le dominé. Lo sé porque su cara se convirtió en la cara de un hombre dominado. Rendido. Sus ojos entreabiertos, su pelo alborotado y sus barbas descuidadas me hacían verle como a un pobre hombre que estaba mendigando mi amor. Y yo se lo quería dar.

Quizá tan sólo era sexo lo que mendigaba y sabía que con ese truco ninguna se le resistía. Sabía que funcionaba con todas las mujeres con las que lo habría hecho pero, por el contrario, yo no estaba dándole sólo mi cuerpo. Estaba dándole todo mi corazón. Me estaba enamorando más y más.

Así que seguí entregándome. Seguí balanceándome como sentí que le gustaba y sin darme cuenta, de la forma en la que me gustaba también a mí. Me movía instintivamente como si mi cuerpo supiera que no era la primera vez que lo hacía con él, pese a que mi mente no lo recordara.

Mientras yo cabalgaba encima de su cuerpo, él seguía apretando los labios y mirándome fijamente, como si no supiera que, de continuar así, él podría desintegrarme y hacerme desaparecer. Como si no supiera que estaba a punto de derretirme de placer.

De repente, vi como Samuel apartaba sus ojos de los míos y dejaba de mirarme. Lo hizo porque sintió que estaba a punto de llegar, o mejor dicho, de irse. De correrse.

—Sandra, voy a hacerlo. —Me dijo y no esperó a mi contestación.

Empezó a exhalar con un quejido que salía de su boca y me hacía sentir tan bien, tan poderosa... ¡Ese pedazo de tío se estaba corriendo en mi cuerpo! Lo estaba haciendo conmigo. Gracias a mí.

Y sé que fue el hecho de verle correrse a él gracias a mí, lo que me llevó también a estallar en un orgasmo tan bestial, que no pude acallar mis chillidos de placer y me llevaron a la gloria.

Así me sentí, gloriosa. La reina de su reino, porque si ese hombre era un Dios, y aquello no había quien lo dudara, yo aquella noche era su Diosa. Y también me estaba corriendo. Me estaba sacudiendo como nunca en la vida lo había hecho. O al menos como no recordaba haberlo hecho. Quizá la noche anterior también fue así con él. Pero eso ya no me importaba. Samuel tenía razón desde el principio: aquella noche fue para recordar.

 

 

Una vez hubo pasado el frenesí del sexo, me sentí sumamente ridícula al estar en mi propia cama al lado de un chico como él. ¿Por qué habría venido a buscarme? —Me pregunté—. ¿Por qué a mí? ¿Acaso después de lo de ayer se cree que yo soy un polvo fácil? ¿No le habrá quedado claro que yo no soy como las tías con las que se suele liar? O… ¿Será que le he gustado tanto que necesita más de mí? ¿Será eso posible? —Me pregunté con ilusión— y ¿por qué no iba a serlo? ¿Acaso yo no quiero de él mucho más que sexo?

Y me devolvió a la realidad con sólo pronunciar la siguiente frase:

—Eres preciosa, Rubia. —Me soltó y me sentó como una jarra de agua fría.

¿Rubia? ¿Me ha llamado Rubia? ¿Eso soy para él? ¿La rubia con la que se ha acostado esta noche?

—Bueno, pues ya te puedes ir.
— ¿Cómo? ¿Pero, por qué?

—Porque ya has conseguido lo que venías a buscar. Un polvo inolvidable. —Le contesté con saña.

— ¿Se puede saber qué te pasa, tía? ¿Por qué me tratas así?

—No me irás a decir que tienes el morro de querer quedarte a dormir otra vez. —Le espeté fruto de la rabia que me daba haber sucumbido a sus encantos y saber que no iba a ser más que su rollito de esta noche.

—Estoy empezando a acostumbrarme a que me eches de tu casa. Al final voy a pensar que sólo quieres sexo conmigo.

— ¡Pero tendrás morro! —Le contesté indignada. — ¿Te recuerdo que eres tú quién se ha presentado en mi casa?

—Después de que tú te presentaras en mi trabajo y me provocaras.

—Deja de soñar. Ya te he dicho que yo no soy como una de tus rollitos habituales. Te has equivocado de persona conmigo.

—Sandra, te gusto. Y tú me gustas a mí. ¿Qué hay de malo en eso? ¿Qué hay de malo en que quiera dormir contigo?

—No es verdad. No me gustas Samuel. Me gusta sólo tu cuerpo pero no lo que sé de ti. Lo poquito que conozco. Y no es que no quiera que te quedes a dormir —respondí—, lo que no quiero es despertarme contigo. —Maticé mi respuesta. Y aunque por dentro quisiera que no se marchara, que me impusiera su voluntad y se quedara conmigo, no fue eso lo que pasó.

— ¿Qué sabes de mí? ¿Eh? ¿Qué sabes? —Preguntó gritando, mientras se levantaba y se ponía sus pantalones.

—Sé que no eres más que un camarero macizo de discoteca que tiene a todas las que quiere a su merced. ¿Cada cuánto repites con la misma chica, Samuel? Respóndeme a eso.

Pero él simplemente agarró su camiseta y se dirigió hacia la puerta de la habitación diciéndome con un tono mucho más sereno y relajado:

—No te tengo por qué contestar. Ya lo has hecho tú solita. Yo te gusto, Sandrita, y tú me gustas a mí. Pero yo tengo mi orgullo, Rubia, y mi paciencia tiene un límite. Así que espero que no sea demasiado tarde cuando tus prejuicios te dejen ver más allá de lo que aparento y te sorprendas con lo que soy. Si eso pasara, que sepas que te tocará tener que venir buscarme.

Y antes de que pudiera siquiera contestarle a eso, cerró la puerta y se marchó.

 

 

Cuando quise darme cuenta ya eran casi las siete de la mañana, así que decidí dejar de dar más vueltas sin poderme dormir. Ya había remoloneado suficiente tiempo en la cama sin dejar de pensar en él y en sus últimas palabras. «…te sorprendas con lo que soy…» me había dicho y era cierto lo de que no sabía nada más de él que lo que se intuía a simple vista: un camarero cañón, creído, pretencioso y ligón. ¿Acaso todo aquello no era más que fachada?

 

 

Pasé varios días repitiendo en mi cabeza todo lo que había sucedido.

— ¿En qué piensas, Sandrita?

—Sara, bonita, no me llames así.

—No me llames Alexandra, no me llames Sandrita… ¿Se puede saber qué te pasa? Llevas unos días…

—Pues que me llamo Sandra, joder. ¿Tan difícil te resulta recordarlo?

—Estás insoportable. ¿Me oyes? Llevas unos días que no hay quien te aguante.

Y tenía razón, estaba como enfadada con el resto del mundo, aunque supiera que la única culpable de sentirme de aquella manera fuera yo misma.

—Cariño… perdón. —Y la perseguí hasta la cocina dónde se había metido. —Sarita tienes razón, perdóname. Soy insoportable.

—No me llamo Sarita. Me llamo Sara. —Se burló y con su burla me hizo saber que ya estaba perdonada. —Además no eres insoportable nena, estás insoportable. —Matizó. — ¿Se puede saber qué te ha pasado? ¿Qué te pasa?

Se apoyó en la ventana de la cocina, se encendió un cigarrillo y se puso a fumar.

—Esto me pasa.

—El qué ¿mi cigarro? ¡No jodas que es porque fumo!

—Sí. Bueno no. Eso no. Mira, no te lo vas a creer, pero creo que estoy llena de prejuicios. No soporto las cosas que no van conmigo. Que no son como yo.

— ¿Me estás llamando «cosa» y encima me dices que no me soportas?

—Sí y no. Es decir. Eres una fiestera. Una ligona. Una mala estudiante, reconócelo, una cabra del monte que obviamente, pues tiende a tirar al monte. Y encima fumas y bebes demasiado alcohol.

—No te pases, es sólo que tú eres tan santita que en comparación contigo, pues yo… ¿Pero te crees que por eso soy mala persona? ¿Te crees que eres mejor que yo? Tú eres doña perfecta y una sabionda y una… —Y antes de que soltase por su boca algo con lo que pudiera ofenderme más, me justifiqué:

—Para nada. Por eso lo digo. Por eso me quejo. Creo que tengo tantos prejuicios que si no fuera porque te conozco bien, nunca hubiera querido ser tu amiga y mucho menos vivir contigo. ¿Entiendes? El problema no lo tienes tú por ser como eres, lo tengo yo por ser como soy. Porque te juro que si no llego a darme la oportunidad de conocerte, me hubiera perdido a la mejor persona que existe en el mundo. Eres mi mejor amiga, Sarita. Y te quiero.

Y entonces ella se emocionó y como siempre que lo hacía, soltó un comentario jocoso con el que rompió el momento enternecedor y me devolvió las ganas de matarla:

—He estado a punto de meterte una bofetada, pero luego has seguido hablando y por suerte lo has acabado de arreglar.

— Por suerte para ti, bobita. ¿Te tengo que recordar el día que me echaron de una discoteca por hostiar a la novia del hijoputa de Javier? Nadie me gana repartiendo bofetadas.

Y ambas nos empezamos a descojonar.

—Por cierto… no te lo vas a creer…

Y le conté lo ocurrido con Samuel hacía ya varios días.

— ¿Has follado con él y tienes este humor de perros? Yo estaría saltando por las esquinas.

— ¿Eso es lo que más te ha impactado? Tía, te acabo de decir que me dijo que si quería sorprenderme y descubrir cómo es él de verdad, sin prejuicios por mi parte, tendría que ir a buscarlo.

—Sí, y que lo hagas antes de que se acabe su paciencia, que tiene un límite. ¿Recuerdas?

—También.

— ¿Y qué vas a hacer? —Me preguntó mientras soltaba por la boca el humo de su cigarrillo.

— ¿Tú qué crees que es lo que voy a hacer?

—Sentarte como una cobarde a esperar a que se te pase el encoñamiento que tienes con él.

—No estoy encoñada.

—No que va.

— ¡Sara!

— ¡Sandra! —Me imitó.

Y juro que cuando se ponía así de tonta me daban ganas de matarla.

—Por mucho que te empeñes en negártelo, eso que sientes aquí dentro no desaparecerá. —Me clavó su dedo índice en mi pecho mientras me lo decía, y lo hacía cómo si intentara señalarme el corazón. Como si me dijera que lo que sentía por él salía de ahí dentro.

— ¿Y qué crees que debería de hacer para que desaparezca lo que siento?

— ¿Para que desaparezca? Nada. Dale la oportunidad y déjale que te sorprenda. Quién sabe, cariño, a lo mejor te pasa igual que te pasó conmigo y resulta que él también acaba convirtiéndose en alguien indispensable en tu vida. Como yo. —Matizó y lo hizo volviendo a reírse.

—No te pases. Yo no he dicho que seas indispensable, listilla.

—Pero es que hay cosas que no hace falta decir. Ves a buscarlo, anda. Atrévete, cariño. Y si tú quieres, esta vez sí que te acompaño.

— ¿Harías eso por mí?

—Por supuesto. Pero hay que hacerlo cuanto antes. Ya sabes que…

—Lo sé, lo sé… que su paciencia tiene un límite.