Capítulo XXIX

 

 

 

 

Mientras las oficinas de la patrulla estatal de Nebraska se transformaban en un hormiguero en el que ha entrado una vía de agua, yo me escabullía en busca de Tom para ir a visitar a Kemper a su casa, por sorpresa y sin avisar. Habíamos acordado que al profesor le contaríamos que Tom era un agente de la oficina del FBI en Omaha y que me acompañaba porque técnicamente no estaba acusado de nada y deseábamos, todos, tratar el asunto con el mayor tacto posible. Para eso precisábamos de su total colaboración.

Me fastidiaba que alguien relacionado con el caso, además del Capitán, pudiera ver a Tom merodeando por Nebraska, pero consideré que no me quedaba otra alternativa y que además Kemper, salvo que fuera culpable, tampoco se iba a dedicar a indagar acerca de mi acompañante.

—Déjame manejar la situación —dije, mientras Tom aparcaba el coche delante del jardín de los Kemper.

—No soy un pipiolo, jefe. Tú lo entretienes y el resto déjalo de mi mano.

—¿Has traído herramientas?

—¿Lo pones en duda? A menos que me tope con una caja fuerte no habrá puerta, candado o cerrojo que se me resista. También he traído una pequeña cámara por si hace falta realizar fotografías a documentos u objetos que resulten sospechosos.

—Espero que nos lo ponga fácil.

—Si se empecina nos puede mandar a paseo, o empeñarse en acompañarme en mi excursión.

—Cualquier obstáculo lo interpretaré como un síntoma de culpabilidad. Deseo que no sea así, sinceramente.

—Vamos, jefe, que aquí parados no hacemos otra cosa que divagar y perder el tiempo.

Mi colega tenía razón. Yo demoraba llamar al timbre de aquel hogar porque me resultaba muy embarazoso. A pesar de todo salimos y fue el propio Kemper el que nos abrió la puerta. Le expliqué la situación lo mejor que pude y él se mostró comprensivo pero reticente.

—Ethan, ni siquiera he consultado a un abogado.

—Estás en tu derecho. Pero es lo que deseamos evitar. Sólo podemos franquear esta puerta con tu permiso, de modo que ahora está en tu mano cómo debemos manejar la situación.

—Por las buenas o por la malas…

—John, esto me incomoda profundamente. Pero te has puesto en el disparadero y lo mejor que podemos hacer ahora es descartarte.

—¿Tienes dudas sobre mí?

—Estamos obligados a realizar las mínimas pesquisas y lo sabes —respondí, utilizando el plural como un cobarde, intentando implicar a un inexistente superior que me obligaba a actuar.

Finalmente Kemper nos invitó a pasar a su casa. Por fortuna su mujer y sus hijas se encontraban en casa de unos amigos celebrando un cumpleaños, lo que hacía todo mucho menos embarazoso.

—¿Queréis tomar algo?

—John, si no te importa yo sí. Un café me vendrá genial. Nos quedamos tú y yo aquí y dejamos que Tom se dé una vuelta por la casa.

Kemper se me quedó mirando, absorto. Luego dirigió sus ojos hacia Tom y lo escrutó a fondo.

—Entiendo. Supongo que no me queda otra alternativa…

—Sí, no voy a engañarte. Tienes otras dos opciones, pero son mucho peores, te lo garantizo. Puedes solicitar acompañarnos mientras echamos un vistazo e incluso puedes pedirnos amablemente que abandonemos ya mismo tu propiedad.

—Ethan, voy preparando el café. Y, por favor, agente, lleve cuidado con nuestras cosas.

—Tom, llámeme Tom, se lo ruego. Será sólo un rato, y ni va a notar que he estado aquí. No es momento de hacer apuestas, pero me jugaría cien dólares.

De inmediato le di un leve empujón a Tom para que se dedicase a lo suyo y no dijese más estupideces. Efectivamente, tenía razón en una cosa: no era momento para bromas. Pero así era él.

Cuando Kemper regresó al salón con un par de cafés y algo para picar intenté olvidar que Tom estaba husmeando por la vivienda y aparentar normalidad. Aunque estaba en la lista de sospechosos, nada mejor que abordar con él cuestiones técnicas relativas a la investigación para relajar la tensión. Si participaba animosamente sería un síntoma estupendo. También cabía la posibilidad de que cometiese algún desliz, caso de ser culpable, lo que no dejaría de ser igualmente una buena noticia en lo profesional, aunque mala en lo personal.

—Está obsesionado con la maternidad —dije, como si nos encontrásemos en su despacho de la universidad.

—¿De qué me estás hablando, Ethan? —preguntó, confundido.

—De nuestro hombre, del asesino.

Kemper suspiró y me miró de reojo. Supongo que mis palabras fueron un estímulo y un alivio al mismo tiempo.

—Ya, ahora te sigo. Es verdad, todas esas jóvenes deseaban rehacer sus vidas. Y por lo visto todas querían ser madres, o al menos entraba dentro de sus planes de futuro.

—Así es. Es muy revelador. ¿Qué opinas al respecto?

—Un trauma relacionado con su madre. Quizá le pegaba o lo maltrataba sicológicamente.

Kemper hablaba entrecortadamente. Se notaba que las ideas no brotaban de su cerebro con fluidez. Estaba pendiente de mí, pero también atento a lo que Tom estuviera haciendo en su casa mientras charlábamos. Fuese lo que fuese lo que estuviera removiendo lo hacía en absoluto silencio.

—Debemos profundizar en ello, John. Quizá su madre es única, y si así fuera podríamos localizarla a ella antes que a él. Nunca sabes qué camino te va a conducir hasta la puerta del culpable.

—A lo mejor no es relativo a su madre. A lo mejor es que no ha podido tener hijos, vete a saber —musitó con displicencia.

—Préstame atención, te lo ruego. Olvida que Tom está aquí, olvida que eres circunstancialmente sospechoso. Te necesito.

El profesor realizó un esfuerzo y se concentró. Hasta el momento no lo había hecho. Sus palabras salían de forma mecánica de sus labios, como si ya no le importase nada. Pero vi en sus ojos que había cambiado de actitud.

—Ya lo tengo. Ese individuo de pequeño era un genio, aunque su carácter retraído y su falta de adaptación social desquiciaban a su progenitora.

—Adelante, sigue —le animé.

—Seguramente sufrió maltrato tanto físico como psicológico. La madre era alcohólica seguro, y posiblemente el chico creció con padre ausente, ya fuera porque falleció o porque el tipo abandonó a su familia.

—Vas bien.

—O él o la madre tienen algún impedimento físico relacionado con las piernas. Quizá sólo con una de ellas.

—Explícate mejor.

—Cojera, amputación debida a alguna complicación o incluso paraplejia.

—Interesante. Desde luego —murmuré, sin poder disimular cierta excitación.

Kemper hizo una pausa y cerró los ojos, agachado levemente la cabeza. Luego posó una de sus manos sobre mi rodilla derecha.

—Ethan, Richard está descartado. Ya bastante tengo con lo que me estáis haciendo pasar como para que le compliquéis la vida a una buena persona que lo ha tenido muy difícil para llegar lejos.

Era interesante que yo no hubiera ni tan siquiera sugerido el nombre del profesor Martin. Eso significaba que él ya le había dado vueltas al asunto.

—Pero reconoce que hay aspectos de su perfil que encajan perfectamente con el que hemos elaborado.

—Y otros no lo hacen en absoluto.

—Ningún asesino es idéntico. Y cuanto más inteligentes más abundantes son las peculiaridades.

—No, Ethan. No apuntemos en la dirección equivocada. Estaremos perdiendo el tiempo; estaremos poniendo en riesgo vidas por no investigar a los sujetos que sí se ajustan al perfil.

—De momento no hemos encontrado ninguno que lo haga. Y sin embargo Martin tiene traumas debido a su incapacidad, causada por una negligencia médica, no lo olvides. Visitaba la asociación, tú mismo me lo has contado. Tiene un cociente intelectual elevado. Posee por su formación relación con empresas que se dedican a la osteotecnia. Y es un individuo que no despierta, a priori, ningún temor entre sus víctimas potenciales.

—Me da igual. Te equivocas, Richard es incapaz. Lo conozco bien.

—Todo el mundo cree conocer bien a sus colegas, a sus vecinos e incluso a su familia. Los dos sabemos bien que eso es una falacia.

—No te puedo quitar parte de razón; pero a nosotros, Ethan, es más complicado engañarnos.

Kemper estaba en lo cierto. Los profesionales de la psicología contamos con herramientas aprendidas que nos permiten identificar mejor la mentira y las emociones, como la ira, el odio o incluso la mayor parte de las patologías relacionadas con la mente. Pero cuando entran en juego nuestras emociones nuestro discurrir se ve nublando, como el de cualquier otro ser humano.

—Los amigos y los seres queridos nos engañan como al resto de los mortales, John —argumenté, taciturno, recordando Kansas.

—Abandona esa vía. Prefiero mil veces que te centres en mí, fíjate lo que te digo. Richard es un hombre sensible, no le hagas daño, no pongas en riesgo su brillante porvenir.

—Sólo lo tengo en una lista, nada más —dije, aunque en parte me arrepentía de que ahora Kemper estuviera al tanto de esa circunstancia. Quizá la conversación lo había distraído, pero también había sido a costa de mostrar parte de mis cartas a la persona menos indicada.

—Pues ya lo puedes ir tachando —replicó el profesor, contundente.

De súbito, sin que lo hubiéramos escuchado llegar, Tom apareció en el salón. Mostraba una amplia sonrisa, aunque conociéndolo no tenía muy claro lo que podía significar.

—Señor Kemper, ¿está usted obsesionado con la demonología?

El profesor se puso en pie, incómodo. Tom había usado un tono irónico muy poco apropiado.

—¿Qué está insinuando?

—La verdad es que no he encontrado nada sospechoso, salvo todos esos libros y esos dibujos en sus cuadernos. Demonios, símbolos, cruces, fotografías… Ya sabe a lo que me refiero.

—No sea insensato, ¡están relacionadas con este caso!

—Tranquilo, John, Tom sólo hace su trabajo —dije, mientras les hacía un gesto a ambos para que  tomaran asiento.

—Ethan, ¿acaso tú no tienes material relacionado con el caso que él también encontraría extraño fuera de contexto?

—Por supuesto. Lo mejor será que analicemos eso juntos.

Kemper nos llevó hasta un despacho que había habilitado en una de las estancias de la planta superior de su casa. La decoración me recordó mucho a la del que tenía en la universidad.

—Ahí está todo —profirió el profesor, aún disgustado por los comentarios que Tom había realizado.

—Prefiero que sea tú mismo el que me lo muestres y me lo expliques todo.

Kemper me enseñó diversos libros. Muchos eran préstamos recientes de la propia universidad, y otros los había adquirido en los últimos días. Las fotografías eran impresiones obtenidas de Internet y los dibujos, aunque realmente escabrosos y muy detallados, podían relacionarse con momentos de divagación acerca de aspectos relacionados con la investigación. En todo caso, no era extraño que hubiesen llamado la atención de Tom.

—Esto no es relevante —concluí, tras un rato de análisis del material.

—Pero Ethan, ¿cómo puedes decir eso? —inquirió Tom, señalando una hoja en la que había dibujadas varias cruces satánicas.

—John, ¿tienes otra propiedad? —pregunté, sin responder a la pregunta que mi colega me había formulado.

—No, sólo esta casa. Mis suegros nos prestan una casa de campo que tienen al norte, casi tocando Dakota del Sur. Pero no solemos ir allí mucho.

—Ya, está bien. Y… ¿algún trastero, aunque sea de alquiler?

—No. Los bártulos y otras cosas inservibles las mandamos al sótano. Podemos ir a verlo, si es necesario.

—Lo es —dije, tajante.

Bajamos juntos hasta el sótano e invertimos casi una hora en remover trastos, levantar el polvo y hacer fotografías a objetos que quizá, y sólo quizá, podían ser más adelante vinculados con alguna de las víctimas. Según Kemper eran cosas de su mujer que ya no utilizaba pero a las que tenía cariño. No guardaba los justificantes de compra, pero seguro que no habría problema en demostrar que eran suyos.

—Está bien, nos marchamos. Has colaborado suficiente.

—¿Ya está? —preguntó Tom, contrariado.

—Sí, ya está —respondí, lacónico.

—Gracias Ethan. Comprendo que era preciso hacer esto. De verdad, te agradezco que lo hayas tratado con discreción.

—No te preocupes. Te veo en la universidad.

Tuve que sacar casi a rastras a Tom de allí, pero finalmente me siguió hasta el coche. No dejaba de hacer aspavientos y de soltar bufidos, como un animal recién enjaulado.

—¿Pero qué demonios te pasa, jefe? —preguntó, nada más meternos en el vehículo.

—No es él.

—Pues yo pienso justo lo contrario.

—No tenemos ninguna prueba. Y ese material ni siquiera es un indicio. ¿Te ha mandado algo más sustancioso Mark?

—Aún no. Tú también lo habrías recibido, le dije que te pusiese en copia, tal y como me indicaste.

—Pues en tal caso hasta aquí hemos llegado de momento.

—Yo no descarto a este tipo.

—Yo sí, Tom. Pero si encontramos alguna prueba no dudaré en ir a por él. De momento dejemos las cosas en paz.

—Está bien, jefe. Tú mandas. ¿Dónde te llevo?

—Déjame a unas manzanas de las oficinas centrales de la patrulla. No quiero que nos vean juntos, ya lo sabes.

—Pues tu amigo ya me tiene bien fichado.

—No dirá nada, descuida.

—Y ahora, ¿qué hago?

—Quiero que averigües todo lo que puedas sobre Gladys Scott. A ver si eres capaz de sacar tanta información como conseguiste de Jane Harris. Esa chica parecía apartada de la sociedad.

—Perfecto. A lo mejor te llevas una sorpresa y se veía a escondidas con Kemper —dijo Tom, ahora ya con el tono de broma que solía usar para desengrasar los momentos más incómodos.

—Lo mismo. También quiero que indagues sobre ese tipo de la asociación.

—¿El director?

—Sí, no recuerdo ahora su nombre…

—Jayson Carter.

—Exacto. Los investigadores han registrado su casa y le han interrogado. Dicen que está limpio y que no se corresponde con el perfil; que tenemos que centrarnos en los colaboradores, de los que ni siquiera poseemos un listado fiable.

—¿Puedo allanar su casa?

—¡No, joder! Sólo quiero que hagas preguntas, que averigües algo sobre la asociación y sobre el tipo de gente que se mueve por allí. Quiero hacerle una visita, pero necesito ir preparado.

—Sin problema. Dame unos días y te paso un par de informes. Ya me conoces.

—Tom, gracias.

—Y eso ahora a qué viene.

—Sólo eso. Gracias por soportarme.

—Jefe, en ocasiones no hay quien te comprenda.

Tom me dejó a media milla de las oficinas centrales de la patrulla estatal de Nebraska. El cielo estaba despejado, pero había que caminar con cuidado porque la nieve se había congelado en aquellas aceras apartadas de la ciudad y era fácil resbalar. Pese a todo disfruté del paseo. Lo necesitaba.

Cuando llegué el ajetreo continuaba. Se habían conformado diversos grupos para buscar a la joven desaparecida y se estaban peinando los alrededores del lugar en el que vivía con la ayuda de voluntarios. Por alguna extraña razón yo intuía que aquello no estaba relacionado con nuestro caso, que el «asesino del fémur» no tenía nada que ver con ese posible secuestro. A lo mejor Juliet y yo no éramos tan diferentes como creía. Precisamente meditaba acerca de dicha posibilidad cuando una de las administrativas me entregó un sobre a mi nombre.

—Hará un par de horas que se pasó por aquí esa médium. Estuvo esperándole cerca de treinta minutos pero finalmente optó por pedirme un papel y dejarle un mensaje.

Intrigado me llevé el sobre hasta el despacho provisional que me habían cedido y allí, en la intimidad, lo rasgué para leer su contenido. ¿Qué narices podía querer ahora esa mujer de mí? Apenas había desplegado el folio doblado cuando Conway entró en mi despacho, dándome un buen susto.

—Mierda, Matt, un día de estos me va a dar un infarto. ¿Es que aquí nadie llama a la puerta?

—¿Qué estabas haciendo? —preguntó el investigador, obviando mi interpelación.

—Juliet, esa médium que tanto le gusta a Cooper, me ha dejado un mensaje. Sólo iba a leerlo.

—Chorradas, eso puede esperar. Tengo a un tipo que se ha presentado en la puerta y que dice que puede ayudarnos con lo de los fémures.

—Vaya, al final va a resultar que lo de que el fémur sea noticia en todo el estado no era tan mala idea —dije, sin pensar, en un tono cargado de cinismo.

—¿De qué estás hablando?

La había fastidiado. Había dado por sentado que el Capitán habría informado a sus hombres de máxima confianza acerca de su filtración a la prensa. Error. Él no me lo había dicho, y yo tampoco había terminado de dilucidar la cuestión. Ahora tenía que escapar del atolladero de la mejor manera posible.

—Olvídalo, estupideces mías. Odio a los periodistas, y estoy seguro de que algún agente les ha pasado esa instantánea. Estoy cabreado, nada más. Vayamos a hablar con ese tipo —respondí, levantándome de forma precipitada y empujando a Matthew hacia el pasillo, con la intención de que no le diera más vueltas al asunto.

—Sí, mejor lo dejo pasar. Espero que no pienses que nadie de esta patrulla…

—En absoluto. A lo mejor un forense, un ayudante, no sé. Da igual.

Conway me llevó hasta una diminuta sala en la que apenas cabían una mesa y cuatro sillas. Era utilizada para llevar a cabo interrogatorios, pero a mí me resultaba claustrofóbica y nada agradable. Un sujeto joven, de aspecto desaliñado, delgado y con algunos tics en la manera de cerrar los párpados nos esperaba nervioso.

—¿Cuál era su nombre? —preguntó Matthew mientras tomaba asiento frente a él.

—Daniel Lewis.

—Perfecto, señor Lewis. Este es Ethan Bush, agente especial del FBI. Está colaborando con nosotros en la investigación y he creído conveniente que nos acompañe, ¿le parece bien?

—Claro. Genial.

Mientras ellos hacían las presentaciones y demás yo estaba como obnubilado observando al joven. Era la viva imagen de lo que en mis peores pesadillas había supuesto el aspecto que tendría el «asesino del fémur». No podía dejarme arrastrar por esas presunciones sin base científica, pero era inevitable que martilleasen mi mente.

—Entonces, ¿qué lo que deseabas explicarnos?

—Soy graduado en historia —comenzó el señor Lewis.

—¿En qué universidad te graduaste? —pregunté, sin dejarle seguir.

—En la de Nebraska. Aquí, en el campus de Lincoln.

—¿Eres de aquí?

—Sí, vivo aquí desde niño.

—¿Qué edad tienes?

—Veintiocho años —respondió Daniel, casi de forma mecánica. De repente hizo una pausa y su expresión varió significativamente—. Un momento, ¿me están interrogando?

—Son formalismos —intervino Conway, mientras me daba una patadita por debajo de la mesa—. Por favor, cuéntanos lo que has venido a decirnos.

—Además del grado en historia, estoy interesado en criptografía y simbología. He realizado varios cursos de especialización. Como no he conseguido un puesto de profesor todavía, me gano la vida descifrando códigos como freelance para grandes empresas.

De inmediato recordé a mi colega Mark. No sabía si estaba delante de un hacker, pero tenía toda la pinta. Parecía uno de esos frikis que no se pierden ninguna convención de videojuegos y que tienen en algún lugar de su casa montones de juegos de rol e incluso algún escenario con soldaditos que recrea batallas famosas, como la de Gettysburg.

—Un historiador que descifra códigos, interesante —musitó Matthew.

—No es tan extraño; de algo hay que vivir mientras no puedes hacerlo de lo que realmente te gusta.

—Y, disculpa, ¿en qué consiste exactamente tu trabajo? —pregunté, intentando resultar más amable en el tono de mi voz.

—Pongo a prueba los cifrados de seguridad de las comunicaciones, de las pasarelas de pago y de las contraseñas que utilizan los altos ejecutivos. Es aburrido, pero pagan bien.

—Entonces esta mañana te has topado con la fotografía del fémur y te has dicho: voy a entretenerme un rato, ¿me equivoco? —dijo Conway, que no deseaba perder el tiempo con absurdas disquisiciones.

—Más o menos. Quiero echar una mano. Sólo eso. Esas chicas no merecían lo que les sucedió, y quizá hay más jóvenes en peligro.

—Bueno, y qué has descubierto…

—Ninguno de sus expertos han podido descifrar el mensaje, ¿verdad?

Matthew y yo nos miramos, perplejos. Efectivamente así era, ni siquiera Mark había conseguido hacerlo ayudado por sus potentes programas de desencriptado. Tampoco la oficina del FBI en Omaha ni otros colaboradores habían podido lograrlo.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —inquirí, interesado más en la lógica de la reflexión que en su propio desenlace.

—Sabía que estaba en lo cierto —murmuró el joven, como si ni el investigador ni yo nos encontrásemos con él en la pequeña estancia—. Hoy no tenía mucha faena, de modo que cuando he visto la imagen en Internet la he ampliado y he sacado los glifos para ver si configuraban una tipografía o alguna clase de lenguaje inventado. No sólo es que deseara echar una mano, es que también me lo he planteado como un reto.

—Ya veo —musité—. Tienes que tener un cociente intelectual bastante alto.

—Así es. Pero ya ve que de momento no me ha servido para vivir de lo que realmente me apasiona.

—Por desgracia, la inteligencia tiene muy poco que ver con el éxito. Aunque es posible que ya lo tengas bastante claro —argumenté—. Si no se poseen otras habilidades sociales y emocionales, uno está condenado.

—Tengo la sensación de que me trata como a un bicho raro, y no lo soy en absoluto —replicó el señor Lewis, ya un poco molesto con mis comentarios y apreciaciones.

Conway volvió a golpearme con su pierna bajo el amparo de la mesa, esta vez con más fuerza.

—Sigamos, por favor.

—He invertido toda la mañana haciendo variaciones y diversas cábalas. Saben, he modificado varios programas para que trabajen más rápido, de modo que me ayuden a desempeñar mi trabajo de una manera más eficaz. Todos me arrojaban el mismo resultado después de algunas horas haciendo millones de combinaciones y cálculos. No es lo habitual.

—Y, disculpe, ¿qué es lo habitual?

—Pues que me den un patrón o que, sencillamente, sigan, digamos, pensando. A veces se pueden pasar días atascados con algún cifrado.

—Y el resultado es… —susurré.

—Desalentador. Esos dibujos quizá representen algo en la mente del asesino, pero no significan absolutamente nada. Son completamente aleatorios. Como lenguaje o mensaje cifrado lo que ha tallado ese individuo en los huesos es un timo. Nada.

Me eché hacia atrás y reflexioné acerca de lo que aquel joven tan peculiar acababa de decir. Me gustaba, encajaba casi suavemente en el rompecabezas. Aunque sospechaba de él, porque cuando alguien de esas características se presta a colaborar con la policía despierta suspicacias, y no es en absoluto atípico que un asesino en serie trate de inmiscuirse en la investigación, no con la intención de favorecerla, obviamente, sino con la de estar al tanto de los avances de la misma o de directamente obstaculizarla, asumí un temerario riesgo. Saqué mi Smartphone y busqué la imagen de la cruz satánica. Acto seguido dejé el terminal sobre la mesa y señalé la pantalla.

—Señor Lewis, se ha ganado mi confianza. Ya que estamos, ¿qué le dice eso?

Esperé con impaciencia su reacción. Deseaba que alguno de sus tics se manifestase con violencia, evidenciando que la imagen le ponía nervioso. Sin embargo aproximó su rostro al móvil y contempló el dibujo durante algunos segundos.

—Es el símbolo alquímico del azufre.

—¿Algo más?

El historiador estaba bastante mosqueado conmigo, de modo que imagino que consideró qué tenía que responder. No se sentía cómodo. 

—Bueno, encarna el alma humana, si es adonde quiere llegar. También un chalado en la década de los sesenta usó ese símbolo como representación de la cruz satánica, poco más puedo contarle.

—Es suficiente —dije, recogiendo mi Smartphone.

—¿Tiene más información que aportarnos? —preguntó Matthew.

—No, ya les he dicho lo que pienso. Creo que quizá esa inscripción sólo sea una maniobra de distracción. Es lo que he supuesto nada más descubrir que no llevaba a ninguna parte.

—Entonces le acompaño a la salida. Si no le importa un compañero le hará firmar su declaración, puede ser muy valiosa en el futuro.

—Como le he dicho al principio, estoy encantado de colaborar.

Conway se marchó con el señor Lewis, dejándome solo en la minúscula sala. En la pantalla de mi móvil seguía el símbolo alquímico del azufre y me quedé contemplándolo un buen rato. El joven me había recordado algo que Mark ya me había señalado en uno de sus mails: el azufre estaba vinculado con el alma humana o con el principio vital de los hombres. ¿Podía aquello significar algo en la mente del asesino? ¿Deseaba expresar al dejar los huesos en aquella singular posición que se apropiaba del espíritu de sus víctimas? Agité la cabeza, contrariado, porque aquellas preguntas me conducían a respuestas que entraban en contradicción con reflexiones anteriores. Por un lado tenía bastante claro que el dejar los restos de esa forma era un acto involuntario, pero estrechamente vinculado con sus traumas. Por otro ese sentido de la apropiación de la esencia de otro ser humano a través del asesinato no encajaba con el perfil que había elaborado. Yo estaba seguro de que nuestro hombre mataba guiado por un irrefrenable impulso de odio y venganza. No podía cambiar de teoría constantemente, y menos cuando ya había dado por sentadas tantas cosas.

Matthew regresó para apartarme, aunque fuera por un momento, de aquellas tortuosas reflexiones.

—¿Qué te sucede?

—Nada —respondí con naturalidad.

—Se presenta un ciudadano de forma voluntaria a declarar y a intentar ayudarnos y lo tratas como a un delincuente.

—Al verlo he sentido una especie de pálpito. Sólo es eso. Retraído, inteligente, culto y con un extraño tic, ¿te has fijado?

—Eso no convierte a nadie en asesino, Ethan.

—Lo sé, Matt. Pero te voy a pedir un favor…

—Sabes de sobra que aunque me desconcierten alguna de tus formas de actuar me tienes para lo que necesites.

—Investiga a ese Lewis. Tiene 28 años, lo que lo deja fuera de los expedientes escolares que Peter y Norm estuvieron indagando. Sería imperdonable que lo hubiésemos tenido ante nuestras propias narices y que luego resultara que es el culpable, ¿no crees?

—Lo haré, pero sólo porque tú me lo pides. A mí me ha parecido un chaval de lo más normal —dijo Conway, reflejando en su rostro el asombro que le causaba mi resquemor.

—Pues a mí, al contrario, no me ha gustado un pelo.

Cuando regresé a mi despacho encima de la mesa seguía aguardándome la nota manuscrita que Juliet me había dejado. Con el trasiego la había olvidado por completo, pero nada más verla me abalancé sobre ella y me dispuse a leerla casi con pasión. El folio estaba escrito con una letra elegante, de esas que por aquella época ya sólo eran capaces de usar los más mayores, acostumbrados aún a redactar cartas a mano.

«Querido Ethan,

Deseaba hablar con usted personalmente, pero he comprendido que se iba a demorar en exceso, de modo que he considerado apropiado dejarle mis reflexiones por escrito. Es importante que las tenga en cuenta, aunque no crea en la premonición y piense que todo esto no son más que supercherías.

La última víctima, Gladys, habrá visto que se corresponde físicamente con la mujer que aparecía en mis pesadillas. También coincide que asistía a reuniones. Sé que investigan un centro en el que intentaban ayudar a personas con diversos problemas. Ese lugar es el que le indiqué. Allí fue donde la captó el asesino, antes de matarla y descuartizarla. Busque allí, porque allí están las respuestas.

Usted va a resolver este caso, Ethan. Olvide a esa joven que ha desaparecido, pronto la encontrarán. Esta sana y salva.

He tenido más pesadillas, pero ya no veo al sujeto ni secuestrando ni matando. Lo veo de niño, encerrado en un cuarto oscuro mientras llora. Siente rabia y dolor, un dolor inmenso. Odia a la mujer que lo mantiene allí injustamente atrapado, desea acabar con su vida pero no tiene ni el coraje ni, posiblemente, los medios para hacerlo. En la habitación la escasa luz proviene de una especie de extraña cruz, que emite un destello rojizo, aterrador.

Lleve cuidado Ethan. El día que desvele el misterio se hallará solo y temo que pueda sucederle algo. Sólo tome precauciones, nada más.

Le ruego no desprecie lo que le estoy contando.

Atentamente,

Juliet»