Capítulo X

 

 

 

 

Al día siguiente por la mañana tenía una cita en la División de Identificación Criminal, cuyo edificio quedaba justo al otro lado del aeropuerto de donde estaban ubicadas las oficinas centrales de la patrulla estatal de Nebraska. Pese a todo, pensé que era una buena idea charlar a primera hora con Cooper y hacerle partícipe, aunque fuera sesgadamente, de mis planes.

—¿Por qué quiere ir a ver a ese hombre?

—En realidad no se trata sólo de hacerle una visita y un puñado de preguntas. Necesito conocer de primera mano el ambiente en el que se movía la víctima y saber algo más de ella.

—Tiene un informe bastante abultado. Mis chicos han trabajado duro, ¿sabe?

Nuevamente moviéndome en el fango. En aquella época, debido a mi insolencia y también, debo señalarlo como disculpa, a mi juventud, tenía la peculiar habilidad de incomodar a cualquiera que se me cruzara en el camino. Tardé años en aprender a sumar a los implicados en una investigación desde el principio, en lugar de situarlos en un plano casi de confrontación.

—Y yo no pongo eso en duda, señor. Pero es crucial para elaborar un buen perfil ver al padre y poder moverme por los espacios que transitaba la chica —argumenté, sabiendo que estaba acorralando a Cooper y que sólo le quedaba una salida.

—Está bien, hijo. Pero tenga mucho tacto con ese hombre. Si no es hábil, además de meternos en un lío, estará empeorando la situación de alguien que ya está en el fondo de un pozo.

Salí eufórico del despacho del Capitán y le comuniqué a Randolph que tratara de concertar una cita lo antes posible. El detective me lanzó una mirada que yo interpreté estaba inundada de perplejidad y tristeza. En el fondo hubiera deseado que Cooper rechazara mi iniciativa.

Junto a la entrada ya me esperaba el investigador Matthew Conway, al que había conocido el día anterior. Era un hombre alto y con el pelo ensortijado y pelirrojo. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos de un azul singularmente claro. Parecía un escocés recién llegado a los Estados Unidos, pero en verdad su familia hacía generaciones que se había establecido en Lincoln.

—Tenemos por delante una mañana bastante cargada —dijo, nada más estrecharme cálidamente la mano.

—¿Y eso? —pregunté, desconcertado.

—Además de darle un repaso a los sospechosos que hemos ido analizando, me he tomado la libertad de quedar con el único forense que ha estudiado los tres restos que hemos hallado. Esos huesos tienen mucho que contarnos, ¿no cree?

—Así es —respondí, pensando ya en que aún no había recurrido a una persona que bien podía echarnos una mano. No tardaría en contactar con él—. De momento es casi lo único que tenemos.

—Pues vamos a ver qué nos cuenta el pellejo.

—¿El pellejo? —inquirí, sin saber bien a quién se estaba refiriendo y pensando que desde luego era como poco un apodo bastante singular.

—Lo siento. Quería decir al doctor Taylor. El forense del que le hablaba.

—Y, disculpe la indiscreción, ¿por qué le llaman el pellejo?

—Bueno, ya lo verá. Creemos que nació en el mismo año que Benjamin Franklin, si no antes. Y además siempre anda entre cadáveres, quitando pellejos de aquí y de allá, ya me entiende.

—Comprendo —repliqué, sin demasiado entusiasmo. Aunque, en cierto modo, me alegraba de empezar a conocer los motes de aquellos hombres con los que imaginaba iba a tener que pasar algún tiempo.

—Ethan, ¿no?

—Sí, Ethan —respondí, sonriente.

—Dejamos los formalismos para el Capitán y esa gente, ¿le parece?

—De acuerdo, Matthew.

—Matt, mucho mejor Matt. Mathew me hace parecer más mayor de lo que en realidad soy, y además no termina de convencerme como nombre.

—Está bien, pues, Matt. Encantado de poder colaborar contigo.

—Te aseguro, Ethan, que los que estamos encantados, y muy esperanzados, somos nosotros.

Conway me llevó hasta el edificio de la División de Identificación Criminal dando un largo rodeo para salvar el aeropuerto. Las instalaciones, ubicadas en la calle 12, eran mucho más bonitas y modernas que las de las oficinas centrales. Era una construcción también de una sola altura, pero el exterior, de ladrillo rojo oscuro y con amplias ventanas de efecto espejo, resultaba muchísimo más agradable a la vista.

—Matt, esto tiene mucha mejor pinta.

—Sí, pero Cooper está encantado con su triste y sobria oficina central. Dice que así la comunidad sabe que no dispendia el presupuesto en otra cosa que no sea atrapar a los malos.

No cabía la menor duda de que el Capitán era un hombre chapado a la antigua, de esos que a mí tantos escalofríos me provocaban y por los que Liz, y en cierta medida mi jefe, Peter Wharton, tanto respecto y admiración sentían. Yo, que ahora me he convertido en uno de esos cascarrabias que trata de inocular en los jóvenes la importancia de la experiencia en la tarea de investigar un crimen, me recuerdo en aquellos tiempos y pienso de mí mismo que era un auténtico cretino. Sólo el paso de  los años ha podido enmendar lo que en un principio estaba averiado y tenía pocos visos de ser arreglado.

Matthew me condujo hasta una sala en la que nos esperaban dos chicos muy jóvenes, incluso para mí, que sólo contaba por aquel entonces 31 primaveras. Aquellos chavales parecían llevar aguardando nuestra llegada desde primerísima hora de la mañana. Los notaba inquietos y algo excitados.

—Peter, Norm; el agente especial de la UAC del FBI Ethan Bush —dijo Conway, como si estuviera anunciando la llegada de la Reina de Inglaterra a la Casa Blanca.

—Hola —me limité a decir, mientras alzaba la mano cortésmente.

—Buenos días, señor Bush —respondieron ambos a la vez.

—Ethan, os lo ruego.

Invertimos las siguientes dos horas en repasar decenas de expedientes de delincuentes fichados y sobre los que se habían iniciado investigaciones. Era una tarea agotadora y tremendamente aburrida, pero necesaria. Me sorprendió ver la emoción con la que Perter y Norm me iban mostrando las fichas de los sujetos que consideraban más peligrosos o con más probabilidades de haber cometido los crímenes.

—Este se orinaba en la cama hasta los doce años. A los quince estuvo realizando labores para la comunidad porque se había dedicado a arrancarles los ojos a todos los gatos del vecindario. Los encontraron pudriéndose en una caja en su propio dormitorio. Finalmente, a los 19 fue condenado por allanamiento de morada e intento de violación de un ama de casa, que tuvo la fortuna de que llegase el repartidor de comida a domicilio mientras el tipo le estaba rasgando la ropa con un cuchillo de cocina de 15 centímetros de hoja —expuso Norm exaltado, mientras se ajustaba unas gafas sin montura que se habían deslizado hasta la punta de su nariz.

—¿Y por qué tendría que ser él? —pregunté, intentando descubrir de qué manera habían cribado aquellos expedientes.

—Fue condenado a cinco años, pero salió a los tres, hace escasamente unos meses. Su comportamiento en la cárcel fue calificado como intachable. Pero ya sabemos que esta gente no cambia, que esta clase de personas, salvo en muy contadas excepciones, vuelven a las andadas. Y, lo más importante, reside a las afueras de Wayne.

Traté de tranquilizarme. Echaba de menos no ya sólo a mis compañeros de Quántico, no sólo ya a todo mi equipo; echaba de menos a Kemper, al que apenas conocía de nada. No me extrañaba que recurriesen a él con frecuencia. Analizar expedientes es un trabajo de chinos, que puede agotar mentalmente hasta al más duro de los investigadores, de modo que suele delegarse en críos recién salidos de la academia. Y eso es un grave error, un error que a día de hoy sigue sin estar solventado. Nadie con experiencia desea asumir esa tarea. Y aunque los programas informáticos son de gran ayuda, todavía son incapaces de realizar las interpretaciones que hace un ser humano.

—¿Cociente intelectual?

Norm me miró sorprendido, como si la última pregunta que esperaba de mí fuera precisamente la que le había formulado. Revisó con agilidad los papeles que tenía en la mano.

—92.

—¿Estudios?

—No ha terminado la secundaria. Fue precisamente cuando empezaron sus problemas y abandonó.

—Pues ya no me hace falta más. No es nuestro hombre. ¿Os habéis reunido con Kemper?

—No, nosotros nunca vemos a asesores civiles. Bueno, nunca vemos a civiles de ninguna clase. Aquí dentro, quiero decir.

Dirigí una mirada de incredulidad a Conway, que se limitó a encogerse de hombros, como si aquello no fuera con él.

—Está bien —dije, tratando que mi voz saliera de mis labios de una forma suave y monótona—. Todavía no tenemos un perfil, pero ya estamos trabajando en él. Y desde luego no se corresponde con lo que me estáis presentando. Lo siento, pero vais a tener que tamizar estos expedientes de nuevo.

—¿Cómo? —inquirió Peter, lanzando una especie de bufido.

—¿Qué tenemos que buscar? —preguntó Norm, que estaba más preocupado por resultar útil que por tener que volver a empezar casi desde cero.

—No tengo la menor idea de si estará fichado, pero es posible que no. Pero imaginemos que sí lo está y lo dejamos pasar por alto, sería imperdonable, ¿no? —pregunté, dirigiéndome especialmente a Peter, que era el más desanimado—. Vuestro trabajo es trascendental. Buscamos a alguien de mediana edad, culto, con formación universitaria, alto cociente intelectual y posiblemente casado y con hijos. Lo más normal es que resida en una ciudad media, no en un pueblo pequeño.

—Aquí no hay nadie con ese perfil —dijo Peter señalando con desidia los papeles que descansaban sobre la amplia mesa. Seguía contrariado por el tiempo que había invertido y que él consideraba había sido en vano.

—Eso significa que habéis aprendido mucho —manifesté, tratando de elevarles la moral.

—¿Algún dato que pueda servirnos de guía para la criba? —inquirió Norm, que seguía tan comprometido como si nada hubiera sucedido. Me gustaba aquella actitud y le recompensé lanzándole mi mejor sonrisa.

—El maltrato animal en la adolescencia y pre-adolescencia es interesante. Pero debemos encontrar conductas antisociales, aislamiento o conflictos con el resto de la comunidad; incluso con sus propios padres. Ahora mismo ya es un adulto, sabe controlarse y estará perfectamente integrado. Pero cuando sus problemas de interrelación comenzaron a aflorar debía de tener entre 12 y 16 años, y desde luego era incapaz de manejarlos, de modo que cualquier cosa que encontréis al respecto puede ser un hilo del que empezar a tirar.

—Pero, señor Bush…

—Ethan, te lo ruego. Llámame Ethan —interrumpí a Peter, aun sabiendo que era un gesto descortés por mi parte. No deseaba que nos distanciásemos más.

—Está bien, Ethan. Esos datos seguramente no van a figurar, a menos que sean muy graves, en estos expedientes. Aquí sólo hay recogidos actos violentos de cierta relevancia.

Peter acababa de dar en el clavo. Era algo a lo que yo llevaba dándole vueltas desde el día anterior, pero que no me había atrevido aún a manifestar. Escarbar en el pasado de estos sociópatas con alto nivel intelectual no es una tarea en absoluto sencilla. Sabía que lo que iba a proponer no era ya un trabajo de chinos, en realidad era similar a levantar las pirámides de Giza.

—Así es —expuse con afectación, intentado que ellos comprendiesen que aunque tenían por delante una labor titánica era crucial para el conjunto de la investigación—. Me temo que va a tocar recurrir a los expedientes de miles de alumnos conflictivos de la escuela primaria y secundaria de los años noventa en todo el estado de Nebraska.