Capítulo VII

 

 

 

 

La diminuta sala de reuniones de las oficinas centrales de la patrulla estatal de Nebraska estaba atestada de investigadores, detectives y policías de los condados implicados en la investigación. Aquel lugar me pareció poco operativo, pero me guardé de expresar mi opinión. Apenas llevaba 24 horas en Lincoln, estaba solo y no era cuestión de comenzar a granjearme enemistades con tanta rapidez.

El Capitán me había reservado un lugar cómodo y destacado, a su derecha. A su izquierda había una enorme pizarra en la que alguien, con notable habilidad, había dibujado un sencillo plano del estado con las ciudades más importantes y las poblaciones en cuyas cercanías habían sido encontrados los restos de las víctimas.

A mi lado estaba sentado John Kemper, que era profesor de psicología en la Universidad de Lincoln, según me informaron más tarde. Tenía estudios de leyes y de psicología criminal, y solía asesorar a la patrulla estatal de Nebraska cuando se enfrentaban a posibles asesinos en serie, violadores o pederastas. En definitiva podía considerarlo, bajo cualquier punto de vista, un colega.

—Chicos, un poco de silencio —exclamó Cooper, para que todo el mundo le prestase atención—. Esto se ha puesto serio de verdad. A partir de ahora vamos a contar con un experto del FBI que ya ha participado en la resolución de varios casos, el agente de la UAC Ethan Bush.

El Capitán me señaló y me indicó con un gesto que diera un paso adelante. Aquello me pareció fuera de lugar, pero acepté participar en la pantomima. A fin de cuentas no conocía a aquellos tipos, ni sus costumbres ni su modo de trabajar. Incliné levemente la cabeza, a modo de saludo, y casi todos los policías me respondieron alzando la mano o guiñando un ojo.

—Supone para mí una gran responsabilidad participar en esta investigación. Espero poder echar una mano. Gracias —musité, algo inseguro.

—Gracias, Ethan. También he invitado a John Kemper, profesor de la Universidad de Lincoln, y al que muchos ya conocéis. El malnacido al que nos enfrentamos no es un delincuente común, de modo que toda ayuda que recibamos es poca, ¿entendido?

Los distintos agentes asintieron sin mucha ilusión. Ya sabía por mis pasadas experiencias que no sentían demasiado afecto por aquellos que jamás habíamos pateado las calles y que, sin embargo, nos atrevíamos a formular hipótesis y a valorar sus pesquisas desde la comodidad de un despacho con asientos de cuero.

—Encantado de poder colaborar con vosotros. Al igual que el agente Bush, espero poder aportar algo que os sea de utilidad —dijo Kemper, al que noté sorprendentemente desenvuelto en aquel ambiente.

—Os he reunido a todos porque deseo repasar algunos aspectos y también quiero un agente de enlace en cada uno de los condados. Me da igual quién sea, vosotros lo elegís de la forma que consideréis oportuna. Será el responsable de informarnos de cualquier avance en su zona y la única persona que acudirá a las reuniones de seguimiento —continúo Cooper, con su voz ruda y contundente—. Aquí tenéis un mapa con las poblaciones en cuyos alrededores fueron hallados los restos. Halsey el primero, Geneva el segundo y Wayne el último. Están separadas las unas de las otras por unas 200 millas, y si os fijáis forman un triángulo.

—Capitán, ¿perseguimos a un solo tipo? —peguntó uno de los policías.

—Sí, eso pensamos. Alguien que actúa en solitario. Y todos esos crímenes han sido obra de un mismo desalmado. Hay una firma demasiado evidente, y también lo suficientemente intrincada como para imitarla. Además, de momento la prensa no sabe demasiado. Y espero que las cosas sigan así.

—¿Y sabemos algo ya de él? No podemos buscar una aguja en un pajar…

John Kemper se aproximó a la pizarra, lo que me hizo comprender que se había movido por aquella sala en muchas ocasiones anteriores. Podríamos decir que ya era uno de ellos.

—Sabemos algunas cosas, pero no demasiadas. Como ha dicho el Capitán los tres lugares forman un triángulo, y dentro del mismo tenemos dos grandes núcleos de población: Columbus y Grand Island.

—¿Está sugiriendo que vive en una de ellas? —inquirió otro agente desde el fondo de la sala.

—No, no tengo la menor idea. Pero estoy convencido de que vive en una ciudad —respondió el profesor, sin dudar.

—Entonces nosotros pintamos poco en el asunto —manifestó uno de los detectives, del condado de Wayne.

—En absoluto. Su colaboración es muy importante para la investigación. Este sujeto se ha movido por condados pequeños, tanto a la hora de elegir a sus víctimas como cuando se ha desprendido de los restos. Tiene que haber llamado la atención de alguien. Es un forastero. Seguro que encontrarán testigos.

—¿Cómo sabe lo de las víctimas? Hasta la fecha sólo hemos identificado a una.

Miré el plano. Las grandes ciudades de Nebraska tenían un punto negro. Las poblaciones en las que habían hallado los huesos un punto azul. Y sólo había un punto rojo, en Burwell, lugar de residencia de la única víctima que habían podido concretar los forenses hasta el momento.

—Porque es una persona tremendamente obsesiva —me atreví a intervenir—. No estamos frente a un loco que actúa sin más. El sujeto es alguien muy inteligente, organizado, que por alguna razón encuentra satisfacción o alivio en estas terribles acciones. Pero lleva una vida completamente normal. Puede que incluso esté casado y tenga hijos. Puede que tenga una buena profesión. Y, lo que es seguro, es que siempre hará lo mismo. Repetirá las mismas pautas de secuestro, asesinato y abandono de esos huesos de sus víctimas. Pero, para nuestra desgracia, cada vez lo hará mejor.