Capítulo XXI
No deseaba que los agentes de la patrulla estatal de Nebraska, y mucho menos el Capitan Cooper, me vieran en compañía de Clarice Brown, de modo que me cité con ella en una cafetería ubicada en el centro de Lincoln, muy próxima a The Cornhusker. Mientras caminaba hacia ella recibí un escueto mensaje: Wharton había dado luz verde a mi propuesta de visitar al convicto de Illinois que también abandonaba los huesos de sus víctimas.
Nada más entrar en el local descubrí a la periodista sentada en una mesa al fondo. Me regaló su mejor sonrisa y me hizo señas para que fuera con ella. Estaba entusiasmada.
—¡Ethan Bush, qué alegría volver a verte! —exclamó, tendiéndome la mano para que la estrechara, cosa que hice.
—Pues el placer no es mutuo. ¿Qué narices estás haciendo aquí? —pregunté, intentado mantener la calma, mientras tomaba asiento a su lado.
—Menudos modales. Ethan, somos buenos amigos. En Kansas nuestra relación nos reportó a los dos enormes beneficios, ¿tan pronto lo has olvidado?
—De aquello ha pasado casi un año. Y la verdad es que hay cosas que sí que me gustaría no recordar —respondí, tajante.
Odiaba que la periodista me importunase con lo acaecido en el condado de Jefferson. No me sentía precisamente orgulloso de los disparates que había hecho entonces, ni de mi temeraria irresponsabilidad. Era cierto que me había ayudado a resolver el caso, pero también que yo había facilitado a la CBS información privilegiada bajo mano. Era un inconsciente, pero no tanto como para no tener claro que me había jugado mi carrera profesional con aquel acto imprudente.
—¿No confías aún en mí?
—No confío prácticamente en nadie. Mucho menos en una reportera tan ambiciosa como tú.
Clarice llamó la atención de un camarero y pidió café para los dos y tarta de queso al limón para compartir. Indudablemente deseaba usar esa pausa para rebajar la tensión. Yo tenía nulo interés en volver a verla, mientras que ella anhelaba volver a contar con una exclusiva a nivel nacional.
—Ethan, yo no te he fallado. Me preocupé por ti y al contrario que los medios locales de Kansas destaqué tu labor en la resolución del caso. Casi podría afirmar que me debes un favor.
—No conoces los límites, ¿verdad?
—Trato de hacer lo mejor que puedo mi trabajo. Y si es posible colaborar con la policía al mismo tiempo, mucho mejor. La única manera que conozco es poder hablar contigo, en lugar de ir de por libre metiendo la pata. Y te conozco mucho más de lo que imaginas, ¿acaso tú te marcas fronteras infranqueables cuando se trata de cazar a un asesino?
El camarero apareció con los cafés y con la tarta. Yo entretanto meditaba acerca de la pregunta que me había formulado. Y la respuesta, entonces, era muy clara, única y rotunda: NO.
—Es muy distinto atrapar a un degenerado que está segando vidas que informar a la población, muchas veces poniendo en riesgo la investigación o incitando a que algún pirado se ponga a emular a otro.
—¿No creerás que yo he inventado eso del asesino del fémur?
—Tú fuiste la que pusiste nombre a los asesinatos de Kansas, ¿lo has olvidado? Marketing, me dijiste. Los crímenes azules…
—Es diferente. Aquel fue un titular con clase, nada amarillista. Y tienes que reconocer que ayudó a que tu caso se diera a conocer en todo el país.
—Está bien. ¿Qué es lo que quieres?
—Ayudar. Y estar informada.
—Entonces te has equivocado de persona.
—Ya ha habido filtraciones, y seguramente habrá más. Sé cómo manejarme en estos ambientes. Dime, Ethan, qué prefieres… Que trabaje con la información dosificada que tú me facilites o que lo haga con la que me vayan pasando agentes locales con ansias de protagonismo pero que seguramente andarán más despistados que un pollo sin cabeza.
Brown era lista y guapa. Y posiblemente tanto o más insaciable en términos profesionales que yo. Sabía cuál era el camino más adecuado y noble hacia la meta, pero no dudaba en tomar cualquier atajo si algo se interponía entre ella y la gloria.
—Lo que sucedió en Kansas fue una anomalía.
Ella se rio de forma contenida. No deseaba ofenderme, mucho menos cuando estaba interesada al máximo en poder contar conmigo para sus exclusivas.
—Te pido disculpas. Pero lamento que tengas esa idea tan idílica de la realidad. Lo cierto es que prensa, policía y FBI estamos más vinculados de lo que la opinión pública jamás podría imaginar, y probablemente asumir.
Tamborileé sobre la mesa de plástico rígido que trataba de imitar a la madera. El sonido que producía era irritante y sordo.
—¿Qué es lo que tienes?
La periodista se encogió de hombros y bebió un sorbo de café antes de responder. Sus movimientos eran suaves, medidos, elegantes. Brown era la típica niña bien que había nacido, crecido y desarrollado su carrera profesional en los mejores barrios de Nueva York. Me la imaginaba viviendo sola en un elegante apartamento de Manhattan, gastando una buena parte de su sueldo en salir a cenar a los restaurantes de moda y en asistir a los mejores estrenos de Broadway. Pronto, si seguía la línea ascendente, no tendría que invertir un dólar: la invitarían a las mejores mesas y a los preestrenos para ganar caché.
—Casi acabo de aterrizar. Me estoy poniendo al día. En realidad este asunto no me interesaría si no estuvieras tú involucrado. En cuanto me enteré le pedí a mi jefe destino.
Las palabras de Clarice me dejaron perplejo. No tenía demasiado claro cómo interpretar lo que me estaba diciendo.
—¿Has venido hasta aquí por mí?
—Un momento, un segundo… No me malinterpretes. El caso es verdaderamente impactante. Pero si además le añadimos que tú estás metido en el ajo, el cóctel es casi perfecto. No te voy a negar que lo que sucedió en Kansas ha cambiado por completo mi carrera. Hace un año estaba desesperada, mientras que ahora me respetan y aspiro a tener mi propio programa.
—Y yo… ¿qué tengo que ver en todos esos planes?
—Ethan, eres un sujeto muy atractivo para la opinión pública. Joven, guapo, inteligente y con una trayectoria profesional envidiable. La gente necesita héroes, mucho más cuando se trata de acabar con monstruos que no hacen otra cosa que despertar nuestros miedos más enraizados. ¿Recuerdas la serie Urgencias? De niña no me perdía un solo episodio. Tú eres, permíteme la frivolidad, el George Clooney del FBI.
—Lo siento, Clarice, creo que empiezas a decir sandeces. Ya estaba incómodo, pero ahora estoy perplejo.
—Ya te dije en Kansas que no tienes ni idea de marketing, ni de cómo vender bien una noticia. Las cosas te han ido bien desde entonces, ¿verdad?
—Sí, tengo que admitirlo —respondí, a regañadientes.
—Pues en tal caso no me menosprecies de una forma tan concluyente. Dame una semana y te aseguro que empezaré a ser una pieza útil para ti. Sólo te estoy pidiendo una oportunidad.
—No te prometo nada. Ándate con cuidado y no entorpezcas la investigación.
—Ethan, ya soy mayorcita. Al menos tanto como tú. Por cierto, esta vez no tendremos que vernos bajo el porche de una vieja casa en un pueblo perdido. Estoy alojada en The Cornhusker.
Clarice se levantó y sin despedirse se fue directa a abonar la cuenta. Después, desde la puerta del local, me dirigió una mirada cómplice y se perdió por las avenidas más transitadas de Lincoln. Yo me terminé el café y la tarta de queso, mientras meditaba si estaba nuevamente metiéndome en la boca del lobo o si en verdad se me presentaba la oportunidad de contar con una aliada avispada y muy singular.
Esa misma tarde volé hasta Chicago y un agente de nuestra oficina allí me acercó hasta el centro correccional de alta seguridad Stateville, donde cumplía condena Edward Johnson, el chiflado cuyo modus operandi recordaba vagamente al del sujeto que estábamos buscando.
Al llegar a la penitenciaria me quedé asombrado tanto por las medidas de seguridad como por su diseño y tamaño. Estaba habituado a visitar correccionales de mediana y baja seguridad, de modo que aquel conjunto de edificios me causó cierta impresión.
Johnson me esperaba en una sala esposado y con una de las piernas sujeta a la pata de una mesa anclada en el suelo. Le pedí al vigilante que nos acompañaba que deseaba que el preso estuviese más cómodo, pero tenía órdenes estrictas.
—Usted no tiene la menor idea de quién es ese tipo. Le garantizo que es mejor dejar las cosas como están y no correr riesgos.
Acepté sin rechistar los argumentos que me expuso, y pensé que telefonear a Wharton y montar un lío era ir demasiado lejos. Pero también tenía muy claro que el recluso no iba a colaborar de la misma manera estando así que sintiéndose un poco más libre.
—Hola Edward, mi nombre es Ethan, y soy psicólogo. Estoy especializado en crímenes múltiples y asesinos en serie y estaba deseando conocerte y charlar contigo —dije, nada más tomar asiento enfrente de Johnson.
—Usted no es más que un maldito poli. No me venga con monsergas, sé perfectamente lo que pretende.
Tuve que emplearme a fondo durante cerca de una hora para ganarme en parte la confianza de aquel hombre que había sembrado el terror en los suburbios de Chicago y se había llevado por delante la vida de seis mujeres inocentes. Muchas veces la única forma es atacar el ego de esos depravados, que necesitan llamar la atención y que casi siempre están deseando que alguien les preste un poco de interés. Yo, tragando sapos cada cinco minutos, actué como debía.
—Edward, ahora que ya hemos repasado lo sucedido, me gustaría que me aclarases algunas dudas que tengo sobre tu forma de actuar. Es realmente singular, y pienso destacarlo en mi informe. Pero necesito que me ayudes a comprenderlo.
—Todo tiene una lógica. Ya lo está comprobando.
Me guardé de asentir o negar. En estas entrevistas hay que mostrarse absolutamente frío, como ausente de emociones. En todo caso hay que hacerle saber al convicto que uno está francamente interesado en su versión de los hechos. Pero jamás hay ni que escandalizarse, aunque esté narrando la más terrible de sus perversiones, ni mucho menos ser complaciente. Frialdad. Una calculada y serena frialdad.
—¿Por qué abandonabas sólo los huesos?
—Bueno, aquello era una forma de ponérselo difícil a la policía. Tardaron en pillarme. Había días en que deseaba que lo hicieran, pero otros no.
Yo no debía contrariar al preso. Sabía de sobras que no dejaba el puñado de huesos para complicar la tarea a los investigadores, no era propio de su perfil, ni de su manera absolutamente desorganizada de cometer los crímenes. Aquel tipo que tenía delante había horneado parte del cuerpo de sus víctimas y después se lo había comido, como el que prepara un asado especial el día de su cumpleaños. Era un perturbado, y encima no tenía un cociente intelectual demasiado elevado. Lo que yo necesitaba, lo que me había impulsado a invertir un puñado de horas y a tomar un vuelo hasta Chicago, eran las razones profundas por las que él se centraba precisamente en un determinado grupo de huesos. Ahí podía hallar una coincidencia con el caso al que me enfrentaba, y quizá sólo por eso merecería la pena el viaje y el esfuerzo. Si las respuestas que me pensaba dar eran las que había aprendido en los calabozos, o por sugerencia de su abogado, lo mejor que podía hacer era regresar a Nebraska lo más rápido posible.
—Pero, te ruego que me entiendas, tiene que haber más explicaciones. Sería suficiente con que me dieras sólo una. Lo primero que te venga a la mente. Es curioso que siempre te quedases con las cabezas y que sin embargo en casi todas las ocasiones te deshicieses de los huesos de las piernas.
Johnson se frotó las manos, y después, de forma algo incómoda, pues las esposas estaban unidas muy juntas, se rascó la frente. Se estaba esforzando y aquello era una excelente señal para mí.
—He pensado en ello, sabe. No estoy tan loco.
—Nadie ha dicho algo parecido —musité. Y era evidente que si estaba en aquel correccional era porque sabía distinguir el bien del mal y por tanto había sido declarado responsable de sus actos.
—Me quedaba con las cabezas para poder ver a las chicas, para recordar lo que había hecho con ellas. Y no me refiero a matarlas. En el fondo yo no quería matarlas. Yo sólo…
Johnson emitió un leve gemido, algo parecido a un sollozo. Yo ni me inmuté.
—Entiendo.
—Creo que dejaba los huesos de las piernas porque mi madre me pegaba. Me zurraba de lo lindo cuando yo era pequeño.
Aunque sabía que no debía descontrolarme, aquella explicación me resultó pueril y poco creíble. Casi respondía a un cliché. No debía perder ni un segundo más con aquel individuo.
—¿Estás insinuando que dejabas casi siempre los huesos de las piernas porque tu madre te maltrataba?
Johnson hizo un gesto, como para acallarme. Se había emocionado, y aunque intentaba no ponerse a llorar un par de lágrimas rodaron por su rostro endurecido y agrietado.
—Mi madre no me pegaba como otras madres. Mi madre me colgaba de una lámpara que teníamos en el salón de casa y me golpeaba con un bate de béisbol en las piernas. Una y otra vez, hasta que se quedaba satisfecha.