Capítulo
I
Aquel tipo había estado paseando con su perro un par de horas al menos, tratando de hacer tiempo para no incordiar en casa, mientras su hijo y su esposa se afanaban en preparar una cena suculenta a base de pavo bien horneado, puré de patatas, salsa de arándanos, sidra y, de postre, un delicioso pastel de calabaza. Más tarde le tocaría a él recoger la mesa y hacer toda la fregaza. Era un intercambio de labores justo, aunque detestase limpiar platos. Pero merecía la pena. No todos los días era Acción de Gracias.
Había recorrido aquellos áridos caminos, endurecidos por las primeras heladas otoñales, cientos de veces, y casi podría decirse que los conocía mejor que cada palmo de su cuarto de matrimonio. En realidad no se cansaba de ellos, pues su belleza silvestre emborronaba un pasado plagado de amplias avenidas, polución y ensordecedor ruido de coches. Seguramente ese fue el motivo que le llevó a percatarse de inmediato de que algunos arbustos ubicados a la derecha de la senda que estaba siguiendo se encontraban levemente aplastados. La curiosidad le hizo adentrarse entre la maleza, imaginando que con suerte se toparía con algún tejón revoltoso, un zorro asustadizo o una mofeta.
Apenas había sacado de uno de los bolsillos de su pantalón de explorador su Smartphone, con la intención de sacar una fotografía medianamente decente de lo que quiera que allí estuviese aguardando, para luego mostrarla ufano a su familia, los ladridos de su perro le sobresaltaron. Se encontraba a sólo unos pasos de él, y parecía haber encontrado algo realmente interesante. El hombre pensó que posiblemente se trataría del cuerpo sin vida de algún pequeño animal, de modo que se aproximó con cierta aprehensión. Cinco años de vida en plena naturaleza aún no habían logrado adaptar al bróker de Wall Street que había sido durante dos décadas al mundo salvaje, y ese antiguo yo se revolvía en sus entrañas con frecuencia, tratando de volver a dominar una vida que se había vuelto de lo más apacible.
—¿Qué sucede, Duke? —inquirió, como si su pequeño Beagle pudiera contestarle o comprendiese el inglés.
El tipo se acercó con una sonrisa en los labios, mofándose de su propia inocencia, y recordando las cientos de charlas que ya había mantenido con Duke. Pero de súbito una imagen horrible le arrebató la dicha y la tornó de inmediato en una mezcla malsana de repugnancia y pánico. Su Beagle olisqueaba un puñado de huesos que, sin lugar a dudas, y pese a que él no era ningún experto ni en medicina, ni en paleontología, ni mucho menos en antropología, eran humanos.
—¡Vamos, Duke, vámonos de aquí!
El hombre regresó corriendo hasta su casa, mortificado por el recuerdo de aquellos restos, sin tener muy claro cómo habían llegado hasta allí, pero con la certeza de que alguien los había dejado en aquel lugar hacía como mucho unos pocos días. ¿Quién podía haber perturbado aquel paraje idílico? ¿Qué clase de engendro había estado a apenas una milla de su hogar deshaciéndose de aquello? Su maravillosa noche de Acción de Gracias acababa de convertirse en una pesadilla.
Así imagino que comenzó todo. Jamás pude mantener una conversación con aquel hombre, porque entró en una profunda depresión antes de mi llegada a Nebraska que, por prescripción de su psiquiatra, hacía inviable cualquier entrevista. Hay personas que reaccionan de esta manera frente a la inmensidad del mal, mucho más cuando su pasado se ha visto sacudido por el estrés permanente.
Y lo imagino así, aunque los informes a los que tuve acceso desde luego fueran mucho más pulcros y asépticos en lo referente a este primer suceso, porque trato de injertarme en la piel de aquel hombre que había creído encontrar el lugar ideal para descansar al fin y disfrutar de unos más que merecidos años de paz en mitad de la nada, rodeado de robles y en compañía de su esposa y su hijo. Pero el infierno puede cruzarse por casualidad en nuestras vidas, y trastocarlas para siempre.
Yo, como agente de la Unidad de Análisis de Conducta del FBI había sido entrenado a conciencia para poder convivir con los monstruos sin llegar a convertirme en uno de ellos; pero como experto en sicología sabía bien que en una persona normal enfrentarse de forma directa y personal con la barbarie deja una marca indeleble en el alma, una muesca que en ocasiones es imposible reparar ya nunca jamás.