SEXTA PARTE
CAMARADA JOAN
(26 de marzo de 1972 — 11 de mayo de 1972)
119
Joan Rosen Klein
(Los Ángeles, 26/3/72)
Ella lo había visto. Era una cara que aparecía inesperadamente y una mancha confusa y persistente. Era algo intermitente. Parecía que se transformara. Desaparecía y reaparecía distinto.
Te lo contaré a ti, pues. Es la historia que tendría que haberle contado a él.
Se adecentó y se acurrucó bajo la chaqueta de tweed de Dwight. Preparó una tetera. Llegaron nubes rasantes. Se estaba fraguando una tormenta de primavera.
Todo empezó con las piedras. El «fuego verde», la «muerte verde». Colombia, mediados del siglo XV. Los españoles conquistan a los indios muzos y saquean sus minas de esmeraldas. Los españoles se convierten en colombianos. Los muzos se convierten en esclavos. La tradición ha llegado hasta el momento actual. Las compañías mineras saquean las montañas Itoco. Están cerca de Bogotá.
Sus abuelos eran emigrantes judíos alemanes. Vinieron a América y se establecieron en Nueva York. Isidore Klein viajó a Sudamérica y se introdujo en las tradiciones del fuego verde.
Era casi un místico. Era rojo hasta la médula.
Los bandidos rojos atacaron las minas del valle de Muzo. Los hombres se autodenominaban huaqueros. Significaba
«cazadores de tesoros». Excavaron túneles en los túneles de las compañías mineras y sacaron piedras para ellos. Se enfrentaron a escuadrillas de matones de las empresas. Se llevaban esmeraldas rutinariamente y los apresaban, torturaban y mataban rutinariamente. Había decenas de bandas de huaqueros. Algunos se identificaban políticamente. Isidore sólo les compraba las esmeraldas a ellos. Destinaba una parte de sus beneficios finales a los grupos insurgentes sudamericanos. Vendía sus esmeraldas en buenas joyerías de Estados Unidos. Se hizo rico. Donó pequeñas fortunas a grupos anarquistas y a organizaciones obreras de izquierdas. Vivía confortablemente. Vivía más modestamente que otros emigrantes arribistas. Su aumento de riqueza coincidió con el aumento de poder de un joven abogado. El hombre se llamaba John Edgar Hoover. Era un zángano del departamento de Justicia. Era brillante y captaba oportunidades en unos acontecimientos que se desarrollaban frenéticamente.
El Terror Rojo que siguió a la Gran Guerra le dio entrada en la historia. La casa del fiscal general fue víctima de un atentado. Hoover se puso en marcha a partir de ahí.
Las redadas de rojos. Las libertades civiles suspendidas, abrogadas, aplastadas, prohibidas, derogadas, reprimidas. Los derechos de la Primera Enmienda, pisoteados. Redadas políticas, falsos encarcelamientos, deportaciones por capricho. Al mismo tiempo, se dio una resurgencia de grupos nativistas y del Klan. John Edgar Hoover vio el poder del miedo y se aprovechó de él.
Isidore Klein tenía un hijo. Se llamaba Joseph. Había nacido en 1902. Lo educó rojo. Joseph se casó con Helen Hershfield Rosen en 1924. Helen había recibido una educación roja. Su hija Joan nació la noche de Halloween del 26. Sus padres y su abuelo le dieron una educación roja.
El FBI acababa de crearse. El viejo Buró de Investigación había sido tildado de moribundo. J. Edgar Hoover se hizo cargo de la dirección. Era un mago de las relaciones públicas y un genio de la organización. Su objetivo: acabar con la disensión. Perfeccionó sus técnicas durante la década alocada del boom económico. Comprendió el valor metafísico del enemigo. Sabía que, a ese respecto, los comunistas le servirían. Los gánsteres eran la piedra de toque picaresca para la imaginación del público. Carecían de la fuerza penetrante de los rojos. El boom se convirtió en la Depresión. La izquierda americana se movilizó. Hoover captó un cambio insurgente y reaccionó. Saltó a la palestra pública con estilo. Lanzó un mensaje anticomunista y pasó
por alto el crimen organizado. Se convirtió en un héroe nacional. Desató un gran tsunami de vigilancia ilegal, control oficial y falsos arrestos. Isidore Klein se fijó en él.
El nombre Hoover era ubicuo. Isidore recordaba el nombre en boca de sus camaradas apaleados en 1918. Empezó a estudiar a Hoover. Convirtió a Hoover en su enemigo personal. Actuó en el ámbito público. Utilizó las esmeraldas. Pagó fianzas a subversivos y los sacó de la cárcel. Los regalos pequeños y grandes de esmeraldas abrían las puertas de las prisiones. Las esmeraldas fueron el sostén económico de Joseph, Helen y la niña Joan. Acudieron a reuniones de socialistas y distribuyeron panfletos entre la gente que hacía cola en los repartos de comida. Alojaron y dieron de comer a izquierdistas fugitivos. Se enfrentaron a matones en los piquetes y soportaron detenciones de tres y cuatro días. Libraron su guerra. Isidore Klein libró una guerra cada vez más definida contra J. Edgar Hoover.
Su arma era la palabra. Las esmeraldas financiaron la publicación clandestina de propaganda contra Hoover. Isidore Klein repartió abundante propaganda. Furioso, el señor Hoover tomó nota de ello y ordenó una estrecha vigilancia. Las imprentas de Isidore fueron desmanteladas repetidas veces y él fue repetidas veces encarcelado. Salió de la cárcel gracias a las esmeraldas. Las piedras eran recuerdos, regalos, talismanes y sobornos. La Depresión castigaba con fuerza. Con una esmeralda pequeña, la familia de un policía vivía varios meses. El fuego verde era la llama de la magia y de la revolución. El señor Hoover lo sabía. No consiguió detener el flujo de esmeraldas y, por consiguiente, el flujo de panfletos. Creía que Isidore Klein tenía un escondrijo de esmeraldas en su casa de la calle Sesenta y Tres Este. Ordenó a una brigada de agentes de la ciudad de Nueva York que saquearan la vivienda y las robaran. Corría 1937. Joan tenía diez años.
La brigada la dirigía el agente especial Thomas D. Leahy. Era viudo y tenía un hijo de dieciséis años llamado John. La brigada puso patas arriba el piso de Isidore. Encontraron diez kilos de esmeraldas del Muzo de la mejor calidad y las robaron. Aquella noche, Isidore llegó tarde. Al descubrir el robo, sufrió un ataque al corazón y murió. Joseph y Helen Klein se quedaron sin recursos. Sabían que Hoover había ordenado la incursión y le contaron la historia a Joan con todo detalle. Hoover guardó las esmeraldas. Repartió pequeñas cantidades entre sus aduladores a cambio de ciertos favores. Los huaqueros encontraron importadores de piedras menos controvertidos. Hoover regaló esmeraldas a los esquiroles y a los infiltrados en los grupos subversivos. El resto de las piedras se lo quedó él. La muerte de Isidore Klein destrozó a Tom Leahy. El señor Hoover le causó horror. Su miedo y su repulsión corrían paralelos a su culpa y al odio contra sí mismo. Dentro de él, un engranaje hizo clic para bien o para mal. Se radicalizó. Ayudó en secreto a izquierdistas y los avisó de redadas federales inminentes. Actuaba con gran precaución y cubría sus pasos. El agente Tom se convirtió en un colaborador secreto del movimiento izquierdista clandestino. Los Klein oyeron hablar de él. Nadie sabía que él había dirigido el robo de las esmeraldas. Hoover había acallado toda mención pública del asunto. El agente Tom confesó los hechos a Joe y Helen Klein y a su hija Joan. Joe y Helen lo perdonaron. Entre ellos nació una profunda amistad. Al agente Tom el perdón le llegó al alma y le dio inspiración. Era un brillante abogado y un investigador del ámbito de lo criminal. Sabía acumular información y preparar un caso hasta la incriminación. Decidió preparar un expediente masivo sobre J. Edgar Hoover y hacerlo público.
Interrogó a otros agentes, a los ayudantes de Hoover, a colegas abogados y a sus rivales. Tomó declaraciones a testigos de la negligencia de Hoover y de su planificada ocultación. El expediente llegó a tener varios miles de páginas. En él se constataba la codicia, la mezquindad, la violación a gran escala de las libertades civiles y el flagrante abuso de poder. Joe y Helen Klein leyeron el expediente. La joven camarada Joan leyó el expediente y quedó extasiada y furiosa. Corría el otoño de 1940. Joan tenía catorce años. Jack, el hijo de Tom Leahy, tenía casi veinte. Tom Leahy era un rojo con la placa del FBI. Preparaba a su hijo para que fuera un policía revolucionario. A la sazón, el señor Hoover tenía cuarenta y cinco años. Tenía las esmeraldas. Su carrera estaba en pleno ascenso. Poseía el poder que siempre había anhelado. Había creado un mito. La prensa escrita y las emisoras de radio lo divulgaron. Hoover captó hábilmente el espíritu de los tiempos en que vivía. Creó un cuento de certeza moral y de su propia supremacía, hecho a medida para la Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Afirmaba que los invisibles «otros» estaban en todas partes. Eso justificaba la existencia del FBI y de su dirección en la medida en que pudiera convertir ese mito en realidad.
Hoover tenía informantes en todas partes. Se enteró de la traición del rojo Tom y de la existencia del expediente anti-Hoover. Supo que Leahy tomaba declaraciones. Leahy estaba aislado en un campamento izquierdista de los montes de Catskills. La ocasión era perfecta.
Compró a una brigada de la policía estatal de Nueva York. Envió paquetes con esmeraldas, nada de dinero en efectivo. Los agentes hicieron una incursión en el campamento. Algunos de los acampados resistieron. Los agentes los rodearon y quemaron el barracón de las mujeres.
Joseph y Helen Klein resistieron. La policía los detuvo y les pegó de mala manera en un calabozo cercano a Poughkeepsie. Murieron de la paliza.
Aquel fin de semana, Joan estaba en casa, en Brooklyn. Sobre ella cayó un velo de rabia y horror. Los agentes de policía de la ciudad de Nueva York asaltaron el apartamento de Tom Leahy. Encontraron el expediente. Hoover lo leyó y lo quemó. Sus informantes le ayudaron a preparar una acusación de traición contra Tom. La guerra estaba en su punto álgido. Hoover jugó una carta ganadora: la «seguridad nacional». Hizo arrestar a Tom Leahy y lo juzgó en secreto. Tom fue condenado por un juez y un jurado convocados a toda prisa. Lo condenaron a seis años en Sing Sing. El expediente de Tom Leahy era muy amplio. Tenía diligentes anotaciones y estaba construido de una manera extraordinaria. Aquello fue el origen de la demencia devoradora de expedientes del señor Hoover.
Los papeles del FBI aumentaban a razón de diez toneladas al año. Tom Leahy murió en prisión en 1943. Se mató a base de beber un licor destilado en la misma cárcel. Lo habían torturado repetidas veces. Los guardias que le habían pegado llevaban anillos de esmeraldas.
Jack, el hijo de Tom, desapareció y vivió en el anonimato. Fue a la universidad y sirvió en la Marina. Ingresó en la escuela de abogacía de Notre Dame. Era un comunista cabal y comprometido, movido por la venganza. Creó un rastro de documentos de oscuros cambios de nombres y regresó al principio para convertirse en el desafiante John Leahy. El rastro estaba construido a partir de su fecha aproximada de nacimiento. El expediente de su padre le enseñó a acumular información. El acceso de su padre a los expedientes de Hoover le enseñó a acumular documentos de manera fraudulenta. En 1950, ingresó en el FBI superando sin problemas la comprobación de sus antecedentes.
Agente especial John C. Leahy: rojo.
Hizo trabajos rutinarios del Buró. Mantuvo contacto con los amigos subversivos de su padre. Tachó y expurgó
clandestinamente expedientes de sus camaradas y desvió las interferencias del FBI. Jack Leahy: servidor del FBI de día, agente comunista de noche.
Jack recuperó el contacto con Joan. Ella había pasado a la clandestinidad y había participado en acciones criminales. Su sentimiento de venganza tenía más amplitud y era más indiscriminado. Seguía siendo profundamente roja. Joan hizo proselitismo en los campus universitarios. Conservó con orgullo su nombre real, igual que había hecho Jack. El uso esporádico de alias enturbiaba su rastro. Conoció a Karen Sifakis. Trabaron una honda amistad. La definía el diálogo que flotaba entre ellas. Karen era partidaria de la no violencia. Joan casi siempre discrepaba. Un esquirol la apuntó con una pistola. Ella le pegó con un tablón. Recibió una herida de arma blanca en el brazo. Dos miembros de la Legión Americana la acorralaron en el concierto de Paul Robeson. Recibió una paliza brutal. Esperó
nueve años. Mató a los dos tipos mientras dormían.
Le gustaba la emoción de los atracos. Planeó varios aunque no participó en ellos. Era consciente de su condición de mujer. Se mantenía en segundo plano y su rabia roja crecía.
Jack le pasaba avisos del día que pagaban la nómina las empresas y sobre cámaras acorazadas. Joan siempre donaba a la Causa lo obtenido en los atracos. Joan y Jack se volvieron amantes-camaradas. Compartían una historia familiar y un odio familiar. Se movieron juntos y en círculos superpuestos. Joan fue Williamson, Goldenson, Broward y Faust y siempre volvió
al Klein. Jack siguió siendo un agente secreto bajo su nombre real y absolutamente ficticio. Jack sacó a Joan de la cárcel. Jack utilizó sus contactos en los departamentos de Policía para que borraran nombres de expedientes criminales. Joan planeó dos atracos a dos fábricas de tejidos de L.A. en el 51 y el 53. La detuvieron en una gran redada. Jack la sacó de la cárcel y alteró
expedientes. Joan planeó un atraco en Dayton, Ohio. Jack sobornó a los investigadores clave y consiguió expurgar casi todos los documentos.
Joan anduvo vagabunda y visitó lugares donde la lucha revolucionaria ardía con fuerza. Fue un recorrido vertiginoso y una deuda de sangre de gran urgencia. Su diálogo con Karen Sifakis redujo sus peores instintos. Su lujuria alcanzó el punto máximo y las cosas se torcieron: 51, 56 y 61. Sólo Karen conoció los detalles. Sólo Karen supo el precio que había tenido que pagar para seguir adelante a su enloquecido paso.
Traficó con heroína para financiar golpes izquierdistas. Fomentó la revuelta en Argelia y en Cuba. Era imprudente, vengativa, incauta e ideológicamente insensata. La muerte de su gran amor Dwight Holly le había enseñado cosas. Su ultraizquierdismo estaba a la altura del ultraderechismo de Dwight en odio y en rigor especioso. Tendría que haberle dicho todo eso antes de huir de él.
Anduvo vagabunda y huyó de J. Edgar Hoover y corrió hacia él. Pensaba en las esmeraldas casi constantemente. Oyó rumores y almacenó conocimientos y suposiciones. Actuó con sentido común y siguió el rastro.
Jack lo siguió con ella. Compartieron información y llegaron a esto:
Después de la guerra, Hoover vendió las esmeraldas a un fascista paraguayo. Fue una cuestión de codicia y un favor político. El caudillo sudamericano ocultaba a científicos nazis buscados por Estados Unidos. El caudillo conocía a gemólogos brillantes. Sabían de piedras y tenían sus propios planes.
Estudiaron las esmeraldas. Entre sus hallazgos se contaban unas técnicas de explotación minera. Se trataba de una tecnología de perforación de la roca. La pusieron en práctica, funcionó y terminó con las incursiones de los huaqueros. El caudillo temió
una venganza abierta por parte de éstos y ordenó masacres. Cientos de huaqueros fueron pasados a cuchillo. La tecnología de perforación acarreó despidos masivos y los beneficios de las explotaciones aumentaron. Con ellos se financiaron golpes de estado derechistas en toda Sudamérica.
El fuego verde sirvió para mantener a Rafael Trujillo en el poder. El Chivo se obsesionó. Tenía que adueñarse de las esmeraldas iniciales de los muzos-Klein. Su procedencia lo consumía. Quería que aquella historia terminara al mismo tiempo que él.
Trujillo se apropió del dinero dominicano y se apoderó de tierras haitianas. Papa Doc Duvalier había sido financiado con las esmeraldas y las quería para él. Trujillo y Duvalier se odiaban a muerte. Trujillo mató a refugiados haitianos. Duvalier tomó
represalias. Los dos führers descubrieron su deseo mutuo y decidieron confiar el uno en el otro en lo que se refería a la adquisición de las piedras y en nada más. Joan rastreó el arco recorrido por las esmeraldas hasta ese punto y nada más. Viajó a la R.D. a principios del 59.
Encontró un país maduro para la revuelta. Conoció a Celia.
Una red izquierdista las presentó. Celia era una heredera arruinada de la United Fruit. Era medio estadounidense, medio dominicana, de familias ricas de muchas generaciones. Utilizaba intercambiablemente el apellido de su padre, Farr, y el de soltera de su madre, Reyes. Era Gretchen o Celia a conveniencia. Joan prefería el segundo apellido. Celia era una víctima de la revolución, por la izquierda y por la derecha. Castro había nacionalizado los cultivos de caña y su padre se había arruinado. El Chivo acababa de expropiar unas tierras de su madre. Celia era una jugadora de polo de fama nacional y una artista de las estafas. Era omnívoramente inteligente y no demasiado brillante. Joan consideró que estaba preparada para la conversión. Hubo algo que se lo corroboró.
Las esmeraldas. Celia enloquecía por ellas.
Se hicieron amantes-camaradas. Celia era obstinada, dúctil e independiente y voluntariamente sumisa al concepto de revuelta. Celia era una mística. Joan, no. Celia tenía algunos conocimientos de filosofía oriental y muchos más de vudú. Celia creía en la fuerza espiritual de las esmeraldas. Joan, no. Conciliaron sus diferencias y viajaron a la Cuba de Castro. Empezaron a planear la invasión del 14/6.
La invasión fracasó. Una rebelde llamada María Rodríguez Fontonette traicionó a la Causa. Un Tonton Macoute llamado Laurent-Jean Jacqueau ayudó a la Causa. Jacqueau emigró en secreto a Estados Unidos y se cambió el nombre por el de Leander James Jackson. Joan y Celia fueron capturadas, encarceladas y liberadas mediante sobornos. Joan había guardado lo obtenido de un atraco en una cámara acorazada de L.A. Jack Leahy recurrió a ese dinero y untó a los funcionarios pertinentes. Joan y Celia volaron a Estados Unidos. El Chivo fue asesinado. Juan Bosch y Joaquín Balaguer lo sucedieron. Eran unos gobernantes represivos y mucho menos extravagantes. Balaguer heredó la fijación del Chivo por las esmeraldas. Por aquel entonces, era un abogado del gobierno que aspiraba a la presidencia. Papa Doc siguió siendo presidente y conservó la fijación por las esmeraldas.
Los dos hombres se encontraron. Colaboraron y cerraron un trato paralelo. Habían averiguado la identidad del jefe paraguayo. Le dieron un pago anticipado a cuenta de las esmeraldas de los muzos-Klein. El jefe estaba casi arruinado y su salud era mala. Quería venderlas. Corría diciembre del 63. El azar intervino y lo jodió todo. Balaguer sufrió un revés financiero. Papa Doc sufrió un revés financiero. No tenían dinero suficiente para comprar las esmeraldas. Buscaron a un americano rico al que enviárselas.
La radio macuto derechista les proporcionó un nombre: el doctor Fred Hiltz. Distribuía panfletos racistas y era un devoto del mito de las esmeraldas. Contactaron al doctor Fred. Éste pagó al caudillo sudamericano por giro bancario. Las piedras fueron enviadas mediante un mensajero a Santo Domingo. Balaguer y Papa Doc se encontraron allí sólo para tocarlas. No confiaban en mensajeros para que se las entregaran en mano. El doctor Fred insistió en un vehículo blindado. Contrataron a un haitiano para que las llevara en avión a L.A. Era el 16/1/64. No pudo viajar hasta el 21/2/64. Balaguer y Papa Doc disfrutaron con el retraso. Tuvieron más tiempo para tocar las esmeraldas.
DE REPENTE:
Un matón de los Tonton Macoute se enteró del envío. Se puso en contacto con su frère Tonton, Leander James Jackson. Leander conocía a sus viejas camaradas Joan y Celia. Chiripa: Richard Farr, hermano de Celia, trabajaba en la Wells Fargo de L.A.
Jack Leahy era el director de la oficina del FBI en L.A. Richard conocía la ruta del furgón blindado. Richard avisó del efectivo que viajaría junto con las esmeraldas. Jack conocía a basura criminal sacrificable, gente que dejar muerta en el escenario del crimen. Lo más complicado sería dificultar su identificación. Joan conocía a un químico brillante llamado Reginald Hazzard. Había sido alumno suyo en la Escuela de la Libertad. El mes anterior, le había pagado la fianza para sacarlo de la cárcel.
Urdieron el plan. Reginald preparó una solución que quemaba hasta los huesos. Jack reclutó a un klanero sacrificable llamado Claverly y a un maleante sacrificable llamado Wilkinson. El plan ya estaba urdido del todo, pero: Reginald quería estar allí. Se lo dijo a Joan y a Jack. Joan y Jack discutieron y trataron de disuadirlo. Reginald insistió. Pensó
que su experiencia como químico lo hacía imprescindible e inmune a los engaños. Tenía razón y no la tenía. Joan y Jack discutieron. Jack abogaba por la condescendencia y Joan, por el control. Ganó Jack. Reginald participaría en la acción y sobreviviría. El plan ya estaba urdido del todo, pero:
Reginald temía una traición. Reginald albergaba un resentimiento infantil. Sus camaradas confiaban en él para que creara compuestos químicos que quemaran en profundidad, pero no confiaban en su participación. Aquel día, él estuvo allí. En un arrebato, rompió una de las gomas que sujetaban los billetes y todo se llenó de chorretones de tinta. En un arrebato, Jack le disparó.
Sus precauciones con el retardante de llama le salvaron la vida. A pesar de ello, lo alcanzaron balas de punta blanda. Sus compuestos químicos funcionaron de una manera errática. Los perdigones paliativos de la boca no le causaron daño. Paradójicamente, los productos antillamas incrementaron las llamas.
Y sobrevivió. Marsh y el médico le salvaron la vida. Antes de alejarse del furgón blindado, se había llevado unos puñados de billetes y se los dio al médico.
Se escondió en Los Ángeles Este. Scotty Bennett se encargó de la investigación por parte del DPLA. Jack lo hizo por parte del FBI. Los artículos de los periódicos y los informes del escenario del crimen lo conmocionaron: en el escenario del crimen había dos atracadores muertos.
Jack quería encontrar a Reginald y matarlo. Joan le dijo que no lo hiciera. El encendido debate duró varios días. Ganó la camarada Joan. Buscó a Reginald y lo encontró. Le pidió perdón. Él le dijo que quería vivir en Haití y estudiar química herbolaria. Ella le dio las esmeraldas y le dijo que sirviera a la Causa.
Joan y Jack tenían cuatro millones de dólares. Una docena de fajos de billetes había quedado manchada de tinta. Debido a las manchas, durante un tiempo no pudieron poner el dinero en circulación. Esperaron. Jack oyó un rumor: a través del Banco Popular se había blanqueado dinero birlado del atraco. Se lo dijo a Joan. Ella hizo pesquisas acerca de Lionel Thornton. Supo que tenía contactos con la mafia. Supo que había participado en la lucha obrera de Detroit de 1940. Concertó una cita con él. La cita fue bien. Ella se mostró instintivamente colaboradora. Se estableció confianza entre los dos. Thornton sabía mucho de política y era egoísta. Joan descubrió trapos sucios sobre él y se los guardó como póliza de seguros. Le dio los billetes manchados y los no manchados. Reginald creó un compuesto químico para quitarles las manchas. Dejó
que Thornton invirtiera el dinero como quisiera. El capital inicial creció en una cámara acorazada oculta. Joan le dejó que pusiera en práctica el plan de reparto de las esmeraldas. Las piedras verdes formaban un circuito que regresaba a Isidore Klein y a su lucha. Aquello proporcionó a Joan un leve remedo de paz.
Thornton hizo su trabajo y cumplió su palabra. Scotty Bennett y Marsh Bowen lo mataron. No reveló el nombre de Jack ni el de ella.
Reginald se quedó en Haití y seguía allí. Su paradero exacto no se sabía. Perdonó a Jack y a Joan. Tenía diecinueve años, era vehemente y se dejaba llevar con facilidad. Era cómplice pasivo y tan culpable como ellos dos. Se creyó la revolución a pies juntillas y no fue nunca capaz de ver su coste. Ahora, Joan sabía un poco de eso. Llevaba treinta años en el juego. Las consecuencias del atraco fueron remitiendo. Joan vivió el zeitgeist de los años 60. Jack se quedó en el Buró. Diseminó
información. Expurgó y archivó mal los expedientes de sus camaradas. Joan siguió manteniendo contacto con Karen Sifakis. Karen describió su aventura amorosa con un FBI canalla llamado Dwight Holly.
Dwight hizo cosas terribles para el señor Hoover. En primavera del 68, Dwight estaba hecho polvo. Tommy Narduno había notado la mano del FBI detrás del golpe contra King. Tommy había visto a Dwight en Memphis unos días antes. Joan no le contó a Karen lo que Tommy pensaba. Karen decía que Dwight estaba planeando una operación de CONTRAINTELIGENCIA. Necesitaba un informante. Joan supo que tenía que ser ella.
HERMANO MAAALO entró en la fase de planificación. Ocurrió un hecho inesperado. Jack llamó a Joan y le informó de un rumor persistente.
Se trataba del doctor Fred. Había juntado algunas pistas sobre el atraco, sacadas del expediente de Clyde Duber. No buscaba venganza. Balaguer y Papa Doc le habían reembolsado el dinero. Quería una segunda oportunidad de hacerse con las esmeraldas.
Hiltz quería comentar con el señor Hoover sus pistas sobre el atraco. Era un ICB de plena confianza y a menudo mantenía charlas amistosas por teléfono con el señor Hoover. Joan actuó sumariamente.
Sabía que el doctor Fred tenía un refugio antiaéreo. Leander conocía de oídas a Jomo Clarkson a través de radio macuto de la militancia negra. Joan contactó con Jomo y le propuso un plan: róbale el dinero al doctor Fred. No le hagas daño. Asústalo para que calle lo que sabe de febrero del 64.
No quería más muertes. Y, sin embargo, las tuvo. Jomo y su compañero mataron al doctor Fred. El compañero se fugó. Jomo lo encontró y lo mató.
HERMANO MAAALO siguió adelante. Joan se convirtió en la informante de Dwight. Se produjo la asociación imprevisible entre Marsh Bowen y Scotty Bennett. Joan y Dwight no supieron de su alcance, entonces. Marsh y Scotty querían el dinero y las esmeraldas. Se confabularon y se traicionaron el uno al otro y murieron por su causa. Dwight y Joan se confabularon y conspiraron. Ella lo traicionó sólo con su silencio. Habían tramado una operación que serviría para enmendar todo lo que habían hecho mal. Dwight se retiró de ella, unilateralmente. Todos los documentos que habían preparado estaban escondidos en casa de un camarada. Ella respetaría la decisión de Dwight de abortar el plan. Carece de la voluntad requerida.
Celia estaba perdida en aquella isla. La Banda y los Tonton la habían señalado. La buscaban por el trabajo que había hecho con Wayne. En algunos aspectos, Celia estaba loca de atar. Casi con certeza, María Fontonette había sido asesinada hacía unos años en L.A. Celia se había sentido culpable de su muerte. Le había hecho un hechizo a Tatuaje. Era un disparate. El vudú era capitalismo bárbaro disfrazado de magia. Celia no lo veía así. No importaba. El coraje de Celia iba más allá de las ideologías. La fe funciona así.
Tendría que haberle contado la historia a Dwight. Había algo que todavía la carcomía. La última palabra que le había dirigido no debería haber sido «no».
Las nubes se rompieron y derramaron lluvia. El chico se veía distinto. La longitud del relato se correspondía con la amplitud de la vigilancia que él había llevado a cabo. Aquella cara que siempre aparecía y desaparecía. Sé que quieres tocarme.
Te dejaré hacerlo.
Él captó la señal y se acercó. Ella pensó que sería torpe. Él le limpió sangre seca de las muñecas y le besó la raya del cabello. 120
(Los Ángeles, 27/3/72)
LA SILLA ELÉCTRICA , LAS MANOS Y PIES, EL OJO .
La piel abrasada, los muñones, el hedor del lanzallamas. Cinerama y Olorvisión. Espera... Hay un perro con un sombrero de vudú y una palmera ardiendo.
Crutch despertó. El perro que ladraba era uno que había fuera. Las llamas eran el sol de las seis de la mañana. Se orientó. Estaba en su piso núm. 3/piso franco núm. 1. Scotty había muerto. No tenía que esconderse. Tienes que regresar. Ahí es donde ella te ha llevado. A ella le ha costado todo. Ella marcó tu ficha de entrada al trabajo de vigilancia. Has terminado el turno al cabo de tres años y nueve meses.
Preparó café y escribió una lista de preguntas para Celia. Celia sabía cosas sobre Tatuaje. Se preguntó si a Celia todavía le importaba.
Se entretuvo con el equipo de química. La historia no cesaba de repetirse como si fuera una película. La cinta se enganchaba aquí y allá.
La Operación. El plan de Joan y Dwight. Sólo podía ser eso.
Crutch fue a Clyde Duber Asociados y se coló en el despacho. Eran las 7:10. Podría estar solo un buen rato. Leyó el expediente que había hecho Clyde sobre el atraco y el expediente personal de Marsh Bowen. Ahora conocía la historia de Joan. Los datos coincidían, redundantes. ¿A quién le importa?
Una gira de despedida. No puedes pasarte el resto de la vida vigilando, mirando y saliendo a la caza de documentos. Eso te ha jodido la cabeza.
Dejó el despacho y pasó por el solar de los colaboradores de los detectives. Phil Irwin y Bobby Gallard dormían en sus bugas. Clyde daba una fiesta en honor del fallecido Scotty. El solar estaría iluminado y decorado con tela de tartán. Joan había recuperado fuerzas y le había contado más cosas, antes de que él se largara. Había hablado de la lista negra y de todas las personas a las que Hoover había machacado. Él había memorizado sus nombres. Había querido tocar su cicatriz y enseñarle la que él tenía en la espalda.
Dobló hacia el este. Aparcó delante del refugio y subió los peldaños del porche. El timbre no funcionaba. Aporreó la puerta varias veces, fuerte. El cerrojo era demasiado inocente como para no saltarlo.
Ella había hecho un nido en el suelo. Las chaquetas y jerséis de Dwight, sus trajes de federal. Él olió el humo de los cigarrillos de ella y de la loción para después del afeitado de Dwight. Los trajes estaban empapados de loción. Ella los había rociado a conciencia.
Crutch salió a la terraza. En la barandilla había unos prismáticos Bausch amp; Lomb. Los ajustó y miró hacia la casa de Karen. Karen y Joan quemaban papeles en la barbacoa del patio trasero. Joan llevaba las muñecas vendadas. Las niñas jugaban al escondite. En el respaldo de una silla había una toalla manchada de sangre. Acercó más el zoom. Joan casi sonreía y se reía.
Tuvo una idea. No la gafó concretándola en palabras, dentro o fuera de la cabeza. Tenía el equipo de química apalancado en el piso núm. 3. Se entregó a una noche de Walpurgis y trabajó hasta caer rendido.
Toxina de pez globo y ortigas urticantes. Hígados de rana arborícola del frigorífico. Fórmulas rigurosas, popurrí, improvisación. Tres hornillos encendidos y nubes de hongo como Hiroshima.
Aglutina, reduce, aumenta, corrige, recalcula y reinténtalo. Es como el anuncio de Brylcream: «Un pequeño toque servirá.»
Reformula y redúcelo todo a tamaño subatómico.
Se acercaba. Unas dosis del tamaño de una gota quemaron papel y madera. Recalculó y lo reintentó. Manipuló interminables cadenas moleculares y redujo la dosis. Pensó que estaba sub-ultra-cerca y calculó mal. Se acercó más que la primera vez y gritó: «¡Alto!», antes de desplomarse.
Introdujo una partícula en un trozo de queso y lo dejó en el porche trasero. Tomó dos Seconales y durmió durante el experimento. Sedación. Nada de pesadillas. Ningún flashback de la Zona Zombi. El gorjeo de los pájaros lo sacó del coma. Se precipitó al porche trasero.
Ahí está el queso y una rata muerta. Un mordisco minúsculo ha tumbado al roedor.
121
(Los Ángeles, 28/3/72)
—Quién mató a Scotty Bennett?
—No te lo diré.
—Recuerdo la primera vez que dijiste eso.
—Fue en 1944. Me preguntaste si me acostaba con aquel chico de la Alianza Socialista de los Jóvenes.
—¿Y te acostabas con él?
—No te lo diré.
Estaban sentados en el coche de Jack. Elysian Park seguía mojado por la lluvia. Ella se había encontrado allí con Dwight algunas veces. A tiro de piedra de la Academia del DPLA. El lugar de intimidación de Dwight.
—¿Has destruido el expediente?-preguntó Jack.
—Karen y yo lo quemamos ayer.
—Lo leyó ella?
—No tenía por qué hacerlo. —Joan encendió un cigarrillo—. Ya sabía que no podía haber nada más. Un coche patrulla pasó cerca. Joan lo miró.
—Podríamos haber filtrado a los medios algunas páginas sobre Bowen y HERMANO MAAALO.
—No, sin hacer daño a Dwight.
—Los muertos están muertos. Los camaradas perdidos sirven a la Causa desde la tumba. «¡No te lamentes, organízate!» No me digas que no has oído nunca la consigna.
—Las cosas han cambiado.
—Tú y el Ejecutor.
—Hay personas a las que uno espera toda la vida. Eso me lo dijo Wayne.
Jack encendió un cigarrillo. El sol le alcanzó los ojos. Bajó la visera.
—Asuntos Internos ha enterrado a Scotty. Encontraron su expediente, con toda la mierda de Bowen. A Scotty y a Bowen les han cargado póstumamente la muerte de Thornton. Nosotros no estábamos en el expediente. De lo contrario, ya me habría enterado.
Joan se limpió las gafas con el faldón de la camisa. Jack hizo lo propio. Ella recordó la primera vez: Brooklyn, 1946.
—Tenemos siete millones de dólares.
—Lo sé.
—Echo de menos a Celia. Soy demasiado conocida y no puedo ir a buscarla.
—Celia ya conocía los riesgos —replicó Jack—. Tú se los explicaste. Te dijo que si desaparecía, no la buscases. Tienes que respetar su deseo. Así es como funciona nuestro mundo.
—Podrías ir tú —dijo Joan, tirando el cigarrillo.
—No lo haré.
—Por principios?
—Sí.
—¿Sólo por principios?
Jack le pellizcó el brazo. Le dolió. Eran las calabazas de un amante-camarada, año 46.
—Tú suspendiste la Operación. Yo, no. Tú tuviste un lapsus sentimental. Antepusiste una relación personal al cumplimiento del deber. Yo, no.
Joan miró por la ventana. Un joven policía la saludó con la mano. Ella le devolvió el saludo.
—Me ha llegado un aviso —dijo Jack.
—Te escucho.
—Dwight montó un equipo que espiaría para Nixon. Podríamos aprovecharnos de ello.
—No.
—Por qué?
—No te lo diré.
Jack se rio. Joan tragó dos cápsulas a palo seco.
—Deberíamos haber tenido un hijo juntos.
—Recuerdo la primera vez que dijiste eso. —Jack le pellizcó el brazo, esta vez con suavidad.
—¿Cuándo fue?
—En otoño del 54. Por la televisión daban las audiencias del proceso Ejército-McCarthy.
—¿Por qué recuerdas las cosas de esa manera?
—Por pura arrogancia. Estamos ensimismados y confundimos nuestra vida con la Historia. Joan sonrió. Jack abrió su portafolios.
—Tengo un expediente sobre nuestro amigo. Estaba en el escritorio de Dwight. Lo hizo Clyde Duber. Pensó que algún día el chico podía desviarse de la línea.
DONALD LINSCOTT CRUTCHFIELD. Nacido en Los Ángeles, 2/3/45. Cabello castaño, ojos castaños, 1,72, 69 kilos. Joan lo leyó en el refugio. Ahora, el nido de ropa olía a ella. Cada vez captaba menos a Dwight. Clyde Duber se había inspirado en informes de los departamentos de Policía y había añadido sus propias notas. En la parte posterior había una copia de ICB sujeta con un clip. La mancha persistente cobra forma. El padre indigente y apostador en el hipódromo. La madre desaparecida. El chico a la edad de diez años. Todos los años, por Navidad, la madre le manda cinco dólares y una postal. El chico investiga.
La posdata de Duber.
Había localizado a Margaret Woodard Crutchfield en el 65. Había muerto alcoholizada en Beaumont, Tejas. No podía romperle el corazón al chaval: se puso en contacto con colegas de todo el país y continuaron con la tradición del envío del regalo navideño. La búsqueda de su madre le daba al chico algo que hacer que no fuera una perversión. El chico era hábil. «Los voyeurs son buenos aprendices y a veces llegan a ser buenos detectives.» Clyde sacó al chico de problemas y le dio trabajo. Valoró su intransigencia y su invisibilidad. Temía sus «tendencias extrañas». Citaba el caso del doctor Fred Hiltz/Gretchen Farr.
Así que todo empezó ahí. Me encontraste entonces.
Aquel verano, Celia era Gretchen. Como Gretchen, cometía locuras. Estafaba a los hombres, se drogaba y transportaba cocaína en aviones fletados. Estaba en plena fase mística. La revolución le aburría. Las muertes de King y de RFK propiciaron travesuras hippies soeces. Estaba preocupada por Tatuaje. La había hechizado y deshechizado. Creía firmemente que Tatuaje corría peligro.
Verano del 68. El chico te ve.
El informe mecanografiado de Duber terminaba allí. Joan pasó al informe de ICB. El chico conoció a un aprendiz de detective llamado Phil Irwin y a un abogado de divorcios llamado Charles Weiss. Irwin era informante del FBI. Delataba a cónyuges que ponían los cuernos a partir de los trabajos que hacía para Weiss. Su operador lo citaba:
«Sí, tengo que admitirlo. A mi colega Chick y a mí nos gusta mirar. Hemos aprendido con el mejor maestro. No hay ventana de Hancock Park en la que ese retorcido no haya metido las narices. Él nunca lo supo, pero Chick y yo lo seguíamos y estudiábamos su técnica. Chick dijo que había "escalado el Partenón del mirón", sea lo que sea eso.»
Más abajo constaban notas de archivo de tres departamentos de Policía. DP de Santa Mónica: Irwin y Weiss, interrogados por merodear, 9/67. DP de Beverly Hills: Irwin y Weiss, interrogados por merodear, 4/68. Nota de los archivos del DPLA, 68/5: el agente inmobiliario Arnold D. Moffett, interrogado por «fiestas porno».
Joan recordó el nombre. Aquel tipo le había alquilado una casa a Gretchen.
El DPLA abandonó la investigación. Fiestas porno, ¿y qué? A pie de página había una relación de asociados conocidos. Cuatro nombres, más Charles Weiss. «El señor Weiss comparte con el señor Moffett la afición por el arte negro estrafalario.»
Joan pensó en el chico. ¿Debía enseñarle el expediente? En parte, quizá.
Buscó su navaja. Rascó con la hoja las líneas referidas a Margaret Woodard Crutchfield. La mano se ajustaba perfectamente a la navaja. Con ella había acuchillado a un esquirol en 1956.
122
(Los Ángeles, 29/3/72)
—Scotty jodía con un puercoespín —decía Redd Foxx—, pero tengo que deciros que era una hembra de puercoespín, por lo que no hay nada de pervertido en ello.
Ja, ja, ja, el gentío rio con ojos empañados. Unos negros se habían cargado a Scotty. Pongámonos hasta el culo de todo y lloremos su muerte.
El solar de los colaboradores de los detectives. Luces navideñas y banderolas de tela de tartán. Priva y fármacos. Qué pasada, tío.
Crutch, Clyde, Buzz, Phil Irwin y Chick Weiss. En el escenario, Milt C. con Yonqui Monkey y Redd. El ex gobernador Pat Brown y numerosos polis. Catorce Panteras Negras. Un atracador negro que ahora es telepredicador. Frau Scotty y seis novias del difunto.
—Scotty pilló a este pobre simio por un atraco ridículo —dijo Yonqui Monkey—. Lo único que me llevé fueron seis tartas, cuatro cajas de chicharrones, una botella de vino y diez cartones de Kool extralargo. Scotty captó que yo tenía soul y me perdonó la vida. Nos lo fundimos todo allí mismo y nos fuimos de putas.
Ja, ja, estamos conmocionados por el dolor, pero es divertido. Frau Scotty le pasó un porro a la novia núm. 4. La novia núm. 5 comía una galleta de hachís.
—Scotty quería pillar a un hermano llamado Cleofis —dijo Redd Foxx—. Era un atracador y un ladrón de botines. Daba palos en las licorerías con una recortada y se follaba a las zorras de Scotty con un duro cañón de acero negro diez veces más grande.
La novia núm. 3 aulló de risa. La novia núm. 2 abrazó a frau Scotty. Phil Irwin lanzó un Quaalude al aire. Chick lo cogió con la boca. Pat Brown parpadeó.
¿Qué estoy haciendo aquí?
El ruido de la fiesta lo machacaba. Había pasado el día rememorizando y haciendo llamadas telefónicas. El asunto: los pisos francos de la R.D. y las víctimas de Hoover.
Rememorizó la lista de la CIA de pisos francos. Rememorizó la lista de pisos francos del expediente de Joan. En su piso núm. 3 cogió el teléfono y llamó a gente.
Lo tomaron más por pasma que por camarada. El nombre de Joan le hizo ganar algo de credibilidad. Tenía una retahíla de nombres sacados del relato de Joan y de sus monólogos. Consiguió sus números. Llamó a aquellas personas y habló con ellas de manera casual y amistosa. Lo pusieron al día de algunas novedades y le contaron historias viejas. J. Edgar Hoover lo jodió a usted, ¿por qué no me lo cuenta?
Le contaron las historias que circulaban por radio macuto. Ingresos en prisión, suicidios, desaliento. Muertes precoces y acoso. Muchas propuestas de delatar a los amigos a cambio de mejor trato. Algunos sucumbieron a ello. Otros, no. Continuó llamando. Los jodidos seguían hablándole y dándole datos. Las malas noticias le cayeron encima como un alud. Federales espiando por la ventana y en la escuela de tus hijos. Has enojado al gay Edgar. Ha oído indiscreciones. Ahora iremos a por ti.
Aquello lo abrumó. Reavivó en él Aquella Idea. Más suicidios, más seres amados desaparecidos. El dolor lo dejó
terremotizado y tsunamizado.
Frau Scotty subió al escenario y se puso sentimental. Aquello dio pie a los Panteras a ponerse a bailar. Yonqui Monkey miró
lascivamente a las seis novias de Scotty. Ellas se partieron de risa.
Crutch se dirigió al teléfono público. Todavía era temprano. Podía hacer más llamadas y obtener más combustible para la idea. Buscó monedas en los pantalones. No tenía de cinco ni de diez. Sacó la reluciente esmeralda. El abrazo de despedida. Ella se la había metido en el bolsillo. Nena, no tenías que haberlo hecho. Ya me has vuelto rojo. Sill's Tip-Top estaba en Las Vegas Norte. El trayecto lo dejó hecho polvo. Ella había llamado al lugar «mi local talismán». Si vas a venir, nos citaremos allí.
Era un café de mierda cerca de la base aérea de Nellis. Los parroquianos de la mañana eran soldados y restos de noctámbulos. Consiguió llegar puntual. Por un margen de pelo púbico.
Ella esperaba en un reservado de la parte de atrás. En el local no había segregación. En el aire zumbaba una mínima tensión. Crutch se sentó.
—Siempre vas con la lengua fuera —le dijo Mary Beth. Una camarera le sirvió café. Crutch lo bebió deprisa y se quemó la lengua.
—Siempre vengo corriendo a Las Vegas para contarle algo. En esta ocasión, sin embargo, la he avisado antes.
—Tu aspecto es siempre distinto. —Mary Beth dio un sorbo al café—. Quizá se debe a que te veo de tarde en tarde y siempre en un estado muy alterado.
Crutch jugueteó con la taza. Derramó café. Mary Beth lo secó.
—Me recuerdas a Wayne.
—Lo lamento muchísimo, maldita sea.
—Wayne era responsable de sus propios actos. Yo agradecí poder compartirlos con él durante un tiempo, pero las cosas tenían que terminar así.
Un tipo de la base aérea los miró mal. Crutch le respondió con una mirada dura.
—Déjalo —le dijo Mary Beth—. Mira dónde llevaron a Wayne los grandes gestos. Intenta ser más prudente. A la larga, todo te irá mejor.
Crutch sintió calambres de tanta conducción. Estiró las piernas y tocó con ellas a Mary Beth. Aquello lo puso nervioso. Ella no se movió y esperó a que se le pasara la confusión.
—Se me da muy bien encontrar a personas.
—Eso ya me lo dijiste la última vez.
—Ahora todavía se me da mejor. He averiguado cosas nuevas.
—Tu aspecto es distinto, eso lo reconozco.
La camarera trajo más café. Mary Beth se enrolló las mangas de la camisa. Llevaba un brazalete de plata con una esmeralda engarzada.
—Su hijo le mandó la piedra.
—¿Cómo lo sabes?
—No se lo diré.
Mary Beth miró por la ventana. Crutch siguió su mirada. Ella miró un cartel que rezaba «Nixon reelección».
—Sé dónde está su hijo.
—¿Y cómo lo sabes?
—No se lo diré.
—No voy a pedírtelo. —Ella le tocó la mano—. Harás lo que te apetezca, sean cuales sean mis deseos. Lo único que te pido es que no atribuyas toda tu estupidez a una presunta deuda que tienes con Wayne.
La camarera se acercó. Crutch se puso nervioso. Mary Beth entrelazó los dedos con los suyos. La camarera lo vio y puso unos ojos como platos.
Mary Beth puso las manos sobre las suyas y las mantuvo en la mesa. Él vio las motas verdes de sus ojos.
—¿Por qué haces estas locuras?
Crutch se quedó pensativo.
—Para que las mujeres me amen —respondió al cabo.
Los herbolarios vivían cerca. Tenían el laboratorio en el garaje de la casa de un tipo llamado François. Crutch se presentó con pizza y cerveza. Los encontró en plena sesión de hervir y depurar.
Los tipos hicieron un alto para papear y privar. Crutch dijo que tenía una idea. Quiero chamuscar un papel justo hasta el límite de la combustión y la llama.
Muy bien, chico. Nosotros trabajamos y tú miras y aprendes.
Explicó lo que había hecho Wayne con las tachaduras y sus propios resultados, poco concluyentes. Dijo que podía llevar líquidos o polvos, pero no los chismes de rayos. Explicó todas las estructuras moleculares que acababa de memorizar. Los tipos charlaron en francés y le dijeron que mirara.
Tres hornillos eléctricos a toda caña. Crutch perdió la noción de las proporciones y del proceso de reducción. François llenó
el suelo del garaje de papel de mecanografiar. Los otros tipos llenaron de líquido unas botellas de limpiacristales. Crutch contó
seis botellas y pilas de papel. François fue de pila a pila y las roció.
La pila núm. 1 se quedó allí, mojada. La pila núm. 2 burbujeó y goteó. La pila núm. 3 estalló en llamas. Dos de los tipos la pisaron para apagarlas.
La pila núm. 4 se coaguló, crujió y desprendió un humo negro.
123
(Los Ángeles, 1/4/72)
Eleanora echaba de menos a Dwight.
Se lo contaba a los peluches. No se lo decía a Karen. Cocodrilos de felpa. Los regalos que le hacía Dwight. Joan la miraba. Eleanora ponía los cocodrilos en la mesa de picnic y les susurraba teatralmente. Tenía tres años. Estaba desarrollando unas cualidades estoicas e imitaba a los adultos. Pronto aprendería a compartimentar información. Dina salió corriendo hacia la casa.
—He decidido desaparecer —dijo Karen—. Aquí han ocurrido demasiadas cosas. Cogeré a las niñas y me marcharé. Joan se frotó las muñecas. Empezaban a curarse. La noche anterior se había quitado las vendas. Estaban formándose nuevas cicatrices.
—¿Y tu marido?
—Le dejaré una nota. Es tan egoísta que no se ocupa de mí. Echará de menos a las niñas durante un tiempo y a otra cosa, mariposa.
—Puedo darte algo de dinero. Así no tendrás que dedicarte a la enseñanza.
—Te lo agradecería.
Los cocodrilos habían perdido pelo. Eleanora era rigurosa y les asignaba tareas. No hablaba mucho. Escuchaba y actuaba. Era obstinada y circunspecta. Llegaría a ser calculadora y contundente.
—Quiero hacer documentos —dijo Karen—. Conservaré el nombre de pila y crearé una personalidad a partir de ahí.
—Jack puede conseguir fotos policiales y tarjetas de huellas. Tu nombre aparecerá en los archivos de cómplices conocidos, pero puedes limitar la exposición al peligro.
Eleanora cogió los cocodrilos y corrió hacia la casa. Joan miró hacia el refugio.
—Hay una relación genética en la virtud de la persistencia? Karen señaló la sombra de Eleanora. Joan sonrió. Destellos de sol llenaron el patio. Karen se protegió los ojos.
—Nos están vigilando.
—Lo sé.
—¿Es inofensivo?
—No estoy segura. Es una especie de converso y trata de ser amable.
—Mi marido me regaló esos prismáticos. Si supiera dónde han estado, se moriría.
—Déjaselos con la nota. Serán un buen pisapapeles.
Los destellos volvieron. Joan saludó con un gesto que decía «ven aquí».
Las niñas lo inspeccionaron. Eleanora lo estudió. Dina se tapó la boca y corrió. Eleanora se alejó caminando y lo miró
volviendo la cabeza.
—El café de Hillhurst —dijo Karen—. Siempre estabas allí.
Joan oyó que Dina lloraba. Karen se excusó y entró en la casa. El chico estaba en buena forma. Tenía los ojillos castaños y el pelo cortado al uno con alguna cana. Su estilo era un «a tomar por culo la moda actual».
—Tienes las muñecas mejor?
—Sí.
—Espero no estar molestándote a ti y a tus amigas.
—Te ganas la vida de ese modo.
—Se me da bien encontrar a personas —sonrió.
—Ya hemos hablado antes de tus habilidades —sonrió Joan.
—Encontraré a Celia. La sacaré de allí y la traeré.
Karen reñía a Dina. Les llegaron las voces. El chico había asustado a la niña y Dina tenía una rabieta.
—Tal vez debería marcharme.
—No, no lo hagas.
—Voy a traer a Reginald, así que también puedo traer a Celia.
—¿Qué quieres?
—No lo sé. Es mi manera de decirte «no te lo diré».
Volvieron a pie al refugio y hablaron hasta el anochecer. El chico describió su locura en la R.D. Ella reforzó las cápsulas con té haitiano. Dejaron la puerta de la terraza abierta para que entrara la brisa.
Ella se tomaba la temperatura a escondidas y contaba los días. Puso velas encendidas en el suelo. Él le dijo que le gustaba la luz de las velas en su pelo. Ella se lo alborotó. Él dijo que veía chispas en sus cabellos. Sus pies chocaron. Ella lo miró. La mirada decía «sí, ahora». Él la besó. Fue dulce. Ella le devolvió el beso con dureza. Decía «no tengas miedo». Él le desabrochó un botón de la blusa. Puso las manos sobre sus pechos. Ella le quitó la camisa y vio la cicatriz. Él empezó a contarle la historia. Ella lo hizo callar. Dijo «ya lo sé». Le recordaba todo lo de Dwight.
Él le quitó las botas. Ella se tumbó en el suelo. Tenía la blusa levantada y los vaqueros desabrochados. Él pasó la boca por la piel al aire. Ella arqueó la espalda. Él le arrancó los vaqueros y las bragas y se quitó los zapatos y los pantalones. La blusa de ella estaba medio abotonada. Él desabrochó los últimos tres botones. Ella notó el frío del suelo en la espalda. Las luces de las velas y las sombras tramaban algo. Sus cabezas convergieron de una manera extraña. Ella calculó la edad que los separaba. Tabulación telepática. Dieciocho años, cuatro meses y cinco días.
Ella rodó hacia el colchón. El olor de Dwight seguía allí. El chico se arrodilló y tuvo un calambre. Ella le frotó las piernas, lo hizo tumbar y le dio un masaje. Él le besó las piernas. Ella se abrió para él. Terminó de separarla con pequeños toques de la nariz. A ella le gustó.
Una ráfaga de aire frío le puso la piel de gallina. Él la protegió. Se puso encima de ella y la abrazó. Quédate tranquila/quédate quieta/estoy aquí. Ella lo echó hacia atrás e hizo bailar sus manos.
Mientras lo acariciaba, el pelo se le abrió como un abanico. Él se incorporó para mirar. Estate quieto/no mires/estoy aquí. Las manos de ella jugaban con más dureza y turbulencia. Sus cabezas chocaron otra vez. Él se tumbó y cerró los ojos. Emitió
unos sonidos de dolor que ella antes no había oído nunca.
La luz de las velas se torció. En las paredes se formaron sombras. Él abrió los ojos y la vio de perfil. Sus cabezas se encontraron de nuevo. Esto no lo hemos visto nunca antes ninguno de los dos.
Él intentó hacerla rodar en la cama. Ella no se lo permitió. Se encajó encima de él. Lo dejó mirar y le pidió que cerrara los ojos. Ella se movió y los llevó a los dos a algún lugar. Duró un rato. Las velas ardieron hasta consumirse.
—¿Estás decidido a hacerlo?
—Sí.
—En Borojol hay un piso franco. El pequeño edificio que está junto a la bodega sin puertas. Allí tal vez consigas alguna pista.
—He memorizado algunas direcciones.
—Hay un médico llamado Esteban Sánchez. Traslada la consulta de un lado a otro. Celia y él son amigos. Quizá sepa dónde buscarla.
—Tengo algunas ideas. Allí conozco gente.
—¿Gente sobornable?
—Sí.
—Te daré algo de dinero.
—Me asusta. Ya sabes lo que vi allí.
—Fuiste en busca de eso y eso te encontró a ti. Siempre es así.
—¿Sabrá Celia dónde está Reginald?
—Posiblemente. Son camaradas.
—Me asusta. El lugar en sí. Me asusta más que cualquier cosa que pueda ocurrir aquí.
—¿Qué buscabas?
—Todo.
—¿Qué encontraste?
—Una foto tuya en una playa y un billete de regreso hacia aquí.
—¿Y mereció la pena?
—No tienes que preocuparte por mí. Sé que las cosas tienen un precio.
—No, no lo sabes. No puedes correr a este ritmo siempre porque llega un día en que el motor se para.
—No me digas eso. Acabo de arrancar.
124
(Santo Domingo, 7/4/72)
La Zona Zombi, destilada. Más de LO MISMO, joder.
Más redadas callejeras, más roedores tóxicos, más haitianos desposeídos. Más fascistas blandiendo porras y más diferencias por el color de la piel.
Más calor, más insectos voladores, más negros con las piernas amputadas sobre planchas con ruedas. No más cosmética de construcción de casinos. Más maaal yuyu y menos disidencia.
Crutch fue en taxi a Borojol. Llevaba cuatrocientos mil pavos y una pistola con silenciador. En la aduana lo habían dejado entrar sin problemas. No estaba etiquetado de rojo. Llevaba sus listas memorizadas. Joan le había dado dos pasaportes falsificados: uno para Celia y uno para Reggie.
Lo demasiado familiar se combina con el mal. Todo le evocó algo que intentaba olvidar. Pasó cerca del campo de golf. Su visión de rayos X revivió. Ahí está el búnker de las torturas y la silla eléctrica.
El New York Times lo distrajo. Demócratas incompetentes y Nixon. La última metedura de pata de J. Edgar. Un suceso en la calle lo redistrajo. La pasma apareció y aplastó a un grupito que repartía panfletos. Había pasado cuatro noches con Joan. Hablaron e hicieron el amor. Él había salido durante breves períodos, sólo para respirar hondo. No mencionó su idea. No podía arriesgarse a un «no». No durmió mucho. Se enroscó en torno a ella y olió su cabello en la almohada. Ella le apretó las manos contra sus pechos.
El taxi se detuvo en Borojol. El Más se convirtió en Peor. Más tortura. Más mendigos en tabla de patines. Más haitianos descalzos caminando penosamente entre mierda de rata y cristales rotos.
Ahí está la bodega sin puerta. Ahí está el piso franco.
Crutch pagó al taxista y se apeó. El piso franco parecía inocuo. Llamó y no obtuvo respuesta. Ni pisadas en el interior, ni ruidos de huida.
Abrió la puerta cargando con el hombro. El sol que entraba por un cristal roto le mostró la escena. Las paredes tenían agujeros de bala. El suelo estaba cubierto de casquillos disparados. Una pared estaba salpicada de sangre y moteada de perdigones, todo entretejido de cabellos oscuros.
Las moscas zumbaban en torno a una bata de médico manchada de rojo, colgada de una silla. Mantente despierto. Es una última mirada. Ve a sacar más del Más. Las reglas de la clandestinidad izquierdista lo limitaban. Joan conocía a la mayoría de sus camaradas sólo por el nombre de pila. El doctor Sánchez no tenía ninguna lista de teléfonos. Eso significaba conducir y mirar.
Alquiló un coche desvencijado y recorrió los pisos francos de la lista. Había memorizado catorce direcciones. Empezó en Gazcue y fue hacia el oeste.
Los tres primeros pisos estaban vacíos. Llamó, no obtuvo respuesta y entró por la fuerza. Vio evidentes señales de limpieza. Olió amoníaco con matices de sangre. Pasó la linterna de bolsillo y vio las vainas que los tipos de la limpieza habían pasado por alto.
Santo Domingo de noche: veintiocho grados y todavía bajo la opresión fascista.
Continuó conduciendo. Se perdió en los detalles. Vio tres mujeres a las que había estado espiando un rato antes. Los chicos negros comiendo cebo de pesca en el río Ozama. Los antiguos emplazamientos de los casinos llenos de gente sin techo y edificios de pisos en construcción como cajas de galletas.
Estuvo en cuatro direcciones más. Dos casas no existían. Habló con un tipo de la calle. Le dijo que La Banda las había quemado. Aquello lo irritó. Habría querido que fuesen tabernas clandestinas. Toc, toc. Se abre una mirilla. Él dice: «Soy amigo. Me envía la camarada Joan.»
Dio más vueltas. Visitó los siete lugares siguientes. Encontró dos familias corrientes instalándose. Acabamos de alquilar el agujero. No conocemos a Celia, no sabemos nada de rojos.
Estuvo en los últimos cinco pisos. Uno estaba quemado y los otros cuatro, limpiados. Un borracho dijo que aquellos gorilas de La Banda eran unos jodidos pirómanos. Vio viruelas de perdigón y pilas de gusanos sobre cartílago. Vio una peluca afro cosida a balazos.
Tuvo otra idea.
—Hola, pariguayo —dijo Ivar Smith.
—Pensaba que no volveríamos a ver tu jeta de mirón por aquí nunca más —dijo Terry Brundage. El bar de El Embajador. Ocho de la mañana. Bloody Marys aderezados con tallos de apio. Los dos tipos habían envejecido. Los dos tipos parecían prematuramente escleróticos.
Crutch hizo espacio en la mesa. Brundage echó salsa tabasco a su bebida. Smith señaló el maletín.
—¿Qué es esto?-preguntó en español.
—Cuatrocientos de los grandes —dijo Crutch.
—Oh, mierda. Vuelve a trabajar para los Chicos —dijo Brundage.
—Como si Wayne Tedrow y el Komando Tiger no hubieran sido suficiente —dijo Smith.
—Precisamente lo que necesitábamos —dijo Brundage—. Más dolor mafioso y más sabotaje comunista.
—Wayne mató el mormonismo, para mí —dijo Smith—. Antes pensaba que todos los mormones eran hombres buenos de derechas.
Brundage mordisqueó el tallo de apio.
—Odio a los malditos italianos de mierda.
Smith mordisqueó el tallo de apio.
—Yo odio a los malditos conversos izquierdistas con conocimientos de química.
Crutch enseñó las fotos: Reggie y Celia Reyes.
—¿Quién es la chiquita?-dijo Brundage—. Me gustan sus ojos.
—El negro parece Chubby Checker —dijo Smith—. «Come on, baby. Let's do the twist.»
Crutch metió la mano en el maletín y le arrojó diez de los grandes. Smith se atragantó y casi escupió el apio. A Brundage se le cayó de la mano el suyo.
—Son comunistas —dijo Crutch—. Quiero encontrarlos y llevarlos de vuelta a Estados Unidos.
—¿Por qué?-Brundage manoseó el fajo de billetes.
—No te lo diré.
—Olvidémonos un momento del motivo. —Smith manoseó el fajo de billetes—. ¿Cuánto de ese dinero nos quedará?
—Todo. —Crutch dio unas palmaditas en el maletín—. Pagáis todo lo que tengáis que pagar y el resto es vuestro.
—Explícamelo —dijo Brundage—. No estoy diciendo que no, pero dame más pistas.
—No tengo ninguna. Os encargáis de los expedientes, los informantes y el personal. Es una redada. Encontradlos o encontrad comunistas que sepan quiénes son.
—Detenciones... —Brundage echó sal a su bebida.
—Interrogatorios. —Smith echó pimienta a su bebida—. Hablaremos con La Banda.
—Podrían estar en Haití —dijo Crutch.
Brundage puso los ojos en blanco:
—Eso significa los Tonton.
Smith puso los ojos en blanco:
—Gente primitiva, mala, que jode con pollos. No trabajan barato.
—Papa Doc querrá un pellizco. —Brundage hincó el diente al tallo de apio.
—Igual que el Enano. —Smith hincó el diente a su tallo de apio.
Crutch exhibió un fajo de billetes:
—Hay mucha pasta.
—Yo tengo sangre judía —dijo Brundage—. Lo haremos por quinientos.
—Yo estoy volviéndome más judío por momentos —dijo Smith—. Quinientos y trato hecho. Crutch dijo que no.
—Cuatrocientos de los grandes, no va más.
Brundage suspiró y miró a Smith. Smith echó sal a su bebida y le devolvió el suspiro.
—Esto podría ponerse crudo. Se trata de subversivos aguerridos.
Crutch señaló las fotos:
—No me importa, mientras estos dos no sufran daño.
Se quedó despierto. Le asustaba soñar. Sus pesadillas eclipsaban la mierda que destilaba la vigilia. Consiguió dexedrinas en una farmacia. Acompañó el combustible con unos helados bañados en klerin. La base de frutas redujo la deshidratación. Smith y Brundage abrieron expedientes y elaboraron una lista de nombres. Empezó el reparto de dinero. Papa Doc y el Enano se llevaron la parte del león. Cien de los grandes cada uno. Smith y Brundage se quedaron cincuenta por cabeza. El resto se fue en gastos operativos y en matones. La Banda y los Tonton suministraron los sicarios.
Escuadras volantes: la R.D. y Haití. Sendos centros de detención rurales flanqueando el río. Polígrafos, pentotal, coerción. Tipos duros con listines telefónicos y porras flexibles.
La planificación llevó tres días. La oficina de Smith sirvió de puesto de mando. Crutch permaneció despierto y esperó. Brundage y Smith repasaron listas de asociados conocidos. Encontraron diecinueve de Celia y ninguno de Reggie. Aquello limitaba sus objetivos. No digamos nada, propuso Smith. Detener, interrogar, presionar y/o soltar. Brundage no estuvo de acuerdo. Todos los rojos se conocen. Organicemos un gran círculo de soplones.
La discusión continuó. Crutch se puso del lado de Brundage. Más era mejor. Smith argumentó a favor de una combinación de «a mitad de camino entre menos y más». No superpobléis las cárceles. No dejéis que esos jodidos se junten y tramen. Expurgad los piojos que no conocen a Celia o a Reggie, para empezar. Ofreced dinero por delaciones. Restringid los interrogatorios a los sospechosos probables.
Se pusieron de acuerdo en treinta y cuatro nombres. Veintitrés vivían en la R.D., once vivían en Haití. Había cuatro equipos de La Banda con coches patrulla. Tenían tres equipos de Tonton con coches patrulla. Las prisiones estaban en mitad de la isla, cerca de Dajabón. Un puente proporcionaba acceso a pie. La Plaine du Massacre estaba infestada de cocodrilos, allí. Los bichos cenaban basura arrojada al río y haitianos errantes en viajes de hierbas vudú.
Los polígrafos quedaron instalados. El pentotal estaba preparado y los interrogadores, dispuestos. Las dos cárceles estaban conectadas por radio. Los coches patrulla llevaban emisor-receptor. La organización era excelente. Smith llevó la voz cantante. Crutch fue a verlo a la cárcel de la R.D. En la orilla del río tomaban el sol los cocodrilos. Estaban contentos. Crutch los contempló por la ventana.
Marca la hora: las 7:00 de la mañana, exactamente.
Smith habló por radio con los coches. Los coches dieron el «recibido» en inglés y en francés. En la pared había fotos colgadas: treinta y cuatro camaradas en total.
Crutch había leído sus expedientes la noche antes. La mayoría eran jóvenes de su edad. Parecían adolescentes. Él, no. Él tenía canas y cicatrices en la espalda. Había una excepción no adolescente: Esteban Sánchez, médico. Se lo veía envejecido por la lucha. Joan lo había llamado «un avezado guerrero de la Brigada Roja».
Las llamadas se sucedieron: a por ellos, a por ellos, a por ellos. Smith se ocupó de la radio. Crutch escuchó crepitaciones y chirridos. Algunos rojos se resistieron, otros no. Enseguida llegamos nosotros.
Crutch salió al exterior y esperó en el puente. Debajo de él, los cocodrilos se bañaban y tomaban el sol. Les arrojó puñados de tasajo de vaca. Los atraparon fuera del agua. Les brillaron los dientes. Sus hocicos se volvieron hacia el puente. Joan.
Ahora, en todos sus pensamientos. Penetrando su caso y su idea. Penetrando el presente. Ella levanta los brazos. Él la besa ahí. Ella dice: «Eres desquiciadamente duradero y persistente.» Insiste en ello. Habla del gen de la persistencia. Él le pregunta a qué se refiere. Ella dice: «No te lo diré.»
Transcurrieron horas. Crutch no se movió de la Zona Joan. Tomó dexedrinas. Contempló a los cocodrilos. Escuchó llamadas entrantes por un altavoz. Sí, tenemos un puñado de rojos, pero no a Reggie o Celia.
Llegaron los coches patrulla. El petardeo de los tubos de escape los anunció. Bruuum, en estéreo, en ambas orillas. Un movimiento sincronizado. Crutch tuvo una doble panorámica del río.
Vista a la derecha: los Tonton y comunistas negros. Vista a la izquierda: La Banda y comunistas negros y mulatos. Crutch contó cabezas desde el puente. La R.D.: dieciocho en total. Haití, nueve de trece. Ni Reginald Hazzard ni Celia Reyes. Los camaradas venían esposados. Crutch contó veinticuatro hombres y trece mujeres. Los matones los condujeron a empujones. Algunos remolonearon. Unos golpecitos de porra los forzaron a continuar.
Entraron en las cárceles. Doble panorámica del río. Fuera y dentro, instantáneo.
A través de las ventanas no se veía nada. Crutch permaneció en el puente y dio de comer a los cocodrilos. Estaba desmadejado y consumido. Se le formaban manchas delante de los ojos. Llevaba despierto desde L.A. Un cocodrilo saltó hacia arriba. Crutch alargó la mano y le rascó el hocico. Un hombre gritó en la cárcel de la R.D., muy cerca. Un hombre gritó en la cárcel de Haití, débilmente.
Aquello se prolongó diez segundos. Los cocodrilos se agruparon en masa bajo el puente. Dame de comer esa mierda ahora. Crutch desconectó de todo aquello. Los cocodrilos se dispersaron. El tiempo se dispersó. Tomó más dexedrinas, se sintió
más consumido, vio más manchas. Joan se quita las gafas y se frota los ojos. Él la besa en los brazos. Se abraza a sus botas. Ella se ríe y se resiste. Él se cae de culo.
Un hombre gritó en la cárcel de la R.D. Dos hombres gritaron en la cárcel de Haití, débilmente. Se prolongó medio minuto y cesó.
Crutch redesconectó. Sentía un hormigueo en los brazos. Sentía el sol en la cabeza. Los pantalones le iban flojos. Las manchas empezaban a parecer bichos.
Un hombre gritó en la cárcel de la R.D. El grito continuó y no cesó. Él conjuró a Joan con más fuerza. Ella tocaba las ropas de Dwight y lloraba. Él le decía que cuidaría de ella. Ella decía: «No puedes.»
Una mujer gritó en la cárcel de la R.D. El grito continuó y no cesó. Crutch se tapó los oídos. Eso no lo acalló. Le dio la espalda y puso más distancia. Eso lo empeoró. Le dolieron los oídos. Las manchas se hicieron rejillas y lo reenmarcaron todo. Los gritos se hicieron más sonoros. Se volvió y corrió hacia allí.
La puerta principal estaba abierta. Dentro, varios muchachos estaban esposados a tuberías y bancos de trabajo. El grito resonaba desde un pasillo al fondo.
Crutch corrió. Las manchas se hicieron figuras. Abatió a un Tonton y a un tipo de La Banda con un subfusil Sten. Llegó a un pasillo de enlace. Vio a los dos lados salas de interrogatorio con falsos espejos. Los muchachos se resistían a las pruebas del polígrafo. Los matones los esposaban a respaldos de sillas. Los matones blandían listines de teléfono y trozos de manguera. La mujer gritó más fuerte. Crutch localizó el sonido y abrió la puerta a patadas. Estaba esposada a la silla. Tenía los brazos ensangrentados. Un Tonton blandía una porra con alambre de espino.
Ella lo vio entrar y gritó más fuerte. El Tonton se interpuso. Ah, no, chico: esto es cosa mía. Crutch le hizo una presa de cuello. Los huesos crujieron. Crutch le estrelló el codo en la nariz y se la rompió. El Tonton lo agarró del cuello entre convulsiones. La mujer gritó. Crutch se quitó la camisa y le enseñó la cicatriz. Smith entró precipitadamente en la habitación. El jodido Tonton escupió fragmentos de hueso y sangre. Crutch se tambaleó y vio manchas. La mujer le vio la cicatriz. Sus cabezas convergieron. Ella dijo algo en español. Crutch creyó oír «Celia» y
«Puerto Pr...».
Dos Tonton lo llevaron allí en coche. Brundage y Smith olvidaron sus pleitos. Eres demasiado entusiasta. Tu reacción fue excesiva. Gracias por la pasta.
El coche era una barcaza de vudú. Un Impala del 63, con faldones y el capó rebajado. Banderas de la secta bizango. Neumáticos anchos y tapacubos cromados. Fotografías de perros con gorros puntiagudos en el salpicadero. Crutch iba en el asiento trasero, dando bandazos. Las manchas seguían girando. Batió su récord de L.A. de tiempo despierto a base de pastillas. A los Tonton les cayó bien. El torturador se metió con la mujer del conductor. Aquello era mal yuyu. Tú eres un chico blanco virtuoso.
La barcaza tenía aire acondicionado. Los cristales tintados difuminaban la pobreza de fuera. Pasaron pequeños pueblos con grandes carteles ensalzando a Papa Doc. Árboles con marcas de sangre por todas partes y mendas con sombreros de cabeza de pollo.
La gente se difuminó en manchas y viceversa. Los Tonton hablaban medio en inglés, medio en francés. La redada les reportó
un billete de cien a cada uno. La Banda tuvo una escaramuza con unos rojos en Santo Domingo. Aquello era mal gri-gri. Puerto Príncipe era un lugar de mierda junto al mar. Playas de rocas, cubos de estuco por viviendas y edificios erosionados más viejos que Dios. La barcaza se detuvo ante una casa de color verde lima, levantada del nivel de la calle mediante pilones. Crutch se despidió y se lanzó peldaños arriba.
Llamó y la puerta se abrió. Celia Reyes se apoyó en el quicio. «Ya te he visto antes», dijo. «Como todo el mundo», dijo él. Las manchas se juntaron y lo cubrieron todo de negro.
Teniente Maggie Woodard, de la Reserva Nacional.
Llevaba el uniforme azul de invierno y el caqui de verano. En su chapa de identificación ponía WOODARD. No se había casado nunca con Crutch Senior. Bebía demasiado y se ponía pesada o efusiva. Se quedó en las reservas después de la Gran Guerra.
Ella llevaba el uniforme los fines de semana. Él miraba desde las puertas. Ella bebía y escuchaba a Brahms en un fonógrafo estridente. Encadenaba cigarrillos. Llevaba colgado del pie izquierdo el zapato marrón de uniforme. Llevaba colgado del pie derecho el zapato negro de uniforme. Lo sorprendió acechando y se rio. Le dio de comer cerezas al marrasquino de su copa. Fusión y dispersión. El color negro se fragmenta en manchas. Estamos en Ensenada. Te duele el oído. No soporto tu dolor. Voy a la farmacia y te meto un pinchazo.
Estamos en L.A. Tu padre se funde nuestro dinero. Nosotros recogemos envases vacíos y dilapidamos la pasta en Bob's Big Boy.
Estamos en San Diego. Tu padre está en otra parte. Andas vagabundeando, como siempre. Regresas de improviso. Me sorprendes con una amante en el hotel El Cortez.
Siempre estás observándome. Me marcho ese día. Tú estás en la ventana, esperando. No llegué a verlo, pero lo sé.
—Tú me desnudaste.
—Delirabas. No sabías lo que hacías.
—Cuánto estuve así?
—Dos días enteros.
—Jesús! Todo parece diferente.
—Quizá lo sea.
El batín le estaba demasiado grande. Había perdido casi diez kilos, fácilmente. Ella le preparó un gran desayuno. A él le repugnó el olor. La cocina estaba abarrotada. La habitación le pareció desmesurada. Los platos cubrían la mesa y despedían humos extraños.
—Te envía Joan —dijo Celia.
—¿Cómo lo has sabido?
—Encontré una foto de ella entre tus ropas.
—Qué más encontraste?
—Una medalla de san Cristóbal, una automática del 45 y una lista de preguntas preparada meticulosamente. Crutch reenfocó. Cuatro años, de entonces a ahora. De Hollywood a Haití. Ella no había cambiado. Todo lo demás, sí.
—Espero que estés dispuesta a responderlas.
Celia tomó un sorbo de café:
—No creo que me importe tanto como a ti.
—No te entiendo.
—Estoy diciendo que he cambiado —sonrió ella—. Mis creencias se han solidificado. Ya no soy esa persona vindicativa y desatada, tan decidida a vengar a Tatuaje.
Crutch se tambaleó. La habitación desmesurada se contrajo. Notó el calor de la cocina y rompió a sudar.
—Te agradecería que me contaras lo que sabes y lo que recuerdas.
Celia untó la tostada de mantequilla. Llevaba un vestido sin cintura hasta las rodillas y el pelo recogido con un pasador. Tatuaje era una hechicera vudú. Entonces, yo compartía sus creencias mucho más que ahora. Ella era desenfrenada y yo también, y yo estaba intentando manipular a un hombre que trabajaba para Howard Hughes. Quería ver construidos esos casinos en mi país. Joan y yo pensábamos que podríamos conseguir que ese hecho beneficiase a la Causa. Crutch sirvió más café.
—Esa parte la conozco. Estoy al corriente del hechizo que le hiciste a Tatuaje y de que querías deshacerlo. Lo que me interesa son los detalles concretos de ese vera...
—Yo estaba loca. Ella estaba loca. Nos vimos metidas en grandes cosas juntas. Ese verano volvimos a conectar. Era un tiempo peligroso en el mundo. Yo quería hacer daño a Tatuaje y salvarla, todo a la vez. Ella había hecho una película pornográfica con ambiente vudú. Un ruin agente inmobiliario organizó unas proyecciones de la película por la época en que Tatuaje desapareció. Las cosas se conectaron. El agente conocía al hombre que trabajaba para Howard Hughes. Todo tenía un aire místico. Joan me complació y me permitió alquilarle una casa al tipo. Tatuaje aparecía de vez en cuando por una casa de las inmediaciones. Joan le había hablado del lugar. Pasaba largas temporadas desocupado. Joan y algunos camaradas lo habían usado de piso franco años antes.
Convergencia, confluencia, coincidencia. Arnie Moffett, la casa de los horrores, las notas de la reunión comunista. Un salto en el tiempo: del 68 al 6/12/62.
—El nombre del agente inmobiliario era Arnold Moffett.
—Sí, me parece que sí. Tenía una vaga relación con el Caribe. Creo que estaba metido en negocios de importación y exportación en Haití.
Reconvergencia. Arnie Moffett en el 68: mis pisos son estudios de filmación de películas guarras.
—Conociste a Sal Mineo. Le pediste que presentara a Tatuaje a unos hombres del mundo del cine. Antes, te había presentado a ti. Tú querías deshacer el hechizo. Tatuaje había hecho penitencia y había pagado por salir del libro de los muertos. Ella... Celia le tomó las manos. Él estaba acelerado y sudoroso. Dejó que ella lo tranquilizara.
—Sal lo llamó entonces «una fantasía», y yo digo lo mismo ahora. Tatuaje estaba loca. Yo estaba loca. Las dos estábamos tan locas como tú lo estás ahora. Tatuaje se reconcilió con la gente del 14/6 y le hizo favores a Joan. Joan me dijo: «Encanto, detén esa locura. Tatuaje saldrá beneficiada si abandonas todo esto.»
Crutch se desasió.
—¿Y lo hiciste?¿Y me estás diciendo que eso fue todo?
Celia asintió:
—Te lo aseguro. Tatuaje desapareció y yo tuve la legítima premonición de que la habían matado ese verano. A decir verdad, todavía la tengo. La tuve más adelante, ese mismo año, y lo comenté con un amigo y...
—Con Leander James Jackson, que...
—Que ahora está muerto. Él indagó por ahí sobre Tatuaje. Habló con el agente inmobiliario, pero no sacó nada en claro. Crutch se frotó las piernas. Las sentía entumecidas. Su cerebro rebobinó, se reinició, se redetuvo y se realimentó.
—¿Me estás diciendo que eso fue todo?
—Sí.
—¿Me estás diciendo que no recuerdas a los hombres a los que presentaste a Tatuaje?
—Sí.
—¿Me estás diciendo que no sabes quién asistió a las proyecciones?
—Sí. Tengo una copia de la película, pero Leander y yo no identificamos nunca a los otros actores.
—¿Me estás diciendo que Jackson interrogó a Arnie Moffett respecto a las proyecciones y no sacó nada, y que después de esto dejaste de insistir en el asunto?
Celia le tocó el brazo:
—Eres listo y persistente, o no habrías dado conmigo. Si tienes tanto interés en complacer a Joan como yo creo, puedes encontrar mejores maneras de servir a la Causa.
Realimentación, rebobinado, apagado/puesta en marcha, chirrido/chisporroteo/apagado.
—Sabes dónde está Reginald Hazzard?
—Sí. Vive a un kilómetro de aquí.
Crutch se rio:
—¿Tal cual?
Ella le limpió la cara con una servilleta. El sudor le caía en los ojos.
—Voy a llevarte de vuelta con Joan.
—No, no lo harás. Le escribiré una nota.
La lata de la película pesaba. El sobre estaba sellado. Al dorso llevaba impreso C.R./J.K. Decidió caminar y reescalar las cosas. No funcionó. Se sintió recarrilado, no descarrilado. Tenía la repista de Arnie Moffett. Todavía tenía esa idea...
Llamó a Ivar Smith desde la casa de Celia. Hicieron planes de viaje. Transporte Tonton a Santo Domingo. De allí a L.A. Haz la llamada a Las Vegas y reza para que salga bien.
Tenía cortes de papel en los dedos. Gajes de la lectura de expedientes. Escocían. Su cerebro se limitó a reseñalarle el dolor. Espuma marina y humedad. Fragancia en el aire. Negros hablando en francés.
Arrojó el pasaporte de Celia a un cubo de basura. Hurtó un plátano de un tenderete y lo devoró. Unos chicos jugaban con un transistor. Del túnel de la memoria: Archie Bell and the Drells con «The Tighten Up». Ahí está chez Reggie. Es verde fluorescente caribeño.
La puerta estaba abierta. Una mosquitera rasgada estaba encajada en su sitio. Crutch metió la mano por un agujero y descorrió el pestillo.
Un laboratorio y un tesoro de expedientes. Filas de botellas y carpetas apiladas. Textos de química, vasos de precipitados, quemadores y tarros. Unas ingeniosas tablas moleculares.
Le escocían los dedos. Estudió estanterías y se dejó llevar por una intuición. Ahí hay Ocimum basilicum. Claro, ¿por qué no?
Metió los dedos de la mano izquierda en el frasco. Le rehormiguearon y le desescocieron. Los sacó. Los cortes desaparecieron mientras la piel se arrugaba.
—¿Crees en la química haitiana?
Se volvió. Nada de Chubbie Checker. Reggie se parecía a Harry Belafonte con manchas blancas y un bigote de Fu Manchú.
—Creo en todo —dijo Crutch.
El sueño lo encontró y lo venció. Quería verlo todo una vez más y despedirse de Wayne. Sólo vio una cortina de oscuridad y bocanadas de humo de cigarrillo.
Olió el aeropuerto. Carburante de aviación y goma quemada. Inmediatamente después, oyó cánticos.
«Muerto», «incursiones», en español. La Banda.
Abrió los ojos. Vio chicos con carteles enmarcados en negro. Una foto de un hombre moreno. ESTEBAN JORGE
SÁNCHEZ, 1929-1972.
Cerró los ojos otra vez. Reggie dijo:
—No te duermas. Estamos aquí.
El Enano los mandó en primera clase. Reggie era alto. El espacio para las piernas le encantó. Crutch intentó evocar a Joan y sólo vio a Esteban Sánchez continuamente.
Reggie era don Silencio. Todo rezumaba fait accompli. No criticó, no cuestionó, no protestó. Reggie, el genio chiflado con un pasado lleno de firme determinación.
Crutch siguió despierto. La perspectiva de la pesadilla lo revitalizó y lo mantuvo alerta. Reggie leyó libros de química y comió en exceso. Las cicatrices de las quemaduras parecían exóticas. La azafata le tomó simpatía. Reggie, el sabihondo angélico y abandonado social.
Crutch se puso furioso de repente. El latido de la turbina del avión se le metió dentro. Sintió vértigo. El sueño luchó con él y venció.
—Señor, hemos llegado.
La azafata lo sacudía por el hombro. La primera clase se había vaciado. Reggie había desaparecido. No, por favor. Todavía no. Dios, por favor, déjame ver...
Se incorporó de un salto. Agarró la bolsa y se abrió paso a empujones. La chaqueta se le abrió. La gente vio su arma y reaccionó con pánico. Se abrió paso por la escalerilla. Apartó a codazos a unos hippies zumbados y a una monja. Alcanzó la pista. Vio a Reggie y Mary Beth fundidos en un abrazo.
El chico sollozaba. Mary Beth le sujetaba la cabeza hundida. Levantó la vista y distinguió a Crutch. Le dedicó una breve mirada de sus ojos moteados de verde y se llevó a su hijo.
125
(Los Ángeles, 13/4/72)
Joan construyó identidades.
Trabajó en el escritorio de Dwight. Klein y Sifakis por ahora estaban verboten. Habían ocurrido demasiadas cosas. Ya había utilizado excesivamente Williamson, Goldenson, Broward y Faust.
Necesitaban partidas de nacimiento. El cementerio de Forest Lawn le había mandado una lista. Incluía nombres, fechas de nacimiento y de defunción. La hojeó. Los fallecidos venían por orden alfabético. Necesitaban a dos mujeres. Nacidas alrededor de 1920, una étnica y la otra, no. Ella era judía y lo parecía. Karen era griega y no lo parecía. Leyó las columnas. La selección de nombres de la edad adecuada era escasa. Necesitaban mujeres solitarias. Con poca familia o ninguna. Eso significaba investigación complementaria. A partir de ahí, carné de conducir, tarjeta de la Seguridad Social, introducción de documentos en archivos oficiales.
Los nombres la preocupaban. Sorbió té y encendió un cigarrillo. Las cicatrices de las muñecas le escocían. Miró a su alrededor.
Junto a la puerta había un sobre. Papel caro. Apenas cabía por la ranura.
Se levantó y lo cogió. Vio las iniciales del reverso. Rasgó el borde y leyó la nota en español que había en el interior. Mi amor:
Me quedo. Por la Causa. Con respeto al regalo que eres tú.
Había besado la página debajo de la firma. Sus labios habían dejado una marca rojo brillante. 126
(Los Ángeles, 14/4/72)
Pasa la película.
Clyde y Buzz no estaban. Crutch montaba el proyector de la sala de reuniones. Puso el rollo y enganchó los agujeros en la rueda dentada. Apagó las luces y bajó la pantalla. Centró el foco y tuvo «Acción».
Película en color, granulada. Ajustó mandos. Mejor, ahora. Las imágenes se ven más claras. Fundido. Hay una toma panorámica. Una sala de estar. El cámara filma una ventana. Fuera hay luz. La habitación es pequeña y los muebles son baratos. No es la casa de los horrores.
Una toma estática. La sala, más cerca. Cinco personas entran en el plano. Hay tres mujeres y dos hombres. Van todos desnudos y llevan el cuerpo pintado. Símbolos de vudú, de la cabeza a los pies. Los dos hombres son negros. Dos mujeres son blancas. Los cuatro llevan máscaras de madera. La otra mujer no lleva máscara y va tatuada llamativamente. Es María Rodríguez Fontonette.
Crutch se sentó a horcajadas en una silla. La cámara recorrió toda la sala. Ahí está la calle otra vez. Es Beachwood Canyon, estamos cerca de la casa de los horrores.
La cámara volvió al centro de la sala. Los actores y las actrices tomaron cápsulas marrones. Hierbas haitianas. Un primer plano. Ahí está María. Ahí, el tatuaje del brazo. Poco después, la mutilarían y cortarían esa obra de arte. Tenía unas manos muy bonitas. Se las cortarían. Se movía con elegancia. El asesino la había destripado. Todo aquel movimiento tan flexible, anulado. Crutch miró. Se sintió comprimido. Verano del 68. Tatuaje duerme en la casa de los horrores, Tatuaje muere allí. Era una de las viviendas que alquilaba Arnie Moffett. Joan y Celia habían alquilado una. Las casas de alquiler para fiestas y rodajes de películas. Todo está comprimido. Él estuvo cerca al principio de todo y no ha vuelto a estarlo desde entonces. Clic de advertencia: hay algo que te pasó por alto.
Salto en la imagen. Ahora estamos en un dormitorio. Hay una cama de agua que se mueve. Los actores y las actrices se sitúan alrededor. Hablan con alguien que está fuera de plano. Sus labios se mueven sin sonido. Crutch miró a Tatuaje. Es hermosa, está viva. Traicionó al 14/6 en el 59 y se reconcilió después: «Eran tiempos muy locos», había dicho Celia. A él no le cuadraba la Causa con una película porno. Aquello lo ofendía. Los hombres temblaron y se sacudieron. Cayeron en la cama. Arquearon la espalda. Tenían espasmos en las piernas. Las pociones hacían efecto. Estaban en las primeras fases de la zombificación. Se quitaron la máscara y respiraron con dificultad. El sudor les emborronaba la pintura vudú del cuerpo.
Tatuaje los fustigó con un látigo. Golpes suaves, como parte del espectáculo. Las dos blancas empezaron a temblar. Sus movimientos eran espasmódicos como los de una marioneta. Se tumbaron en la cama y acariciaron con dureza a los hombres. Todos se sacudieron y se debatieron, todos estaban epilépticos. Los hombres se sacudían boca arriba. Las blancas se sentaron a horcajadas sobre ellos y los atrajeron a su interior. La cámara tomó primeros planos de la inserción. Hierbas distintas. Las mujeres se contorsionaban a un ritmo frenético. Tenían a los hombres inmovilizados. Las caderas y los brazos se movían a contrapunto. Las cabezas se movieron en un eje espástico. La cámara tomó primeros planos de los hombres. Tenían los ojos abiertos y muertos. Tatuaje fustigaba suavemente a las mujeres. Sus contorsiones se aceleraron. Tatuaje salió del plano y volvió a entrar en él. Llevaba un atizador en forma de falo. La punta de la polla resplandecía. Estaba casi incandescente. Tocó la alfombra con ella y empezó a arder. Las mujeres se debatieron y abrieron la boca. Ella les dio de comer el glande de la polla. La chuparon y no dieron muestras de dolor. Se quitaron la polla de la boca y la presionaron contra la base de la cama. El tejido chisporroteó y se quemó hasta los muelles.
Los hombres estaban zombificados. Las mujeres los follaron a base de vudú. Tatuaje cogió la polla ardiendo y grabó unas marcas en la pared. Crutch lo entendió. Conocía los signos. Tatuaje los había dibujado en la casa de los horrores. Ahora los grababa con fuego en la pared del escenario de una película porno.
El rollo de celuloide se atascó. La pantalla se quedó en blanco. La película terminó en aquel punto. Convergencia. Conexión. Confluencia. La frase de Clyde: «Se trata de a quién conoces, a quién se la chupas y cómo estás conectado.»
Clic de advertencia: falta algo. No sabes quién mató a Tatuaje. No sabes quién preparó todo esto. Crutch cogió el coche y fue a Beachwood Canyon. Todo estaba en su sitio. Ahí está la casa de los horrores. Ahí está la casa que Joan y Celia alquilaron. Ahí están las otras casas de Arnie Moffett. Tus recuerdos de hace cuatro años siguen intactos. Recorrió calles laterales. Buscó la panorámica que se veía desde la ventana de la peli porno. Ahí está, intacta. Las mismas palmeras y la misma calzada de acceso al otro lado de la calle. Un anuncio de la agencia inmobiliaria de Moffett. Todo en su sitio. A tiro de piedra de aquí, a tiro de piedra de allí. ¿Quién empezó todo esto e hizo que cobrara cohesión?
Celia había dicho que Arnie Moffett tenía un negocio de importación-exportación. Clic. Ya hemos vuelto allí otra vez. Confluencia. Se trata de a quién conoces y a quién...
Crutch volvió al centro de la ciudad. Clyde tenía influencia en la oficina de Licencias Comerciales. El acceso a los archivos costaba cincuenta pavos y un guiño de ojo.
El funcionario lo reconoció. ¿Importación-exportación, hace unos años? Las cajas están en el cuarto 12. La estancia era una ciénaga de papel mohoso. Las cajas estaban clasificadas por años. No había etiquetas y los documentos no estaban archivados en orden alfabético. Una auténtica excavación.
Empezó en el 66 y trabajó hacia atrás. Lo encontró en el 63.
Arnie tenía un pequeño negocio. «Exotismo Isleño de Arnie, Sociedad Limitada.» Curiosidades, recuerdos. Conexión: Importaciones de Jamaica, Haití, la R.D. Más cerca, ahora. ¿Dónde está ese pequeño clic que lo encaje todo?
La misma oficina. La misma tienda de comidas para llevar en la puerta contigua: «El hogar del héroe hebreo.»
Llevó consigo medio litro de Jim Beam. Arnie era un borrachín. La otra ocasión, la priva había ablandado la paliza. Tal vez ahora también funcionaría.
Crutch entró. Sonó el timbre. Arnie estaba sentado detrás del mismo escritorio. Esta vez, llevaba una camisa de jugar a bolos de color verde. Se hurgaba la nariz y leía una revista de coches.
Crutch se sentó en la silla del cliente. Arnie pasó de él. Crutch dejó la botella en el escritorio. Arnie la miró.
—Verano del 68 —dijo Crutch—. ¿Qué es lo primero que te viene a la cabeza?
Los ojos en la botella. Considera, reconsidera y repiensa. Ahhh, ya lo pilla.
—Lo primero que me viene en mente es todo ese follón político. Y lo segundo, tú.
Crutch abrió la botella y se la pasó. Arnie bebió.
—Lo tercero es que pareces mucho más viejo. Lo cuarto es que espero que no andes metido todavía en aquella cruzada. Si tiene que ver con mis casas, Gretchen Farr, Farlan Brown o Howard Hughes, ya te dije todo lo que sabía.
—Leander James Jackson —dijo Crutch.
—¿Qué?-Arnie bebió.
—El otro tipo que vino haciendo preguntas. Esa mujer, Tatuaje, el escenario de la película porno, la casa que alquiló para que la filmaran.
—Aquí hay dos asuntos totalmente distintos. —Arnie se hurgó la nariz—. En qué punto se conectan, no lo sé. Tú tenías tu cruzada de Gretchie, él tenía algo con Tatuaje. Está muerto, por cierto. Lo mataron en ese «tiroteo entre militantes negros». Y, por cierto, yo no te oculté nada. Te dije que alquilaba mis casas para la filmación de películas porno, pero tú nunca me preguntaste por Tatuaje.
Reconvergencia, desconvergencia. De momento, Arnie había sido legal. La mierda ya no estaba lejos.
—Hábleme de Tatuaje.
—No hay nada que contar. Conocí a alguien que conocía a alguien que la conocía a ella. Oí que estaba sin blanca. Ella supo que yo tenía un negocio y que importaba cosas de su mierda de país. Ella quería hacer una peli guarra de vudú y necesitaba un sitio donde proyectarla. Hablamos por teléfono y le di alguna pista. Era todo tipos pervertidos de mis listas de clientes del negocio de importación-exportación. Ella se puso en contacto con ellos por su cuenta y así terminó nuestra breve relación.
—Estuvo presente durante la filmación de la película?
—No.
—¿Conoció al equipo de rodaje o a los demás actores?
—No.
—¿Ha visto la película?
—Nyet. El porno no me va. A mí me gusta lo auténtico, conmigo en el saco. Soy de esos tíos de meterla y sacarla. Diez minutos de arrobo y luego vuelvo a ver las partidas de bolos del Canal 13.
Crutch se frotó el cuello. Lo tenía lleno de nudos y agarrotado.
—¿Quién asistió a las proyecciones? Dígame algún nombre.
—No lo sé. —Arnie se amorró a la botella—. Le mandé a Tatuaje una copia de mi lista.
—Aquel verano, la mataron. ¿Cómo le sienta eso?
—No me sienta de ninguna manera. —Arnie lo mandó a tomar por culo con un esto—. Ese haitiano pensaba que se la habían cargado, así que te diré lo mismo que le dije a él. Acababan de cargarse a Bobby K. y a ese macher de los derechos civiles, así
que a un chocho isleño descarriado no le di mucha importancia.
Crutch se puso furioso. Como entonces. No, no lo hagas.
—¿Dónde está esa lista de clientes, joder?
—Si está en algún sitio, está en el garaje. —Arnie se reventó un grano del cuello—. La llave está colgada de un gancho, junto al retrete. Diviértete, pero no vuelvas otra vez dentro de cuatro años con la misma historia. Polvo, moho, telarañas, nidos de arañas, ratones. Latas viejas de gasolina, baterías muertas, un motor estropeado. Revistas Car Craft desde el año 52. Cuarenta pelotas de béisbol Sandy Koufax falsificadas.
El garaje de Arnie Mofett, en Mar Vista.
Talonarios de recetas robados. Todos los números de Food Service Monthly. Una foto de Marlon Brando con una polla en la boca. Cuatro pistolas de aire comprimido, dos cortacéspedes difuntos, restos del esqueleto de un gato. Crutch trabajó. Tuvo que remover un montón de trastos para llegar a las cajas. Atacó la primera fila de éstas. El currículum de Arnie creció. Vendía condones de fantasía, vendía rosarios, vendía el extensor de pollas de Donkey Dan. Vendía entradas falsificadas para el fútbol. Dirigía el club de fans de Debra Paget. Vendía muñecos de JFK y de Jackie K. Suministraba poppers a los bares de maricones. Tenía una agencia de empleo para espaldas mojadas.
Ahí. «Exotismo isleño de Arnie.»
Abrió la caja. Sacó un bloc de albaranes. Vació la caja en el suelo. Ahí está: «Clientes/59-63.»
Cuatro páginas grapadas. Un montón de nombres. Estaban por orden alfabético.
Crutch los leyó. Los nombres y direcciones no le sonaban de nada. Llegó a la última página. Leyó de la T a la Z. Se detuvo en seco.
«Weiss, Charles. 1482 North Roxbury, Beverly Hills.»
Chick: abogado de divorcios. Chick, amigo de los aprendices de detective. Chick: su mejor colega, Phil Irwin. Phil: contratado y despedido por el doctor Fred Hiltz. Búscame a Gretchen Farr. Chick: toxicómano y amante de la carne negra.
Y...
Ahí esta...
El...
CLIC.
La oficina de Chick. La estrategia del trabajo de divorcios. La estatua de los tres falos. La negra de las piernas abiertas. Importaciones... Todo vudú malvado.
Necesitaba una pistola de incriminar. El refugio estaba cerca. Dwight quizás había dejado alguna. Ya había anochecido. Se dirigió hacia el nordeste. De camino, pasó por delante de casa de Karen. Vista de la ventana: Joan y Karen en la sala. Las niñas, muy traviesas.
Las luces del refugio estaban encendidas. Crutch cogió la llave de debajo de la alfombrilla y entró. Encima del escritorio había un expediente. Joan le había dejado una nota.
D.C.:
Un amigo ha encontrado esto. Los federales tienen información sobre ti. He pensado que te gustaría verlo. J.K.
CRUTCHFIELD, DONALD LINSCOTT.
Informes recogidos por Clyde Duber. Párrafos expurgados con una navaja. Las valoraciones de Clyde: «Los voyeurs son buenos aprendices», «Tendencias raras». El chico trabajaba en el caso Farr. Estaba demasiado colgado en ello. Un informe de ICB: Phil Irwin, chivato del FBI.
«A mi colega Chick y a mí nos gusta mirar. Hemos aprendido con el mejor maestro, Crutch Crutchfield. No hay ventana de Hancock Park en la que ese retorcido no haya metido las narices. Él nunca lo supo, pero Chick y yo lo seguíamos y estudiábamos su técnica.»
Abajo, informes de departamentos de Policía: Phil y Chick interrogados por merodeo. Un amigo de ellos, Arnie Moffett, interrogado por «fiestas porno». Arnie comparte con Chick la afición por «el arte negro estrafalario». Se puso furioso. Le costaba respirar. Bebió agua del lavamanos y no pudo tragarla. Consiguió inhalar un poco de aire. Dwight había dejado un cesto de golosinas. Encontró una pistola de incriminar, unas esposas y un rollo de cinta de embalaje. Phil vivía en el coche. Casi todas las noches dormía en su taxi de Tiger Kab. Por lo general aparcaba en el solar de los ayudantes de los detectives, lejos de la calle.
Crutch se acercó hasta allí. La gasolinera estaba cerrada. Junto al cobertizo de herramientas había una limusina aparcada. Phil dormía en el asiento de atrás. Le colgaban los brazos por la ventanilla.
Ronquidos. Olor a priva en su aliento. Phil tenía la cabeza apoyada en el borde de la ventana. Crutch abrió la puerta. Le pasó la cadena de las esposas por el cuello, tiró de él y lo levantó del asiento. Phil despertó. Aterrizó en el mundo de rodillas. No lo entendía. No puedo moverme. Tengo el brazo por encima de la cabeza y me duele. Crutch le propinó una patada en las pelotas. Phil vomitó priva aderezada con cacahuetes. Intentó ponerse en pie y tirar de la cadena. Crutch le propinó una patada en las pelotas. Phil volvió a caer de rodillas.
Gritó. La cadena le apretaba el cuello con fuerza. Un reguero de sangre le corría por el brazo.
—Verano del 68 —dijo Crutch—. Tú tuviste primero el trabajo de Gretchen Farr, yo lo tuve después. Te fuiste de farra y te relevé.
Phil trató de sentarse. La cadena de las esposas se le clavó más hondo. Phil trató de levantarse. Crutch le pateó las pelotas. Phil cayó de rodillas, más fuerte.
Gritó, tosió, vomitó. Dobló la cabeza hacia el pecho y jadeó.
—Tú y Weiss —dijo Crutch—. Los merodeos, Arnie Moffett y esa película de vudú.
Phil tenía la cabeza colgando. Crutch lo abofeteó. Phil trató de esquivarlo y morderle la mano. Crutch sacó la pistola de incriminar y se la plantó delante de los ojos.
—Pondré la radio. Nadie oirá el disparo. Trabajas en Tiger Kab. Estás siempre en Negrolandia. Follas con la mitad de las chicas negras que viven al sur de Washington Boulevard. ¿Cuánto tiempo crees que el DPLA dedicará al caso?
Phil respiró hondo. Phil resbaló sobre las rodillas. Se le pusieron los ojos de loco. La sangre que le corría por el brazo empapaba su camisa.
—Así que nos gusta mirar. A ti te gusta, a mí me gusta, y a Chick le gusta. Él conocía a ese tipo llamado Arnie. Le compraba objetos exóticos. Arnie alquilaba pisos para fiestas y para pases de películas. Chick vio aquella extraña película y una de las chicas que salía en ella lo excitó. Se enteró de que vivía en una casa vacía cerca de allí y me imagino que fue a mirar por su ventana.
—¿Y eso es todo?
—Quieres más?
—Sí.
—Bien. Nosotros te mirábamos cuando mirabas, así que hemos aprendido con el mejor. Lo mismo que te excitaba a ti nos excitaba a nosotros.
Crutch sacó la cinta de embalaje. Phil se retorció y sacudió la cabeza. Crutch lo agarró por el pelo y lo envolvió como si fuera una momia. Dejó un agujero abierto en la nariz. Le tapó la boca, la cabeza, los oídos. Lo levantó del suelo y lo hizo entrar en el asiento trasero de una patada. Las esposas se le clavaban hasta el hueso. Las fundas de imitación de piel de tigre lo llenaron de pelo.
Humo de hachís. Sigue el rastro. El coche de la esposa no está. El tipo está paseando al lado de la piscina. Crutch recorrió a pie la calzada de acceso. El patio trasero estaba a oscuras. Los reflejos de la piscina proporcionaban la única iluminación.
Medida olímpica. Artísticos desnudos en el fondo. Picasso en LSD.
Chick se sentó junto a la parte más honda. Se meció en la silla y tocó la palanca de saltos con la punta de los pies. Tenía en la mano una pequeña pipa con una tela metálica en la cazoleta.
—Deberías haber llamado antes. Eso, Clyde, ya lo sabe.
—¿Phil también tiene que llamar antes?
—Phil es un caso especial. Y eso Clyde también lo sabe.
Crutch dio la vuelta a una silla y se sentó a horcajadas. El humo del hachís le producía escozor en los ojos. Olió a colonia High Karate.
El agua de la piscina se onduló. Chick fumó una calada y le ofreció la pipa. Crutch dijo que no con la cabeza.
—He reconstruido unas cuantas cosas. Agradecería tus comentarios.
Chick encendió la pipa de nuevo. La pequeña tela metálica refulgió.
—En esta visita tuya hay algo siniestro. Empieza a deprimirme.
—Mataste a una mujer llamada María Rodríguez Fontonette. Me gustaría que me lo contaras. Chick sonrió y guiñó un ojo. Era algo estudiado. Chick había observado al difunto Scotty B.
—No hay mucho que contar, aunque debo reconocer que a ésta la descubrí siguiéndote a ti.
—Ha habido otras?
—Unas pocas, aquí y allá.
—Miras, ves algo que te gusta y luego matas?
—Más o menos.
—Háblame de María.
Chick fumó una calada. Tenía los ojos enrojecidos. Las pupilas eran puntos.
—La espié. Le gustaba el vudú, a mí me gustaba el vudú. El arte vudú nos gustaba a los dos. Tomamos unas hierbas y hablamos de Haití. Todo va bien hasta que ella dice que se siente culpable porque ha delatado una invasión comunista. Me cortó el rollo de mala manera. Me bajó el efecto de las hierbas y empecé a pensar. Estás aquí, en esta casa abandonada. Siempre has querido hacerlo. Ella es un ave de paso, una negra de mierda a quien nadie echará en falta.
—Y lo hiciste. —Crutch acercó la silla.
—Sí. Mutilé el cuerpo y le corté las manos. Ella me había contado un montón de historias de esmeraldas y metí cristales verdes en sus heridas. Había empezado a tener esas fantasías cinco años antes. Compré instrumental quirúrgico y lo llevaba siempre en el coche, pero no creía que fuese capaz de hacerlo nunca. Bueno, aquella noche, la luna estaba en Escorpión y lo hice.
Crutch miró la luna. Era una raja fina y estaba medio nublada.
—Vibras como si quisieras juzgarme, Mirón. Eso me da risa.
—¿Qué?
—Siempre he creído que tenías un exceso de huevos y un déficit de sesos. Ahora, a eso debo añadir que eres un hipócrita. Crutch hurgó en los bolsillos. Chick fumó una calada y le echó el humo a la cara.
—No puedes meter las narices en una ventana y alejarte de ella limpio de sangre. La inspiración es la inspiración. Es como lo que dijo ese King: «Tengo un sueño.» Uno no sabe nunca quién lo ha estado vigilando o quién te baila en la cabeza. Crutch sacó las cápsulas y se las enseñó.
—¿Qué es eso?-preguntó Chick.
—Son haitianas. Muy potentes. Volarás durante un día y medio.
Chick pidió permiso para probarlas. Crutch se lo dio. Chick tragó las cápsulas a palo seco y reencendió la pipa.
—Háblame de las otras. —Crutch se acercó más.
—No hay nada que contar. Estaban buenas y yo me aburría.
—¿Solamente por eso?
—Sí —dijo Chick, tras fumar una calada—. Solamente por eso. Estamos en los años setenta, cariño. Haz lo que te dé la gana. Crutch miró alrededor. La piscina, la luz de la luna. El momento. Un pájaro cruzó el cielo. Chick lo miró. Pasaron unos segundos. Su mirada se vidrió. De los ojos, la nariz y la boca salía espuma verde. Sus brazos se movieron a espasmos. Los huesos estallaron. Crutch oyó los chasquidos. Chick se puso en pie, tambaleante. Le salía espuma de las orejas.
Crutch le puso la zancadilla. Chick cayó a la piscina. Crutch vio que se debatía hasta flotar boca arriba. 127
(Los Ángeles, 17/4/72)
—No me des un apellido. Hay uno que estoy considerando.
—¿Puedes darme una pista?
—Digamos que hace honor a los últimos años, al tiempo que huye de ellos.
El patio trasero era la reserva de cocodrilos de Eleanora. Las nubes se congregaban y prometían lluvia.
—Un albacea literario —dijo Karen—. ¿Qué te parece? Todos nuestros expedientes, diarios, informes. Todo lo que hemos reunido.
—Lo hará bien. —Joan miró el refugio—. Es un consumado acaparador.
—¿Y qué hará con todo ello?
—Lo leerá y buscará respuestas. Verá cosas que nadie ha visto hasta ahora e impondrá su propia lógica. Si crece, comprenderá lo que significa todo.
Las niñas corrían por la casa. Joan miró por las ventanas. Dina puso los dibujos animados de la tele. Eleanora se coló a hurtadillas, desenchufó el aparato y se rio.
—Echo de menos a Dwight —dijo Karen.
—Algo está cambiando en mi cuerpo —dijo Joan.
La lluvia no cesó. Con ella llegó un viento fuerte. Joan usó pistolas de incriminar y objetos de Dwight como pisapapeles. Deseaba sentir el viento. Al chico le gustaba ver su cabello arremolinado.
Ventajas y desventajas. El viento les proporcionaba el telón de fondo. Las ráfagas apagaban las llamas de las velas. Él estaba allí con ella y lejos, en otro sitio. Tenía los ojos abiertos. Ella se los cerró a besos y le acarició una vena que le palpitaba en el cuello. Él emitió unos sonidos que ella no había oído nunca. Tenía todo un repertorio de sonidos infantiles. Los sonidos le hicieron contener las lágrimas. Hundió la cabeza en su pelo para que no lo viera. La escena se prolongó. Él derivó hacia otro sitio y la tocó desde lejos. Había pasado tiempo alejado de ella y regresó
rodando. Vio lo que vio y pensó lo que pensó y volvió a ella. Puso una rodilla entre sus piernas y le besó las axilas. Él forzó el encaje. Ella rodó en la cama y se puso a horcajadas sobre él. Tenía los ojos enloquecidos. Ella se los cerró. Él le besó las palmas de las manos y se llevó los dedos a la boca.
—Dime qué has hecho.
—No puedo.
—¿Has estado pensando en la isla?
—En parte, sí.
—He oído que han matado a Esteban Sánchez.
—Así es.
—¿Fuiste cómplice?
—Sí.
—Confía en la pureza de tus intenciones. Siempre habrá bajas, y si actúas con audacia, siempre habrá menos.
—Hay algo más.
—Cuéntamelo.
—No lo haré.
—¿Fuiste cómplice?
—Sí.
—¿Actuaste con audacia?
—Sí.
—¿Supiste que tenías que actuar porque, de otro modo, nadie lo haría?
—Sí.
—Y eso, ¿ahora te consuela?
—No.
—Tus opciones eran hacerlo todo o no hacer nada. Tomaste la decisión correcta.
—¿Y cómo sabré cuando tomo la equivocada?
—Cuando el resultado de tu acción sea una catástrofe que no remita en modo alguno.
—Y entonces, ¿qué hago?
—Buscar una determinación más profunda y tratar de ser más fuerte y más listo la próxima vez.
—Hay algo que ahora me da vueltas en la cabeza.
—Cuéntamelo.
—No puedo.
—De acuerdo.
—Dime por qué expurgaste mi expediente.
—No te lo diré.
—Creo que no volveré a sentirme nunca seguro. Siempre andaré buscando algo que tal vez exista o tal vez no.
—Siempre has sido de ese modo.
—¿Hay una manera de escapar de todo esto?
—Para ti o para mí, no. Podemos escapar, pero siempre regresaremos.
128
(Los Ángeles, 18/4/72 — 30/4/72)
Trabajó en el piso núm. 3. Bajó las persianas, corrió las cortinas y puso el aire acondicionado. Paró todos los relojes. Desconectó el teléfono. Convirtió el día en noche y la noche en día.
Fue un incendio controlado. Vació su colección de expedientes de los apartamentos Vivian. Puso en cajas todos los expedientes que tenía en el cuarto del centro de la ciudad. Tenía la fórmula líquida de las hierbas y la jeringa. Había escrito fórmulas de los herbolarios. Quema el expediente de tu madre, quema el expediente de Wayne, quema el expediente de tu caso. Construye tus bombas de papel y mide los resultados.
Robó las ganzúas de Dwight Holly. El tungsteno previamente engrasado hacía saltar cualquier cosa. Tenía sus billetes de avión, su vello facial falso, su identificación falsa. Lo tenía todo. Tenía que actuar porque, si no, nadie más lo haría. Vació las cajas. Las pilas de papel alcanzaban los tres metros. La última que vació fue la del expediente de su caso. El asesinato ocurrió a un latido de distancia. Tenía que haberlo sabido entonces. Se le había ocurrido tarde. Actuó porque, si no, nadie más lo haría.
Salvó las fotos de Joan. Las clavó en la pared del sótano trasero. Colgó su medalla de San Cristóbal del clavo. Los herbolarios le habían dado unos apuntes. Coció líquidos y llenó cuentagotas con ellos. Echó gotas sobre papel secante. Cotejó las estructuras moleculares. Refinó el efecto quemar las palabras/conservar el papel. Papel de expedientes ennegrecido, cuajado, ondulado. Texto de expedientes borrado. Olor y vapor pero, de momento, sin humo.
Preparó seis botellas llenas y las protegió envolviéndolas. Metió tres botellas vacías de limpiacristales en la mochila. Compró cuarenta bolsas de malla de lavandería. Las llenó todas de papeles.
Bolas de papel, vainas de papel, cilindros de papel. A la espera de la rociada.
Llenó la botella de limpiacristales núm. 1. Roció la obra de toda su vida, su Partenón de Papel. El líquido cuajó, burbujeó, redujo el texto y lo vaporizó. Despidió un hedor. Le provocó escozor de ojos. Los nidos de papel vibraron. Las redes se rompieron. Fragmentos de papel sin palabras se arremolinaron en el aire.
Crutch se acercó al muro trasero. Las fotos de Joan estaban cubiertas de polvo. Las limpió. Se colgó del cuello el San Cristóbal. Yo te vengaré.
Rendiré honor al gran regalo que eres tú.
Titubeaste y me diste tu bandera para que la guardara. Ahora la portaré por ti.
129
(Los Ángeles, 1/5/72)
Primero de Mayo.
En Silver Lake Boulevard ondeaban banderas rojas. Entre ellas había pancartas con lemas políticos. NO MAS GUERRA, ORGULLO NEGRO, DERECHOS DE LA MUJER. Los manifestantes desviaban el tráfico. Los polis cabreados hacían horas extra.
Joan lo contemplaba desde la terraza. Con los prismáticos de Dwight podía verlo de cerca. Reconoció caras de la manifestación por la libertad de los Rosenberg de hacía veinte años.
Pronto se marcharía. La documentación estaba a punto. Empezaría de nuevo como Jane Anne Kurzfeld. Karen estaba preparada para marcharse. No quería comunicarle su apellido. Se comunicarían a través de un servicio de buzón de voz. Tenía una buena suma de dinero. A Karen le había dado la misma cantidad. Jack administraría el resto. Los coches evitaban el recorrido de la manifestación. Algunos conductores tocaban el claxon pidiendo la paz. Algunos conductores lanzaban globos llenos de meados y hacían gestos obscenos a los manifestantes. El chico había desaparecido. La última vez que lo había visto parecía alterado. Karen estuvo de acuerdo con ella. Es persistente y sincrónico. Le dejaremos nuestros papeles.
Joan encendió un cigarrillo, le dio dos caladas y lo apagó. No debería fumar. Aquel cambio en su cuerpo persistía. Sí, estoy segura de que es eso.
130
(Washington D.C., 1/5/72)
Primero de Mayo.
Banderas rojas y hippies, mogollón de pacifistas envejecidos. Muchas pancartas y causas distintas. Polis a caballo como en Chicago en el 68. Nada que ver con aquel baño de sangre.
Unas cuantas escaramuzas, unas cuantas persecuciones, algunas caídas y pisotones. Espectros con máscaras de Nixon. Se mezcló con la gente. Llevaba una peluca de pelo hippie. El bigote y la barba le picaban. La peluca le quedaba torcida. La mochila hasta los topes se sumaba al efecto.
Había llegado en avión dos días antes. Había comprado el billete con un pseudónimo y se había registrado en el hotel del mismo modo. Pasó tres veces por delante de su objetivo. La puerta del sótano parecía inexpugnable. La caja de fusibles del sótano parecía fácil. La ventana del cuarto de la colada estaba siempre entornada.
No había personal de servicio viviendo en el edificio. No había federales aparcados fuera vigilando. No había perros guardianes.
Ella le preguntaría si lo había hecho. Él guiñaría el ojo como Scotty Bennett y diría: «No te lo diré.»
Las manifestaciones diurnas se convirtieron en fiestas nocturnas. Se quedó un rato en Lafayette Park. Al otro lado de la calle estaba la Casa Blanca. Él había conseguido que Dick el Tramposo saliera elegido. El franchute había colaborado. Eso había sido un millón de años antes de volverse rojo.
Los hippies fumaban hierba y se divertían. Unas cuantas chicas llevaban los pechos al aire. Los polis pasaban por allí de vez en cuando como mera formalidad.
Crutch deambuló hasta Rock Creek Park. El D.C. estaba lleno de gente de orden y renegados. Nadie se fijaba en él. Llegó a una estación de servicio Texaco y se puso su ropa habitual. Hizo pedazos las prendas y el pelo de camuflaje y los tiró
por el retrete. Volvió al parque y encontró un rincón tranquilo. La acción sería a medianoche. La prensa de Los Ángeles decía que Chick Weiss había muerto de sobredosis. Phil Irwin había callado. Recordó algunas cosas que Joan le había dicho. Esteban Sánchez seguía rondándole en la cabeza.
Hacía una noche de bochorno. Los insectos lo bombardearon. Estaba en un sitio apartado. Al otro lado del parque estallaban fuegos artificiales.
La cuenta atrás resultó interminable. Las manecillas del reloj no avanzaban. Por fin, llegó la medianoche. Se quedó aturdido hasta las 00:03. Entonces, pam, entró en acción la adrenalina de reserva.
Caminó, deambuló, paseó. Una buena noche, un buen barrio. Soy un buen chico que lleva a casa la ropa de la escuela para que la lave mi mamá.
Ahí está Northwest Thirtieth Place. Ahí está la entrada privada. Ahí está la casa neogeorgiana. Por la Causa. Sé descarado, sé audaz.
La ventana estaba entornada. Se acercó, se impulsó apoyándose en el alféizar y entró de un salto. Posó los pies en el suelo con ligereza.
Las luces de la planta baja estaban apagadas. La cocina olía a abrillantador de muebles con aroma de limón. Había visto fotos en la revista Antique Monthly y había hecho planos de los distintos pisos. Sacó la linterna y se dirigió a la puerta del sótano. Estaba cerrada. Introdujo una ganzúa del seis e hizo saltar los tambores. El acceso exterior era imposible. El acceso interior resultó fácil.
Bajó los peldaños. Ajustó el haz de la linterna para que fuera más estrecho. El recinto era como su espacio para archivos y el espacio para archivos de Wayne y el laboratorio de Reggie juntos, y mucho más amplio. El sótano medía lo mismo de largo que de ancho. El techo estaba elevado para que cupieran más papeles. Los estantes llegaban más alto que el monte Matterhorn y casi rozaban las nubes.
Tenía cuarenta y cuatro bombas de papel, metidas en sendas mallas y con tapa de rosca. Abrió la bolsa y las fue colocando en las estanterías. Al llegar al fondo de la bolsa vio que su pócima para provocar un ataque al corazón se había derramado. La jeringa estaba aplastada.
Se quedó allí plantado. Un millón de voces decían «cretino, mirón, pariguayo». Se tapó los oídos, pero no las acalló. Las voces lo golpeaban. Se sentó en el suelo y dejó que gritaran hasta cansarse.
Se puso la máscara de gas. Recorrió el sótano corriendo. Abrió las cuarenta y cuatro tapas. Los vapores se elevaron hacia el techo.
Se formaron nubes de colores.
Las paredes los contuvieron.
El papel se chamuscó, se coaguló, crujió y se carbonizó. Se produjeron pequeñas explosiones. Los estantes de los archivos temblaron. La pintura se desprendió de las paredes. Los vapores cambiaron de color: oscuro/claro, oscuro/claro. Unas motas de papel vaporizadas flotaron en el aire enrarecido.
Crutch subió la escalera y cerró la puerta a su espalda. Se encendió la luz de la cocina. El señor Hoover estaba junto al frigorífico.
Crutch metió la mano en el bolsillo y sacó la esmeralda. El señor Hoover tembló y la miró fijamente. El brillo era incesante. Hipnotizaba. El resplandor verde aumentó sin parar. El señor Hoover titubeó y babeó. El señor Hoover se llevó la mano al pecho y subió la escalera tambaleante.
131
(Los Ángeles, 3/5/72)
Fue noticia de portada. Ataque cardíaco, setenta y siete años. Ella no sintió nada. Los obituarios lo alabarían y lo difamarían. Dwight se lo había arrancado de las manos. Ya no le importaba. Joan aparcó delante de la casa. El noticiario informaba a todo volumen. Los rayos catódicos se reflejaban en una ventana. El chico llamaba al lugar el «piso núm. 3». El coche trucado del chico no estaba. Ella abrió la puerta con una tarjeta de crédito falsa y se coló dentro. La sala era un caos. Una brisa arremolinaba restos de papeles. El aire olía muy raro. Las paredes estaban manchadas de carbonilla.
Una pila de revistas de automóviles. Tubos de ensayo y botellas de productos químicos. Notas garabateadas en cuadernos. Una recortada.
Abrió el bolso y sacó la cámara. Se levantó el suéter para mostrarle cómo había cambiado. Sostuvo la cámara lo más lejos que le alcanzó el brazo y tomó la foto.
La instantánea salió al cabo de un minuto. La imagen cobró cohesión. La puso en el alféizar de la ventana delantera. Tu determinación ha resucitado mi determinación.
No imagino en quién te convertirás.
Agradezco que esto haya ocurrido contigo.
DOCUMENTO ANEXO: 11/5/72. Extraído del diario guardado en secreto de Karen Sifakis. Los Ángeles,
11 de mayo de 1972
Me marcho. Ésta será la última entrada de este diario. La casa está vendida, el coche ya está cargado. Las niñas están sentadas en el asiento trasero junto con los peluches de Eleanora. No tendré que dar clases nunca más. Los beneficios de un ataque endiabladamente violento me permitirán vivir holgadamente.
De momento, no tengo apellido. Me he resistido a todas las identidades falsas que me han ofrecido. Es un riesgo, pero lo correré agradecida. A su debido tiempo, les contaré a las niñas toda la historia y cómo llegué al apellido Holly. He cerrado la casa y he echado un vistazo al refugio. Me he asegurado de que todas las puertas del coche tuvieran puesto el seguro. Dina ha hecho pucheros. Eleanora me ha sonreído. He visto la banderita roja pegada al asiento. He mirado alrededor. Quería verla por última vez o, al menos, oler el humo de su tabaco. Se había marchado. Siempre ha opinado que las despedidas son místicas y presuntivas. Los camaradas han de estar dispuestos a reencontrarse o a perderse para siempre. La fe funciona así.