El negro vertió un brebaje humeante en una copa. Crutch la levantó y la apuró de un trago. Quemaba. Sabía a hojas muertas y hongos. La visión se le nubló y volvió a aclararse al cien por cien. Eructó olores de sus últimas diez comidas y se tambaleó hasta alcanzar una silla.

El local se hizo redondo, cuadrado y rectangular. Unos espejos de la risa se ondularon en las paredes. Pasaron imágenes de él. No podía discernir detalles. Luc se rio. El negro dijo:

—Pariguayo, oui.

Crutch entrecerró los párpados. Sus ojos enfocaron una pared trasera. Estaba cubierta de dibujos anatómicos. Los órganos internos estaban destacados. De ellos sobresalían alfileres.

Crutch volvió a entrecerrar los ojos. Un cráneo adquirió las facciones de Wayne Tedrow. Se levantó a clavar alfileres en los ojos de Wayne. Los brazos y las piernas no quisieron moverse.

Luc se rio. El negro se rio. Luc dijo:

—Le pauvre pariguayo.

Vio el rostro de su madre y el rostro de Dana Lund. Vio a Dana desnuda con los ojos de Chrissie Lund. Vio LA SILLA ELÉCTRICA , LAS MANOS Y PIES Y EL OJO . Intentó hablar. Las cuerdas vocales se le congelaron. Intentó ponerse en pie. Las piernas se separaron de su cuerpo y echaron a correr. Intentó mover las manos. Los dedos se le derritieron. Vio diez mil instantáneas de Joan.

—Pariguayo —dijo Luc.

—La poudre zombie.

Crutch intentó gritar. Su boca se disolvió en el túnel de la calle Tercera bajo Bunker Hill. Luc y el negro lo agarraron y lo arrastraron a una habitación trasera. Intentó resistirse. Sus brazos se convirtieron en alas de pájaro. Lo dejaron allí y cerraron con llave. Las ratas corrían por el suelo. Intentó apartarse de ellas. Se le subieron a la espalda y lo inmovilizaron boca abajo. Vio a Joan. Rompió a llorar. Las lágrimas adquirieron diversos colores. Las ratas le corrieron por la cara y empezaron a lamerla. Vio sus pulgas y las llagas abiertas de sus cuerpos. Agitaban la cola y le enseñaban unos dientes de sierra. No podía moverse. La poudre zombie. Vio a Joan. Oyó murmullos al otro lado de la puerta. Se formaron unas palabras en francés. Vio a las chicas de su clase de francés del instituto. La maestra decía: «Donald, eres un muchacho brillante. Aprende a escuchar, aprende a hablar.»

Las ratas lo mordisquearon. Vio palabras francesas impresas y oyó traducir a la señorita Boudreau. Oyó «esmeraldas»,

«sospechosos», «matarlo». Oyó «Laurent-Jean Jacqueau», «América», «cambio de nombre».

«Trujillo y Duvalier.» «Esmeraldas.» «Perdido en América.» «Celia.» «1964.» «El chico quiere las piedras.»

Las palabras cesaron; los murmullos se reanudaron; aparecieron imágenes en blanco y negro. El despacho de Clyde Duber, el friso del salpicadero de Scotty Bennett. Fotos del delito: EL GOLPE DEL FURGÓN BLINDADO . Crutch oyó pasos. Crutch oyó amartillar un arma. Una rata le pasó por la cara. Crutch logró abrir la boca. La rata se asomó

dentro. Crutch cerró la boca y la decapitó de un mordisco.

La rata se debatió. Crutch siguió mordiendo. El sabor de la sangre y la piel le provocó algo. La puerta se abrió. Luc y el negro entraron. Luc llevaba la 38 apretada contra la pierna.

Crutch se quedó tendido donde estaba. La rata se debatió y murió en su boca. Luc y el negro se acercaron. Crutch levantó la mano y agarró el arma. Las ratas se escabulleron alrededor de ellos. Luc y el negro se quedaron paralizados. Crutch apuntó y les voló sus negros sesos.

73

(Santo Domingo, 6/5/69)

Joan.

El avión rodó por la pista.

El aire a reacción derribó unos carteles de bienvenida del Enano. Wayne despertó. Todavía tenía su bolsa: cuatrocientos de los grandes esposados a su muñeca.

El sueño era fragmentario. Había visto a Joan hacía tres semanas. El sueño se había repetido la mayoría de las noches desde entonces. Ruido de club y música basados en hechos reales. Imaginario ficticio de cicatrices de arma blanca. Devolvió el anillo de Dwight. Dwight se negaba a hablar de Joan. Una suposición: ella era su informante. Joan había enseñado en la «Escuela de la Libertad». Reginald Hazzard fue alumno suyo. Wayne volvió a la Escuela de la Libertad y repasó

otra vez los registros. No había nada sobre Reginald. El pequeño clic de Wayne encajó, finalmente. La Escuela de la Libertad aparecía en el expediente federal sobre Joan. Él había destruido el expediente. Dwight se negaba a darle una nueva copia. Otro clic encajó. Había algo más que había olvidado o no había tenido en cuenta. Wayne descendió del avión. Lo esperaba su limusina. Las ventanas tintadas ocultaron a la vista aquella Tijuana junto al mar. Había hecho una búsqueda de Joan Rosen Klein en registros nacionales y no había encontrado nada. Había preguntado en el sur de L.A. El consenso: es una seguidora de la ATN y una cabecilla con un pasado.

La limusina avanzó lentamente. El «Plan de Renovación Urbana» de Balaguer colapsaba el tráfico. Los que cavaban las zanjas llevaban uniforme de presidiario. Se movían a pasitos pequeños. Los tobillos les sangraban a causa de los grilletes. Ahora, Mary Beth resultaba problemática. La carga de trabajo de Wayne los obligaba a estar separados. La búsqueda de Reginald por parte de él la enfureció. Fue muy directa: tú trabajas para los Chicos. Tú llevas pasta a dictadores. Él la engatusó

y la apaciguó. Usó eufemismos y mintió. Ella se limitó a arder de cólera por dentro.

Dwight era problemático. Jomo Clarkson se había suicidado en la cárcel. Marsh estaba aterrorizado y negaba haber delatado a Jomo. El chivatazo aburría a Dwight. Su actitud era extrañamente impropia de Dwight.

La limusina alcanzó el malecón. Los carteles anunciaban los repartos de comida del Enano. Había un camión aparcado. Pobres de piel oscura o clarita formaban cola. Los de La Banda les lanzaban bolsas de papel. Las bolsas se rompieron y se inició una minipelea racial. Las bolsas contenían desechos de carne y latas de comida para perros abolladas. Marsh estaba asustado. Wayne y Dwight estaban de acuerdo en eso: es un tipo veleidoso y podría jugárnosla. Hagamos que el cretino vuelva a casa y ponga micrófonos en su guarida.

Haití pasó de refilón a su lado. El viaje de hierba recircuitó su memoria. Vio a través del suelo y siguió raíces de árboles. Vio criaturas mágicas en acción.

El ruido de las bocinas se dobló y triplicó. Una persecución a pie detuvo el tráfico. Chicos con panfletos. Carreras por la calle esquivando obstáculos. Los matones de La Banda corrían tras ellos. Un grupo de chicos, dos flancos de matones. Movimientos en pinza, callejones sin salida. Los chicos se encontraron de frente con una barrera policial: unidades de la Policía Nacional con escudos de plástico y porras.

La pinza se cerró. Los camisas pardas absorbieron a los chicos. Las porras estaban erizadas de pinchos. Un leve roce desgarraba la carne.

Los chicos intentaron huir al interior de los edificios. Los guardias de la entrada los vieron y cerraron las puertas. Un chico pasó corriendo al lado de la limusina. Iba descamisado. Sangraba por un ojo.

Wayne abrió la puerta. El chico intentó saltarla, tropezó en el borde y salió volando. Wayne lo agarró y lo metió en el asiento trasero. El chico se resistió. Wayne lo sujetó y le gritó al chófer. El chico captó lo que pasaba y chilló en español. Wayne oyó

unos números y «calle Bolívar». El chófer giró en redondo y se lanzó a toda velocidad por un callejón. Wayne abrió su maletín y sacó una camisa. El chico se cubría el ojo con una mano. La sangre se escurría entre sus dedos. Wayne le echó la cabeza hacia atrás e invirtió el flujo.

La limusina llegó a una zona despejada. El chófer pisó el acelerador e hizo sonar el claxon. Las banderas de la antena les franquearon el paso en los atascos y semáforos en rojo. Apareció la calle Bolívar. El chófer redujo la marcha y se detuvo ante una casita. El chico se había desmayado. Wayne lo cogió en brazos y lo llevó adentro. La consulta era pequeña. El mobiliario estaba desvencijado y todas las sillas eran distintas. Parecía un centro médico comunista clandestino. Una enfermera y un doctor se encargaron del chico. Parecían conocerlo. Se lo llevaron al momento por una puerta trasera y la cerraron.

Wayne se sentó en la sala de espera. Las esposas de la bolsa del dinero le hirieron la muñeca. El teléfono sonó cada diez segundos. Las paredes se acercaron un poco. Pensó en Haití y en Mary Beth.

El teléfono continuó sonando. Pasó una hora. El doctor salió. Llevaba la bata ensangrentada y guantes de goma en las manos.

—Le he salvado el ojo al muchacho.

—Me alegro.

—¿Usted es...?

—Me llamo Wayne Tedrow.

—Supongo que se aloja usted en El Embajador.

—Exacto.

—Tiene mi agradecimiento. Ha llevado a cabo un acto valiente.

Pasó por las obras de Santo Domingo. Habían mejorado superficialmente.

Se habían levantado dos plantas más. La obra iba demasiado deprisa. Los trabajadores saludaron al Jefe Tedrow. Eran todos casi idénticos. Parecían actores de un vigoroso guión rural. No se veían látigos ni armas. Los grilletes de los tobillos habían desaparecido de la vista.

La limusina lo llevó al norte. Las obras de los emplazamientos rurales estaban igual. La visita a Jarabacoa incluyó un almuerzo de bufé. Los obreros, gordos y respondones, comían con los jefes. Wayne se encaramó a un árbol y escrutó la zona. A cuarenta metros: los jodidos de La Banda y los verdaderos trabajadores encadenados.

Wayne dormitó camino de la caleta del Komando Tiger. Los cristales tintados ocultaron una vista de rotunda miseria. Despertó y vio al cretino a la entrada del campamento. El jodido cazador de comunistas parecía medio perturbado. El chófer redujo la marcha. Wayne le dio unos golpecitos en el hombro y le indicó que parara. El cretino se acercó. Wayne le dijo:

—Te vuelves a L.A. conmigo en el avión. Dwight y yo queremos que pongas micrófonos en casa de Marsh Bowen. El cretino asintió. Estaba medio dispuesto, medio aturdido. Wayne dio unos golpecitos en el hombro al chófer. La limusina se detuvo en un claro. Mesplède y los cubanos esperaban allí. Los cubanos eran intercambiables. Nunca había llegado a aprenderse bien los nombres. Una camada, cuatro cachorros malos.

Vieron la limusina y saludaron con la mano. Wayne se apeó y caminó hacia ellos. Estaban colgando algo en una cuerda tendida entre dos árboles. Wayne olió a descomposición.

Mesplède le salió al paso. Wayne lo apartó de en medio. Allí: cinco cueros cabelludos, con la marca de la zarpa de tigre. Los cubanos posaron: los pies bien plantados, sonrisas ufanas, bandoleras y cartucheras. Mesplède se acercó. Llevaba su cuchillo de cortar cabelleras colgado de una correa.

—Se terminaron las incursiones —dijo Wayne—. Se terminó la mierda política mientras trabajéis para mí. Una infracción más y estáis muertos.

Los cubanos cambiaron de postura: sonrisas ufanas, pulgares al cinto, pies bien plantados. Mesplède se rascó el cuello con el cuchillo.

Wayne descolgó las cabelleras del tendedero. Wayne pasó revista a los mercenarios. Wayne les restregó las cabelleras por la cara.

—Viva Fidel, jodidos pringados.

El teléfono de la suite sonó a medianoche. Lo despertó con un sobresalto. Se había dormido con las luces encendidas. Santo Domingo era una visión borrosa tras la ventana. Pensó de inmediato en el chico del ojo acuchillado.

—Diga.

—¿Te he despertado?

—Sí y no.

—Espero que no estuvieras soñando —dijo Mary Beth.

—Bueno, sí y no.

—Te preguntaría cómo van las cosas, pero no estoy segura de querer saberlo.

Wayne se frotó los ojos.

—Tengo una pista sobre la mujer que le pagó la fianza a tu hijo.

—Cariño, no me refería a Reginald.

Wayne dirigió una mirada al maletín.

—Ya sé que no. Te lo digo porque eso es algo entre tú y yo, y no sobre lo que hago para ganarme la vida.

—¿O sobre la gente para la que trabajas?

Wayne suspiró:

—Cariño, por favor, no hagas eso. Por teléfono, no.

Mary Beth suspiró:

—En persona será peor.

—Entonces, seamos civilizados y no lo hagamos de ninguna manera, joder.

—Deberíamos darnos las buenas noches ahora.

—Sí, creo que deberíamos.

La comunicación se cortó con un clic. Wayne se asomó a la ventana. El cielo estaba libre de neones. El Enano le había dicho a Sam G. que quería mucho neón. Sam le había respondido que se lo proporcionaría.

Llamaron a la puerta. Se levantó y fue a abrir. Era Celia Reyes. La había conocido en Miami durante la convención. Entonces era la consorte de Sam.

—Hola, señor Tedrow —dijo. Llevaba un vestido blanco y una chaqueta de lino. Tendió la mano a Wayne y él se apartó y la invitó a entrar. Celia se sentó en el sofá.

—Quiero agradecerle lo que ha hecho por mi amigo Ramón. El doctor dice que le dedicó su tiempo generosamente.

—Me alegro de que se vaya a recuperar. —Wayne acercó una silla.

—El doctor dice que fue toda una escena. Usted, transportando a Ramón con un maletín sujeto a la muñeca. El maletín estaba entre los dos. Wayne lo señaló.

—Era una incomodidad, sí.

Celia sonrió:

—No parece sorprendido de mi presencia...

—Medio esperaba que me abordase.

—¿Cómo es eso?

—Podría decirse que lo deseaba.

—Una de mis amistades y yo pensamos que podría simpatizar con nuestra misión.

Wayne sonrió:

—Sí, eso podría ser verdad.

—¿Se enfadará mucho si le digo que ya sabíamos algunas cosas de usted antes de su acción de hoy?

—La gente tiende a saber cosas de mí. Es algo que tiende a hacerme más mal que bien.

—¿Puedo preguntarle por sus creencias?

—Estoy siguiendo señales —respondió Wayne—. Empiezo a pensar que tal vez tengo un objetivo que trasciende mi voluntad de comprenderlo.

Celia señaló el maletín.

—¿Qué contiene?

—Cuatrocientos mil dólares.

—¿Me lo puedo quedar?

—Sí.

—¿Habrá más?

—Sí.

Celia cogió el maletín y se dirigió a la puerta. Wayne la abrió. Una sombra se escurrió por el pasillo. Un aro de humo se evaporó. Wayne supo que era ella.

—Celia ha dicho que ha sido muy generoso.

—Me pilló en un buen momento.

—No le insistiré para que me cuente más.

—Podría hacerlo. Sería sincero. Yo le insistiría sobre unos cuantos asuntos y espero que, a cambio, también fuera sincera.

—Puede preguntarme lo que sea. Le daré respuestas o no.

—Iba a preguntarle por su relación con Dwight Holly y por un joven que conoció en la Escuela de la Libertad y al que, casi con certeza, rescató del mal un año después.

—No se lo diré.

—Ésa sí que es una respuesta directa.

—Ya he dicho que lo sería.

—Sí, lo ha dicho.

—Espero que mi rudeza no ponga fin a nuestra colaboración.

—No lo permitiría. Soy un ex policía muy rudo y tiendo a conseguir las respuestas que busco.

—No me ha preguntado qué sabemos Celia y yo de usted, que es una pregunta mucho más apremiante que hacer.

—Daré por sentado que lo saben todo y lo dejaré ahí.

—Me ha encantado hablar con usted, señor Tedrow.

—Gracias por llamar, señorita Klein.

Wayne despertó cuando sobrevolaban Tejas. El whisky de avión y las hierbas vudú lo habían puesto fuera de combate desde el despegue.

El cretino estaba leyendo el Playboy. El muy capullo estaba demacrado y asustado.

Debajo de ellos se distinguían vagamente unos riscos con profundas acanaladuras. A los lados se alzaban árboles. Unas nubes de tormenta los hicieron desaparecer.

Wayne pensó: «Esto es todo magia.»

Wayne pensó: «Me he vuelto rojo.»

DOCUMENTO ANEXO. 8/3/68. Transcripción literal de una conversación del FBI. Encabezamiento: «Grabada a instancias del director»/«Clasificada Confidencial 1-A: Estrictamente reservada al Director.» Hablan: el director Hoover y el agente especial Dwight C. Holly.

JEH: Buenos días, Dwight.

DH: Buenos días, señor.

JEH: Su télex daba a entender que tiene malas noticias. «No se corte», que suele decir el presidente Nixon en sus débiles esfuerzos por estar al día de la jerga de los melenudos y de los negros que propugnan la insurrección. DH: Sí, señor.

JEH: También están, «Cómo mola» y «Qué enrollado, ¿no?», que son las nuevas muletillas favoritas de las personalidades blancas de la radio que han hecho suya la consigna de que soy demasiado viejo para este trabajo. DH: Sí, señor.

JEH: «No te cortes, hermano» es una expresión que se considera «en la onda» hoy en día. Yo mismo se la solté al vicepresidente Agnew la semana pasada. Él me respondió levantando el puño. Me sentí profundamente agradecido. Fue como recibir la Legión de Honor francesa.

DH: Sí, señor.

JEH: No se ande con rodeos, Dwight.

DH: Me llamó el jefe Reddin, señor. Me dijo que había apartado del cuerpo a Marsh Bowen. Lo han despedido del DPLA, de modo que el DPLA no es en absoluto responsable de sus actos. El despido fue clandestino, lo cual nos protege al menos en... JEH: La Operación Hermano Maaalo no debe descarrilar ni sufrir desviaciones de ninguna clase. Bowen no debe saber que lo han despedido. ¿Por qué ha sucedido esto? Hable claro, no se corte.

DH: Creo que Scotty Bennett acudió a Reddin y le presentó motivos suficientes para el despido. Me parece que el ánimo personal de Bennett precipitó esta acción.

JEH: Bennett nos ha favorecido en un aspecto, por lo menos. No ha señalado al difunto Jomo Kenyatta Clarkson y a su difunto compinche como los asesinos del difunto mercader en racismo, el doctor Fred Hiltz, lo cual ha ahorrado al Buró una buena cantidad de atención inspirada por esos simios.

DH: Sí, señor.

JEH: Jomo Kenyatta Clarkson se ha follado a Pat Nixon en numerosas ocasiones. Un informante confidencial de la comunidad de Hollywood me informó de este hecho. Estaban los dos bajo los efectos de la droga Quaaludes, comúnmente conocida como «ludes».

DH: Sí, señor. Estaba pensan...

JEH: Durante la primera semana de junio, el Buró efectuará redadas en las sedes de los Panteras Negras de Denver, Chicago y Salt Lake City. Yo agradezco la intención, pero le falta la agresividad iluminadora de nuestra operación, que es una completa exposición de la criminalidad negra y de la indolencia moral indígena. Quiero que la ATN y/o el FLMM vendan heroína. Los Panteras han aturdido a muerte y adormecido con hechizos al público. Ahora la gente necesita monos malos a los que poder hincar el diente. Le aseguro que no me corto un pelo.

DH: Sí, señor.

JEH: El negro honorario, Wayne Tedrow. Enróllate y cuenta, hermano.

DH: Tedrow está bien, señor. Estuvo en la operación de la República Dominicana.

JEH: Dick Nixon está irritado con Wayne. Wayne le ha cortado las alas a un esforzado grupúsculo de maleantes anticastristas que financiaba Bebe Rebozo. Bebe es un anticomunista visceral. Lo respeto por ello.

DH: Hablaré con el Presidente mañana por la noche, señor. Sobre el asunto Wayne, le aconsejaré lo que usted me aconseje. JEH: Haga lo que quiera. No te cortes, hermano.

DH: Sí, señor.

JEH: Nixon no ha aprendido nunca los secretos de un buen apurado al afeitarse. Yo uso hojas Wilkinson Sword. El expediente personal que tengo sobre Nixon lo arruinaría. Los expedientes que guardo en mi sótano crearían el apocalipsis instantáneo.

DH: Sí, señor.

JEH: La ATN y/o el FLMM tienen que vender heroína. Tenemos que crear un caos debidamente controlado. DH: Sí, señor.

JEH: Sueño muy a menudo con Martin Luther King. Lleva invariablemente un disfraz de demonio rojo y empuña una horca. DH: Sí, señor.

JEH: ¿Sueña usted con él?

DH: A menudo, señor.

JEH: ¿Y cómo va vestido?

DH: Siempre lleva una corona y alas.

JEH: (Comentario brusco e ininteligible/la transcripción de la conversación telefónica termina aquí.) DOCUMENTO ANEXO: 14/5/69. Transcripción literal de una llamada telefónica NIVEL 1/CONTACTO CERRADO/

acceso restringido. Expediente cerrado núm. 48297. Hablan: el presidente Richard M. Nixon y el Agente Especial del FBI, Dwight C. Holly.

RMN: Buenas noches, Dwight.

DH: Buenas noches, señor Presidente.

RMN: No estará grabando esto, ¿verdad, Dwight?

DH: No, señor. ¿Y usted?

RMN: Yo, sí. Tengo un aparato que graba mis conversaciones automáticamente, pero uno de mis esclavos se lleva las cintas y las mete en una caja fuerte. Nunca verán la luz y, si lo hacen, ya estaremos criando malvas. DH: Mola, señor.

RMN: Sí, es enrollado. ¿Votó usted por mí, Dwight?

DH: No estoy registrado como votante, señor.

RMN: Entonces, es un mal ciudadano. Es usted como su amigo Tedrow, que se entrometió con mi amigo Bebe. Bebe es el Primer Amigo, Dwight. Me gustan estas conversaciones nuestras y Wayne ha sido de utilidad para facilitar nuestros acuerdos con los italianos, pero Bebe es Bebe y Wayne lo jodió.

DH: ¿Puedo hacer unos breves comentarios directos, señor Presidente?

RMN: Hable claro. No se corte.

DH: Wayne Tedrow es un hombre muy competente, aparte de algún esporádico gesto estrafalario. La estúpida actividad que ha obstaculizado podría haber resultado perjudicial para la construcción de casinos en la R.D. El grupito de exiliados del señor Rebozo está compuesto por ideólogos de extrema derecha de poco fiar con un interés fanático por derrocar a Fidel Castro y, como usted me dijo una vez, señor, «ese cabrón va a durar». Yo describiría a los camaradas de exilio del señor Rebozo como gente descuidada y antojadiza cuando menos, o gratuitamente psicópata en el peor caso. Wayne hizo lo más prudente, señor. RMN: Tiene usted toda la razón, Dwight. Además, la R.D. es un pozo de mierda, los Chicos pueden tomar un baño en sus hoteles y Joaquín Balaguer es sólidamente antirrojo y mucho más tratable que Rafael Trujillo. Ese cabronazo era una pesadilla. No daría usted crédito al expediente que la CIA tiene de él. Las cosas que hizo con su presunto enemigo acérrimo, Papa Doc Duvalier, son horrorosas. Saquearon tierras, hicieron contrabando de esmeraldas e intervinieron bancos y se repartieron los beneficios. Y mientras hacían todo esto, el Chivo masacraba refugiados haitianos y Papa Doc se follaba a la mitad de sus novias.

DH: Extraños compañeros de cama, señor.

RMN: Hablando de eso, ¿qué me dice de ya sabe quién? Hoy estaba escuchando la radio y un comentarista lo llamó «el gay Edgar».

DH: Últimamente, la gente está muy poco amable, señor.

RMN: ¿Usted cree que a Edgar le gusta que le den por culo?

DH: Creo que encuentra el armario demasiado estrecho para eso, señor.

RMN: Una buena polla lo haría sentir menos tenso.

DH: Sí, señor.

RMN: Está perdiendo facultades, ¿verdad, Dwight?

DH: Sí, señor. Pero, por otra parte, sigue siendo absolutamente peligroso y debería manejársele con delicadeza. RMN: Y tiene esos malditos expedientes.

DH: Los tiene, señor.

RMN: Y son tremendamente reveladores e inconvenientes.

DH: No tanto como esta conversación, señor.

RMN: Dwight, es usted tremendo. Resulta divertido tomar un par de tragos y un bocado con tipos salerosos como usted. DH: Señor, yo disfruto muchísimo con nuestras charlas.

RMN: Ese mamonazo irlandés, Jack Kennedy, me robó las elecciones de 1960.

DH: Sí, señor.

RMN: El mamonazo está muerto y yo soy el Presidente de Estados Unidos.

DH: Sí, señor.

RMN: Esté pendiente de ya sabe quién y téngame al corriente. ¿Lo hará, Dwight?

DH: Sí, señor. Lo haré.

RMN: Buenas noches, Dwight.

DH: Buenas noches, señor Presidente.

74

(Los Ángeles, 16/5/69)

—Tienes miedo de algo. Te tiemblan las manos —dijo Dwight.

El cretino pasó un cable por una rendija taladrada. Se le cayeron las pinzas. Era fácil sembrar de micrófonos el piso de Marsh Bowen. Los teléfonos eran grandes y anticuados. Las molduras de las paredes eran blandas.

—Déjeme en paz. Así no puedo concentrarme.

—Será una vigilancia periódica —sonrió Dwight—. Wayne hará rotaciones y te relevará en el puesto de escuchas. El trabajo entrañaba usar el taladro. El cretino era bueno. Extendió un paño y fue muy pulcro. Marsh estaba en una reunión de la ATN. Tenían tres horas.

—¿Cuántos comunistas has matado ya?

—Más que usted.

—¿Sigues siendo un mirón?

—Sí, de su madre. Estaba haciendo la calle.

Dwight se rio y echó un vistazo al salón. Marsh empleaba el método Stanislavski. Su guarida era la que se esperaría de su personaje. Pósters del Poder Negro, fotos de negras sexys con armas.

—Estuve hablando de ti con el presidente Nixon.

El cretino aplicó masilla en el agujero. Le tembló la mano y volvió a afirmarla. Llevaba un cinturón de herramientas y una lupa. El chico perdedor como profesional de las escuchas.

—Déjeme en paz. Vamos cortos de tiempo.

—Tú y Bowen sois hermanos del alma. Sois gatos asustados, pero persistís a pesar de todo.

—Bowen es su papaíto negro. Vamos, déjame trabajar.

—¿Cuántos comunistas has matado?

—Joder, tío!

Dwight consultó el reloj. Era medianoche. Las veladas de los negratas se alargaban hasta la madrugada. Porros y discursos, bocazas y demagogos.

El cretino terminó. Micrófonos en: dos lámparas, tres paredes, dos teléfonos. El cretino estaba sudoroso y lleno de polvo. Dwight le tiró una toalla.

—¿Qué tal se jode en la R.D.?¿También te gusta mirar allí? El cretino apartó la toalla:

—Deje de joderme.

Dwight recorrió el piso en una última ojeada. No encontró cabos sueltos. Marsh vivía el Método: libros comunistas, chuletas en el frigorífico, nada que oliera a policía, ni a marica.

El trabajo estaba bien. No quedaba rastro de polvo, ni se veía ningún cable.

El cretino tenía los nervios de punta, respiraba aceleradamente y le temblaban las piernas. El cinturón de herramientas le tintineaba en las caderas.

—No la jodas —dijo Dwight—. Wayne busca matar a algún derechista estúpido.

—Seguro que no llamó mamonazo a JFK.

Dwight hizo el gesto de llevarse las manos al corazón: —Yo no te mentiría.

Norm's, en Vermont. La clientela de la una de la madrugada: jóvenes colocados de hierba zampando menús de bisté

económicos.

Karen llevó a Eleanora. La niña dormitó en su cochecito. Dwight no dejó de mirarla.

—Se parece a mí.

—No, no se parece. Fue una inseminación artificial y tú no andabas cerca del receptáculo, ni mucho menos. Dwight soltó una risilla y tomó un sorbo de café. Karen encendió un cigarrillo. Dwight levantó una carta y protegió del humo a la pequeña.

—A ti te cae bien Richard Nixon. No puedo creer lo que eso dice de ti.

Dwight sonrió:

—Y tú me quieres. ¿Qué dice eso de ti?

Karen dio vueltas a su cenicero.

—Tengo unos amigos en la cárcel del condado de San Mateo. Les han denegado el hábeas.

—Me ocuparé de ello.

—Cómo está el señor Hoover?

—Un poco tenso.

—¿Marshall Bowen es tu infiltrado?

—Sin comentarios.

—¿Joan es tan buena informante como yo?

—El tiempo lo dirá.

La niña se agitó. Dwight meció el cochecito. Karen miró por encima de la carta. La niña sonrió y volvió a dormir tranquila.

—Abarcas demasiado, Dwight.

—Eso ya lo he oído antes.

—Pesadillas?-Karen sonrió.

—Ya sabes la respuesta a eso.

—Seré más concreta, entonces. ¿Pesadillas nacidas de una conciencia culpable?

La niña sacó la pierna del asiento del cochecito. Dwight volvió a meterla y la tapó.

—La adoro, ¿sabes?

—Sí, ya lo sé.

Entrelazaron los dedos.

—¿Me quieres?-dijo Dwight.

—Me lo pensaré —respondió ella.

Mató el rato en Norm's. El espectáculo era penoso, el local tapadera olía a moho, no iba a dormir de todos modos. Policías y pacifistas. Cinéfilos de última sesión. Rezagados de la librería porno de al lado. La camarera continuó llevándole café. Dwight fumó en sincronía con ella. El tiempo se metastatizó. Wayne entró y tomó asiento. Estaba demasiado delgado. Tenía canas nuevas.

—Eres un pesado —dijo Dwight.

—Ya sabes por qué estoy aquí.

—Hemos pasado por esto antes. Reconoceré que ella trabaja para mí, pero no iré más allá. Wayne hizo un gesto a la camarera para que los dejara solos.

—Hace una hora vi salir de aquí a una pelirroja alta con un niño. He investigado las matrículas y he conseguido su nombre y doy por sentado que estaba aquí contigo.

—¿Por qué lo das por sentado?-Dwight encendió un cigarrillo.

—Porque no creo en las coincidencias.

Dwight jugó con su anillo de la facultad de Derecho. El anillo rodó por la mesa. Wayne se lo devolvió rodando, también.

—Vi una foto del profesorado en una «Escuela de la Libertad» izquierdista. Karen Sifakis y la mujer de la que hablamos aparecían juntas.

Karen dijo que no había conocido nunca en persona a Joan. Dijo que eran amigas por correspondencia. Lo mismo dijo Joan. Dwight se encogió de hombros.

—Cuéntame —dijo Wayne.

—No voy a hacerlo —replicó Dwight.

Entró un grupo de borrachos. Dos policías que estaban en la barra se pusieron tiesos.

—Di su nombre, Wayne. Quiero oírtelo decir.

—Joan.

Dwight hizo el gesto de llevarse las manos al corazón.

75

(República Dominicana, Haití, aguas del Caribe, Los Ángeles, 16/5/69 — 8/3/70)

Rotaciones:

De la R.D. a L.A. y vuelta. Las obras de los casinos, el negocio de la droga, las incursiones a las costas cubanas. SU caso se entrometió.

Había liquidado a Luc Duhamel y al bokur y no soltó prenda. Incendió la choza y el Lincoln de Luc y regresó a la R.D. a pie y de noche. Luc, simplemente, se había esfumado. Unos espectrales Tonton importunaron al Komando Tiger con preguntas rutinarias. Crutch aguantó. Llegaron noticias: a Luc lo habían matado en una guerra de sectas vudú. Se produjeron represalias: hechizos, masacres a machetazos y zombificaciones. Crutch se mantuvo en las sombras y dejó que aquello pasara. Los nervios le afectaron un poco la cabeza y lo dejaron atontado. Tuvo pesadillas en Vistavisión Vudú. Encontró buenos hogares para los perros de Luc. El franchute fichó a unos Tonton para que se ocuparan de la parte haitiana del negocio. La caleta de Luc continuó siendo el embarcadero de la Zarpa de tigre. Los viajes a Puerto Rico y a Cuba continuaron zarpando del antiguo territorio de Luc.

El trabajo era a tiempo completo. SU caso era a tiempo parcial. Es la epifanía de la cabaña de vudú. Está zombificado. Su cerebro se asa mientras su cuerpo está atado al bokur e inmóvil. Esmeraldas/1964/Celia. Laurent-Jean Jacqueau/América/cambio de nombre. Su mente se funde y viaja al ATRACO AL FURGÓN BLINDADO . Siguió la pista de la epifanía y la validó. Allanó la oficina de operaciones de La Banda y encontró papeles. Crípticos y escritos en español. Tomó fotos con la Minox, reveló el negativo y tradujo como pudo. Un envío de esmeraldas había salido de Santo Domingo el 10/2/64. Destino: L.A. Remitente y receptor, no anotados. No constaba el modo de transporte. No había nombres a los que agarrarse. La pista de los papeles conducía a un callejón sin salida.

Intentó seguir el rastro del Tonton renegado, Laurent-Jean Jacqueau. Tomó el 14/6/59 como la fecha de su desaparición y extrapoló. Investigó registros de salida de emigración. No encontró nada. Investigó entre los emigrantes llegados a Estados Unidos. No encontró nada. Buscó por las iniciales. No dio resultado. Amplió la búsqueda desde allí. Comprobó las hojas de admisión de todos los varones caribeños negros, sin resultado.

Lo único que consiguió fueron rumores y relatos orales. El Chivo y Papa Doc eran fanáticos de las esmeraldas. Sacó esto y nada más. Lo mismo sobre las esmeraldas y Laurent-Jean Jacqueau. Lo mismo sobre las esmeraldas y Celia Reyes y Joan Rosen Klein. Allanó tres escondites de archivos: la CIA, La Banda y el grupo de Ivar Smith. No encontró los nombres que buscaba. No encontró pistas de ningún Fuego Verde.

Rotación.

Hizo dieciséis incursiones a Cuba y ocho viajes con droga, todo top secret. Todo ello en abierto desafío a Wayne T. Wayne pagó a Ivar Smith para que vigilara al Komando Tiger y le informara. Ivar le contó esto al franchute. El franchute e Ivar se confabularon contra Wayne. Ivar traicionó a Wayne por una tajada del negocio de la droga. Desarrollaron un sistema de aviso. Ivar anunciaba previamente las visitas de Wayne. El negocio de la droga y las incursiones cubanas quedaban entonces suspendidas. El Komando Tiger hacía acciones anti-Castro y traficaba mientras Wayne no estaba. La Zarpa de tigre zarpaba de su reclusión. Las incursiones portorriqueñas eran clandestinas. Los negros Tonton llevaban el material a Puerto Príncipe. Su cuenta de comunistas muertos estaba ahora en veinticuatro. Las incursiones costeras conllevaron lanzamientos de torpedos. La Zarpa de tigre se infiltraba y bombardeaba la costa. Hundieron embarcaciones amarradas con rojos acérrimos a bordo. Las incursiones a la caza de cabelleras lo afectaron más. Las bajas causadas eran inferiores en número y lo que hacían le producía altos porcentajes de pesadillas. Todas aquellas incursiones le crisparon los nervios. Se sobrepuso a base de hierbas de vudú. El franchute y los cubanos no sospecharon nunca.

Le poudre zombie casi lo mató. La revelación del atraco surgió de aquel estado alterado. Se fio del momento y siguió

intentando recapturarlo. La mayoría de las hierbas de vudú eran benignas y vigorizaban la mente. Ésta fue la conclusión a la que llegó. Se coló en Haití y consiguió hierbas para despejarse y para calmarse. La pócima funcionó. Le dio coraje y lo llevó a Cuba y vuelta. No lo ayudó a revivir más revelaciones relativas al robo. Lo ayudó con sus pesadillas. LA SILLA ELÉCTRICA , LAS MANOS Y PIES, EL OJO .

Los sueños agitados siguieron acosándolo. Se administró dosis de hierbas vudú y continuó sus actividades de mirón. Aquello lo agotaba. Imágenes de mujer poblaban sus sueños la mayoría de las noches. Profundizó en el vudú. No creía en él pero, de todos modos, lanzó un millón de hechizos contra Wayne. Le gustó el ritual. Wayne era demasiado grande como para meterse con él. El vudú tenía un poder que iba más allá de su voluntad. Le gustó aquel aspecto del asunto. Su vida consistía en trabajar. La construcción de los casinos iba viento en popa. Ya se habían levantado doce plantas en cada una de las cuatro obras. Las lluvias torrenciales retrasaron las cosas. Los esclavos morían de exceso de trabajo y necesitaban otros nuevos que los reemplazaran. El franchute y los cubanos mandaban los equipos de trabajo. Los matones de La Banda los ayudaban. Ivar Smith los avisaba de las visitas de Wayne. El francés aportaba grupos de obreros que eran idénticos a los anteriores. Wayne aportaba dinero para sobornos y para la obra. Crutch se mantuvo a distancia de él y le hizo hechizos de odio. El franchute y los cubanos rezumaban falsa inocencia. Odiaban a Wayne. Wayne requería connivencia a lo grande y mucho tacto.

Rotación.

Crutch trabajó en la R.D. y en L.A. Su caso se bifurcó: la muerte de María Rodríguez Fontonette y el atraco al furgón blindado. Celia entró y salió de Santo Domingo. Él no pudo seguirle el rastro. Inspeccionó más papeles. Vigiló los pisos francos conocidos de la lista de La Banda. Siguió a mendas comunistas de las listas de disidentes de la CIA con la estúpida esperanza de que la conocieran. Fue inútil. Seguir mujeres al azar lo distrajo del trabajo. Mirar por las ventanas le dio marcha durante días enteros. Tenía que dar con Celia. Celia era el hilo que llevaba a Joan.

Rotación.

Crutch mintió al francés. Le soltó cuentos de «Clyde Duber me necesita en L.A.» y el franchute dijo que por supuesto. Voló a L.A. y continuó buscando. Leyó una decena de veces el expediente de Clyde sobre el atraco, captó la esencia y nada más. Llamó

a la Wells Fargo. Intentó seguir el rastro del envío de las esmeraldas y se negaron a informarle. Volvió al expediente de Clyde. En él quedaba confirmada la obsesión de Scotty Bennett por el caso. Aquello no era ninguna novedad. La novedad: los informes del expediente de Scotty eran viejos.

Omisiones. Escasez de papeles. Conocía a Scotty. Habían charlado en el solar de los colaboradores de detectives. Scotty le había enseñado informes sobre atracos menores, siempre cargados de detalles. Los informes del 24/2/64: inconcretos en comparación.

Intentó sonsacar a Scotty. Lo hizo con muuucha sutileza, pero Scotty no reveló una mierda. No le dijo a Scotty que había puesto micrófonos en casa de Marsh Bowen. Scotty iría por Bowen a su debido tiempo.

Corría un rumor recurrente: Bowen había delatado a un negrata llamado Jomo por unos atracos a licorerías. Jomo se quitó

de en medio en la cárcel. Scotty le dijo a Crutch que estaba extendiendo el rumor. Apuesta segura: Bowen el marica estaba maduro.

Rotación.

La isla era una Zona Zombi. L.A. era una zona segura. Se dejó caer por el solar y llevó pizza y cerveza. Pasó por su apartamento en el Vivian y por su archivo del centro. Leyó el expediente de la desaparición de su madre. Lo ayudó a sofocar sus pesadillas.

Su madre le envió cinco dólares y una tarjeta navideña. Ésta llevaba matasellos de Kansas City. Su madre se largó en 1955. Envió su primera tarjeta aquel año. Envió otra tarjeta por navidades del 69. Ahora estaban en 1970. Seguía viva. Como Celia y Joan. Como Dana Lund y todas las chicas de las ventanas de Hancock Park. Su caso estaba empantanado. Scotty debía de tener más documentos. Dana Lund tenía canas nuevas. Llevaba el suéter de cachemira que él le había comprado por Navidad.

Las canas de Dana se parecían a las hebras grises de Joan. Todo era una maldita puñalada en el corazón. 76

(Las Vegas, Los Ángeles, la República Dominicana, Haití, 16/5/69 — 8/3/70)

Estado onírico.

Era el concepto expresado por Bowen. Era su vida, ahora. Era incuantificable. Le recordó sus primeros estudios de química. Algunos experimentos tenían resultados asegurados. Muchos otros, no. Él asumió más riesgos y sintonizó más con la incertidumbre. Existía un mundo más allá de su comprensión. La idea le dio impulso y lo consoló, entonces y ahora. Sus viajes con las hierbas clarificaron su estado onírico. Le aportaron una esperanza imprevisible. Quitaron fuerza a su instinto de arriesgar más.

Vuela a la R.D. y hace una visita a Haití. Contrata matones Tonton para que lo protejan mientras se entretiene con la química. Trae dinero para Celia y Joan. Le dice a Celia que distribuya el dinero y le ahorre los detalles. Ella se ha comprometido a dejar en paz las obras de los casinos. Él ha donado 1.649.000 dólares. Los resultados son incuantificables. Estado onírico.

Liquidó la hacienda de su padre y reembolsó a la empresa de construcción de Balaguer. Aquello cubrió su primer diezmo improvisado. Entonces se convirtió en malversador.

Los Chicos le confiaban dinero contado rápidamente y sin comprobantes. Sabían que le encantaba el poder y que pensaba poco en la remuneración económica. Se embolsó una astilla de la astilla de los hoteles de Drácula. Desvió pagos de las adquisiciones de locales para los Camioneros. Maquilló los libros de Tiger Kab y de los clubes nocturnos. Lavó y secó fondos a través del Banco Popular. Envió estipendios mensuales a Balaguer y fondos casi iguales a Celia. Pidió hablar con Joan. En relación a un joven al que ella había conocido en cierta época. Celia dijo: «Bajo ningún concepto», y, «Por favor, no vuelvas a pedírmelo». El se abstuvo de nuevas peticiones. Siguió a Joan y al fantasma de Reginald Hazzard de vuelta a L.A.

Dwight se negaba a hablar de Joan. Wayne envió una solicitud de expediente federal a través de un amigo del DPLV. El expediente de Joan faltaba de los Registros Centrales. El Buró no tenía ninguno sobre la colega de Joan, Karen Sifakis. Dwight se había llevado los dos expedientes, estaba seguro de ello. Pidió informes de las dos mujeres a departamentos de Policía de todo el país y no obtuvo nada. Aquel segundo pequeño clic continuó haciendo clic. Había trabajado en las tachaduras del expediente de Joan. Su memoria hizo clic y se quedó atascada allí.

Recorrió el sur de L.A. No pudo encontrar a Joan. Elaboró una cronología parcial de Joan-Reginald. La Escuela de la Libertad, 62. La fianza, 63. Examinó documentos en la R.D. Joan: vinculada con Celia Reyes y enredada en la revuelta dominicana. Joan: una fotografía. La invasión del 14/6 y una mujer más joven con el puño levantado. Finales del 63: Reginald estudia hierbas haitianas y política de la izquierda más radical. Joan es una profesora renegada. Ejerce una desenfrenada influencia sobre él. La conexión haitiana: salta de entonces a ahora. Joan está ligada a la ATN. El «armero» de la ATN: el demonio haitiano Leander James Jackson. El hermano Jackson tuvo una pelea a navaja con el difunto Jomo Clarkson. Wayne y Marsh Bowen la provocaron. Se decía que Jackson era un ex Tonton Macute. Wayne intentó hacer una comprobación acerca de él en los registros de los Tonton. Los Tonton no guardaban registros escritos.

Más búsquedas en expedientes, más callejones sin salida.

Ningún expediente sobre Leander James Jackson. Ningún archivo de inmigración sobre hombres con esas tres iniciales. Ningún dato en archivos policiales federales municipales.

Jackson: muy probablemente no relacionado con Reginald y Joan. Le dio vueltas a la idea de preguntar a Bowen sobre Jackson y decidió no hacerlo. Bowen, probablemente, jugaría a dos bandas con información confidencial. Estado onírico.

Recorre el sur de L.A. Busca gente que no está allí. Tiene Tiger Kab y los clubes como centros de información. Nadie conocía a Reginald entonces, ni lo conoce ahora. Busca en archivos del DPLA y de la oficina del Sheriff. Busca un nombre entre millones de palabras.

Daré con Reginald Hazzard igual que encontré a Wendell Durfee. Impartiré clemencia como una vez impartí muerte. Su estado onírico impuso claridad. Tendió un puente inconsútil entre L.A. y la R.D. Los hoteles-casino iban alzándose. Era un experimento controlado con resultados cuantificables. Él pagaba diezmo a la revolución de todas las cantidades que manejaba. Ivar Smith vigilaba al Komando Tiger. Aquellos cabrones se abstenían de incursiones a Cuba y habían puesto fin a su negocio de la droga. Eso sí era cuantificable. Ese experimento controlado sí había funcionado. Visitó al Komando. Se empapó

de su odio y su miedo. Las fronteras ROJAS de sus excursiones Estados Unidos-Caribe se difuminaron. Los Chicos lo adoraban. Él los odiaba y les tomaba el pelo y los estafaba. Los Chicos sabían que estaba con una mujer negra. No dijeron nada porque necesitaban sus habilidades. Pasa tiempo con ellos. Confraterniza con militantes negros maricas. Surca su paisaje onírico a través de un zeitgeist que despliega una bandera de «mueran los ROJOS». Marsh Bowen estaba sometido a escuchas en todo momento. Wayne comprobaba el puesto de escucha cada tres días. Marsh y sus colegas siempre hablaban de mierda revolucionaria y nunca hacían una mierda por crear la revolución. No sabían vender heroína. La mitad de ellos no quería vender heroína. Unos pocos tenían tenues escrúpulos. La mayoría temía a la policía, nada más. En diciembre, unos policías de Chicago habían matado a dos Panteras. Los Panteras tuvieron un tiroteo con el DPLA aquel mismo mes. Fue un momento no letal/de desfogarse/los de Chicago podríamos haber sido nosotros. ¡Vaya! ¿Heroína?

Hermano, no estoy seguro.

Aquello frustró a Dwight. A Wayne le encantó. Fumó hierba con Marsh en una ocasión. Volvieron a tratar el concepto de estado onírico. Marsh no sabía que lo espiaban. No sabía que el DPLA lo había expulsado del cuerpo. Estaban en el aparcamiento de Tiger Kab. A Wayne se le ocurrió una idea loca: le diré que yo maté a Martin Luther King y a ver cómo se lo toma.

Dwight no se fiaba de Marsh. Tenía razón en desconfiar: ese tipo siempre anda dando largas para ganar tiempo y hace favores perdido en cálculos congraciadores. Marsh pagó la fianza y sacó del calabozo a Ezzard Donnell Jones en dos ocasiones: comisarías de University y de la calle Setenta y Siete. Marsh temía la represalia del FLMM y el latigazo de la ATN. El paisaje mental de Marsh era todo estasis y prudencia.

El paisaje mental de Dwight era todo maquinaciones. Estaba perdiendo peso. Estaba bebiendo para calmar los nervios y conciliar un poco el sueño. Dwight dijo que el señor Hoover le estaba exigiendo resultados. Wayne dijo: «¿Cómo?» Dwight imitó a un adicto metiéndose un chute.

La pantomima fue repulsiva. Wayne tuvo un escalofrío. Dwight dijo:

—Hijo, no puedes joderme en esto.

Estado onírico.

No le contó a Mary Beth lo de su diezmo. Ella lo consideraría robar. Y criticaría su conciencia culpable. Desaprobaría sus viajes de hierbas. Consideraría su teoría del experimento como un fatuo riff de los tiempos. Su resentimiento era una acusación. Mary Beth lo llevó a la cama con ellos. El llevó imágenes de Joan para pasión y consuelo. Ella considera grandioso y egoísta su empeño en encontrar a su hijo. No alcanza a comprender el alcance de su deuda. 77

(Los Ángeles, República Dominicana, 16/5/69 — 8/3/70)

Ella se ha ido.

Lo dejó con diecinueve fichas de archivo y ninguna nota de despedida. Dejó una mancha de carmín en la almohada. Las fichas recogían chivatazos sobre la ATN. Joan delató a seis grupos de atracos a mano armada, dos bandas de secuestradores y once izquierdistas que enviaban bombas por correo. Dwight atribuyó el trabajo a Marsh Bowen. Eso concedió

más tiempo al que siempre daba largas y asombró al señor Hoover. El viejo sarasa ordenó en persona las redadas federales. Un breve retorno a la sensatez, seguido de más dislates.

—Dwight, esas criaturas de cola prensil tienen que vender heroína. Temo que no lo consigan en el corto tiempo de vida que me queda.

Él tranquilizó al viejo sarasa. El viejo sarasa respondió con una andanada diaria de télex. Chabacanería racista y dibujos de odio, enviados a través del propio correo del FBI.

Pat Nixon se pasa por la piedra uno tras otro a Archie Bell y a cada uno de los Drells. Un dislate que raya la locura. Se apartó de aquello. Intentó encontrar a Joan.

Búsquedas telefónicas, búsquedas de registros. Nada. Sutiles tirones de lengua a Karen: inútiles. Wayne había seguido la pista de la «Escuela de la Libertad». La pista demostró que Joan y Karen le mentían. Wayne había trabajado en las tachaduras del expediente de Joan. Le contó a Dwight que seguía habiendo un pequeño clic que se le escapaba. Dwight sabía de qué se trataba. Wayne había sacado a la luz el nombre de Thomas Frank Narduno. Aquel hombre conocía a Joan. Eran camaradas. La banda de Dwight y de Wayne había matado a Narduno en la taberna Grapevine. Aquello suscitaba las preguntas más importantes de sus vidas:

¿Qué quiere Joan? ¿Qué sabe? ¿Por qué la hemos dejado entrar? Dwight buscó rastros en los pisos de Eagle Rock y Altadena. No encontró huellas, ni notas de diario, ni armas debajo de la almohada. Se ha ido. Sus nervios son engranajes pasados de rosca. Mira las paredes del local tapadera y deja que el tiempo se evapore. Toma más pastillas con más alcohol y duerme proporcionalmente peor.

Llenó el vacío de Joan con Karen. Joan le había dado diecinueve soplos. Él dio a Karen el beneficio del favor por favor. Sacó

de la cárcel con fianza a un número récord de amigos suyos. Karen retomó su santurronería cuáquera con más fuerza que antes. Él tiene pesadillas con el doctor King. Karen participará en la colocación de una bomba en un monumento, al día siguiente. Él sigue pensando en Silver Hill. Los médicos le habían dicho que no pensara. El clavó la vista en las paredes y, a pesar de todo, pensó.

Se ha ido.

Tiene más tiempo para pensar y contemplar las paredes y esperar a que las paredes le respondan. La OPERACIÓN

HERMANO MAAALO estaba en coma profundo. Los hermanos de la ATN y del FLMM estaban perdiendo su ardor rápidamente. 18/10/69: los Panteras tienden una emboscada a dos policías de L.A. Un policía resulta herido, un Pantera resulta herido, un Pantera muere.

8/12/69: El gran tiroteo cerdos-Panteras en el cuartel general de los Panteras. Heridos, ningún muerto. ¿Represalias del DPLA? Probablemente. Más que probablemente, llevadas a cabo por Scotty B.

Marsh Bowen era inútil. Las escuchas eran inútiles. Su cháchara era un curso de Introducción a la Revolución para incautos y memos. Su nueva vibración sobre Marsh: el cabrón tenía un objetivo. El cabrón estaba a la espera. Debería haber sido más productivo o haber escapado después del asunto Jomo.

Scotty lo preocupaba. Scotty tenía un objetivo. Scotty hizo que el DPLA despidiera a Marsh. Scotty hizo correr la voz: nada de represalias contra Marsh. Él delató a Jomo, no me importa, no andes jodiéndolo o te joderé yo a ti. La sala de interrogatorios, los golpes de manguera, las preguntas: ¿Por qué tanto interés en el atraco al furgón blindado?

Suspicacia.

Aquello mantenía en vela a policías añejos. Sus compartimentos cerebrales rezumaban. Vieron mierda inexistente y dejaron de ver la que existía. Tuvo charlas telefónicas con el presidente Nixon y con el señor Hoover. El presidente Nixon temía los informes que guardaba el señor Hoover. El señor Hoover temía la mano blanda del presidente Nixon con los militantes negros y los comunistas. El señor Hoover estaba obsesionado con la novia negra de Wayne y temía que el Wayne matanegros se hubiera vuelto rojo. Nixon envió a Dwight a un viaje de exploración a la R.D. Quería saber qué impresión le producía el Enano. Quería asegurarse de que su trato mafioso no se volvería en su contra. Dwight se marchó a Santo Domingo. La construcción de los casinos iba viento en popa. El Enano le ofreció un buen almuerzo. La Banda le dio una buena opresión. Dwight llamó al presidente y le dijo que la R.D. parecía legal.

Suspicacia.

Llamó al señor Hoover y le informó del viaje. El señor Hoover se mostró suspicaz:

—Dwight, ¿Nixon habló de mí?

—No, señor —dijo Dwight. El señor Hoover se quedó estupefacto y aliviado. Le contó un chiste de catorce minutos sobre el doctor King y la perra Lassie. Contó un chiste de dieciséis minutos sobre el presidente y Liberace. Suspicacia.

Tuvo tiempo libre en Santo Domingo. Tuvo una reunión con el Komando Tiger y percibió que sucedía algo. Su intuición: que estaban moviendo droga a espaldas de Wayne. No le dijo nada a Wayne. ¿Para qué promover el caos?

La R.D. le producía un hormigueo. En comparación, L.A. resultaba bueno.

Ella se ha ido.

Dwight había cumplido años la semana anterior. Había cumplido cincuenta y tres. El presidente llamó y le pidió que hiciera un viaje a la R.D. como refuerzo. Karen lo invitó a cenar en Perino's. Recibió por correo un sobre blanco. El sobre llegó a la tapadera. Llevaba el nombre y la dirección mecanografiados. No llevaba remitente. Abrió el sobre. Dentro: una banderita roja en un palillo.

DOCUMENTO ANEXO: 8/3/70. Extraído del diario guardado en secreto de Karen Sifakis. Los Ángeles, 8/3/70

Mis hijas juegan en la habitación de al lado. Dina, de cuatro años, observa cómo Eleanora, de quince meses, se incorpora con la ayuda de un gran balón de playa y aprende a andar sola. En algún momento, se pondrá celosa de los rápidos progresos de Eleanora y la empujará al suelo; Eleanora llorará, se levantará y continuará. Será la tercera o cuarta vez que suceda. La primera vez reprendí a Dina y ella culpó de sus actos a Dwight. Le había oído decirme que Eleanora estaba convirtiéndose rápidamente en la pequeña dominante y que Dina haría mejor en «volverse contra ella mientras pudiera». Debería haber reprendido a Dwight por semejante comentario, pero hace algunos meses que pronunció esas palabras y ya es muy tarde para reprimendas. Estoy repasando las hojas del diario del año pasado y tengo la sensación de que sucesos dispares se cohesionan. Dwight me ha estado permitiendo una libertad cada vez mayor en mis acciones políticas y ha estado sacando con fianza a mis amigos presos políticos a un ritmo cada vez más acelerado. El cotejo de fechas lo hace aún más evidente: la destacable generosidad de Dwight empieza en el instante en que me dice que Joan ha desaparecido. Por supuesto, son amantes. Por supuesto, yo no podía decirle a Dwight que las desapariciones de Joan son las que acostumbra hacer, pues le he mentido sobre el alcance de mi amistad con ella. Hace unos meses, Dwight me preguntó por Joan y la Escuela de la Libertad de la USC. Por supuesto, le mentí; por supuesto, Dwight supo que le mentía. Nos conocemos demasiado bien para soltar reprimendas o revisar en algo las reglas de una unión llena de dobleces, usurera y compartimentada.

¿Lo extraño? Que me descubro aprobando que Dwight y Joan sean amantes. Quiero a Dwight más que nunca, porque Joan ha servido para infundir en él la duda. Dwight empieza a erosionarse. Rezo por que el proceso se extienda y lo cambie suavemente y no lo lleve a la aflicción y a la locura. Un miedo muy real acompaña esta plegaria. Estoy dándome cuenta más plenamente de que Joan me manipuló para que tuviera un encuentro con Dwight. ¿Con qué fin? Esta plegaria debe incluir a todas las demás personas que habitan la órbita infernalmente obstinada de ellos dos.

Almorcé con Joan poco antes de que se marchara. Insinuó un destino tropical y me dijo que le había dejado unos papeles a Dwight. Dijo que esperaba que las cosas no se torcieran, como en el 51, el 56 y el 61. No le pedí que embelleciera su comentario. Mencioné a Dwight y su dinero-penitencia y aludí a su catástrofe personal de 1957. Joan me dijo que conocía la historia, pero se negó a decirme cómo lo había sabido. Y, en aquel momento, supe que Joan quería a Dwight más allá de todos los objetivos políticos.

Lloré un poco. Joan me abrazó y me dio una hermosa esmeralda.

DOCUMENTO ANEXO: 8/3/79. Extraído del diario de Marshall E. Bowen.

Los Ángeles,

8/3/70

Momento de tener miedo.

Ahora es momento de tener miedo. Lo ha sido desde hace tiempo. He tenido miedo desde hace tanto tiempo que casi se ha convertido en banal. Ahora estoy hiperalerta a los signos de pánico expresados por mi cuerpo. Meses de miedo general me han hecho más sensible al miedo agudo y justificado. He estado sobreviviendo y ganando tiempo. Un informante anónimo me hizo ganar tiempo con el señor Hoover y el señor Holly. Un paquete de diecinueve soplos, graciosamente atribuidos a mí. Le hizo ganar tiempo al señor Holly con el señor Hoover, de eso estoy seguro. Da validez a la OPERACIÓN HERMANO MAAALO, lo cual me hace ganar tiempo para seguir pistas del atraco al furgón blindado. Con el tiempo, el FLMM ha perdido interés en mí. Los miembros del FLMM me ven en los clubes, solo o con mis hermanos de la ATN. Apartan la vista, escupen en el suelo o hacen gestos obscenos. En estos contextos siento más aprensión que miedo. Busco síntomas de pánico en mi cuerpo y me doy cuenta de que se me ha concedido tiempo.

El tiempo me libera y me constriñe. Un amigo del DPLA me dijo que el DPLA me ha echado de mi empleo en secreto. El señor Holly y Wayne estaban al corriente, sin duda, y no me han dicho nada. Esto me convierte en un agente federal sin autoridad policial ni puesto asegurado en las fuerzas del orden una vez que termine mi misión. La semana pasada encontré

micrófonos en mi apartamento. Hice lo más prudente: dejarlos donde estaban. Aquello tenía que estar instigado por Wayne y el señor Holly. No se fían de mí. Su desconfianza está plenamente justificada. He cuidado mucho con quién hablo en mi casa y lo que digo, tanto en persona como por teléfono. El descubrimiento de los micrófonos ocultos avaló mi justificada paranoia y me confirmó en el papel de militante negro ex policía y apóstata. Asumí el papel en el momento en que alquilé este apartamento y lo he embellecido, con más estilo cada vez, desde entonces. Los hombres con mi inclinación tienen que ser cautos. Yo me comporto como si no tuviera esa inclinación y lo vengo haciendo desde que Wayne soltó ese comentario del «maricón». En lo más hondo, me siento un ex pasma radicalizado que sopesa sus opciones en todos los campos. Mi sentido actoral de la oportunidad y la identidad ha demostrado ser de inestimable valor.

Wayne y yo hemos fumado droga unas cuantas veces. Hablamos de los estados metafísicos de nuestra vida, extrañamente diferentes y extrañamente parecidos. Fue, en muchos aspectos, el diálogo más cautivador de toda mi vida. Se me ha concedido tiempo. Probablemente estoy a salvo del gueto porque Scotty Bennett me quiere a salvo del gueto. El rumor corregido que se oye en el gueto es que tal vez sea un informante de la policía. Eso es la venganza urdida por Scotty contra mí, estoy seguro. Lo preocupante es que no capto ninguna culminación o conclusión vindicativas a la vista. Scotty acrecentó grandemente su estatus de leyenda del gueto a finales del año pasado. En ese período, dio un severo golpe al nacionalismo negro en Los Ángeles y me hizo ganar más tiempo en el frente del tráfico de heroína. Hubo enfrentamientos Panteras-cerdos en octubre y diciembre. Los dos incidentes recibieron amplia publicidad. A estas alturas, ha desaparecido una buena docena de Panteras, seis por incidente. Scotty cumplió su promesa de agosto del 68. Represalia, disuasión, venganza promulgada y tiempo ganado para mí. ¿Resultado? Más perplejidad, miedo e indecisión en la ATN. La creciente convicción de que la droga es un rollo que no necesitamos tocar. Tengo la sensación de que el FLMM reaccionará de manera parecida. Y unas pepitas de oro entre la basura: cada vez más hermanos normales y corrientes piensan que tratar con droga está mal. Con los regalos de tiempo que se me hacían, redoblé mis investigaciones sobre el atraco. Debo de haber dicho un millón de veces, «dime, tío, ¿recuerdas ese golpe al furgón blindado del 64?», y un millón de veces he recibido como respuesta una mirada perpleja y un comentario absurdo. En un número parejo de ocasiones he mencionado a Reginald Hazzard y he descrito su ligero parecido con el atracador de la cara quemada, con los mismos resultados. Entonces, dos cosas hicieron clic, independientemente.

Tuve una conversación telefónica rutinaria con el señor Holly. Como por casualidad, mencionó la brutal paliza de Scotty a Jomo Clarkson. Scotty había hecho una serie de preguntas claramente incongruentes en relación al atraco. Al señor Holly, esto le pareció confuso.

Me lo guardé durante semanas. Aaah, Scotty: ¿qué sabes tú que no nos cuentas? Poco después de eso, pagué la fianza y saqué

de la cárcel a Ezzard Jones, dos veces. La primera fue por una denuncia por conducir bebido. Saqué a Ezz de la comisaría de la calle Setenta y Siete y me lo llevé de allí a beber más. Una semana después, lo detuvieron por ebriedad y desórdenes públicos. Llené los papeles en la sala de la brigada de la comisaría de Universidad. Me dejaron a solas unos momentos y lo aproveché. Busqué el archivador de casos de atraco no resueltos y encontré un formulario sobre el atraco. Memoricé el número de registro de la división, llamé a Identificaciones del DPLA y me hice pasar por agente. La funcionaria consultó el archivo principal y volvió al teléfono. «Lo siento, agente», dijo. «No existe tal número de caso.»

Y entonces lo supe:

Scotty tenía un almacén de expedientes privado. Estaba sacando informes de todas las divisiones geográficas del DPLA y estaba atesorando información para sí.

Estoy seguro de ello. No puede haber ninguna otra explicación.

78

(Jarabacoa, 12/3/70)

Unas fuertes lluvias paralizaron las obras. El remate de la planta trece se demoró. Los cuatro hoteles-casino se retrasaron. Unos cuantos esclavos escaparon.

La Banda reaccionó. Peinaron las brigadas de obreros y repartieron torturas. Odio libre: azotes y esclavos gritando bajo la lluvia.

Crutch observó la última tormenta. Acababa de pasar un monzón. El fango del suelo llegaba por el tobillo. La obra estaba llena de madera empapada y equipo inundado. Era todo miasma y lodo.

El tipo de La Banda usaba un látigo con borlas. Las bolitas proporcionaban un dolor extra. Crutch le dio a las hierbas vudú. Eso lo concentró y le ayudó a apartar la atención de la mierda desagradable.

El esclavo estaba atado a una excavadora. Sus gritos volvían como bumerangs. Los ecos de los latigazos se superponían. El del látigo era experto. Las borlas penetraban hasta las costillas. La brigada de esclavos miraba. Crutch cerró los ojos. El esclavo se derrumbó. Un tipo de La Banda le roció las heridas con insecticida para aumentar el dolor y como desinfección. El esclavo comió barro. Eso amortiguó sus gritos.

Sonó un claxon. Crutch miró hacia allí. El franchute tenía coche nuevo, un Cadillac negro del 59. Llevaba las franjas de rigor. El franchute lo llamó «Tigrekar».

Dentro se amontonaban los cubanos con ametralladoras. Canestel señaló al norte: la Kaleta del Tigre, ahora. Crutch sintió náuseas. El Tigrekar corría por carreteras duras con una suspensión blanda. Él iba encajado entre Morales y Saldivar. La sesera le estallaba. Siguió mirando por los retrovisores. Tenía esa vibración de que los vigilaban. No pudo validarla. El sabueso del infierno tras mi rastro.

Llegaron a la Kaleta del Tigre al atardecer. La Zarpa de tigre estaba preparada para zarpar. Una resaca residual los impulsó

hacia el este por un mar agitado. La costa norte y el paso de Mona, una gran cabrilla. Llegaron a Punta Higuero temprano. Fumaron hierba para matar el rato. Ahora, los portorriqueños se fiaban de ellos. El francés los llamó «los compañeros», en español.

Crutch oyó movimiento en la costa. Los hispanos salieron de la espesura. Arrojaron a bordo la maleta de la droga. GómezSloan les arrojó la maleta del dinero. Todo fue rápido y amistoso. El Komando soltó amarras y la Zarpa de tigre se alejó con rumbo a la caleta. Las fuertes olas los zarandearon. Crutch lanzó

un torpedo porque sí. El proyectil alcanzó un atolón moteado de basura y estalló.

Amarraron y cubrieron la patrullera con redes de camuflaje. Llevaron el Tigrekar de vuelta a Santo Domingo. Crutch durmió

el colocón de droga. Los mosquitos le zumbaron en la boca y lo despertaron periódicamente. Amanecía. El Komando levantó el campamento de El Embajador. El franchute le dijo a Crutch que llevara la maleta. Los Tonton lo llevarían a Puerto Príncipe al día siguiente. Crutch bostezó y subió a su suite en el ascensor. Abrió la puerta. Volvió a captar la vibración. Olió a humo. Vio brillar la punta de un cigarrillo. Se encendió la luz. Ahí está Dwight Holly, en el sofá. Sobre la mesilla auxiliar hay algo. Un bote de pintura y un pincel. Una jeringa y una ampolla de morfina.

Crutch cerró la puerta y dejó la maleta. Dwight sacó una navaja de bolsillo.

—¿Cuánto llevas ahí?

—Un kilo y medio.

—Suficiente.

Se le secó la boca. Se le hinchó la vejiga. Las paredes rizaron el rizo.

—Quítate la camisa —dijo Dwight.

—Tío, no puedes...

—No lo diré otra vez. Tú te quitas la camisa y yo me quedo la maleta. No voy a impedirte que salgas corriendo por la puerta. Llamaré a Wayne y le contaré tu negocio de la droga tan pronto la cruces.

Crutch se quitó la camisa. Su esfínter casi estalló. Dwight abrió el bote de pintura y mojó el pincel. La pintura era rojo intenso.

Se acercó a las paredes y creó la obra de arte. Pintó «14/6» encima del sofá. Volvió a mojar el pincel. Pintó «14/6!!!» encima del mueble bar. Volvió a mojar el pincel. Pintó «muerte a los yanquis traficantes de droga» al lado de la puerta. Crutch rezó e intentó no llorar. Dwight abrió la ampolla y movió el émbolo de la jeringa. Crutch extendió el brazo. Dwight le presionó el bíceps e hinchó una vena.

Crutch apretó entre los dedos su medalla de San Cristóbal. Le saltó del cuello. Dwight encontró la vena y procedió. A Crutch le reventó el esfínter. Le estalló la vejiga. No le importó. Puso los ojos en blanco. Dwight encendió el mechero y calentó la navaja. Crutch apoyó las manos en la puerta. Dwight le grabó «14/6» en la espalda. 79

(Las Vegas, 14/3/70)

Wayne unió casillas. El gráfico de su pared era op-art. Casillas y flechas en ángulos extraños. Casillas y flechas. De Reginald a Joan y al haitiano de las hierbas muerto.

Casillas de gráfico y copias metidas en cajas: el DPLA y el Sheriff del condado de L.A. Su contacto en el DPLV se las había procurado. Llámalo conjetura aventurada e inconcreta. Informes de incidentes, tarjetas de interrogatorio sobre el terreno. La policía de L.A. sonsacaba por las malas a los chicos negros en sus redadas rutinarias. Allí podía salir el nombre de Reginald. Wayne consultó el reloj. Tenía una hora, máximo. El equipaje estaba preparado. Tenía dinero para Celia. Compró un pasaje para un vuelo nocturno a la R.D.

Flechas y casillas. «Libros biblioteca» a «salido con fianza». Una casilla nueva: «Leander James Jackson/ATN/Tonton Macoute.»

La puerta del vestíbulo chirrió. Oyó a Mary Beth en el salón. Sus llaves tintineaban. La oyó dejar bolsas en una silla. La oyó

exhalar como cuando estaba molesta.

Observó el gráfico. Cerró la bolsa y le puso la cadena de las esposas. Marcó como correcto «Leander James Jackson».

—Quiero que pares todo esto.

Wayne se volvió. Mary Beth miraba la bolsa.

—No quiero que encuentres a mi hijo. Él no quiere que lo encuentren. Si está vivo, tomó esa decisión por su propia voluntad y no voy a deshonrarlo forzándolo a un encuentro.

Wayne hundió las manos en los bolsillos. Los residuos de hierba vudú lo hicieron llorar. Mary Beth se acercó.

—No importa lo que hayas hecho en el pasado, te perdonaré. No importa lo que estés haciendo ahora, te perdonaré. Te perdonaré que no confíes en mí porque no quieres ser perdonado, porque sólo quieres crear más riesgo e intriga y hacerte merecedor de más castigo.

Wayne lanzó un gancho de izquierda a la pared. Dejó un desperfecto en la moldura, le sangraron los nudillos, el cristal del reloj de pulsera se hizo añicos.

Mary Beth dijo:

—¿A quién has hecho daño?¿Qué has hecho?

Se dirigió al piso franco a pie. Santo Domingo parecía distinto. La visita era improvisada. No llamó a Ivar Smith ni a los Chicos. Sólo quería ver.

Fue una película en pantalla grande y alta fidelidad. Normalmente, iba en limusina. Le proporcionaba alivio a la vista y menos volumen. Este Santo Domingo era una mierda. Las alcantarillas apestaban, el ruido era ensordecedor, los policías controlaban y amenazaban.

La noche invernal era templada; el aire, pegajoso. Wayne llevaba una chaqueta sport sobre la cadena de las esposas. La dirección que buscaba estaba en Borojol. El barrio era todo bares nocturnos y hoteles baratos. Unos haitianos vendían helado rociado con klerin.

Encontró la casa: un cubo rosa apartado de la calle principal. La mano libre le dolía del puñetazo en la pared. Llamó a la puerta con la argolla que llevaba a la muñeca. Abrió Celia.

Llevaba una bata manchada de sangre. El espacio a su espalda estaba abarrotado de camillas y soportes de goteros. Cuatro chicos y dos chicas tenían suturas en la cabeza. Heridas de porra con alambre de espino: Wayne vio rezumar sangre de las suturas de los desgarros.

Wayne vio al doctor que había conocido el año anterior. Dos enfermeras cambiaban orinales. Un chico tenía un pie amputado. Una chica tenía una herida de bala en la mandíbula.

Una ventana trasera enmarcaba la vista de un callejón. Wayne vio a Joan en el exterior, fumando. De la caña de sus botas asomaban sendos escalpelos.

Celia señaló la bolsa. Wayne la abrió. La mano le palpitaba. Celia sacó el dinero.

—¿Cuánto?

—Ciento cuarenta y ocho.

—Hablé con Sam. Me dijo que Balaguer ha dado permiso para cuatro casinos más. Tendrán que quemar o inundar poblados haitianos antes de que se pueda iniciar la construcción.

Wayne cerró los ojos. Sus sentidos se recargaron. Olió a piel putrefacta en la sala. Abrió los ojos. Celia volvió a meter el dinero en la bolsa y puso ésta debajo de una camilla. Un muchacho gritó en español. Una chica gimió en francés criollo. Joan se volvió y lo vio. Wayne esquivó camillas y salió a su encuentro. Llevaba el cabello recogido en la nuca y las gafas algo torcidas. Tenía unas manos pequeñas y ásperas.

—¿Has traído una donación?

—Sí, pero no tanto como la última vez.

—Confío en que habrá una próxima.

—Sí, la habrá.

Joan encendió un cigarrillo. Tenía las uñas de los dedos incrustadas de sangre.

—¿Hasta qué punto es real para ti todo esto?

—Dime lo que sabes de mí. Dime lo que sabes.

—No te lo diré. —A lo lejos sonó un disparo. Un hombre soltó un aullido perruno—. El doctor debería verte esa mano. Wayne dijo que no con un gesto.

—Intenté dar contigo en L.A.

—Sí.

—No era el único que te buscaba.

—Veré al hombre al que te refieres cuando sea necesario.

El hombre-perro aulló. Dos hombres-perro más se añadieron. Una mujer-perro aulló desde el otro lado.

—Hay algunas cosas que podrías contarme... —dijo Wayne.

—No te las contaré.

La jauría aulló y arrojó botellas contra las paredes. El vidrio se hizo añicos en estéreo.

—No has respondido a mi pregunta —añadió Joan. Wayne flexionó la mano.

—Hay gente a la que esperas toda la vida. Te llevan a un sitio al que, si no fueses, serías un estúpido. Joan se llevó la mano al bolsillo. Wayne percibió temblores. Joan sacó una banderita roja con un palito.

—Consígueme un silenciador para un revólver 357 Magnum —dijo él.

Las construcciones de Santo Domingo estaban aisladas de la calle y tenían un vigilante a la entrada. Los vigilantes lo conocían. Los obreros dormían en tiendas a treinta pasos de la obra. Las casetas del material de demolición colindaban con los contrafuertes de los cimientos. Las paredes de las casetas estaban forradas por dentro con material insonorizante. Dinamita, C4, nitroglicerina. Todo sumamente inflamable. El terreno circundante estaba empapado. Los jefes de obra se hablaban de un emplazamiento a otro mediante teléfonos públicos. Empapa un buen cordón sintético y envuélvelo en plástico. Deja suficiente circunferencia para que el aire alimente la llama. Manipula los teléfonos y llama a esos teléfonos y reza para que se produzca una simple ignición. Los emplazamientos rurales resultarían más difíciles. Distaban casi cien kilómetros el uno del otro. Aquello podía hacer que tuviera que jugársela a la buena fortuna.

Wayne encontró una tienda de piezas de automóvil abierta las veinticuatro horas. Compró las herramientas y dos cojines de coche con acolchado acrílico. Compró una manguera de plástico gruesa en una ferretería y volvió al hotel. Cortó los cojines hasta convertirlos en hebras de tejido y las empapó de gasolina. Midió de memoria. Cortó las secciones de manguera a una longitud aproximada, las perforó y creó alimentadores de la llama. Los teléfonos públicos se hallaban sobre tierra suelta. Debería ser fácil manipularlos. Las corrientes eléctricas de las llamadas tanto podían prender la ignición como no hacerlo.

Un chico le llevó el silenciador. Wayne trabajó toda la noche. Convirtió su suite en un taller. Llamó a recepción y alquiló un coche para la noche siguiente. Se tomó una dosis de hierbas vudú y pasó el día durmiendo. Tuvo unos sueños apacibles, en su mayor parte. El doctor King, sermoneando y riéndose. Se levantó y se obligó a comer. Recogió el Chevrolet de alquiler y condujo hasta la primera obra. No le dolía la mano. No le llegaban sonidos de fuera, ni sentía los pies en los pedales. En lo más profundo de su cabeza, estaba sereno. 23:26 horas.

Aparcó al otro lado de la calle. El guardia paseaba y fumaba. La tienda de los esclavos estaba a oscuras. Wayne se guardó unas tijeras de hojalatero en el cinturón. El guardia se acercó a la verja con aire inquisitivo. Wayne bajó el cristal de la ventanilla y lanzó un «¡Hola!». El guardia lo reconoció y abrió la verja. Wayne se apeó y se acercó. El guardia hizo el número de «usted es el jefe». Wayne señaló la luna. El guardia le dio la espalda. Wayne le puso la Magnum en la cabeza y disparó una vez.

El silenciador funcionó. La bala de punta blanda se rompió en pedazos y se expandió. No hizo orificio de salida. El guardia cayó muerto sin esparcir los sesos.

Wayne volvió al coche y sacó los tubos. Regresó donde estaba y abrió la zanja en el suelo con las manos. Tomó las llaves del cinturón del guardia y abrió la caseta de los explosivos. Desatornilló la placa trasera del teléfono público, peló los cables y los unió al borde del tubo.

Dieciséis minutos.

Desenrolló el tubo de punta a cabo. Llenó la zanja con él, desde el teléfono hasta la caseta. Corrió a la tienda de los esclavos y encendió el foco situado a la entrada.

Los esclavos se agitaron. Estaban sujetos con grilletes camastro con camastro. La mayoría eran negros, algunos eran claritos y la mayoría parecían haitianos. Todos lo miraron. Vieron el arma que llevaba al cinto y se arrodillaron. El gesto los hizo enredarse con sus cadenas. Wayne sacó las tijeras de hojalatero. Los esclavos empezaron a lanzar gritos. Wayne agarró al que tenía más cerca y le liberó las manos.

El hombre se limitó a mirarlo. Wayne retrocedió un paso. El hombre saltó y agitó sus manos libres. Los demás miraron a Wayne y comprendieron.

Todos levantaron las manos a la vez. Las cadenas los sujetaban a todos juntos. Wayne anduvo de hombre en hombre, liberándolos. Los esclavos lo rodearon y lo levantaron en hombros. Wayne memorizó sus rostros mientras escapaban. El segundo complejo distaba tres kilómetros. La verja estaba abierta. El guardia roncaba en un saco de dormir junto al teléfono. Wayne le disparó en la cabeza y cogió las herramientas.

El suelo estaba blando, la zanja quedó abierta con facilidad, el trabajo fue rápido. Le llevó nueve minutos y algo. La tienda de los esclavos era de una gasa casi transparente. Era permeable al agua y absorbente del calor. La iluminaban cuatro focos toda la noche.

Los esclavos estaban despiertos. Los camastros estaban empapados de sudor y hundidos hasta el suelo. Vieron a Wayne y se quedaron allí tendidos. Los murmullos crecieron hasta convertirse casi en gritos. Wayne fue de jergón en jergón. El primer esclavo retiró las manos. Lo agarró por las muñecas y cortó la cadena. Los demás esclavos captaron la idea. Todos levantaron las muñecas.

Wayne fue de uno en uno. Los hombres se levantaron lentamente. Cojeaban y se tambaleaban. Ninguno miró a Wayne. Uno murmuró una bendición vudú. Dos rasgaron la gasa y escaparon.

Wayne los observó. Corrieron hasta una pequeña cabaña y embistieron la puerta a patadas y empujones. La puerta saltó de los goznes. Los hombres cogieron los rifles y subfusiles Sten que había dentro.

La autopista iba directamente al norte. Necesitaba una atalaya. Elevada y al alcance de la vista desde donde estaba. Apareció una gasolinera en Reparado. Una colina al pie de las montañas y un horizonte pendiente abajo. Una única cabina telefónica. Un gran paisaje nocturno de fondo.

Las llamadas serían a corta y larga distancia. Sin intervención de telefonistas. Podía funcionar, o no. Wayne llenó dos veces la ranura de las monedas y marcó el teléfono de la primera obra. Sonó dieciséis veces y nada. El timbrazo diecisiete resonó y produjo un resplandor rosa. El timbrazo dieciocho levantó un gran estruendo e iluminó un cielo veteado de rojo.

Puso más monedas y marcó el segundo número. Las llamas surgieron al segundo timbrazo. Las dos manchas rojas se fundieron.

Las obras rurales le preocupaban. Los teléfonos estaban muy alejados de las casetas. Las tiendas de los esclavos estaban pegadas a los edificios en construcción. Aquello significaba bajas.

A estas alturas, el Enano ya lo sabía. La Banda ya lo sabía. Las otras obras recibirían refuerzos rápidamente. Wayne aparcó en una arboleda a las afueras de Jarabacoa. Tomó hierbas y se obligó a no pensar. Unas ramas de árbol levantaron el coche. Vio diez millones de estrellas. En las yemas de sus dedos se movieron constelaciones. Oyó ruidos que tal vez fuesen disparos y tal vez tambores.

Del cielo cayeron monedas. Abrió la boca para saborearlas. Los tonos de marcado sonaron y encendieron espectáculos de luz. Los colores lo adormecieron y lo llevaron a un lugar seguro.

El sol lo despertó. El reflejo en el parabrisas lo golpeó. Tenía la visión borrosa. Distinguió llamas y olió a humo. Puso el coche en marcha y tomó carreteras secundarias. Se cruzó con un camión de bomberos y dos coches de la Policía Nacional. Las llamas se alzaron sobre las copas de los árboles. Vio arder las obras de Jarabacoa. Enséñame más...

Detuvo el coche. Salió y se encaramó al techo. Vio dos guardias de la obra linchados y colgados en las ramas de un árbol. Vio «14/6» pintado en un bloque de los cimientos y un subfusil Sten abandonado.

Enséñame...

Saltó a una rama y se encaramó hasta la copa del árbol. El mundo se expandió. El follaje se agitó cerca de allí. Vio chicos de piel clara y hombres negros corriendo con armas.

Enseña...

Miró al sur. El mundo se reexpandió. Hizo matemáticas y geometría espontáneas. Cayeron monedas. El cielo estalló donde debía de estar el otro edificio en construcción.

80

(Los Ángeles, 19/3/70)

Los rezagados abandonaron El Sultán Sam. El negro cerró. Dwight esperó en el aparcamiento de atrás. Dentro latía música negra. Un patrullero pasó por Central. Los rezagados lanzaron gruñidos de cerdo. Los policías lo pasaron por alto. Los negratas los superaban en número.

Dwight consultó el reloj. Joan le había dejado una llamada. En el aparcamiento, a las dos. Ya llegaba con ocho minutos de retraso.

La música se tranquilizó en un bebop. Dwight dejó su arma sobre el maletín. Había pasado la mierda por la aduana. Había dejado la R.D. casi al tiempo que sucedía aquello.

Lo llamó su contacto en la Casa Blanca. Nixon estaba agitado, casi cabreado. Unos comunistas habían saboteado la construcción de los casinos. La Banda lo atribuía al 14/6.

El cretino había salido del país antes de que sucediera. Dwight le había marcado la espalda, le había robado y le había dicho cómo mentir. Ve a L.A. y trabaja en la escucha de Bowen. Que Mesplède llore por la droga. Dile: Clyde Duber me necesita. Dwight cerró la ventanilla y silenció la música. Había llegado a L.A. y había extendido tentáculos. Decidle que seguimos, ella lo entenderá, ella sabrá. Había interrogado a todos los izquierdistas del planeta. Le llevó seis días enteros. Unos faros lo castigaron. Un Dodge del 63 entró en el aparcamiento. Dwight hizo luces. El Dodge las devolvió. Dwight agarró su mierda y se apeó del coche.

Joan frenó a su lado. Apagó los faros y mantuvo el motor al ralentí. Una lámpara de la calle la iluminaba por la espalda. Se la veía agotada, al borde del colapso.

—No te despediste.

—No parecía necesario. Sabía que no habíamos terminado.

—¿Dónde estabas?

—No te lo diré.

—Dime qué anda mal.

—No. No te lo diré.

Dwight le tocó el pelo. Joan se apoyó en su mano por un instante.

—¿Continuamos?

Dwight le pasó el maletín.

—Llévalo a la ATN mediante un enlace. Que no salga tu nombre, si puedes. Queremos que Bowen piense que es una sorpresa llovida del cielo. Chico, hemos tenido suerte, te ha caído sin esperarlo.

Sonó un claxon. Dwight apuntó hacia el sonido. Joan alargó la mano y le hizo bajar el arma.

—Necesito que lo digas.

Dwight se acomodó. Joan le presionó la mano contra el marco de la puerta.

—Tenemos que decirlo. La fe funciona así.

—Que no muera nadie —dijo Dwight.

81

(Los Ángeles, 19/3/70)

Aire muerto. Aire de amanecer e insomnio. Vaya mierda.

El puesto de escuchas era una casa de negros en el bloque de Marsh Bowen. Los cables pasaban por encima del tendido telefónico. Había interferencias con llamadas ajenas. Se oía una cacofonía de negratas. Distraído y curioso. No letal. Cháchara de macarras y monserga religiosa a montones. Crutch bostezó. Llevaba cuatro días con jet lag. El gran Dwight le había escrito el guión. El franchute vio su espalda grabada y la habitación revuelta y se lo tragó. Clyde me necesita, jefe. Ve, hijo mío. Serás vengado.

Convergencia: un falso robo de droga comunista y un sabotaje real.

El franchute llamó y dio la noticia. El 14/6 había incendiado las obras. El Enano preparaba una Gran Redada Roja. Crutch se puso los auriculares. Entró una llamada: la vieja asmática de la puerta de al lado. La abuela estornudó y maldijo al gobernador Reagan. Crutch sufrió una sacudida nerviosa. Había pinchado la suite de Sam G. Había oído hablar a Sam y Celia. Ella le informaba de lo sucedido con los casinos. Él recordó su latín de instituto. Post hoc, propter ergo hoc. Después de esto, a causa de esto.

Sí, pero:

Sonaba tonto, sonaba raro, sonaba impropio de Celia e impropio de Joan.

La abuela estornudó: Reagan me ha recortado el dinero de la presión social. Crutch se inquietó. Dejó los auriculares y se quitó la camisa.

Delante de la consola había un espejo de cuerpo entero. Crutch se levantó y volvió el cuello para ver. Las heridas estaban cubiertas de costras y la piel se desprendía. Las marcas de las cicatrices se extendían. Los números eran visibles: las marcas serían permanentes.

Continuó mirando. Observó la consola. Su foto de Joan estaba allí, en un ángulo.

Le vino a la cabeza el cálculo: un año, ocho meses y veintisiete días. Llevaba todo ese tiempo detrás de ella. La luz roja parpadeó. Bowen: llamada entrante.

Crutch se puso los auriculares. Oyó a Bowen, con un bostezo en la voz. Oyó: «Marsh, soy Leander James Jackson.»

Un menda feliz. Alegre. Un marcado acento haitiano.

Van y vienen saludos que dan paso a cháchara «muerte a la pasma». Ese toque haitiano. «Muchachito»: la muletilla del difunto Luc. Espera...

Leander James Jackson. Laurent-Jean Jacqueau. Las mismas iniciales.

Haitianos. Jacqueau, el Tonton traidor. Jacqueau, el converso del 14/6. Jacqueau, ilocalizable en Estados Unidos. Interferencias, zumbidos, reverberaciones y chirridos. Bowen: inaudible/«Tienes que vender heroína.»

Jackson: chirrido/«En mi país, se la conoce por "la bestia del Este".»

Chirrido/zumbido/interferencias. Entra una llamada ajena. La abuela de los estornudos ha vuelto. O000h, ese Reagan. El gran Dwight. El contrabando de droga. La operación contra la militancia negra... Trabajo de expedientes.

Leer expedientes mientras está nervioso. Leer expedientes cuando se aburre. Leer expedientes cuando se pasa la noche despierto, borracho. «Leer expedientes» fue su mantra. Lo consoló y lo llenó de trabajo. Eran las 7:10. Crutch llegó a Clyde Duber Asociados y accedió al interior. Clyde y Buzz llegaron hacia las nueve. Eso le dio tiempo para expedientes.

La afición favorita de Clyde: el atraco al furgón blindado. Cuatro archivadores llenos. Acercó una silla y sacó carpetas. Era lo de siempre. Conocía el contenido del derecho y del revés. Lo golpearon hechos antiguos: nombres, fechas, lugares. Datos forenses, cuerpos chamuscados. ¿Escapó un segundo atracador? Fotos: Scotty B., frunciendo el ceño. Scotty, mirando mal a unos negros.

Cayó una hoja suelta. Crutch la desdobló. Un plano de calles dibujado a mano. La Ochenta y Cuatro con Budlong, 24/2/64. Marcas en aspa para los muertos. Casitas con la numeración de la calle y esbozadas a escala. Crutch estudió el mapa. Algo le rondó la cabeza. Otro expediente, otro hecho, otro número complement... Ah, sí. Eso es. Casi seguro: Clyde no lo sabe.

Marsh Bowen vivía en ese bloque entonces. Tenía diecinueve años. Acababa de terminar en el instituto Dorsey. Vivía con papá y mamá. Trabajo de expedientes.

Leer expedientes mientras está jodido. Leer expedientes ligeramente intoxicado. Leer unos expedientes distintos cuando otros te apremian.

Crutch se encerró en el Vivian. Estudió el expediente de su madre. Se llevó la mano a las costras del 14/6 y se rascó las cicatrices. Lo asaltaron imágenes descartadas de su película de la Zona Zombi.

LA SILLA ELÉCTRICA, LOS OJOS, LAS MANOS Y PIES. Matones de La Banda y las manos fundidas del negro. Se asustó. Tomó dos anfetas con un trago de Old Crow. Le quitó el susto. Cogió los prismáticos e hizo de mirón aéreo. Barb Cathcart regaba el jardín delantero. Llevaba un vestido holgado. Una ráfaga de viento frío le puso la piel de gallina. La madre de Gail Miller hablaba con el cartero. La señora Miller lo odiaba. La había acechado con una cámara y le había sacado un retrato del felpudo. Aquélla fue la causa de que lo expulsaran del Instituto Hollywood. Sonó el teléfono. Crutch saltó al oírlo.

—Crutchfield.

—Donald, estoy escandalizado.

Tranquilo: no lo sabe/no puede saberlo.

—¿Qué ha pasado, francés? Cuéntame.

—El sabotaje lo hizo Wayne. Lo vieron comprando material explosivo. Profanó las obras del norte para culpar al 14/6. Muy evidentemente, alistó a comunistas para que lo ayudaran. Creo que sus putain rouge camaradas fueron los que te robaron.

—Francés, dime...

—Balaguer ha tomado una decisión razonada expeditivamente. Ha decretado que no haya represalias contra Wayne. Ha decidido que pague el 14/6 y que eso sirva de lección a futuros disidentes. El Komando Tiger participará en esto, lo cual exige tu inmediato regreso.

Las manos le sudaban. Le resbaló el teléfono. Cayó al suelo. El auricular se resquebrajó. Las anfetas lo golpearon de pleno. Odió a Wayne y le lanzó hechizos. Alfileres en los globos oculares. Se le ocurrió esta malévola idea de vudú.

Conocía el nombre de la mujer y la dirección de su trabajo. Escribió la nota en el área de descanso de Barstow. Usó el capó

del coche como mesa.

Querida señora Hazzard:

Trabajo para su amigo, Wayne Tedrow, en numerosas actividades ilegales. Él me subestima constantemente y se refiere a mí

como «el cretino». Sospecho que Wayne no ha sido precisamente franco respecto a ciertos hechos de su pasado inmediato y que tendrá usted dudas acerca de su estabilidad y de su carácter moral.

Sus dudas están plenamente justificadas. Wayne participó en el asesinato del reverendo Martin Luther King, en abril de 1968, y fue sospechoso del asesinato de su propio padre, dos meses después. Es muy probable que participara en la trágica muerte a tiros de su marido y de un delincuente de Las Vegas, ese mismo verano. Merece usted saber estas cosas. No le deseo ningún mal; sólo quiero ponerla al corriente.

Sinceramente suyo,

Un amigo

Patata caliente.

El sindicato estaba muy cerca de Fremont. El zumbido de su cabeza estaba desvaneciéndose. Deja la nota, hazle un hechizo a Wayne, no seas nenaza.

Los oficinistas estaban saliendo del trabajo. Caminaban a paso rápido hacia sus coches. Crutch aparcó en doble fila y estudió

rostros. Vio a la mujer acercarse a un Oldsmobile del 88.

Saltó del coche y corrió hacia ella. Los oficinistas se apartaron con cara de desconcierto. Ella se volvió y lo vio. Él interpretó

al instante su mirada: ¿Quién es este joven alocado?

Le dejó la nota en las manos y echó a correr hasta doblar la esquina. Se metió en un casino de lujo y tomó tres tragos rápidos. Fueron un reconstituyente. Le dieron ese punto de audacia.

Fremont era de sentido único. La ventana miraba a la calle. Ella tenía que pasar por allí. ¿Dónde está ese Rocket 88?

Esperó veinte minutos y volvió a su coche. Echó una mirada al aparcamiento.

Ella estaba apoyada en el Oldsmobile, sollozando. Tenía sangre en los dedos. Se agarraba al marco de la puerta para sostenerse.

DOCUMENTO ANEXO: 21/3/70. Extracto del diario de Marshall E. Bowen.

Los Ángeles,

21/3/70

Ha sucedido esta misma mañana. Ha sido el hecho suelto más desconcertante de mi vida, eclipsando y realzando a la vez ese día de hace seis años y un mes. Lo he memorizado momento a momento y extenderé el proceso de establecer un paisaje mental para no olvidarlo nunca.

Desperté más tarde de lo habitual; todavía pasaban por mi cabeza los últimos fragmentos de un sueño. El escenario del sueño era una amalgama de los clubes de Central Avenue, repleto de militantes negros farsantes y de seguidores blancos. Benny Boles, Joan Klein y el difunto Jomo estaban entre la gente; no recuerdo a nadie más en concreto. Sonaba una música —jazz bop— que se transformó en la crepitación de una radio en la frecuencia policial. Me senté en la cama y descubrí a los cerdos aparcados en la calle, delante de la puerta de mi apartamento.

Me puse un batín y fui a abrir la puerta. Scotty Bennett aguardaba allí. Llevaba un traje claro de popelín, una pajarita de tartán y un sombrero de paja de ala estrecha. Él me pasó una botella de Seagram's Crown Royal con una cinta roja atada en torno al cuello. Me dijo esto, exactamente: «No digas que no te he dado nunca otra cosa que problemas.»

No había en su comentario nada atemorizador, ni intimidante, ni en modo alguno erótico. Scotty sonrió y dijo: «Hablemos del atraco. Está lo que tú sabes y lo que yo sé. Integrémoslo y saquemos pasta. Volvamos a meterte en el DPLA.»

El marco de la puerta me mantuvo en pie cuando me entró el vértigo. Scotty dijo: «He tenido un soplo. Una mujer comunista quiere pasar un kilo y medio de caballo a la ATN. Veamos si podemos convertirte en héroe con este asunto.»

La palabra héroe tuvo efectos transformadores; al cerdo asesino más perverso de su tiempo le salió un halo y alas de ángel. Scotty me guiñó un ojo. Dudé en devolverle el guiño y le tendí la mano. Scotty, en lugar de estrecharla, me dio un abrazo. 82

(Las Vegas, 22/3/70)

Los Chicos continuaron llamando. Ivar Smith los mantuvo a raya. Era todo rabia antirroja. El 14/6 incendió las obras. Premonición: el Enano acababa de dar el visto bueno a cuatro casinos más. Wayne recibió

llamadas: Carlos, Santo, Sam. Llamó Terry Brundage. Llamó Mesplède. El nivel de rabia subió. Las llamadas habían cesado hacía dos días.

Fingió colaborar. Expresó su propia falsa rabia.

Estado onírico.

Wayne estudió el gráfico de la pared. La casilla de Leander James Jackson centró su atención. Observó el nombre. Trazó

líneas de conexión. Recordó su viaje a la isla.

Empezaban las redadas. Llamó a Celia. Ella le dijo que su trabajo había inspirado el de ellos. Los pisos francos escondían a su gente. La Banda encontraría gente que interrogar y maltratar. El coste sería temible. Tenemos que decirlo: la fe funciona así. La seguridad en el aeropuerto era mínima. Los aduaneros habían sido reclutados para las redadas de rojos. Tomó el avión sin problemas.

Wayne trazó líneas. El reclic hizo clic. El tira y afloja de la memoria. Hizo clic con el expediente tachado de Joan. Fue un ajuste del cerebro. Sintió el tira y nada más.

Retrocedió un paso y observó la pared. Asimiló datos generales. Vio una nota sujeta a un lado con una chincheta. Sabía que no era suya.

«Querida señora Hazzard...» La acusación del cretino. La respuesta de Mary Beth, garabateada debajo.

«Lo encuentro plenamente creíble. Si me lo hubieras contado tú mismo, tal vez te habría perdonado.»

Firmó papeles en el despacho del abogado. Pasó por Herramientas Hughes y cobró en metálico un cheque bancario. Voló a L.A. y se presentó en el Banco Popular. Lionel Thornton lo dejó entrar en la cámara acorazada. Recogió 1,4 millones de dólares en astillas de los casinos, recaudaciones de Tiger Kab y beneficios de los locales nocturnos. Llenó tres maletines. Llamó a Aerolíneas Hughes y reservó un pasaje a Santo Domingo.

Los árboles crecían del revés. Joan arrojaba esmeraldas y sembraba nubes. Cada gota de lluvia era un espejo. Vio su infancia en Peru, Indiana. Vio a Dwight y a Wayne Senior y al Klan en declive. Su madre entró en una gota de lluvia caminando. Él aprendió química en la Universidad Bingham Young. Los gráficos moleculares se grabaron al aguafuerte en verde. Las raíces de los árboles invirtieron su crecimiento. Atrajeron su atención y le permitieron mirar. Vio Little Rock en el 57 y Dallas en el 63. JFK dijo adiós. Wendell Durfee se rio. Se disculpó a Reginald Hazzard por no haber dado con él. El aire se fundió. Las partículas de humedad produjeron nieve. El doctor King susurró ecuaciones químicas. El mundo tuvo sentido por un instante. Joan se frotó polvo de esmeraldas en la cicatriz de arma blanca y contempló cómo curaba. Janice le dijo a él que no se preocupara. Los planetas se realinearon y explicaron la física como antojo. Escuchó «la fe funciona así» y dejó que sus ojos descansaran en el sol.

Un taxi lo llevó a Borojol. El conductor estaba asustado. Alerta roja, se notaba.

Un golpe en la puerta, el tráfico se detiene, las redadas/extorsiones. Los pasmas en tejados con prismáticos. Los pasmas comparando caras de gente con fotos policiales.

El taxi dejó a Wayne en el piso franco. Había una ventana entreabierta. Olió sangre y desinfectante y oyó medio grito. Joan apareció en la ventana. Se miraron. Ella vio sus maletas e hizo un gesto a alguien de la casa. Se abrió la puerta. Wayne se volvió hacia allí. Un joven le cogió las maletas y volvió a entrar corriendo.

Wayne miró hacia la ventana. Joan puso la mano en el cristal. Wayne puso la suya encima, del otro lado. El cristal estaba tibio. Se sostuvieron la mirada. Joan la apartó primero.

Un taxi lo dejó en el río. Cruzó el puente y entró en Haití de noche. Un Tonton lo reconoció: ça va, jefe. Wayne llegó a un poblado. Unos danzantes enmascarados bailaban en un cementerio. Unos hombres se sentaban apoyados en las lápidas. Estaban inmóviles. Le poudre zombi: unas copas volcadas en sus regazos.

Los danzantes llevaban machetes envainados. Las máscaras estaban embadurnadas de sangre. El aire estaba cargado de olores: polvo de reptil y almizcle de ave.

Wayne entró en una taberna. Las banderas de la secta bizango creaban un ambiente. Atrajo diversas miradas. Señaló botellas y creó un brebaje que no había probado nunca. El camarero le preparó la copa. Mientras la bebía, una espuma verde le quemó los ojos. Dejó demasiado dinero sobre la barra.

Dos cementerios bisecaron el siguiente tramo de la taberna. Wayne los atravesó y leyó las inscripciones en francés de las lápidas. Sus antepasados se volvieron a enterrar bajo sus pies. Vio convulsionarse a un hombre zombificado. Notó el sabor de la pólvora y del hígado de rana arborícola en la bebida.

Los danzantes enmascarados lo siguieron. Un perro con un gorro puntiagudo lo mordió y salió escapado. Parpadeó e hizo que los meteoritos trazaran arcos.

El clic se reveló. Thomas Frank Narduno, muerto en la Grapevine. Cómplice conocido de Joan. Falta encontrar un motivo que lleve de Joan a Dwight.

Entró en una taberna y pidió una pócima. Seis bokurs lo vieron beber. Dos hombres le ofrecieron bendiciones. Cuatro hombres agitaron amuletos y le lanzaron hechizos. Dejó demasiado dinero sobre la barra. Salió del local. El cielo respiraba. Sintió la textura de la luna. Los cráteres se convirtieron en minas de esmeraldas. Apareció un callejón. Una brisa lo empujó hacia allí. Las hojas se agitaron y desataron arco iris giratorios. Tres hombres se apearon de un rayo de luna. Llevaban vainas cruzadas a la espalda. Tenían alas de pájaro donde deberían estar los brazos derechos.

—Paz —dijo Wayne.

Los hombres desenvainaron los machetes y lo mataron a tajos allí mismo.

83

(Los Ángeles, 25/3/70)

—La ATN consiguió un poco de heroína. Fue un trato con un viejo colega de talego. Ezzard Jones lo organizó.

—Continúa —dijo Dwight.

—Salió de la nada. Un grupo de Panteras volvió a Oakland después de lo de diciembre. Un gran contacto falló. Sus chicos desean dejar la droga en depósito.

El Carolina Pines, en Sunset. La clientela de las ocho de la mañana: prostitutas adormiladas y maestros del instituto Hollywood.

—Continúa. —Dwight encendió un cigarrillo.

Marsh le dio vueltas al tenedor.

—La ATN ha recibido tres cuartos de kilo. Lo gracioso es que el FLMM ha recibido una cantidad igual. No sé cómo se hizo, pero fue una especie de consenso. «Fumemos una pipa de la paz para que el negocio no se vaya al garete.» Se supone que tengo que hacer de mediador en una «conferencia cumbre» la semana que viene.

Jodida Joan. Absolutamente brillante. Ella había repartido la riqueza y doblado las incriminaciones. Dwight hizo un aro de humo al estilo Joan. Salió borroso y se dispersó demasiado deprisa.

—Hazlo. Haz que suceda lo antes posible.

Dwight volvió al local tapadera. Olía a rancio. Subió las persianas y entreabrió las ventanas. Cogió un télex de la bandeja. D.H.:

La embajada dominicana se ha puesto en contacto conmigo hace unos momentos. Lamentablemente, debo informarle de que Wayne Tedrow murió asesinado en Haití en algún momento de esta última semana. El crimen parece tener motivaciones políticas y raciales. El cuerpo fue abandonado en el lado dominicano de la Plaine du Massacre. En los bolsillos del difunto se encontraron pedazos de papel con extraños símbolos dibujados y lemas antiamericanos. Por favor, evalúe esta situación, en vista de los tratos del difunto con RMN, el señor Hughes y nuestros amigos italianos, y otros. Llámeme a la recepción de este comunicado.

JHE.

La oscuridad del local ayudó. Las paredes lo envolvieron. El ruido de la calle era constante. Puso en marcha el aire acondicionado y su murmullo acalló el de fuera.

Se comprimió en espacios reducidos. El hueco debajo del escritorio y el armario parecían seguros. Encogió las piernas y soportó los calambres. Se cubrió la cabeza para tener más oscuridad. Lanzó su pistola por un conducto de la ventilación para no pegarse un tiro él mismo. Tenía la camisa empapada de lágrimas y pegada al cuerpo. El tiempo taladró un agujero en alguna parte. Echó la bebida y las pastillas por el conducto para no echarse a dormir. El teléfono sonó y sonó. Todo eran disparos. Se tapó los oídos. El teléfono continuó sonando. Salió a gatas de su refugio y arrojó

el aparato al suelo. El auricular quedó cerca, oyó interferencias, oyó la voz de ella. El agujero se expandió. Agarró el teléfono. Articuló: «¿Sí?» y «Nunca me habías llamado aquí». Su voz fue la de Wayne. Oyó zumbidos. Perdió la voz de ella. La línea se aclaró. La oyó otra vez.

—Balaguer está deteniendo y torturando. Las bombas las puso Wayne. Balaguer está haciendo una declaración de principios. Dwight carraspeó. La línea crujió y se cortó. Abrió ligeramente las persianas y volvió a ver. Llamó al tipo que le cursaba las llamadas. Encontró un mensaje grabado. Pidió que le devolvieran la llamada: un minuto con el Hombre. La luz le dolía. Volvió a cerrar las persianas. Oscuridad y viaje en el tiempo: Wayne con su primer juego de química y su abuelo inmigrante escocés.

Peru, Indiana. Primavera del 48. Wayne mezcla polvos y crea un arco iris.

Sonó el teléfono. Agarró el auricular. Un tipo dijo algo. Dwight se enjugó las lágrimas. La línea hizo clic. Richard Nixon dijo:

—Tiene usted muchos huevos, llamarme de improviso.

—Wayne Tedrow ha muerto. Balaguer se ha vuelto loco y anda deteniendo gente por algo que hizo Wayne. Todos tenemos que ver con Wayne, señor. Con el debido respeto, esto tiene que terminar ahora.

Nixon soltó un silbido.

—Claro, Dwight. Llamaré a ese pequeño gilipollas. Joder, esos malditos mormones de Nevada están locos. 84

(Santo Domingo, 26/3/70)

Vista a la calle, vista al espejo. No podía dejar de mirar.

Su suite estaba a la altura del ático. La vista era amplia. La pasma sacudía culos rojos en una graaan panorámica. El espectáculo se prolongaba ya una semana. Redadas, acosos, altercados. Escaramuzas a espuertas. El espectáculo de la ventana lo absorbió. Su espalda grabada, también. La marca 14/6 era un recordatorio. La cicatriz era permanente. Casi le gustaba. Lo asombraba y lo impulsaba a mirar.

Crutch anduvo del espejo a la ventana. Iba descamisado y estaba sudando. Palpitaciones del corazón: bip, bip, bip. Ivar Smith acababa de llamarlo. El hechizo Crutchfield había funcionado. Unos negros de vudú habían quitado de en medio a Wayne Tedrow, el amante de negras.

Le dolía la cabeza. Le vibraban los vasos. Era una migraña de grado diez en la escala Richter. L.A. lo había asustado y lo había llevado de regreso a la isla. L.A. era peor. Interpretó las señales: Dwight Holly y Marsh Bowen estaban metidos en algún asunto de drogas.

Droga del Komando Tiger. SU droga. Una condenada conclusión evidente.

Crutch miró por la ventana. Los disturbios se reavivaban lejos y cerca. Era un espectáculo de hormigas. La calle era una granja de hormigas. Policías y comunistas iban y venían como insectos.

Sonaron sirenas. En estéreo y tan potentes que daba dolor de oídos. El sonido se escuchó por toda la ciudad. Los grupos de hormigas hispanas quedaron paralizados.

Se acercó al espejo. La cicatriz estaba rosada y tierna. 14/6 para toda la vida.

Aquella pista del atraco lo enfureció: Leander James Jackson como Laurent-Jean Jacqueau. Había Localizado a Jackson en Negrolandia y lo había seguido. No averiguó nada. Había seguido a Marsh Bowen. Un filón: Marsh se reúne con Scotty Bennett en la sala de fiestas de Tommy Tucker.

Unos rivales acérrimos, muy colegas de repente. ¿Qué es esto? Crutch se acercó a la ventana. Le dolía la cabeza. Sudaba. Jadeó y empañó el cristal.

Lo limpió. Parpadeó y entrecerró los párpados. El espectáculo de las hormigas había terminado. Un café parecía buena idea. Baja a Gazcue y toma una taza. Recalibra y reflexiona. Deléitate en el hechizo. Recapitula y reconsidera el caso.

Dio un paseo. Atajó por el campo de polo. Vio mujeres en el paddock. Llegó a la calle Bolívar y continuó hasta el Malecón. Ni pasma ni hormigas. Aquel sonido de sirena era una señal de fin de hostilidades. Seguía doliéndole la cabeza. El dolor recirculó y lo atormentó. Oyó detenerse un coche a su espalda. Oyó pisadas en la acera. Vio sombras delante de él.

Una encerrona:

Dos tipos detrás, dos tipos delante. Van enmascarados con pañuelos, a uno se le cae un poco: es Felipe Gómez-Sloan. Se le echaron encima. Repartió golpes. Lo tiraron al suelo agarrándolo del cuello, le dieron golpes en la nuca, le taparon la boca con cinta adhesiva. Liberó un brazo y le arrancó la máscara a Canestel. La calle se puso del revés, el cielo lo golpeó, vio el Tigrekar.

Lo metieron en el portaequipajes y bajaron la tapa. Se arrancó la cinta adhesiva. Dio patadas a la cerradura y respiró aire rancio. El Tigrekar salió zumbando. Oyó golpes en el asiento trasero. El forro del maletero se rasgó y dejó pasar aire y luz. Una hoja de cuchillo apuñalaba la tapicería y abría un hueco.

Entra más luz. Asoma una mano. Ahí están los tatuajes de pitbulls del franchute.

El franchute se puso a dar gritos. Fue una bullabesa de palabras. Cochon, pede, putain rouge. «L'heroïne», en français. Cambio de idioma: «Cretino.»

La hoja continuó hurgando. Crutch se encogió para evitar que lo alcanzara y lanzó una patada que alcanzó la mano de Mesplède. La hoja le desgarró la zapatilla deportiva. Se contorsionó y retiró los pies. El portaequipajes se llenó de humo: cinco cabrones fumando. Crutch vio los ojos del franchute por el agujero.

—No fue el 14/6. Fue Dwight Holly. Había una cámara de vigilancia en el vestíbulo del hotel. La cámara registraba la hora de la grabación. No puede tratarse de nada más.

Los cubanos soltaron bufidos de tigre. Saldivar echó más humo al maletero. Crutch sintió náuseas y le lanzó una patada a la cara.

El francés se rio. Crutch se encogió contra la cerradura del maletero. Lo bombardearon con humo de cigarrillos. Él apagó las puntas encendidas a patadas.

Rezó. El dolor de cabeza se le alojó detrás de los ojos y envolvió las cosas en una orla blanca. El franchute dijo:

—Los atentados han molestado beaucoup a Sam y a Carlos. Sam y Carlos desconocen tu participación en esto, aunque les he dicho que quizá sientas afecto por los comunistas. Dudo que el presidente Balaguer se arriesgue a otra ronda de construcciones y posibles sabotajes. Sam y Carlos creen que deberías engalanar tus credenciales anticomunistas. El Tigrekar continuó a toda marcha. Daba la impresión de que estaban en plena autopista. Crutch rezó. Repasó los salmos y el Gloria Patria. La cabeza le latía. Los ojos le ardían. Vio a Jesucristo y a Martín Lutero en Wittenberg. El humo llenó el portaequipajes, seguido de unas colillas. Bufidos de tigre, gruñidos de tigre, caras burlonas en el agujero. Pariguayo, pariguayo, pariguayo.

Crutch vomitó y jadeó. Los baches del camino zarandearon el Tigrekar. Crutch acercó la cara al agujero del maletero y aspiró. Gómez-Sloan le aplastó un cigarrillo en la nariz.

Gritó y se apartó. Oyó «pariguayo, pariguayo, pariguayo». El Tigrekar frenó e hizo un trompo. Oyó portazos. La tapa del maletero se abrió y dejó entrar una luz a lo «veo a Jesús». Unas manos lo agarraron y lo pusieron de pie en el suelo. Es un lugar de mierda. Un basurero con seis chabolas contiguas. Restos de papel y estiércol. Cincuenta toneladas de algo molido. Huesos asomando de un montón de ceniza. Dentro, unos culebreos. Colas de caimán abriéndose paso. Pariguayo, pariguayo, pariguayo.

El sol eliminó el dolor de cabeza quemándolo a través de los ojos. Las manos lo sujetaron y lo hicieron andar. Alguien le pegó un objeto grande y pesado a la espalda con cinta adhesiva. El objeto tenía una manguera, una boquilla y un aspersor. Alguien le puso en las manos una suerte de disparador.

Pariguayo, pariguayo, pariguayo.

Era L.A. o la R.D. Era el basurero de Boyle Heights o las marismas de Watts o algún reducto del 14/6. El sol fundió el disparador que tenía en las manos. Otras manos lo empujaron hacia un cobertizo abierto. Dos docenas de personas estaban atadas y amordazadas allí.

Negros. Hombres, mujeres y niños en los huesos y retorciéndose de dolor. Llagas purulentas. Ojos amarillos saltones de mirada perdida.

La boquilla olía a gasolina. Los ojos amarillos le hablaron. Era L.A. o Haití. Aquellos negros eran gentuza de barrio o señores vudú. Los salmos siguieron sucediéndose en su mente.

Unas manos lo sostuvieron en pie. Unas manos cerraron las suyas en torno al disparador. Unas nubes ocultaron el sol por un instante.

Avanzó un paso y entonces se volvió. Vio a los cinco y por primera vez fue capaz de recordar sus nombres. El sol se reeclipsó

y le hizo un guiño.

Pulsó el aspersor. La llamarada salió con ímpetu. Los cinco gritaron y se agitaron espasmódicamente, envueltos en fuego. La munición de sus cartucheras estalló. Pedazos de ellos reventaron.

DOCUMENTO ANEXO: 30/3/70. Extraído del diario de Marshall E. Bowen.

Los Ángeles,

30/3/70

«Cumbre de militantes negros»: saborea el concepto. Yo iba a ser el agente mediador. Leander James Jackson representaría a la ATN y Joseph Tidwell McCarver y Claude Cantrell Torrance negociarían en nombre del FLMM. El augusto acontecimiento se desarrollaría en forma de barbacoa de tarde en la guarida de Joe McCarver. Habría chuletas, pollo, verduras, bebida, hierba y pastel de batata. El patio trasero de la casa de Joe luciría una decoración festiva. Su hija de cuatro años y su hijo de seis proporcionarían entretenimiento y tal vez servirían para contener un uso excesivo del término «hijo de puta». Yo estaba en posesión de la droga. Me encargaría de negociar la participación ATN/FLMM y el reparto final de beneficios. Lo más importante de todo: allí era donde yo iba a cambiar mi lealtad del señor Holly a Scotty. El plan era resultado de la cumbre Bowen-Bennett en la sala de fiestas de Tommy Tucker. Allí determinamos que era necesaria una acción inmediata. Se realizaría el reparto de la droga; la ATN y el FLMM dejarían la casa llevando el material; Scotty empezaría entonces la redada. Aquello significaba delatar mi condición de infiltrado del FBI prematuramente, dejando plantados al señor Holly y al señor Hoover, con la esperanza de ser readmitido en el DPLA en un abrir y cerrar de ojos. Si el plan daba resultado, la ATN y el FLMM quedarían completamente desacreditados, los federales conseguirían sus autos de acusación y yo volvería al DPLA. El señor Hoover y el señor Holly se pondrían furiosos. Yo habría puesto fin a la operación unilateralmente, con la ayuda de Scotty. Hervirían de rencor contenido y, después, el resentimiento se disiparía. Scotty y yo estaríamos entonces en condiciones de sumar nuestras informaciones sobre el atraco. Formaríamos un poderoso equipo de dos para seguir el rastro del dinero y de las esmeraldas. La OPERACIÓN HERMANO MAAALO se consideraría un éxito. Este período salvaje de mi joven vida, con todos sus paisajes mentales concomitantes, adquiriría una dimensión completamente nueva.

Pregunté a Scotty cómo era que sabía de mi fijación con el atraco, hasta el punto de apretarme las tuercas al respecto. Scotty me dijo que le habían llegado soplos de que había estado haciendo sutiles pesquisas durante meses. Una intuición lo llevó a comprobar mis antecedentes. Bingo: mi dirección de la Ochenta y Cuatro con Budlong aparecía en un antiguo permiso de conducir.

Joe McCarver tenía una casita de estuco cerca de la Sesenta y Ocho y Slauson. El día era cálido. En el patio trasero había unas cómodas tumbonas; los niños chapoteaban en una piscina para críos. Scotty estaba en un coche camuflado, aparcado a dos manzanas. Tenía un radiotransmisor con capacidad de marcación. Yo sólo necesitaría cuatro segundos con el teléfono del dormitorio de Joe.

—Esto va a ser de puta maaadre —dijo Claude Torrance mientras tomábamos asiento. La droga estaba en el centro de una larga mesa de picnic, como si presidiera un altar. Era preciso encarrilar la tensión entre los grupos antes de empezar la negociación, así que se sirvió una ronda de ron 151 y hierba. Yo participé con mesura. Los otros tres hombres consumieron una botella entera del ron y fumaron varios porros. Joe atacó la comida; yo preparé los comentarios de apertura de mi mediación. Entonces, Claude empezó a meterse conmigo.

—Hermano... y te llamo hermano con muchísimas reservas, te voy a preguntar una cosa. ¿Por qué delataste a nuestro hermano Jomo Kenyatta Clarkson a los malditos cerdos, el año pasado?

Yo respondí algo neutro. Hice mi conciliador, «Eh, hermano, tranquilo».

Leander intervino; estoy seguro de que consideró mi respuesta amariconada.

—Escúchame, muchachito —dijo—. Yo le metí un tajo a Jomo con mi navaja y lo vi sangrar una sangre débil. Estaba anémico de tantos pensamientos débiles y de su intenso apetito por el mal. Hice un hechizo contra su negra alma y murió al día siguiente. Tengo contactos con los bokurs de la secta bizango y con el espíritu del barón Samedi. Ellos se cargaron a Jomo. Le metieron legiones de hormigas rojas por el agujero de la polla para que le comieran los ojos y el cerebro. Es la pura verdad, muchachito.

Contuve la respiración.

Joe dejó una alita de pollo y chasqueó los nudillos.

—El barón Samedi me chupa mi gran polla negra —dijo Claude, y escupió en los zapatos a Leander. Entonces:

Leander sacó un arma. Joe sacó un arma. Claude sacó un arma. Se produjo la más breve de las pausas, durante la cual habrían podido contenerse. Una ráfaga de viento fuerte barrió el patio. Derribó una botella. El ruido fue enorme. Aquello lo desencadenó.

Los tres llevaban automáticas de cargador grueso. Los tres dispararon a la vez, mientras yo me tiraba al suelo bajo la mesa. Dispararon a muy corta distancia. El ruido fue horrible. Leander disparó y mató a Claude. Joe disparó y mató a Leander. Leander disparó y mató a Joe mientras caía. Los tres hombres quedaron tendidos en el suelo alrededor de la mesa. Estaban técnicamente muertos, pero todavía movían el dedo en el gatillo. Continuaron disparando y enviando tiros al azar. Los niños chillaron e intentaron huir. Unas balas perdidas y rebotadas los alcanzaron. Vi esparcirse por la piscina los sesos de la niña. Me enrosqué, me cubrí la cabeza y esperé oír más disparos o más estertores agónicos. No los hubo. Miré alrededor y vi a los tres hombres muertos y a los dos niños muertos. Todo había sucedido en menos de diez segundos. Tuve una epifanía. Fue un paisaje mental desarrollado al instante. De inmediato, preparé una escena para mi heroica redención. Solares vacíos flanqueaban la casa y el patio por tres lados, lo cual me dio intimidad y tiempo para actuar. Con calma, saqué

la pistola y disparé en la cabeza al difunto Claude Cantrell Torrance. Con la misma calma, disparé contra los difuntos Joseph Tidwell McCarver y Leander James Jackson. Para terminar, les quité las armas de la mano y disparé balas al azar. Limpié las empuñaduras y luego, con calma, volví a ponerles el arma en la mano.

Sí, se dispararon entre ellos, pero yo asumí el control y me los cargué a todos. Una pena, lo de los niños. Había intentado ponerlos a resguardo, pero los rebotes los alcanzaron antes.

Crucé el patio y dispuse los cuerpos en posiciones de fuego cruzado creíbles. Borré los rastros de haber movido los cuerpos con papel de cocina y eché un último vistazo a la escena. Corrí a la casa e hice una llamada de falso pánico a Scotty. Su sirena sonó insistentemente; la oí a dos manzanas de distancia. Volví despacio al patio. DOCUMENTO ANEXO: 1/4/70. Artículo del Los Angeles Herald Express.