FIRMEMENTE EN QUE TODOS Y CADA UNO DE LOS CONFLICTOS QUE SE PRODUZCAN EN ESTE VIAJE SE

RESUELVAN A MI FAVOR, Y NO AL DE DWIGHT, Y QUE NO MUERA NADIE.

Dwight releyó las hojas. Se saltó frases y fue atrás y adelante en el texto. Las letras se hicieron borrosas. La bebida y las pastillas hicieron efecto con retraso. Vio manchas y se le nubló la vista. El suelo osciló. Se tumbó en la cama y cerró los ojos. La cama osciló. El suelo se inclinó. No sabía si estaba despierto o dormido o en algún estado entre ambos. Fue a la deriva. Se sintió asustado y calmado a la vez. Notaba rara la cabeza y las extremidades. Perdió la conciencia un rato. Abrió los ojos y vio a Joan. Estaba sentada en la cama, con una pierna recogida, y su rodilla rozaba la cadera de él. Llevaba botas sobre unas medias negras de nilón llenas de carreras. Tenía el pelo recogido en la nuca.

—¿Cómo lo has encontrado?

—Los dibujos que imprimiste. Dejaste un rastro fácil.

—Los cómics fueron un completo fiasco. No volverá a suceder.

—¿Quién los dibujó?

—Un antiguo alumno mío de la Escuela de la Libertad.

Dwight se incorporó hasta quedar sentado en el lecho. Un mareo lo volvió a tumbar. Joan le presionó la rodilla. Dwight siguió las carreras de la media con la punta del dedo y encontró un poco de pierna desnuda que tocar.

—Heroína —dijo ella.

—No pueden venderla. No durarían más de diez segundos haciéndolo antes de que los delataran.

—Yo podría ayudarlos.

—Lo tendré en cuenta.

Joan entrelazó los dedos en los de él. Dwight desgarró una carrera de la media y acarició la pierna con toda la palma de la mano.

—¿Cuántos lugares como éste tienes?

—No te lo diré.

—¿Dejaste ese diario ahí para que lo encontrara?

Joan asintió.

—«Que no muera nadie» —citó Dwight. Joan ocultó el rostro entre las manos.

El mareo se desvaneció. Dwight volvió a notar su cuerpo. Las manos de Joan lo calmaron.

—¿Qué quieres?-dijo ella.

—Quiero caer —respondió él—. Y quiero que tú me agarres en mi camino hacia abajo.

66

(Santo Domingo, 20/3/69)

Los ojos le dolían. Seguía viendo prismas de palabras. Tenía cortes de papel en los dedos. Un mes de trabajo de descodificación. Ciertos progresos, tal vez. Descifrando palabras de números, letras y espacios. El Komando Tiger avanzaba a toda marcha por la autopista Duarte. Ivar Smith les había vendido un semioruga del ejército dominicano. Saldivar y Canestel le pintaron rayas atigradas. Morales le pintó una zarpa de tigre. Se encaminaban a Piedra Blanca y Jarabacoa. Cuadrillas de esclavos roturaban ya el suelo en los emplazamientos escogidos. El Enano les había vendido dos terrenos rurales y dos solares en Santo Domingo. La Banda había reclutado obreros en la prisión de la Victoria. Los presidiarios conseguirían reducciones de condena si se cumplían los plazos de construcción. La empresa de construcción de Balaguer estaba preparada. La Banda echó a los pobres de los terrenos rurales. La edificación del casino empezó. Se hizo el pedido de la patrullera PT. Más adelante, se reunirían con un Tonton Macoute para discutir el negocio de la droga.

Crutch se puso colirio en los ojos. La cadena del semioruga se comía la calzada. Conducía el franchute. Los cubanos iban instalados sobre los guardabarros. Crutch ocupaba el nido de la ametralladora. Pasaron entre campos de caña y arboledas. Crutch disparó contra tres tocones por puro gusto.

Unos haitianos espaldas mojadas cruzaron la calzada agachados. Morales les disparó a los pies. Crutch bostezó y se desperezó. El trabajo de descifrado le producía un enorme déficit de sueño.

Vudú. El probable libro de los muertos. Letras, cifras, símbolos y matemáticas. Es una pista del asesinato de la casa de los horrores. Los símbolos del libro concuerdan con los de la casa de los horrores. El libro es de Gretchen/Celia. Mierda, él sigue sin ver a Joan y a Gretchen/Celia como asesinas.

El asunto lo aturde. Supone que Gretchen/Celia está en el país. Ha peinado todos los archivos y registros y no da con ella. Mesplède le aconsejó que no molestara a Sam G.:

—Tu «caso» es pura frivolidad. Estamos aquí para vender heroína y para deponer a Fidel Castro. El terreno se empinaba. El semioruga masticó corteza de árbol caído. Crutch practicó el tiro a ráfaga. Apuntó a unos árboles y arrancó ramas con fuego de calibre 30.

Wayne Tedrow llegaría pronto. Los Chicos le dijeron que cerrara el trato con el Enano. Los geólogos aprobaron el terreno de los cuatro emplazamientos. Dijeron que sostendría edificios pesados. Mesplède encontró un punto de la costa en la frontera R.D.-Haití. Estaba cerca de Cap-Haïtien. Su hombre Tonton era el pez gordo de la zona. El tigreoruga llegó a Piedra Blanca. Los braceros locales vieron el monstruo y lo siguieron. El emplazamiento estaba en plena conmoción. Las excavadoras arrasaban chabolas. La Policía Nacional detenía a los desposeídos. Todos hablaban en español. Morales hizo de traductor para Crutch. Era dominio supremo: el Jefe necesita tu casa; aquí tienes cuarenta pavos y un vale por comida.

Algunos desahuciados lloraban y miraban con rabia. Los tipos de La Banda flanqueaban las excavadoras. Estaban plantados en posición de descanso y llevaban carabinas en prevengan.

El encargado de la construcción deambuló lentamente por el terreno. Le dijo a Gómez-Sloan que el suelo era firme. La Banda llevaría una brigada de presos para cortar la vegetación. Su cuadrilla de obreros levantaría un barracón prefabricado. Los prisioneros dormirían con grilletes. Grupos de policías con látigo supervisarían su trabajo. Continuamos a Jarabacoa.

Crutch se mareó en la carretera. El tigreoruga lo aplastó todo a su paso. Eran las dos de la tarde y hacía un calor del carajo. El aceite bronceador le corría por el cuello. Su cabeza volvía a estar en Santo Domingo. Su cuelgue con Joan y Gretchen/Celia ardía más que nunca. Las consideraba comunistas. No las veía como asesinas. Los símbolos coincidentes podían no significar asesinato en primer grado.

Santo Domingo era, en conjunto, una mierda de sitio. La zona de Gazcue era un Hancock Park para hispanos. Era una zona de pieles claras. Había empezado a echar ojeadas por allí la semana anterior. Buscaba a Joan y a Gretchen/Celia pero se conformó con cualquier mujer. Las siguió a parques y a restaurantes. Las siguió a su casa. Se asomó a ventanas de cuartos de baño y dormitorios.

El tigreoruga entró en Jarabacoa. La ciudad estaba llena de chozas de techo de hojalata y vegetación de jungla. El emplazamiento estaba dos calles más abajo. Crutch oyó un traqueteo de excavadora. Tres chicos salieron corriendo de unos matorrales. Iban enmascarados, con camisetas de Ho Chi Min, y llevaban botellas con la boca llameante. ¿Lo captas? Cócteles molotov.

Los arrojaron. Las bombas alcanzaron el tigreoruga y causaron explosiones insignificantes. Crutch apuntó la ametralladora y disparó hacia el grupo. Abatió unas cuantas cañas de azúcar y falló a los jodidos.

Los chicos escaparon ilesos. La vegetación los engulló. El tigreoruga llegó al solar. Obreros con grilletes cargaban escombros. Las excavadoras arrasaban cimientos. Una brigada de cuatro presidiarios tiraba de secciones de techumbre hundida con las manos desnudas llenas de cortes. Un guardia a caballo azotó a uno que se retrasaba. El capataz agitó la mano. El semioruga retrocedió con un gruñido de tigre. Crutch oyó tres disparos procedentes de la autopista.

El tigreoruga dio media vuelta y se dirigió al norte. Vieron a los chicos de los cócteles molotov, muertos en una zanja. Les habían disparado a quemarropa en la cabeza. Les habían cortado las manos y los pies.

Un tipo de La Banda salió de los matorrales y los saludó agitando la mano.

Ivar Smith les consiguió un Jeep. El tigreoruga era demasiado grande para cruzar el río fronterizo. La Plaine du Massacre quedaba cerca. Morales venteó el aire. Dijo que olía al Chivo y a las ánimas de los haitianos muertos en masa. Crutch vio dibujos con sangre en troncos de árboles y notó una vil vibración vudú.

El Jeep llevaba el depósito cargado a tope. Un techo de lona protegía del sol. Unas pistas de tierra los llevaron hasta el río. Unos Tonton Macoute estaban apostados junto al puente. Llevaban trajes pitillo, gafas de sol envolventes y sombreros de ala estrecha. Dieron paso al Jeep. Rezumaban savoir faire francés y modernidad negra.

El puente salvaba ochenta metros de río fangoso. Unos negros salieron del agua cargados de cangrejos de río. El Jeep cruzó y tomó unas pistas de tierra hacia la cordillera Central. El viaje estuvo lleno de virajes bruscos y zarandeos entre la vegetación caída. Morales vomitó en una bolsa de papel. El franchute zigzagueó con marchas cortas a toda velocidad: sesenta por hora o más.

Pasaron zumbando junto a viviendas paupérrimas. Chabolas de techo de hojalata encaladas y adornadas con pedazos de vidrio como falsas piedras preciosas. Chozas de madera con fotos de hechiceros vudú en la puerta. Las ramas de los árboles cruzaban sobre la pista. De ellas colgaban gallinas linchadas. De alguna goteaba sangre fresca. Alcanzaron la cresta y descendieron. Unas sendas llanas conducían a la costa norte. Un negro con un sombrero de ave muerta les lanzó un maleficio desde la cuneta. Gómez-Sloan le disparó y falló.

El terreno era selva tropical. El aire olía a sal y a polvo. Todos los árboles de cierto porte estaban marcados con sangre. Atención a la Zona Zombi.

Llegaron a la costa. El aire salado se hizo más cálido. El francés consultó un mapa y zigzagueó por una arena salpicada de rocas. Crutch vio una caleta. Un negrata zumbado salió de la nada y se plantó delante del Jeep. Medía dos metros. No pesaba más de sesenta kilos. Tenía un bigote a lo Fu-Manchú. Llevaba un sombrero de ala estrecha y un traje de algodón de madrás. Dos pistolas del 45, dos anillos de esmeraldas, un colgante de cristal lleno de sangre en torno al cuello.

El franchute frenó. El negro esbozó una gran sonrisa y arrojó pétalos de rosa al vehículo. Eran aromáticos. Descendieron sobre el komando y lo perfumaron.

—Soy Luc Duhamel. Bienvenidos a mi reino, muchachitos.

Su palacio era una choza de piedra con un nido de ametralladora y un cercado de alambre de espino. En el agua había amarrada una lancha rápida. Un carrito de golf estaba atado al asta de una bandera. Ondeaban tres enseñas vudú. El patio estaba sembrado de roedores muertos. Las aves carnívoras se lanzaban en picado y los engullían. Luc los llevó dentro y les ofreció asiento. Las paredes estaban adornadas con lentejuelas. Cada cual tuvo su silla forrada de falso armiño. Luc sirvió klerin en vasos de vidrio de colores. Todos dieron un sorbo dubitativo y lo tragaron tal cual. Luc se quitó la chaqueta. En sus brazos flacos se veían carreras de pinchazos. Crutch abrió los ojos como platos. Mesplède y los cubanos se quedaron boquiabiertos.

—En français?-preguntó Mesplède.

Luc dijo que no con la cabeza.

—En inglés, muchachito. Hablar en la lengua propia no tiene emoción.

—Heroína —dijo Saldivar.

—Caballo —dijo Gómez-Sloan.

—La bestia de Oriente —dijo Morales.

Canestel se frotó una barba falsa: el código de «matar a Castro».

—Sí, el coronel Smith me informó —dijo Luc—. Dijo: «Estos hombres llegarán a ser tus bons frères.»

El franchute tomó un sorbo de klerin.

—Estamos comprando una patrullera PT. Puede hacer cuarenta nudos.

Saldivar tomó un sorbo de klerin.

—El coronel Smith dice que usted tiene una fuente de heroína en Puerto Rico.

A Morales, el klerin le produjo náuseas.

—Es un protectorado de Estados Unidos, pero Zarpa de tigre será muy rápida.

—Entendemos que el presidente Duvalier debe ser compensado.

Canestel sólo olió su klerin.

—Es una operación a tres islas. Nosotros sacaremos provecho y los cubanos comunistas morirán. Luc miró a Crutch y señaló el vaso. Crutch engulló todo el contenido y vio las estrellas.

—¿Y tú, muchachito?¿No tienes nada que decir?

—Que me alegro de estar aquí, señor, eso es todo.

El komando cenó en Gazcue. Ivar Smith y Terry Brundage se sumaron. Los dominicanos cenaban tarde. Era casi medianoche. Crutch estaba dolorido del viaje de vuelta. Estaba anfetaminizado. No dejaba de darle vueltas en la cabeza a los chicos muertos. Tres disparos, sin manos ni pies.

El restaurante, al aire libre, estaba junto al malecón. El aire salado había desprendido a tiras el papel pintado. Los demás charlaban de sandeces y comían con ganas. Crutch pinchó un calamar y se dedicó a contemplar mujeres. Estaban cenando a lo grande. Aquél era territorio de claritos. Había un buen surtido de tipos con aire de terrateniente español. El acelerón diario de Crutch era incesante. Las anfetas por la noche le daban una marcha rara y ponían a cámara lenta a ciertas mujeres. El objetivo de su cerebro chasqueaba tomando instantáneas y hacía panorámicas para seguir movimientos sensuales. Las mujeres comían, hablaban, reían y tocaban a sus amigos o acompañantes. Él sabía cuándo mirar y cuándo dejarse llevar por el torbellino.

Un tipo de La Banda se acercó a la mesa. Ivar Smith recibió un sobre. «De Bebe Rebozo», dijo el tipo. Smith se frotó la barba inexistente. Crutch se desentendió del asunto. Morales dio un codazo a Gómez-Sloan. «Pariguayo», dijeron al unísono. Crutch sonrió y jugueteó con la comida. El torbellino se reajustó periféricamente. Una mujer apagó un cigarrillo en el cenicero, echó atrás la cabeza y exhaló. Sus cabellos flotaron. Un ventilador del techo dispersó el humo. Llevaba zapatos de tacón con hebilla y un vestido verde pálido. Levantó los brazos y se recogió los cabellos. Una sombra oscura, unas gotitas de sudor. Era pálida, con pecas claras. Llevaba un reloj de pulsera de hombre.

Crutch fue al baño. La mujer se despidió de sus amigos y salió por la puerta principal. Crutch se escabulló por las cocinas, atajó por un callejón y salió a la calle diez pasos por detrás de ella.

La mujer tomó la calle Pasteur hasta la avenida de la Independencia. Tomó Máximo Gómez hacia las rocas del malecón. Una ráfaga de viento le levantó el vestido. Ella lo bajó como si aquello fuese divertido. Crutch retrocedió veinte pasos y volvió a encuadrar la imagen. Ella caminaba deprisa. A él, la cabeza le procesaba despacio.

Ella dobló otra vez por una calle sin nombre. La brisa marina se evaporó. Habían llegado a una zona residencial. Encendió un cigarrillo. La luz de una ventana captó los hilillos de humo que ascendían de él.

Crutch retrocedió cinco pasos. El vecindario era elegante: casas antiguas, de un blanco inmaculado, nada de colores chillones. Ella dobló a la izquierda por la avenida Bolívar. Abrió la puerta de una refinada vivienda de dos plantas. Crutch se quedó en la otra acera y encuadró las luces de las ventanas. Una rubia ordenaba los libros de un estante. La mujer se acercó a ella por detrás. La rubia se volvió. Sonrieron al mismo tiempo y se besaron. El momento transcurrió fluido y contenido. Cruch miró. Sus cuerpos se fundieron y llenaron el marco de la ventana. Las manos tocaron aquí y allá y reforzaron el abrazo. El beso duró. Ellas hicieron que las cosas se apresuraran; él las hizo ir más lentas.

La luz se apagó. Su mujer pulsó el interruptor. Aguzó el oído para captar voces y no oyó ninguna. Se declaró enfermo. El franchute dijo, «ça va» y «mal momento».

—El Zarpa de tigre está en dique seco en St. Ann's Bay, Jamaica. Te perderás la llegada. Le dejó suministros: anfetas, café, blocs de notas y bolígrafos. Le dejó tres ventiladores auxiliares. Crutch atacó la clave. Empezó por las letras S y K. Las sacó de un estudio de la CIA sobre códigos de sustitución. Grupos de tres números anunciaban cada S y cada K. Cada número requería operaciones de resta y multiplicación. Unas sumas correspondían a letras del alfabeto. Era arbitrario. Los pasos de la suma variaban en diferentes puntos de tabulación. El trabajo de descifrado consistía en formar palabras y letras a partir de un galimatías de números.

Números, letras, símbolos. Asaltemos primero los símbolos.

Eran garabatos, figuras de palotes y marcas en aspa. Salpicaban la libreta de direcciones de Gretchen/Celia a intervalos irregulares. El libro de claves de la CIA los consideraba procedentes del vudú. «La descripción de un hechicero vudú del caos espiritual mientras la víctima es sometida al hechizo.»

Solamente los símbolos. No pases a los números correspondientes a letras hasta que los hayas descifrado. Engulló las pastillas, bebió café y puso en marcha los tres ventiladores, además del aire acondicionado. Contempló los cuarenta y nueve símbolos de la libreta de Gretchen/Celia. Sudó copiosamente en un iglú. Tres símbolos se repetían: garabato, palote, marca en aspa. Tenían que tener el mismo significado repetido. Estudió la libreta durante nueve horas seguidas. Su cerebro llegó a estas conclusiones:

La repetición significaba banalidad. Significaba aburrimiento por parte de Gretchen/Celia. La autora ponía sabor en su narración para entretenerse y para confundir a posibles lectores. Los símbolos no presagiaban portentos. Eran inocuos. Segunda conclusión: eran abreviaturas. Tercera conclusión: el texto expuesto sería coherente, pero taquigráfico. La cursiva del escrito era febril. Gretchen/Celia estaba agitada y componía con prisa. El trabajo de cifrado absorbía sus energías. Cuarta conclusión: estos símbolos ocupaban el lugar de los «y» y de los «para».

Tachó estos símbolos y añadió estas palabras a su hoja de resultados. Parecía coherente. La colocación se le antojaba correcta.

Le dolía el pecho. El corazón impulsaba la sangre contra su caja torácica. Oyó voces en su cabeza. Vio EL OJO y vio LAS

MANOS Y PIES CORTADOS sin conjurarlos. Tuvo una hemorragia de kilos y notó que los pantalones le bailaban. Dos días de trabajo sin descanso. Sumas, restas y multiplicaciones bullían en su cerebro. Se quedó dormido a pesar de las anfetas. Despertó viendo números. Se le disparó un temblor en la mano de escribir. No estaba seguro de qué tenía. Decidió

tomar por vocales las sumas repetidas. Pensó que tenía la L y la T. Le salía una y otra vez la suma 14. Su mundo se ladeó. El Movimiento Catorce de Junio, alias 14/6. Rojos respaldados por Castro invaden la R.D. Y:

«El» precedía a cada 14. Su descifrado era válido hasta el momento.

Aquello le dio la D y la E. Aquello le dio la J, la U, la N. El mundo se ladeó otra vez: la vocal E estaba siempre en el lugar debido.

Tragó más pastillas, bebió mas café, su orina se volvió casi marrón. La piel se le pegaba a los huesos como la de un yonqui. Determinó seis sumas más de números-letras que le parecieron correctas. Se quedó dormido cinco horas. Despertó aturdido y se puso ¡a rezar! Se obligó a comer una manzana. La acompañó de un puñado de anfetas. Se sintió re-re-re-re-re-revitalizado y empezó a juntar palabras guiándose por el libro de cifras y por el instinto.

Le llevó once horas. Confirmó Managua. Sí, es una maldición en papel y un libro de los muertos. No, es mucho más. Abreviaturas, palabras omitidas, texto fracturado. Plenamente coherente a pesar de ello. La historia del 14/6/59 vuelta del revés.

Es 13/6/59. El movimiento cuenta con el respaldo de Castro y tiene la base en la Cuba cautiva del Barbas. Dos yates reconvertidos atraviesan el paso de los Vientos hasta la costa norte de la R.D. A bordo van doscientos rebeldes. Tienen fusiles M1 Garands, lanzacohetes y ametralladoras. Son todos hombres, menos dos: Joan Klein y Celia Keyes. La fuerza desembarca en Estero Hondo y Maimón. La esperan tiradores de elite del ejército dominicano. Todos los rebeldes son capturados o muertos.

Es 14/6/59. Un DC-3 parte de la costa roja cubana. Transporta a ochenta hombres armados. Llevan el brazalete de la Unión Patriótica Dominicana. El avión vuela por debajo del radar y toma tierra a las afueras de Constanza. Los rebeldes matan a los soldados que vigilan l aeródromo y roban los vehículos. Entran en la ciudad, matan a más soldados, huyen a los barrancos de las montañas próximas y se esconden.

Las patrullas del ejército batieron las montañas y capturaron o mataron a los rebeldes. Algunos rebeldes, transportados por aire o por mar, fueron encerrados en la base San Isidro de las Fuerzas Aéreas y en la cámara de tortura de Trujillo, La Cuarenta. Los matones de la guardia personal de Trujillo los pasaron a cuchillo y los frieron en sillas eléctricas. El Chivo ordenó

enormes redadas de sospechosos de simpatizar con el 14/6. Figuras favorables al gobierno fueron asesinadas. Simpatizantes comunistas fueron torturados, asesinados, liberados a regañadientes. El Movimiento 14/6 nació de verdad en las cárceles del Chivo. El Barbas reflexionó sobre la frustrada invasión. Un sentimiento anti-Fidel recorrió a la derecha de la R.D. El Chivo fue derrocado en el 61. El Barbas escenificó una segunda invasión el 29/11/63. Este grupo se denominaba formalmente Agrupación Política Catorce de Junio. Los rebeldes eran ciento veinticinco, en esta ocasión. Desembarcaron en seis localidades de la costa norte, abatieron a algunos soldados y huyeron a las montañas. Juan Bosch, presidente interino, ordenó una «caza de conejos». Los soldados peinaron los montes y barrieron a los rebeldes. Unos cuantos sobrevivieron. Se infiltraron en la izquierda de la R.D. y se dedicaron a soltar sandeces revolucionarias desde el anonimato. Crutch leyó las páginas de Gretchen/Celia. Seguía avanzándose al descifrado del texto. Estaba bajo un hechizo vudú y estaba anfetaminizado. Su cabeza bombeó sangre contra la caja torácica.

La narrativa base se detuvo. Seguía una «expresión de solidaridad» con los haitianos masacrados. El Chivo y el Enano eran acusados de genocidio.

Listas: los muertos haitianos de Trujillo, los muertos haitianos de Balaguer, los simpatizantes del 14/6 desaparecidos y asesinados por La Banda. Lista: los traidores del 14/6 excarcelados y asesinados por sus propios camaradas. Listas: nombres, fechas y lugares de las muertes.

Aparece un nombre solitario al final: María Rodríguez Fontonette. Su apelativo/alias/nombre de guerra es «Tatuaje». La fecha de su desaparición es junio del 68. Se esfumó en Los Ángeles.

El tatuaje, el color de piel, la fecha/localización.

Es esa noche.

Es la casa de los horrores.

Es la noche en que vio a Joan y Gretchen/Celia besándose.

DOCUMENTO ANEXO: 29/3/69. Extraído del diario guardado en secreto de Karen Sifakis. 29 de marzo de 1969

Eleanora gobierna mis días. Es una emperatriz poderosa y la gobernante imperiosa de mi corazón, así como un agotador manojo de incesante energía y necesidad. Me concentra y desvía todos mis actos y pensamientos que no están directamente relacionados con ella. Mi marido ha regresado a Filadelfia; su presencia aquí durante meses vino a ser una servidumbre por contrato, aparte de que colaborara en las tareas prosaicas de la nueva maternidad y de que me mantuviera alejada de Dwight. Ahora, estoy sola con Eleanora —y, de hecho, asediada por ella— y Dwight vuelve con una fuerza asediadora. Nuestra pelea en Echo Park fue horrible; no tengo ningún derecho a cuestionar sus acciones con Joan, pues nuestra propia unión es engañosa y una grave infracción en y por sí misma. Una diferencia entre Dwight y yo: el adulterio rara vez es tan oneroso como crear caos político. Otra diferencia: yo deseo salir bien librada de mis fechorías, mientras que Dwight abriga un oculto deseo de ser castigado por las suyas. Hasta aquí, un sucinto relato de mi amor por él. Veo crecer desmesuradamente las fechorías políticas y me descubro atribuyéndolas reflexivamente al FBI, al señor Hoover y, por extensión, a Dwight. Dos Panteras murieron a tiros en la UCLA en enero. Las muertes fueron resultado, se dijo, de viejas cuestiones entre los Panteras y los EE.UU. y se relacionaron con la creación de un Centro de Estudios Afroamericanos en el campus. Sé que el Buró tiene agentes dobles en ambas organizaciones y que está decidido a fomentar la discordia entre grupos. Un portavoz de los Panteras calificó las muertes de «asesinatos políticos cometidos por los EE.UU. por orden de la estructura de poder de los cerdos». He terminado por aborrecer la palabra «cerdo» tanto como detesto la palabra «negrata» y me descubro maldiciendo a Dwight por su percepción de la criminalidad intrínseca en el movimiento nacionalista negro. Numerosos Panteras están pendientes de juicio en Nueva York bajo la acusación de participar en una presunta conspiración para dinamitar los andenes de la estación Penn Central en hora punta. ¿Están locos?¿No saben que morirían negros?¿Estoy loca yo, por estar haciendo esto bajo la sanción de Dwight Holly?¿Qué terrible precio habré de pagar por mi papel en mitigar el sentimiento de culpa de este hombre?¿Y de dónde procede esa culpa, concretamente?

El señor Hoover parece decidido a desaparecer en un estallido de gloria psicóticamente odioso y ha encontrado un acólito incansable en Dwight, que ahora tiene a Joan Klein para ayudarlo y encubrirlo y tal vez para consolarlo. Temo que Dwight vaya a permitir pasivamente o a sobornar activamente a la ATN y al FLMM para que entren en la venta de narcóticos y temo que haya encontrado en Joan una cómplice bien dispuesta. Joan entiende el concepto de usar los narcóticos como instrumento de la revolución y ya lo ha empleado antes. Temo que Joan y Dwight busquen el mismo final físico por motivos políticos antitéticos. Pretenden llevar a la ATN y al FLMM al punto de la censura pública y subestiman despreocupadamente el coste humano. He contado a Joan cosas íntimas de Dwight. Sabe que él ha allanado mi casa en ocasiones y que tengo allí un diario mucho menos sincero y polémico para que lo hojee. Me temo que las expresiones de mi torturado amor por Dwight han empujado a Joan hacia él en el esfuerzo por favorecer sus propios objetivos políticos.

Joan ha estado en situaciones revolucionarias tremendamente peligrosas y ha cometido gestas —y, sí, fechorías— que agradezco y lamento ser incapaz de imitar. No dudo de su sinceridad ni de su absoluto compromiso y la he visto en momentos de franca bondad —nuestras tareas compartidas en la Escuela de la Libertad del 62 fue un ejemplo—, pero temo totalmente su furia y su fuerza de voluntad. Ella y Dwight poseen una mentalidad y un hambre emocional sorprendente y temiblemente semejantes. Rezo para que no superpongan sus instintos utilitarios y causen un daño atroz. DOCUMENTO ANEXO: 2/4/69. Extraído del diario de Marshall E. Bowen

Los Ángeles,

2/4/69

Estoy en apuros. El incidente de anoche puede llegar a conocimiento de Scotty Bennett. Las consecuencias pueden joder el equilibrio de mi vida personal y la operación y, por lo tanto, mi búsqueda del dinero y las esmeraldas del atraco al furgón. El señor Holly ha estado presionándome para que le dé soplos y Wayne ha estado presionándome para que me decante por la ATN

o por el FLMM exclusivamente. Cuando me presionan, vacilo y examino mis opciones. Rara vez vacilo hasta el punto del aturdimiento y la inacción. Anoche, lo hice.

Wayne se ha convertido en un habitual del sur de L.A. Ha estado comprando coctelerías y locales nocturnos y ha hecho acto de presencia en Tiger Kab. Wayne ha llevado al seno de Tiger Kab a Sonny Liston, ex campeón de los pesos pesados y

«bobalicón», según sus propias palabras. Sonny es un estúpido, bebedor, pastillero y putero. Los hermanos lo temen y temen reconocer que les cae bien. Sonny es muy de derechas. Odia a los musulmanes y a los militantes negros y apoya a Richard Nixon y la guerra de Vietnam. Sus dos derrotas ante Muhammad Alí, combinadas con su ingesta química, han debilitado sus células cerebrales. Sin embargo, es un tipo gracioso, al contrario que el ko-kapitán de Tiger Kab, Milt Chargin, quien recurre a cualquier cosa, por degradante que sea, por hacer reír a los negros y parecer enrollado. Tiger Kab está ahora très al día. El personal es la picaresca trabajando en combustible. Estamos en la cresta de la ola del zeitgeist nacionalista negro. Los Panteras llenan los titulares mientras la ATN y el FLMM montan el número buscando a Walter Winchell con el fervor de don nadies del Stork Club. Por favor, Walter, hable de nosotros en la tele: somos negros, somos violentos, intentamos mover droga y somos enrollados.

Vacilo y visito los cuarteles generales de unos y otros. Soporto la vigilancia constante del DPLA y tres o cuatro redadas callejeras cada semana. Mi estatus de ex agente enfurece a los uniformados de la zona sur. Se han aficionado a llamarme

«chico» y a detenerme durante veinte minutos cada vez mientras comprueban que no hay órdenes de detención contra mí. Siempre salgo limpio; siempre me sueltan con unos golpes en el pecho y unos epítetos de despedida. Me muestro serenamente rabioso y no digo nada.

No puedo satisfacer mi inclinación. Temo hacerlo. Ahora tengo una fama nefasta y cualquier insinuación puede acabar en una detención o una llamada telefónica al DPLA. Tengo que contener mis impulsos íntimos mientras evalúo, mientras el señor Holly y Wayne me presionan, mientras los hermanos de la ATN y del FLMM dan impacientes golpecitos en el suelo con las punteras de sus botas negras y me instan a que tome partido.

He sonsacado sutilmente a todos mis conocidos del sur de L.A., a todos los íntimos que tengo allí y a gentes con las que me he tropezado por casualidad en busca de información sobre el atraco y no he averiguado nada. Veo a Scotty Bennett por la zona constantemente. Siempre se quita ese sombrero de ala estrecha de negro con estilo y me guiña el ojo. Scotty sabe mucho del golpe, lo sé. Es el brillante detective jefe con cinco años de conocimientos almacenados. Tengo la poderosa sensación de que está acaparando conocimientos del DPLA en general.

Es como si Scotty estuviera provocándome con burlas y presionándome igual que el señor Holly y Wayne me provocan y me presionan con sus voluntades poderosamente masculinas y tercamente circunscritas. No dejo de imaginar al señor Holly con mujeres y cómo sería la escena, hasta que las imágenes empiezan a molestarme y a dolerme. Wayne da rienda suelta a su sentimiento de culpa con una mujer negra y me proporciona un álbum de imágenes eróticas parecido. Anda buscando al hijo desaparecido de la mujer, que guarda un lejano parecido con el atracador sobreviviente del golpe. Yo no lo considero una pista auténtica; el ladrón sufrió graves quemaduras en la cara y Reginald Hazzard apenas tenía diecinueve años, entonces. Es más como una afirmación del aspecto onírico de mi vida en la actualidad, con todas las nuevas figuras abriéndose paso y llamando por señas.

Benny Boles ha estado tirándome los tejos con todo descaro; está tan salido como yo cohibido y probablemente me saltará

encima si me decido por la ATN. Benny es un asesino y un psicópata declarado, lo cual tal vez explique su confianza en su masculinidad. Veo a Joan Klein en los clubes con regularidad. Joan atrae muy conscientemente. Es una bailarina vorazmente sensual, sincronizada y no sincronizada a la vez con su pareja, sea masculina o femenina. Me observa en las sombras, establece contacto visual y me saluda sin perder un instante el ritmo de la música. Es como si estuviera contándome cosas de mí mismo que ha entresacado de su estado onírico. Me he descubierto llevándome a la cama fantasías de Joan y el señor Holly. Ellos no se conocen en el mundo real, pero yo los conozco a los dos allí y han convergido en mi psique. Y Jomo.

Ese Jomo es basura, pero se me ha encargado que confraternice con la basura y le tienda una trampa. Y, en cualquier caso, me cae bien. Hemos pasado ratos juntos en Tiger Kab, en el FLMM y en clubes y, desde la pelea a navaja con Leander Jackson, se muestra más relajado conmigo. Ha estado hablando de que ha acumulado una pasta importante y le he estado sonsacando detalles con mucho cuidado para proporcionárselos al señor Holly. Estaba enfrascado en esta tarea momentos antes del incidente de anoche.

Habíamos salido a hacer visitas de extorsión a tiendas de alimentación. Las visitas apelaban a la connivencia e implicaban amenazas: queríamos cajas de cereales al chocolate para los niños que acudían a los desayunos de «Alimenta a los niños» del FLMM. A continuación fuimos a una barbacoa con reparto de panfletos patrocinada por el FLMM en el instituto Foshat Junior High. Jomo fue decoroso con los chicos. Resultaba horrendo y reconfortante a la vez, dada la naturaleza del individuo. Estoy seguro de que su combinación de drogas tuvo algo que ver con ello: llevaba todo el día esnifando mezclas de coca y Seconal. Dejamos el Foshay, nos dirigimos a casa de Jomo e hicimos un alto en una tienda de licores de Florence Boulevard para comprar tabaco. Jomo dio un traspié y tiró al suelo una estantería de bolsas de patatas fritas. El dueño era un negro y se irrité. Le dijo: «Eh, negro de mierda, ¿qué coño haces?»

Jomo saltó el mostrador y encañonó al hombre con una pistola, mientras que yo me quedaba paralizado y no hacía nada. Entonces Jomo robó dos botellas de whisky JB y tres cartones de cigarrillos Kool.

Yo no hice nada. Jomo pateó al tipo y gritó epítetos anti-ATN. Estoy seguro de que el dueño me reconoció. Soy un ex policía, una celebridad entre los hermanos y un famoso habitual de L.A. Sur.

67

(Los Ángeles, 3/4/69)

Milt C. tenía una marioneta, un mono al que llamaba Yonqui Monkey. Hacía unos números deprimentes con él. A los hermanos les encantaba. Sonny y Jomo se reían a coro.

La centralita estaba desbordada. Jomo hizo juegos malabares con las llamadas. La gente necesitaba taxis. El instituto Jordan High se enfrentaba a Washington: baloncesto de altura y rivalidad local.

Yonqui Monkey llevaba un sombrero chillón de chulo y un traje a cuadros de tablero de ajedrez. De su brazo colgaba una jeringa hipodérmica. Milt le movía sus labios de mono.

—Esos cerdos del DLPA me acosan, tío. Estoy en mi porche y me vienen con una maldita redada. Me dicen: «¿Qué haces con esa aguja en el brazo?» Y yo digo: «Vosotros, los cabronazos blancos, tenéis las pollas como jeringas y yo alcanzo a un metro de distancia con mi manguera palpitante.»

Junior soltó una risilla. Jomo atendió llamadas y soltó una risilla. Sonny comentó:

—Yonqui Monkey es un marica de cárcel y un desertor del servicio militar. Muhammad Alí le dio por ese culo de mono. Wayne echó una ojeada al reloj. Marsh ya debería estar allí. Acababa de recibir una llamada a un teléfono público. Un nuevo clic chasqueó en su cerebro. Más tira y afloja con la memoria.

Un mes atrás. La pelea con Mary Beth. Reginald, la «Escuela de la Libertad», ¿por qué ese suave clic?

Estaba empantanado. Drácula y los Chicos lo abrumaban de trabajo. Se añadía a éste su papel de enlace. No podía ocuparse de aquel clic, de momento.

Yonqui Monkey decía:

—Los Beatles bajaron al maldito gueto a pillar carne negra. Conocieron a esas dos hermanas de aspecto malsano que se llaman Carcinoma y Melanoma y...

Wayne volvió la vista a la ventana. Marsh apareció en el exterior. Wayne se levantó y lo siguió hasta el aparcamiento de la flota. Dieciséis taxistas los observaron con miradas ceñudas.

Marsh sudaba al fresco de la tarde. Wayne le dio su pañuelo.

—Cuéntame.

—Estuve con Jomo anteanoche. Golpeó al dueño de una tienda de licores y le robó género. Estoy bastante seguro de que el hombre me reconoció.

—¿Cómo has esperado tanto a decírmelo?

—Es una tendencia mía. Tiendo a postergar las cosas.

—¿A qué esperabas?

—A Scotty. Todos los dueños de licorerías del maldito mundo lo conocen y están en deuda con él. Sonó la Motown a todo volumen. Algún gilipollas había conectado la música de la choza-despacho. Wayne condujo a Marsh hasta la valla del callejón.

—El tipo no ha llamado a Scotty. De lo contrario, ya lo habrías sabido.

—Sí. Es lo que pienso.

—Dame algo —dijo Wayne.

—¿A qué te refieres?-Marsh se enjugó la frente.

—Dame una pista para Dwight. Dime algo que lo convenza de que estás trabajando.

Marsh suspiró:

—Golpes en licorerías. Ha habido un puñado de ellos.

Wayne imitó el suspiro.

—¿Estamos otra vez con las tiendas de licores?

—No me refiero a eso. Digo que tal vez tengo algo.

Wayne suspiró más fuerte.

—¿Atracos a licorerías en L.A. Sur con sospechosos negros?¿No puedes contarme algo más original?

—Jomo ha estado hablando de una pasta gansa que ha conseguido, pero no quiere revelar el origen de ella. —Marsh se secó

el sudor.

Wayne sacudió la cabeza.

—Eso no es suficiente. No diré nada del asunto de anteanoche, pero empezarás a trabajar con más empeño.

—Por Dios, Wayne...

Wayne lo empujó contra la valla.

—Vas a meterte en la ATN. Vas a enjabonar a Leander Jackson y vas a pelearte en público con Jomo. Me voy a la República Dominicana. Lo montaremos cuando regrese. Vas a conseguir que Jomo confiese el asunto de la licorería. Vas a llamarlo

«cretino, malo, negro inútil» y yo estaré allí para ver que lo haces.

—Por Dios, dame sólo...

Un taxi entró y se acercó. Wayne se apartó para dejarle paso.

—Lo harás. Si no lo haces, le contaré a todo el mundo que eres maricón.

La licorería estaba cerca. El hombre del mostrador iba vendado desde las cejas hacia arriba. Wayne entró y compró una bolsa de patatas fritas. El hombre se olió a la pasma.

—¿DPLA?

—Ex DPLV. Me retiré.

El hombre marcó la compra.

—¿Por qué se retiró?

—Maté a unos negros desarmados y el asunto se fue de las manos.

—¿Se lo merecían?

—Sí. —Wayne le dio un dólar. El hombre le dio el cambio.

—¿Se sintió mal por lo que había hecho?

—Sí.

El hombre sonrió. Wayne señaló el vendaje y le puso delante un fajo de billetes. Dos de los grandes en billetes de cincuenta, enrollados y sujetos con una goma elástica.

—¿Llamó usted a Scotty?

—Pensaba hacerlo.

—Ese Scotty es de lo más tremendo.

—Y que lo diga. Unos hermanos, siempre los mismos, me robaron en seis ocasiones distintas, así que llamé a Scotty, privadamente. Le dije que el DPLA oficial no hacía su trabajo. Scotty dijo que él se ocuparía, y lo hizo.

—Debió de ser algo digno de verse.

—Sí. Entraron con máscaras de esquiador y salieron cubiertos con sábanas. Scotty dispara balas doble cero con unas cositas como espinas incorporadas. No quedó gran cosa de esos tipos.

—Usted le tiene cierta lealtad a Scotty... —Wayne mordió una patata.

—Sí, como usted la tiene, sospecho, a ese hombre de Marshall Bowen.

Wayne le puso delante un segundo fajo de billetes. El hombre lo agitó en el aire.

—Bowen debe de estar conchabado con gente de pasta. «Informante de alto nivel», ¿tengo razón?

—Anda usted retrasado en el pago de la hipoteca. Estoy dispuesto a cubrir la deuda.

—También voy retrasado con la electricidad.

—¿Algo más?

—Sí, una cosa. Quiero una de esas limusinas de Tiger Cab para la fiesta de cumpleaños de mi hija. Cumple dieciséis. La Universidad del Sur de California estaba cerca. Andaba justo de tiempo. Drácula había pedido una charla por teléfono. Sí, señor. La lluvia radiactiva lo matará. No, señor, no sucederá pronto. Sí, deberíamos prohibir la Bomba. No, las potencias mundiales no accederán a su requerimiento.

Wayne aparcó y deambuló por el campus. El alumnado era mitad chicos conservadores y mitad melenudos, todos apesadumbrados. Los panfletos izquierdistas y derechistas cubrían los tableros de anuncios. YAF contra SDS, VIVA contra SNCC. Chicos con guitarras, chicos con lemas en el suéter, unos cuantos chicos negros con camisas africanas. Wayne echó a andar y se abrió paso entre los transeúntes. ¿La «Escuela de la Libertad»?Ni idea. Consultó el directorio del campus. No, no constaba.

Insistió. Llamó a Farlan desde una cabina y retrasó la charla con Drácula. Vio a unos bedeles que habían salido a echar un cigarrillo y se acercó.

Eran negros. Se olieron a la pasma. Wayne se olió que eran ex presidiarios. Sacó unos billetes de diez pavos y se los arrojó

con una sonrisa.

—Hubo una cosa llamada «Escuela de la Libertad». Estaba aquí, en el campus, hace seis o siete años. Tres tipos pusieron cara de no saber nada. Un tipo dijo:

—Difunta, tío. Disuelta antes de los disturbios de Watts.

—Enfrente del centro de recepción hay unos bungalós —dijo otro tipo—. No los usa nadie. Busca una puerta vieja y polvorienta que tiene un cartel descolorido.

Wayne les dio las gracias y se alejó. Los caminos del campus estaban bordeados de árboles. Aquí y allá se alzaban volutas de humo clandestino de hierba. Encontró el centro de recepción y los bungalós. Vio la puerta del cartel. Otoño del 64. ¡SALVEMOS LA LEY RUMFORD DE IGUALDAD DE ACCESO A LA VIVIENDA! ¡«DERECHOS DE

PROPIEDAD» ES IGUAL A RACISMO!!!

La puerta parecía frágil. Wayne la abrió fácilmente cargando con el hombro. Entró. Una ventana trasera iluminaba la habitación, abarrotada de cajas.

Las inspeccionó. Contenían pilas de panfletos y reivindicaciones. ¡Huelga!, en español. ¡Sacad las manos de Cuba! Huelgas de recolectores de fruta. Apoyos a Al Fatah, al FLP, al Movimiento Catorce de Junio. Recordemos a Leo Frank, Emmett Till y los chicos de Scottsboro. Apelaciones a los derechos civiles, peroratas sobre el poder negro. Malcolm X, Franz Fanon, libertad para los Rosemberg, ¡Argelia libre!, ¡Palestina libre! ¡Abajo el perverso Chivo Trujillo, insecto del Tío Sam! United Fruit:

¿Sabes lo que cuesta ese plátano que tienes en el plato?

Encontró una fotografía de grupo. Llevaba la fecha 22/9/62. Parecía una instantánea de facultad. Siete hombres y mujeres delante del bungaló. Tres eran blancos, cuatro eran negros. Dos mujeres blancas a un costado. Una es alta y pelirroja. La otra es más baja. Tiene entre treinta y cinco y cuarenta. Tiene el cabello oscuro con hebras grises y lleva gafas de montura negra.

Clic. Blip. Quizá, probablemente, no del todo seguro.

El clic continuó chasqueando intermitentemente hasta casi convertirse en ¡Eureka! El blip tomó una forma extraña. El Patio del Sultán Sam hacía tres meses. Volutas de humo y una visión por la espalda de un pelo con hebras grises igual que éste. Wayne estudió la foto detenidamente. La mujer llevaba manga larga. No se veían cicatrices. Reginald fue a esa escuela. A Reginald lo detuvieron en un pueblo de blancos palurdos. La mujer le pagó la fianza: tal vez, no tan probablemente. Viajó allí en las Líneas Aéreas Drácula. El avión aterrizó en la pista privada de Hughes. Policías con látigos supervisaban la sala VIP.

Joaquín Balaguer envió una limusina y cuatro motoristas de escolta. Los vehículos eran antiguallas de mediados del trujillismo. Los cinco eran ruidosos como martillos neumáticos.

Llegaron a Santo Domingo. Las ventanillas eran de cristales tintados. Los colores brillantes se filtraban en el interior monocromáticamente. La limusina avanzó entre el tráfico. Las imágenes tenían un tono sepia. Era un noticiero sobre una nación depauperada. Los niños empujaban carritos, los mendigos mendigaban, los matones perseguían a jóvenes que enarbolaban pancartas. Era como un pase rápido de diapositivas. Un parpadeo y ves opresión. Otro parpadeo y ha desaparecido. Wayne tenía la vista nublada. Pase de diapositivas: él continuó viendo la cara de la mujer. Las gafas, la melena con hebras grises: el visor de diapositivas se atascó y pasó una y otra vez aquella imagen. Había leído el panfleto del Catorce de Junio en el avión. Menospreciaba a los déspotas dominicanos y quitaba importancia a los haitianos inocentes masacrados. Profetizaba la llegada de déspotas más astutos que el Chivo. Predecía la colusión Dominicana-Estados Unidos en aras de la industria turística yanqui.

Reginald se reúne con el haitiano. Hablan de hierbas de vudú. Clic: el tira y afloja con la memoria. La mujer, la «Escuela de la Libertad», engranajes mentales privados de conexión. Wayne bajó el cristal de la ventanilla. El noticiero monocromático dio paso a un brillo cegador. Los colores lo asaltaron. El aire salado escocía. La policía perseguía a los manifestantes hasta un callejón sin salida y los aplastaba contra un muro. Wayne vio alzarse una única cachiporra y escuchó un único grito. La limusina lo dejó en el Embajador. Un obsequioso recepcionista lo acomodó en una lujosa suite. Desde ella tenía una amplia panorámica. El río Ozama quedaba al oeste. Unos chiquillos negros se sumergían y peleaban entre ellos por lo que devolvían al agua las barcas de pesca. El tono de piel cambiaba de barrio a barrio. Divisó banderas rojas desplegadas aquí y allá

.

Bajó a la suite de Mesplède, llamó a la puerta y no obtuvo respuesta. Se acercó a la suite del cretino y vio la puerta entreabierta.

Se coló dentro. Era una habitación de adolescente. Había revistas tiradas por todas partes. Al cretino le gustaban el Playboy y Armas y munición. El cretino era un pirado de la fotografía. Tenía una cámara Polaroid. Tenía fotos de mujeres a montones. Botellas marrones en una mesilla de noche. Etiquetas blancas. ¿Qué...?

Precipitantes de dióxido de azufre, amoníaco, anhídrido acético.

—Hola, Wayne. ¿Qué te cuentas?

El cretino llevaba una Colt Python con bermudas. El cretino daba lametones a un cucurucho de helado. El cretino tenía acné. Wayne sonrió y se acercó. El cretino le tendió la mano. Wayne le dobló los dedos, lo tiró al suelo y lo pateó en las pelotas. El cretino soltó el cucurucho y se puso azul.

—Nada de heroína. No la produzcas, no la vendas, no la compres. Mataré a todo el que lo haga. El cretino vomitó restos de manteca y fragmentos de cucurucho. Una sombra se dibujó en la pared.

—Ça va, Wayne. C'est fini, l'héroïne.

Balaguer negoció. Las participaciones de beneficios y los planes de contingencia favorecieron al führer. El negocio en conjunto favoreció a los Chicos. Balaguer regateó y concedió. Wayne adoptó la misma postura. Conversaron en un salón del Palacio Nacional y trabajaron en un borrador. Mesplède y el cretino andaban por ahí, tomando copas. Smith y Brundage andaban por ahí, jugando a golf. Los cubanos andaban por ahí, de putas.

Costes de construcción, costos laborales, comisiones por el aeropuerto. Reducción de tarifas para los vuelos Estados Unidos-República Dominicana. Incentivos. Pagos a cambio de ausencia de interferencias aduaneras. Pormenores del blanqueo de dinero en el país. Giras de inspección a cargo de Dwight Holly, enlace del presidente Nixon. El último punto molestó a Balaguer. Wayne lo tranquilizó: Señor, las giras serían cosméticas, en líneas generales. A der Führer le gustó esto. Wayne aprovechó para darle gato por liebre. El turismo sólo funciona en lugares pacíficos. Una excesiva presencia de pobreza ahuyentará a los turistas. El presidente Nixon lo ve así, señor. Los visitantes encontrarán confusos los esfuerzos de usted por mantener el orden. Los escuadrones de matones y las manifestaciones de disidentes son cosas que los visitantes no acaban de entender. Ellos no saben sacar conclusiones. Lo que vean los desconcertará. Balaguer montó en cólera a lo largo del discurso. Wayne negoció tres entregas más de dinero para apaciguarlo. La conversación duró seis horas. Balaguer se levantó para despedirlo.

—Nada de látigos, señor —dijo Wayne—. Me temo que debo insistir.

Cosmética.

Lo vio enseguida: repartos de comida y menos saña de La Banda. El pase de diapositivas quedó en segundo plano. Las diapositivas pasaban más deprisa. Vio o no vio a un ritmo acelerado. La visión monocromática ayudaba: el coche de Mesplède tenía los cristales tintados.

Los emplazamientos de Santo Domingo estaban excavados y preparados para la construcción. Los protegía la policía. Estaban en zonas medio decentes. Las lanzaderas del aeropuerto podían tardar horas en atravesar los barrios buenos. Los paquetes turísticos serían «todo incluido». A los visitantes se les animaría a no salir del local y a gastar. En Santo Domingo había segregación. Gente de piel clara, gente de piel oscura y una mezcla estratificada. Wayne recordó

Little Rock en el 57. La 82 Aerotransportada y la desegregación forzada.

Mesplède condujo y encadenó cigarrillos. El cretino iba en el asiento trasero, manoseando la insignia de cretino que llevaba en la solapa. La música de la radio acallaba la conversación. Jazz caribeño, estridente y repetitivo. La autopista los condujo al norte. El firme estaba mal. Los campos de caña y las arboledas quitaron saturación a la monocromía existente.

Gente de color cruzaba la calzada a la carrera. Mesplède zigzagueó para esquivarla. El emplazamiento de Piedra Blanca estaba vigilado y preparado para iniciar la construcción. La panorámica desde los pisos más altos abarcaría unas cuantas chozas y una amplia zona de verdor. El lugar parecía evacuado apresuradamente. Wayne vio manchas de sangre en un madero desechado.

Se quedaron unos minutos y continuaron camino a Jarabacoa. C'est fini, l'héroïne: nadie dijo nada. El viaje duró tres horas. Wayne bajó la ventanilla y despejó el coche de humo y de jazz. Los colores brillantes le lastimaron los ojos. Olía a jungla putrefacta y a pólvora.

Jarabacoa estaba igual. Los guardias eran serviles y les ofrecieron cervezas. Wayne vio un látigo escondido tras unos matojos.

Un negro escapó corriendo por un campo de caña. Su rostro era una masa sanguinolenta. Wayne abrió la boca:

—Jean-Phillippe, tú te vuelves. Crutchfield, tú me llevas a Haití.

Mesplède tiró el cigarrillo.

—Sólo tenemos un coche, Wayne.

—A un kilómetro hay una estación de autobuses. Te dejaremos allí.

El aire acondicionado se estropeó. Subieron la cordillera Central en una sauna móvil. Las ventanas abiertas les trajeron aire caliente e insectos como Godzilla. Cruzaron al sur de Dejabón. Un tembloroso puente colgante salvaba la Plaine du Massacre. Guardias fronterizos fascistas los despidieron y les dieron la bienvenida. Unos caimanes tomaban el sol en las riberas haitianas, rodeados de fémures y tibias.

El tono de piel se oscureció. Los colores brillantes se mantuvieron mientras el índice de pobreza se disparaba. Chozas de techo de hojalata oxidada y chozas de barro. Árboles con marcas de sangre y gallinas linchadas rezumando entrañas. Conducía el cretino. La mano le temblaba en el cambio de marchas. Wayne cerró los ojos y echó el respaldo del asiento completamente hacia atrás. La tapicería estaba resbaladiza del sudor. La humedad se encharcaba en las salidas de aire.

—Ni un fiasco más. La próxima vez te mato.

—De acuerdo —dijo el cretino.

—Tus dispositivos a prueba de fallos son bobadas. Nadie te creería. Eres un capullo. Comes cucuruchos de helado y eres un pervertido con las mujeres. Mesplède es condescendiente contigo, pero yo no.

—De acuerdo —dijo el cretino. La voz se le quebró en un gemido.

—Sólo lo diré una vez. Uno no sale de La Vida intacto o vivo. Matar comunistas y trabajar para tipos como yo no te lleva a nada más que a tu siguiente pesadilla.

—Claro —dijo el cretino. Aquel susurro-gemido.

Wayne abrió los ojos. Ahora, la carretera era de tierra. Automóviles destartalados, carros de bueyes y un pueblo: chozas de techo de paja y construcciones cúbicas de color pastel en las que ondean banderas de secta vudú. Paredes con vidrios incrustados. Los anuncios de los establecimientos eran pinturas murales. Una taberna llamada Port Afrique.

—Detén el coche —dijo Wayne.

El cretino obedeció. Wayne se apeó. Los negros que se arremolinaron estaban fascinados.

—Regresa a Santo Domingo. Yo volveré por mi cuenta.

El cretino se encogió de hombros y se alejó con un chirrido de los neumáticos. Wayne entró en la taberna Port Afrique. Olía a amoníaco, a semitóxicos y a alcohol sin desnaturalizar. El lugar era un rectángulo. Había una barra para estar de pie con unos estantes de botellas detrás y nada más. Unas frases en francés cubrían las paredes laterales: «Por el poder de la santa estrella, camina y busca.» «Duerme sin conocer ni dormir.»

El camarero lo miró. Tres hombres más siguieron su mirada. Sostenían unas copas con piedras de colores. De ellas se elevaban unos vapores. Acidez alta, bajo contenido alcalino. Klerin, indudablemente. Posibles preparaciones de glándulas de reptiles semivenenosos.

Wayne se acercó a la barra y asintió en una muestra de respeto. Los tres hombres se alejaron. Las botellas del estante eran transparentes y llevaban etiquetas en francés. Talco de color, corteza de árbol, polvo de serpiente farmacológicamente activo. El camarero asintió. Wayne señaló una de las copas. La mirada del camarero dijo: ¿Está seguro?

—S'il vous plaît, monsieur. Je suis chimiste, et voudrais essayer votre plus potion. El camarero asintió.

—Comme vous voulez, monsieur. Mais vous comprenez qu'il y a des risques.

—Oui —dijo Wayne. El camarero abrió botellas y metió una cuchara. Plantas fungibles, corteza, hígado de pez globo. Bufo marinus: glándula parótida de una serpiente marina. Licor klerin de un sifón. Un líquido desconocido que hizo que todo espumara.

La efervescencia aumentó. Olía a excipiente de componentes volátiles. El camarero sirvió la copa gesticulando bendiciones. Wayne asintió y dejó dinero americano sobre la barra.

Los tres hombres se acercaron. Uno brindó por él, uno le bendijo, uno le entregó la tarjeta de una secta. La espuma quemó

todo el aire alrededor de ellos. Wayne engulló la pócima de un trago.

Le quemó la garganta y lo sacudió por dentro. El camarero dijo:

—De rien, monsieur. Bonne chance.

Encontró un lugar umbrío a las afueras del pueblo. Se quedó allí y desconectó del ruido externo. Oyó respirar al aire y supo que había llevado fe a aquel momento. Sintió que el suelo giraba debajo de sus pies.

Su pulso latió y conectó sus extremidades a los árboles que lo rodeaban. La visión periférica se expandió y le permitió ver lo que tenía a la espalda. Le lloraban los ojos. Vio al doctor King y al reverendo Hazzard nadando. El doctor King tenía el color de Mary Beth. El pastor tenía los ojos de Marsh Bowen. Los pájaros se posaron dentro de él. Sus trinos resonaron como aquellos clics de la mente que no dejaba de oír allá, en el mundo. El sol se convirtió en la luna y cayó en su bolsillo. Continuó

viendo a la mujer del pelo oscuro con hebras grises.

68

(Los Ángeles, 10/4/69)

Scotty dijo:

—Marsh la ha cagado. Presenció un robo con agresión y no informó.

Dwight encendió un cigarrillo.

—Lo sé.

—¿Marsh ha confesado?

—Se lo ha contado a su enlace.

—¿Se refiere a Wayne Tedrow?

—Exacto.

—Un acierto, que sea él. —Scotty se rio—. Los negros lo temen, así que lo adoran. Nadie sospecha que colabora con el FBI, porque trabaja para los Chicos.

La cafetería Piper's, en Western. Clientela de la una de la tarde: policías y necrófagos de Ambulancias Schaeffer's.

—¿Quién le ha hablado de Wayne?-preguntó Dwight.

—Uno de mis numerosos informantes del sur de la ciudad.

—¿El tipo de la licorería?

—Tengo los labios sellados.

Dwight se frotó los ojos.

—Hablemos de Jomo.

—Antes hágame una concesión.

—Está bien. Yo dejo en paz a Jomo si usted deja en paz a Marsh.

—¿Qué quiere decir eso?

—Quiere decir que puede tener a Jomo con independencia de mi operación. Quiere decir que es mi mejor militante negro psicópata, pero puedo pasarme sin llevarlo a juicio. Quiere decir que tiene algo en marcha de lo que no quiere hablar, porque no me llamó a medianoche para que detuviera a un negro violento.

Scotty echó crema a su café.

—Acierta en todo. Jomo tiene un montón de pasta y creo que sé de dónde la ha sacado.

—Y si necesita a Marsh como testigo, lo llamará a declarar.

—Acierta otra vez.

Dwight encadenó cigarrillos.

—¿Promete no revelar la condición de agente del Buró de Marsh?

Scotty le gorreó un cigarrillo. Dwight se lo encendió.

—Sí. ¿Y usted me promete no detener a Jomo por ningún delito federal mientras preparo el caso?

—Sí.

Scotty dio una calada al cigarrillo y lo apagó aplastándolo. Dos policías pasaron junto a él y les guiñó un ojo.

—Gracias por venir. Sé que ha sido muy precipitado.

—No es nada. De todos modos, no podía dormir. —Dwight se desperezó.

—Siempre está la bebida.

—A mí ya no me funciona.

—Siempre están las mujeres.

—De eso voy un poco sobrado —dijo Dwight.

69

(Paso de Mona, 10/4/69)

—C'est fini, l'héroïne.

—Eres un gilipollas.

—Allons-y, l'héroïne, oui!

El Zarpa de tigre surcó las olas. Destino: Punta Higuero, Puerto Rico. Saldivar se ocupaba de las turbinas; el francés, del puente. Gómez-Sloan y Canestel se encargaban de los lanzatorpedos. Morales leía el manual de uso. Crutch se ocupaba del nido de ametralladora de proa. Luc Duhamel hacía lo propio a popa. Zarparon de la caleta privada de Luc y siguieron la costa norte hasta el paso sin novedad. Fue una mierda de viaje desafiando a la muerte. Habían comprado la barca entre todos. Bebe Rebozo aportó la mayor parte de la pasta. Luc conocía una banda de traficantes de droga en Punta Higuero. La Zarpa de tigre aprovechaba la noche furtivamente. La patrullera maaala había hecho cuatro incursiones de sabotaje hasta la fecha.

De la caleta de Luc al paso de los Vientos y a los arrecifes rojos de Cuba. Dos embarcaderos de los milicianos destruidos y treinta castristas muertos. «Tú comes cucuruchos de helado y eres un pervertido con las mujeres.» Sí, pero hay diecinueve comunistas pudriéndose.

La patrullera Zarpa de tigre: casco de madera y botadura durante la Segunda Guerra Mundial. Pintada a franjas atigradas, con zarpas de tigre, bautizada «109». L'hommage à le grand putain Jack.

Crutch engulló pastillas contra el mareo. La Zarpa de tigre bailaba el wa-watusi en un oleaje de marejada. El crepúsculo apagó el sol y el mar encalmó. La tierra se acercó por estribor. Saldivar distinguió parpadeos de semáforo. El franchute pilotó

la patrullera hacia una cala. Los bajíos dejaban un paso estrecho. Una luz de linterna bombardeó la proa. Crutch distinguió a cuatro hispanos con fusiles automáticos.

Los hispanos engancharon con garfios la proa y amarraron la Zarpa de tigre. Vieron el montaje: nidos de ametralladoras encajados en fisuras de las rocas. La tripulación saltó a tierra. Les entró arena en los calcetines. Los hispanos portorriqueños se parecían a los cubanos. Todos tenían aquel aire cargado de machismo. Circularon nombres. Crutch no soltó prenda. Los hispanos trataron a Luc con deferencia. Era por su pedigrí. Hechicero vudú de casi dos metros y policía Tonton. Luc era el no va más de los tíos raros.

La tripulación siguió a los hispanos. La vegetación selvática llegaba a la misma playa. Pululaban los insectos nocturnos. La luz de la linterna paralizó a la mayoría en el aire. Crutch vio una cabaña de pesca. Dos hispanos vigilaban la puerta. El interior eran tres metros por tres. Sobre una mesa había paquetes de polvo.

Saldivar traía el dinero en una mochila. Luc traía excipiente de sacarosa, una hoja de afeitar y una jeringa hipodérmica. Los hispanos se santiguaron y bendijeron su vuelo de prueba.

Gómez-Sloan rajó los paquetes. Saldivar echó polvo en una solución púrpura. Se volvió amarilla. El francés exclamó, Voilà!

Los hispanos exclamaron, ¡Arriba! Luc preparó la jeringa, hizo un torniquete y se inyectó. Todos los ojos puestos en Luc. Está en Cabo Cañaveral negro. Se dispone al despegue. Luc tiró del émbolo. La sangre entró en la jeringa. Luc se ladeó, se aletargó, levitó y se largó al séptimo cielo. El agua estaba fría. Las olas batían el casco y arrojaban espuma en cubierta. Crutch estaba de guardia. No tuvo más remedio que mojarse. Viajó mentalmente. El beso de las mujeres dominicanas. Le hace regresar a Joan y Gretchen/Celia y su beso, el verano pasado.

El libro vudú de los muertos. Tatuaje se esfuma ese verano. Es una traidora del Catorce de Junio. Joan y Gretchen/Celia la quieren muerta. Acuchillada con ensañamiento... o tal vez algo más.

«Eres un pervertido con las mujeres.»

Los cubanos no le daban miedo. Luc no se lo daba. El franchute, Scotty y Dwight Holly: ellos, tampoco. Wayne, sí. Wayne no daba miedo a los otros tipos. El franchute lo desafiaba. El franchute decía que podían continuar el negocio de la droga clandestinamente. Wayne había matado a Martin Luther King y a varios negros menos conocidos. Wayne tenía una novia negra. Wayne daba miedo porque procesaba una mierda mala y te la devolvía sin que lo pidieras. Había dejado a Wayne en mitad de aquel agujero infernal llamado Haití. Wayne regresó tres días después, macilento y divagando. Dio el visto bueno a una transferencia de billetes de los Chicos al Enano. En las obras, los reclusos y los esclavos ya estaban trabajando. Los cubanos y La Banda blandían el látigo. El Komando Tiger trabajaba sin descanso. Supervisaba los emplazamientos. Hacía el mantenimiento del Zarpa de tigre. Dirigía las obras en una cala con embarcadero. Los esclavos de vudú de Luc estaban excavando un espacio en la caleta. El franchute la llamaba «kaleta del Tigre». Luc tenía conexiones negras de drogas en Puerto Príncipe. Negros Tonton pasarían la droga a los vendedores. El negro jefe Papa Doc se llevaría una buena tajada.

Wayne dijo que nada de caballo. Los demás se opusieron. Wayne le dio miedo. Él odió a Wayne. Tenía una foto de Wayne estrechando la mano del Enano. Luc le enseñó un hechizo vudú y maldijo a Wayne con él. Hincó alfileres en un pollo muerto. Se pinchó un dedo con un alfiler, lo mojó en la sangre y lo clavó en la cara de Wayne en la foto. Una ola lo empapó. Le jodió la imagen mental. Crutch disparó balas trazadoras al cielo. Los tipos de la CIA eran locos del golf. Terry Brundage era hándicap cero. Sus lacayos tenían hándicap bajo. Su oficina era la antigua cabaña de los caddies del campo de golf privado del Enano. La Banda tenía un búnker para torturar detenidos debajo del hoyo nueve.

Crutch entró. El suelo era de hierba sintética. Unos vasos de cóctel servían de agujero de golf. Terry y sus lacayos llevaban camisetas de manga corta y calzones de seda cruda.

—Hola, pariguayo —dijo Terry.

Crutch se rio. Un lacayo falló un putt. Un lacayo metió uno laaargo. El lugar estaba desordenado. Tres mesas, una radio de onda corta, un teletipo. Un archivo con los cajones abarrotados.

El enfriador de agua tenía un dispensador de vasos y daiquiris preparados. Crutch cogió un vaso y dio un breve sorbo. Terry hizo girar su palo.

—¿Te envía Mesplède?

—No, ha sido idea mía. Se me ha ocurrido echar un vistazo a su archivo de disidentes. Creo que hemos tenido a algunos comunistas husmeando por las obras.

Los lacayos guardaron los palos de golf. Con ellos, metieron en la bolsa fusiles automáticos. Terry llenó los termos de ron.

—En el baño hay unas revistas guarras. Si buscas chicas, allí es donde estarás mejor. El archivo era un caos. Cuatro muebles, dieciséis cajones, sistematización nula. Expedientes desordenados, fotos sueltas. Sin códigos de ruta o indicaciones de procedencia. Nada ordenado alfabéticamente.

Crutch trabajó de cajón en cajón. Se encerró en la oficina. Tenía cuatro horas, lo mismo que había durado el golf y la charla entre tragos. Vació cajones y hojeó documentos. Buscó cualquier cosa relacionada con Joan Klein/Celia Reyes/14/6. Consiguió listas de nombres, listas de miembros afiliados, listas de sospechosos, listas de interrogados y listas de personas presuntamente muertas. Vio una cantidad enorme de acrónimos comunistas y listas en español. Vio una lista de enemigos de Rafael Trujillo, el Chivo: ¡Catorce mil nombres! Vio una lista de presuntos pisos francos en Santo Domingo y la memorizó sin mucho interés. Vio fragmentos de una cronología del 14/6/59. La narración era fragmentaria. Faltaba la mitad de las páginas. Ya conocía los hechos fundamentales. La nueva mierda era horrorosa. El Chivo mató a machetazos a simpatizantes del 14/6

en masa. Borró pueblos fronterizos enteros. Echó niños a los caimanes en la Plaine du Massacre. Seguía una lista: miembros del 14/6 capturados. Ni Joan, ni Gretchen/Celia, ni María Rodríguez Fontonette.

La narración terminaba. Seguían páginas sin relación con el tema. Crutch vació tres cajones más y encontró esto: Una serie de párrafos fragmentarios en una hoja sin numerar. El nombre de María Rodríguez. Su apodo: Tatuaje. Es miembro del 14/6. Es una renegada. Delató la invasión. La Banda lo supo. Rápidamente, se prepararon y llevaron a cabo contramedidas. Un Tonton Macoute traidor ayudó a los rebeldes y estaba en paradero desconocido. Su nombre: Laurent-Jean Jacqueau.

Crutch releyó la hoja. Leyó las siguientes y las anteriores y repasó todas las que ya había leído. Nada ampliaba ni mejoraba aquella narración fragmentaria. Tres horas y media para esto.

Vació cuatro cajones más. Vio más nombres, nombres, nombres. Vació dos cajones más. Vio un expediente. «Reyes, Celia», mecanografiado en la camisa. El expediente estaba vacío.

Tomó un trago de ron directamente del chorro. Vació otro cajón. Vio un millón de fotos de hispanos con pinta de comunistas. Vio una foto con fecha de 14/6/59. Oyó gritos procedentes de debajo del campo de golf. La luz de la habitación bajó de intensidad durante dos segundos y luego recuperó el brillo.

Volvió la foto. Era una imagen aérea. Se veía una playa rocosa. Unos soldados apuntaban sus armas contra unos rebeldes zarrapastrosos.

Parpadeó y entrecerró los párpados. Miró con mucho detenimiento. Vio una mujer entre treinta y tantos hombres. Era Joan Rosen Klein. Tenía el puño derecho en alto.

Por un conducto de refrigeración salió humo, seguido de un olor pestilente. Hacía diez años de la invasión. Joan tenía todo el pelo oscuro.

Más humo y más hedor. Otro grito, puro francés criollo. Más hedor a pura carne socarrada. 70

(Los Ángeles, 13/4/69)

Yonqui Monkey enfureció a Sonny Liston. Lo sacó de sus casillas. Sonny había agotado sus fuerzas con drag queens y no le quedó brío para Alí. Su virilidad se quedó seca.

Jorro atendió llamadas. Junior devoró pasteles emborrachados en coñac. El gag de Milt se prolongó. Wayne y Marsh vieron arder de ira a Sonny.

Llovía. El techo tenía goteras. El papel pintado a rayas se desprendía de las paredes. Un médico que debía 350 a Tiger Kab había pagado con Desoxyn y Dilaudid. Sonny y Jomo se cabrearon pero se prepararon un combinado de pastillas. Yonqui Monkey estaba desatado. Yonqui Monkey largaba en su jerga afro y apretaba los labios.

—Alí es un encanto. Ese joven tan guapo es capaz de rimar y soltar pullas como nadie que esta hermanita simia que les habla haya visto nunca. «Liston no escapará, del cuarto no pasará.» «Lo que aquí digo, no lo paséis por alto, estará KO para el quinto asalto.» «Con tantas farras y cachondeo, el muy putero no llegará al tercero.»

Sonny bebió combustible de cohete: metanfetamina líquida y aguardiente de 95 grados. Sonny encendió un Kool extralargo.

—No tiene gracia. Cuenta ese en que lady Bird Johnson me chupa la polla.

Yonqui Monkey se enfurruñó.

—Esta hermanita simia está muuuy cansada de tu resistencia a aceptar a ese joven tan guapo y encantador, que ha llevado a la gente de color a la era de Acuario mientras tú actúas de mono organillero para la estructura de poder de los cerdos blancos y para la mafia.

Sonny cerró los puños. El cigarrillo se hizo hebras. Marsh miró a Jomo. Wayne miró a Marsh. Junior se largó al baño. Milt le metió un cigarrillo de plástico en la boca a Yonqui Monkey.

—Si aguanta hasta el siete, dejaré que el culo me apriete; si llega al noveno, lo daré por bueno.

—Ya basta —dijo Jomo—. Esa mierda ya me aburre.

Wayne asintió. Marsh entendió el gesto: falta poco.

Yonqui Monkey continuó luciéndose:

—Y esta simia que os habla está muuuy harta de vosotros, fantasmones que no distinguís a Eldridge Cleaver de Beaver Cleaver y a Franz Fanon de mi grueso culo, pedazos de...

—Cierra el pico, tío. Es la última vez que te lo digo.

Wayne hizo una señal a Marsh: ahora.

Marsh intervino:

—Tranquilo, hermano. Deja que el mono termine la actuación.

Jomo hizo chasquear los nudillos. Los ocho. Despacio y audiblemente.

Wayne hizo una señal a Marsh: más.

Marsh se acercó a la centralita. Jomo estaba cerca. Marsh se apoyó en una silla.

—¿Qué derecho tienes a meterte con los viejos? Te lo digo a ti, negro de mierda. Hablo de ese pobre tipo de la licorería. No te hizo nada y le pegaste una paliza, joder...

Jomo se puso en pie. Marsh se acercó más. Los dos agarraron sendas sillas. Jomo trató de golpear primero y falló. Marsh se agachó y esquivó el golpe. La silla se estrelló en la centralita.

Las patas se rompieron. La consola se hizo trizas. Las clavijas de las llamadas cayeron al suelo. Marsh lanzó el contraataque. La silla le dio a Jomo en la espalda, le dio en las piernas, le rozó la cabeza y se le llevó casi media oreja. Jomo se tambaleó y se golpeó con la consola. Marsh le dio un puñetazo. Apuntó a la entrepierna y le dio en las pelotas con una pata de la silla. Jomo aulló. Marsh salió de la choza y se puso a gritar bajo la lluvia. El grito sonó como una palabra repetida. Wayne abrió

una ventana para escuchar.

Gritaba ¡ATN! ¡ATN! ¡ATN! Marsh blandió la silla en alto y continuó gritando. La gente salió de las tiendas a ver qué

sucedía. Algunas voces lo vitorearon.

Continuó rondando. Rondaba con un propósito. Tenía que ver con aquel clic recurrente. Había discutido con Mary Beth. Ella le había hablado de la «Escuela de la Libertad». Él había ido allí y había visto la foto de facultad. La mujer del cabello oscuro con hebras grises. El clic que no podía situar. El semiclic que lo devolvía a aquella noche de bares.

Hacía tres meses. La primera juerga del personal de Tiger Kab. La visión de una mujer con el mismo pelo, de espaldas. Su paisaje mental en Haití. Las hierbas y la imagen de ella que cambiaba de forma. Wayne recorrió el sur de L.A. Recordó la pelea por teléfono con Mary Beth. Ella le presionaba para que le hablara del viaje. Él mintió: la R.D. y Haití no están tan mal. Mis inversores impulsarán la economía. Balaguer no es Trujillo. Por favor, créete que las cosas mejorarán. Mary Beth se mofó: Yo sé que no, cariño.

Wayne tomó por Central Avenue. Los clubes pasaban rápidamente. Había visto a aquella mujer en El Patio del Sultán Sam. Tal vez estaba allí ahora. Era una posibilidad remota.

Había pasado tres días en Haití. Fue un viaje de droga sin respiro. Vio su vida entera en un calidoscopio. En los árboles y en las corrientes de agua se formaron rostros. Las hierbas le quemaron las entrañas. Era un estado zombificado. Tuvo que quedarse quieto y escuchar. No tenía voluntad para crear pensamientos o huir. Se quedó dormido después de un millón de horas de viaje. El mundo real volvió a él, cambiado.

Tomó al este por Slauson. Vio compraventa de droga delante de un puesto de gumbo. El equipo de Tiger Kab quería vender heroína. Él lo frenó. Ellos no lo traicionarían. Temían su influencia con los Chicos. El equipo haría incursiones en Cuba, probablemente: era la idea fija de la ultraderecha.

Pasaron unos fantasmones de la ATN. Llevaban gorros de cosaco y trajes negros ajustados. Marsh había cumplido. Ahora era míster ATN.

A la puerta de El Patio del Sultán Sam se arremolinaba una multitud. Wayne aparcó en doble fila y se dirigió a la cabecera de la cola. Los gorilas de la puerta lo llamaron «jefe». Ahora, el local era propiedad de los Chicos. Los negros que esperaban en la cola lo fulminaron con la mirada.

Abrió la puerta y se asomó. Dentro, todos eran negros. No había ninguna mujer blanca con hebras grises en el pelo. Fue a El Bollo de Betty y se hizo el gran buana blanco. Recibió más miradas hostiles y gruñidos de cerdo. Ella tampoco estaba allí. Pasó por La Zorra Altiva, El Nido de Nat y el Klover Klub. Los gruñidos de cerdo se intensificaron en cada local. Cherchez la femme. La femme n'est pas là.

Wayne fue a El Otro Mundo de Mr. Mitch. No conocía el local. Untó a dos gorilas para que le dieran una acogida de VIP. Un negro gruñó ostentosamente.

El interior estaba más oscuro que una cueva. La camarera sentaba a los clientes con una linterna. Llevó a Wayne a una mesa. Vio a Sonny apostado con Junior Jefferson. Dos reservados más allá: Ezzard Donnell Jones y la mujer. Wayne se unió a Sonny y Junior. Estaban colocados del combustible de avión de El Otro Mundo. La botella emitía radiación.

—Jomo tendrá que llevar las pelotas en una carretilla —dijo Sonny.

Junior se comió unos lichis.

—Será mejor que Marsh no se deje ver mucho, los próximos días.

Sonny dio un trago a la pócima.

—Tú estás demasiado gordo y Wayne demasiado delgado. Cada vez que te compres un dulce, dale otro a él. La mujer fumaba. La mujer sacudió el pelo. La mujer se meció al ritmo de una música enlatada. Wayne la señaló.

—¿Quién es?

—Se relaciona con la ATN y es un auténtico torbellino. Pero no me gustan con gafas.

—Creo que se llama Joan —dijo Junior.

Wayne miró a Joan. Sonny y Junior no le prestaron atención. Wayne se hizo un espacio para sí. El club quedó en silencio. Wayne sincronizó la música a sus movimientos. Creyó que le llegaba un sabor a hierbas de vudú y licor klerin. Vestigios sensoriales. Un flashback del viaje haitiano, seguro.

Joan se limpió las gafas en el faldón de la blusa. Sin ellas, sus ojos se volvieron más dulces. Una navaja asomó de una bota. Su pose era relajada. Sus movimientos eran fluidos. Hizo unos habilidosos aros de humo. El tono de la música cambió. Joan dejó de mecerse. Depositó dinero en la mesa, se levantó y se marchó. Wayne se levantó. La oscuridad lo cubrió. Siguió a Joan hasta el aparcamiento de atrás. Ella montó en un Chevrolet del 59. Las matrículas estaban manchadas de barro. Era una profesional de eludir seguimientos. Arrancó y salió a Manchester en dirección oeste. Wayne puso en marcha su coche de alquiler y la siguió a cuarenta metros de distancia. Joan condujo despacio por el carril central. Utilizó los intermitentes y condujo como una buena ciudadana. Tomó

por Harbor Freeway hacia el norte. Wayne se acercó y volvió a alejarse.

Era tarde y había poco tráfico. Wayne cambiaba de carril para parecer inocuo. Cruzaron el centro y Chinatown. La autovía de Pasadena los condujo al norte. Joan tomó por Golden State al oeste. Wayne la alcanzó y se retrasó. Joan dejó atrás Atwater y las salidas de Glendale. Se arrimó a la derecha y tomó la salida de Eagle Rock. Wayne se mantuvo a distancia y siguió las luces posteriores de su coche. Joan se detuvo a la entrada de un patio de bungalós en una colina. Wayne esperó. Joan aparcó el Chevrolet junto al bordillo y abrió el Dodge que esperaba allí. Los faros se encendieron. El coche dio media vuelta y se dirigió de frente hacia él. Wayne vio su rostro tras el parabrisas. La matrícula delantera estaba embadurnada de barro.

Joan encendió el intermitente y dobló al este por Colorado Boulevard. Wayne se rezagó, volvió a alcanzarla, dejó distancia otra vez. Cruzaron Pasadena. Joan tomó al norte por Lake Avenue. Pasadena desembocó en Altadena. Ascendieron hacia los montes de San Gabriel. Wayne dejó dos coches de distancia. Sacó la cabeza por la ventanilla y fijó la vista en las luces traseras de Joan.

Ella dobló a la izquierda por una calle secundaria. Wayne frenó a fondo, giró y frenó de nuevo. Joan aparcó y se dirigió a una casita de tejas de madera. Alguien abrió la puerta y la dejó entrar. La casa y su ubicación en Eagle Rock: las dos cosas vibraban a piso franco.

Wayne aparcó y se acercó. Las luces de la casa estaban encendidas. Se agachó y avanzó por el jardín. Vio sombras en el interior. Las persianas de las ventanas estaban medio levantadas. Se incorporó y miró. Un saloncito. Armas cortas y largas apiladas encima de los muebles. Envueltas en unas mantas. Carabinas, M14, Rugers con mira telescópica. Automáticas y revólveres en una caja. Jomo Clarkson entró en el saloncito. Llevaba la cabeza suturada y vendada. Joan lo siguió. Hablaron sin sonido. Él estaba agitado. Ella parecía tranquila. La ventana cerrada cortaba el audio.

Joan se quitó la chaqueta. Wayne vio la cicatriz de su brazo derecho.

CLIC:

Aquel expediente que le había mandado Dwight. No llevaba fotos adjuntas. Había tratado químicamente el texto tachado. Había encontrado el nombre de un cómplice conocido y se lo había comunicado a Dwight. Había destruido el expediente y no lograba recordar el nombre del cómplice conocido. El CLIC se le antojaba sólido e INCOMPLETO. Joan y Jomo hablaron. Wayne se pegó a la ventana. Captó un murmullo de audio, unas palabras indistinguibles, y no podía leer los labios.

Vio una gasolinera en la siguiente bocacalle. Corrió a la cabina de teléfono...

Dwight dio un sorbo al café.

—La llamada de madrugada. Empiezo a acostumbrarme.

Estaban en Canter's de Fairfax. La clientela de las tres de la madrugada: policías y hippies ultrasucios.

—¿Quién es Joan?-dijo Wayne.

Dwight levantó las manos: ni idea. El gesto, dubitativo y nada convincente.

—¿Es Joan Rosen Klein? Traté con química las tachaduras de su expediente el año pasado, pero no vi nunca su foto. Dwight insistió en el gesto: ni idea. Wayne dio una palmada en la mesa. Los cafés saltaron y se derramaron.

—Háblame de ella.

Dwight dijo que no con la cabeza. Wayne dio una palmada en la mesa. La cesta del pan voló.

—Tiene una cicatriz de arma blanca en el brazo derecho.

Dwight sonrió. Wayne cerró los puños. Dwight le tocó las manos: hijo, no hagas eso.

—La vi con Jomo Clarkson. 1864 Avondale, en Altadena. Es un piso franco. Hay un montón de armas. Dwight jugó con su anillo de la facultad de Derecho. Le saltó del dedo y le cayó en el regazo.

—Continúa.

—Jomo ha estado hablando de que ha conseguido una buena pasta. Es un atracador y un escritor de propaganda antiblanca. Fred Hiltz, ¿recuerdas? Se cargan al rey de los panfletos racistas y el DPBH lo atribuye a «sospechosos negros desconocidos». Dwight se levantó y salió corriendo. Wayne recogió el anillo del suelo.

71

(Beverly Hills, 14/4/69)

El DPBH le dejó leer el expediente. ¿El matón favorito de Hoover a las cuatro de la madrugada? El comandante de guardia le franqueó el paso.

Dwight se sentó en la sala de la brigada. El expediente estaba abreviado. El señor Hoover había escamoteado el caso. Jack Leahy se lo había apropiado por orden suya.

Una carpeta, nueve páginas, una introducción de cuatro páginas. Una lista numerosa de varones negros. La mayoría, delaciones de informantes de la policía y de amantes. Un recuento general de atracadores negros. Ningún Jomo Kenyatta Clarkson, ningún capullo militante negro y otros.

Dwight leyó el informe del escenario del crimen y el protocolo de la autopsia. Los testigos hablaban de dos negros enmascarados. Causa de la muerte: heridas de bala masivas. También en la lista: cuatro proyectiles de calibre 38 alojados en la cabeza.

Un momento...

El protocolo incluía fotos de las balas. El técnico del laboratorio decía que las cuatro salieron de la misma arma. Proyectiles de punta blanda, seis crestas, ocho surcos, semiplanos.

Un momento...

Joan había disparado balas del piso franco en una pantalla de insonorización. Él le había dicho que lo hiciera. Los casquillos: allí mismo, en su portafolios.

Dwight lo abrió. La pila de balas estaba envuelta en plástico. Encontró una del 38 mellada. Cogió las fotos y echó a correr por el pasillo hacia el laboratorio de criminología.

La puerta estaba abierta. No había nadie. Los departamentos de Policía amariconados eran así. Dwight echó un vistazo. Junto a la pared del fondo: un microscopio de balística.

Se situó ante él y puso la bala en el soporte. Colocó las fotos en la mesa. Manipuló el objetivo y guiñó el ojo. Acercó la imagen. Vio un proyectil de seis crestas y ocho surcos y una cabeza plana casi idéntica. La comparó con las fotos. Las dos balas las había disparado la misma arma, seguro al cien por cien.

Oyó sirenas en el exterior. Oyó una llamada de radio en la dependencia de al lado: Código 3, a todos los coches K, Altade... Escena multitudinaria:

Los hombres del Sheriff de L.A., el DPBH, veinte unidades de uniformados y agentes de paisano. Unos uniformados salían cargados de armas envueltas en mantas.

Dwight se detuvo ante la barrera policial. La calle estaba iluminada de blanco rosa por los focos. Los curiosos se arremolinaban en pijama. Del apartamento entraban y salían agentes. Nada menos que un piso franco. El guardia de la barrera se acercó. Era un cretino del Sheriff con acné postadolescente. Dwight bajó del coche y le enseñó la placa.

—Vamos, suelta.

—¿Eh?¿Señor...?

—Dime qué tenemos aquí.

El cretino obedeció al momento.

—Bueno, recibimos un soplo sobre un depósito de armas y el homicidio de ese racista, el año pasado. El caso es del DPBH, así que llamamos a...

—Jomo Clarkson. ¿Dónde está?

El cretino dio un paso atrás.

—Bueno, el DPLA nos lo quitó de las manos. Apareció ese tipo de Atracos con un requerimiento judicial. Se llevó al detenido a la comisaría de la calle Setenta y Siete.

Dwight sintió un mareo.

—¿Hay algún detenido más?¿Una mujer blanca?¿El DPLA detuvo a una mujer con el negro?

—No, señor. Ese detective se llevó enseguida al detenido. Tenemos las armas, desde luego, pero no sé nada de una mujer. Dwight volvió al coche y quemó llanta marcha atrás. Golpeó el bordillo en un giro de ciento ochenta grados y tomó calles secundarias hacia la autovía de Pasadena. Colocó la luz giratoria en el techo del vehículo y puso el coche a 180. El trayecto hasta el centro de la ciudad duró seis minutos. La autovía del puerto lo dejó en el Congo. La comisaría estaba a tiro de piedra de la salida.

Aparcó en el recinto de los coches patrulla y se prendió la placa en la solapa. Pasó ante el mostrador de la entrada. El sargento de guardia dormitaba. Oyó a unos negros borrachos que aullaban en los calabozos.

La sala de la brigada estaba en el piso de arriba. Dwight subió los peldaños de tres en tres. Pupitres y pasillos entre ellos llenaban el cuarto de pared a pared. Los agentes del turno de mañana leían teletipos y mecanografiaban con dos dedos. Se los veía aburridos. Uno de ellos le hizo un gesto de saludo. Dwight atajó por un pasillo que cruzaba. Junto a la pared derecha se sucedían las salas de interrogatorio.

Ahí está Scotty.

Come una manzana. Lleva un traje marrón y pajarita de tartán. Está observando tras un falso espejo. Dwight se acercó. Scotty le guiñó un ojo. Dwight miró por el falso espejo. Ahí está Jomo, esposado a una silla.

—No me lo diga —dijo Scotty—. El señor Hoover quiere que el caso Hiltz siga congelado.

—¿Por qué habría de decírselo? No me serviría de nada.

Scotty se rio.

—¿Le gustaría mirar?

—Sí. ¿Me hace una concesión, primero?

—Sí.

Dwight sacó el paquete de cigarrillos. Scotty cogió dos y los encendió a la vez.

—Qué ha pasado? Cuénteme por qué estamos aquí.

Scotty arrojó la manzana a una papelera.

—Su chico, Marsh, me llamó y delató a Jomo por un robo en una licorería. Le eché mano antes de que el DPBH pudiera quedárselo por el asunto Hiltz, que es cosa suya, estoy seguro. Pero es curioso, hablé con Marsh por teléfono y le aseguro que no parecía él. Más curioso aún, joder: sonaba como si una mujer le estuviera cuchicheando al oído y le apuntara lo que tenía que decir.

Dwight se tocó el anillo. Había desaparecido. Scotty aplastó la colilla en la pared. Jomo escupió al falso espejo. El escupitajo fue a parar a una mesa atornillada al suelo. Jomo se agitó en su silla atornillada al suelo. Scotty abrió la puerta. Dwight entró detrás. Levantaron unas sillas y se acercaron a Jomo amenazadoramente. El cabrón estaba sujeto al suelo y esposado a la silla.

—Quiero hablar con un abogado. Consíganme uno de esos judíos de pelo rizado que trabajan para los Panteras.

—El señor Holly es abogado —dijo Scotty—. Él te informará de tus derechos.

Dwight le informó:

—Tienes derecho a confesar y evitar el castigo físico. Tienes derecho a decirle al sargento Bennett exactamente lo que quiere saber. Yo también requeriré respuestas claras a mis preguntas. Si colaboras, te daremos un paquete de cigarrillos y un caramelo. Si te resistes, te moleremos a palos y te encerraremos en el calabozo de los maricas.

—¡Todo eso es pura mierda! ¡Conozco la ley! ¡ La Miranda-Escobedo se aprobó en 1962!

—La Miranda-Escobedo no se aplica aquí —dijo Scotty—. Éste es un juicio bufo y tú eres el payaso. Jomo escupió en la mesa. Scotty sacó un pedazo de manguera de goma del cinto. Medía un palmo y llevaba esparadrapo en la empuñadura para sujetarlo bien.

—Durante los últimos siete meses ha habido catorce atracos en tiendas de licor del sur de Los Ángeles. Tú concuerdas con la descripción general del sospechoso. Un informante confidencial de la policía me llamó hoy. Te delató como autor de los delitos y lo he considerado creíble. Te aconsejo que confieses. Si requieres consejo legal, puedes dirigirte a tu abogado.

—Confiesa —dijo Dwight.

—Marsh Bowen me delató —dijo Jomo—. Primero, me da una somanta; luego, me entrega. ¿Ven los puntos que llevo en la cabeza? Me lo hizo ese ex cerdo hijo de puta. ¿Creen que no me las va a pagar cuando salga de aquí?

Scotty flexionó el pedazo de manguera.

—Hijo, me encantaría ver eso. Marsh también me la ha jugado a mí y me encantaría verlo recibir su merecido. Jomo se retorció. Sus esposas rechinaron. Las llevaba muy apretadas. Le sangraban las muñecas.

—Marsh me delató, ¿verdad?

—Verdad —asintió Scotty.

—Pues déjeme salir de aquí. Olvídese de estos robos de poca monta y yo le ajustaré las cuentas por los dos.

—Antes, confiesa —dijo Dwight—. Te daremos un pase de un día para que pongas en orden tus asuntos. Un colega mío es abogado judío. Él te representará. Cumplirás un año en granjas de reeducación, como mucho. Jomo escupió en la mesa.

—Me cago en tu madre. Eres una cucaracha fascista y un lacayo de la estructura de poder de los cerdos. Tu madre me chupa mi gran polla negra.

Scotty guiñó el ojo a Dwight. Rodeó la mesa, se colocó detrás de Jorro y pasó el pedazo de manguera por el pelo afro de éste.

—Confiesa, hijo. Te conviene hacerlo.

—Que te jodan —dijo Jomo.

Scotty le arreó con el pedazo de manguera. Directo al riñón. Jomo gritó.

—Confiesa —dijo Dwight. Jomo escupió sobre la mesa. Scotty le arreó con el pedazo de manguera. Directo al riñón. Jomo gritó más fuerte.

—Confiesa —dijo Dwight. Jomo buscó aire entre náuseas. Scotty colocó una hoja de papel sobre la mesa. Dwight echó una ojeada. Una lista con los catorce asaltos.

—Mira esa lista y di que sí con la cabeza. Lo consideraremos una confesión.

Jomo escupió en la mesa.

—Que os jodan —dijo.

Scotty le arreó con el pedazo de manguera. Directo al riñón. Jomo chilló.

—Ha mirado la lista —dijo Dwight—. Como abogado suyo, lo considero una confesión.

Scotty asintió:

—De acuerdo. La redactaré más tarde y el señor Clarkson la firmará cuando sea capaz de sostener un bolígrafo. Jomo babeaba bilis. Salía mezclada con sangre. La cabeza le pendía sobre el pecho. Las esposas se le clavaban profundamente. Los ojos le hacían cosas raras.

—Se me ocurre hacer una buena obra —dijo Scotty.

—Cuente —dijo Dwight.

Scotty acarició el pedazo de manguera.

—Podríamos descargar al DPBH de un viejo caso que tiene pendiente. Podríamos descargarlo a usted de lo de ese piso franco y las armas.

Dwight pensó en Joan.

—Olvídese del piso franco. Puede salir comprometida mi gente. Concentrémonos en el asunto Hiltz.

—El asunto Hiltz... —farfulló Jomo—. ¿Qué dices?¿Qué? No sé de ningún caso Hiltz.

Scotty contó:

—El 14 de septiembre pasado, dos varones negros hicieron una serie de robos en viviendas y en su transcurso mataron a un rico autor de panfletos racistas llamado doctor Fred Hiltz. Yo creo que tú eras el varón negro número uno. Creo que debes confesar esos crímenes y que debes revelar la identidad del varón negro número dos. Señor Holly, ¿qué le aconsejaría a su cliente?

—Que confiese —dijo Dwight.

—Que os jodan —dijo Jomo. Escupió sangre sobre la mesa.

Scotty le arreó con el pedazo de manguera. Directo al riñón. Jomo gritó.

—Confiesa —dijo Dwight.

—Confiesa —dijo Scotty.

Jomo escupió sangre sobre la mesa. Jomo jadeó:

—Que os jodan.

Scotty le arreó con el pedazo de manguera. Directo al riñón. Jomo chilló.

—Confiesa —dijo Dwight.

—Confiesa —dijo Scotty.

Jomo escupió sangre sobre la mesa. Jomo sollozó:

—Que os jodan.

Scotty le arreó con el pedazo de manguera. Jomo chilló.

—Confiesa —dijo Dwight.

—Confiesa —dijo Scotty.

Jomo escupió sangre sobre la mesa. La sangre llevaba pedazos de tejido. Jomo irguió la cabeza y respiró profundamente.

—Está bien, yo di los golpes. Yo y un negro llamado Leotis Waddrell. Leotis me robó. Se fue a Las Vegas y se pateó todo el botín en la ruleta y en coca. Me lo cargué. Está en el desierto. Si el asunto queda en homicidio en segundo grado, entregaré el cuerpo.

—Ha confesado —dijo Scotty.

—Lo verificaré —dijo Dwight.

—Tengo unas cuantas preguntas más —dijo Scotty.

Dwight dijo que no con la cabeza.

—Pídale una ambulancia. Intentaba escapar y se lo ha impedido. Puede poner una fecha posterior en la confesión. Scotty dijo que no con la cabeza. Le hizo cosquillas en la barbilla a Jomo con el pedazo de manguera.

—Veinticuatro de febrero del 64. El atraco al furgón blindado en la Ochenta y Cuatro con Budlong. Seguro que has oído hablar del golpe. Guardias muertos, ladrones muertos, un botín muy grande en dinero y esmeraldas. El jefe de los atracadores se cargó a sus propios hombres y quemó los cuerpos para dejarlos irreconocibles. Logró escapar y estoy medio convencido de que un segundo hombre lo consiguió también. Ya que te tengo aquí, ¿puedo preguntar si sabes algo del asunto?

Dwight parpadeó. Aquello no venía a cuento...

Jomo parpadeó. Le caía sangre por la barbilla.

—Tío, ¿por qué me preguntas eso? Ese caso es más viejo que mi abuelo.

Scotty le arreó con el pedazo de manguera. Directo al riñón. Jomo chilló.

Dwight se levantó. Jomo apoyó la cabeza en la mesa. Scotty lo agarró por el pelo y tiró. La mesa estaba embadurnada de sangre.

—Rumores, chismes, cualquier cosa que puedas haber oído. He hecho una pregunta civilizada y espero una respuesta civilizada.

Jomo apartó la cabeza de un tirón. Su pelo afro se desprendió. Era una peluca pegada. Scotty se rio y la arrojó al suelo.

—La última vez. Los sucesos del 24 de febrero. Cuéntame lo que sepas de...

—¡Tío, no sé una mierda! ¡Los rumores son rumores! Quizá fue la ATN antes de que fuera la ATN; quizá fueron blancos. ¡Yo no sé una puta mierda, tío!

Scotty le arreó con el pedazo de manguera en la coronilla.

—Basta —dijo Dwight.

Scotty guardó el pedazo de manguera en el cinturón.

—Como quiera —dijo.

—Llame a la ambulancia. Llévelo a Morningside.

Scotty le guiñó un ojo:

—Claro, Dwight. Después de lo de hoy, creo que ya puedo tutearte. Llamaré la ambulancia y ahora nos diremos buenas noches.

Dwight se dirigió a la puerta. Le faltaba el anillo. Tenía los pies entumecidos. Olía a bilis y sangre.

—Todavía le debo una a Marsh Bowen —dijo Scotty.

Dwight cruzó la puerta y bajó la escalera. No sentía los pies. Llegó al aparcamiento temblando. Apoyada en su coche estaba Joan.

Amanecer en la comisaría fascista. Coches patrulla aparcados a su alrededor.

La diosa roja con tabardo y botas gastadas.

—Soy tan buena como tú. ¿Te convences ahora?

—Sí —dijo Dwight.

Hacía frío. Joan se estremeció y metió las manos en los bolsillos.

—Correrá la voz. Marsh entregó a Jomo. De una tacada, certificamos a Marsh y sacamos a Jomo de la calle. Por eso dejo que el FLMM almacene armas en un piso franco de la ATN. En adelante, que se entiendan la ATN y el FLMM.

—Tú sabías que Marsh era mi infiltrado.

Joan asintió:

—¿A partir de una pelea con Scotty Bennett? El plan era tan rematadamente atrevido que tenía que ser tuyo. Dwight se estremeció:

—«Que no muera nadie», ¿recuerdas?

—Hay unas armas que ya no harán más daño.

—Puede que no sea tan sencillo.

—Lo cual no debe impedir nuestras acciones.

Dos agentes se acercaron. Dwight dio un paso hacia Joan y le tomó las manos delante de su mundo policial.

—¿Por qué esto?¿Y por qué ahora?-preguntó.

—Los dos tenemos las manos manchadas de sangre. Quizá yo más que tú.

—¿A qué te refieres?

—Sé cosas de ti... —dijo Joan.

DOCUMENTO ANEXO: 21/4/69. Extraído del diario guardado en secreto de Karen Sifakis. Los Ángeles,

21 de abril, 1969

El mundo exterior invade la tranquila vida familiar que he intentado crear para mis hijas. El periódico llega a mi puerta cada mañana y no puedo evitar echarle un vistazo. Luego, Dwight llama a mi puerta y me cuenta lo que los periódicos omiten. Dos Panteras fueron acusados de agresión no mortal a dos agentes de policía en Brooklyn; se han abierto procedimientos judiciales contra los Panteras en una decena de ciudades. Dwight piensa que los Panteras son autodestructivos. Están plagados de informantes del FBI y de la policía municipal que crean desavenencias internas, las cuales conducen a la violencia intragrupo, la cual provoca la censura pública a gran escala, la cual lleva a más violencia con fines publicitarios. Los Panteras, y en ocasiones los EE.UU., aparecen en los titulares, mientras Dwight continúa dedicándose con ahínco a grupos menos destacados, como la ATN y el FLMM, porque considera que sus bufonadas presagian un acontecimiento mediático plenamente controlado que él puede orquestar a voluntad. En este sentido, Dwight es la quintaesencia del «hombre con una misión», y esta

«misión» parece estar adueñándose de él.

El periódico me informó de que el «agitador militante negro» Jomo Kenyatta Clarkson, «que reconoció su participación en una violenta serie de asaltos a licorerías», se había suicidado mientras estaba detenido en la prisión del condado de Los Ángeles. El incidente ha provocado una revitalización del odio entre la ATN y el FLMM. He oído comentarios en la calle al respecto. Se considera una verdad indisputable: el ex policía Marshall Bowen, ahora ferviente seguidor de la ATN, delató a Clarkson. Con retraso, caí en la cuenta: Bowen debía de ser el hombre de Dwight.

Nunca ha mencionado el nombre de su infiltrado. Siempre protege la identidad de sus enlaces, infiltrados e informantes. Es lo que ha hecho conmigo, aunque el señor Hoover, en su estado de decrepitud, ha hablado indiscretamente de mi relación con Dwight. El señor Hoover es un homosexual célibe con tendencia a prendarse de hombres ásperos y que imponen respeto. Mi acuerdo íntimo con Dwight, cargado de conflictos ideológicos, debe de tener al viejo absolutamente confuso y consternado. El asunto Clarkson agobia a Dwight. La maquinación —lo que sucediera con Clarkson y Bowen— tuvo que producirse a instigación suya, tal vez con la participación de Joan Klein. He visto a Dwight dos veces, recientemente. Hicimos el amor, pero me pareció que él buscaba consuelo, más que sexo. No dejaba de sacar a relucir el asunto de la heroína y de cómo los radicales izquierdistas la consideraban un arma política. Todo aquel discurso me olió a Joan.

Ahora, Dwight duerme aún peor. Lo noto crisparse en plena pesadilla. Cuando despierta, me mira casi con suspicacia. Es como si se preguntara qué sé de él y qué he contado. Nos hemos allanado la casa el uno al otro. Él ha leído mi otro diario, que es mucho menos sincero. Yo he visto su chequera y se lo he mencionado elípticamente. Mis labores de espionaje son un subtexto de nuestra relación. Un subtexto que Dwight acepta. Me he preguntado a menudo cuál será la naturaleza específica de su deuda con el señor Hoover. La semana pasada hice indagaciones y encontré una respuesta a eso. Recordé la fecha de libramiento del primer cheque del talonario: primavera de 1957. Leí los nombres de los receptores del cheque: el señor George Diskant y señora, de Nyack, Nueva York. A continuación, hice una búsqueda en hemerotecas de periódico y encontré la historia.

Era enero de 1957. Un hombre que viajaba hacia el norte por Merritt Parkway se estrelló contra la mediana de la vía. Estaba borracho. En la colisión murieron las dos hijas adolescentes de los señores Diskant. El nombre del causante del accidente, que no fue acusado nunca formalmente, no aparecía mencionado.

Sólo puedo suponer que el señor Hoover movió hilos. También sería ridículo suponer que un único incidente y nada más había definido el terrible vínculo de Dwight con ese hombre.

Joan me ha dicho que sabe cosas de Dwight. Joan lo deja ahí. Me pregunto si sabrá más de él que yo, a pesar de que se conocen desde hace bastante menos. Quizá le estoy atribuyendo a Joan unas facultades premonitorias que, en realidad, no posee. Aun así, juro que la huelo en Dwight.

DOCUMENTO ANEXO: 1/5/69. Extraído del diario de Marshall E. Bowen.

Los Ángeles, 1/5/69

Es Primero de Mayo. Estoy en la azotea del edificio donde vivo, observando los atascos de tráfico en las autovías de San Diego y del puerto y una marcha contra la guerra en el centro. La ATN y el FLMM reparten panfletos a lo largo de la marcha. Yo he renunciado a participar. Supongo que habrá disturbios y que se me considerará el causante. Estoy muy asustado. Es una sensación creciente que me tiene en vilo. Empezó el mes pasado, cuando Wayne dijo que me encargara de Jomo: «Si no lo haces, le contaré a todo el mundo que eres maricón.» Oh, sí, la amenaza dio resultado. Me encargué de Jomo y Jomo está muerto, y yo soy un vínculo directo en la causa y efecto. Si Wayne lo sabe, ¿quién más está al corriente y cómo lo ha averiguado? ¿Lo sabe el señor Holly? ¿Lo saben Scotty Bennett o el DPLA en general? ¿Lo sabe el FBI? ¿Lo saben los miembros de la ATN y el FLMM?

¿Cómo me han descubierto? ¿Ha sido la ausencia de mujeres en mi vida lo que ha conducido a Wayne a hacer una suposición informada? No soy afeminado en absoluto y siempre he tenido mucho cuidado en evitar la afectación que suelen poseer los hombres de mi inclinación. ¿Visto raro? ¿Adopto poses con las manos en las caderas sin darme cuenta? ¿Se me nota en el hablar? ¿Mis modales de rudo macho negro son gestos de algún código de maricas cachas? ¿Algún ligue anónimo de dos segundos salido de mi muy discreto pasado me ha reconocido como celebridad local y me ha delatado a cambio de favores policiales? ¿Es que, sencillamente, la gente percibe auras en este mundo onírico y sexualmente cargado en el que vivo?

Todo esto me da miedo. El resultado de la situación de Jomo es mucho más peligroso. Scotty Bennett detuvo a Jomo por esos atracos a licorerías que yo sospechaba que eran cosa suya. El señor Holly, que parecía extrañamente afectado por el incidente, me dijo que Scotty había dejado a Jomo medio muerto a golpes en la comisaría de la calle Setenta y Siete y lo había enviado al hospital Morningside con graves lesiones renales. Jomo se colgó en su celda unos días después. La última parte de la historia llegó a los periódicos y tuvo una breve cobertura de televisión. El señor Holly me contó la parte que no llegó a conocimiento público: que Jomo había confesado una serie de robos en residencias de clase alta y el asesinato del doctor Fred Hiltz el año pasado.

Los golpes produjeron un botín de unos setecientos cincuenta mil dólares y fueron cometidos con un cómplice que no se alineaba con la ATN ni con el FLMM. El tipo fundió todo el dinero en cocaína, juego y prostitutas en Las Vegas. Jomo se enteró, mató al tipo y lo enterró en el desierto. El señor Holly interrogó a Jomo en la cárcel del condado de L.A. el día antes de que se matara. Jomo le dijo al señor Holly que su mitad del botín iba destinada a un fondo para comprar heroína para el FLMM. Un par de delincuentes estúpidos, viciosos y desventurados: Jomo lleva a cabo atrevidos trabajos en los barrios ricos y da golpes en tiendas de licores. Jomo se fía de su compinche putero y drogota, que dilapida el dinero del FLMM para la droga. Yo delato a Jomo, lo detienen por otra cosa y se quita la vida. Debería agradecer que Scotty lo encerrara, porque habría venido a por mí tarde o temprano. ¿Que Jomo ha muerto? Tanto mejor. Por desgracia, las cosas están saliendo de una manera muy diferente.

Corre la voz de que yo delaté a Jomo ante Scotty. No es verdad.

Todos los que importan lo creen, en cualquier caso.

Mis nuevos hermanos de la ATN se alegran. Muy bien, hermano Marsh: ese negro Jomo era muuuy malo y un anti-ATN

radical. Estoy a cubierto con ellos y al descubierto ante todos los demás.

Le dije a Wayne que yo no había delatado a Jomo. Dijo que me creía, pero no estoy seguro de que fuera así. Le dije al señor Holly que no había sido yo. El señor Holly dijo que no me creía, pero su incredulidad no era del todo convincente. Scotty sabe que yo no soy el informante, pero ayer vino por Tiger Kab y me abrazó delante de todo el personal. Scotty quiere que la gente lo piense. Ya no tengo la menor idea coherente de lo que Wayne y el señor Holly quieren que la gente piense.

Me han dejado tirado. No sé quién lo hizo. No creo que Scotty, sencillamente, me atribuyera el soplo como medio de vengar la paliza planificada del señor Holly. Esto me lo ha hecho alguien. No sé quién, pero debe de tener motivaciones políticas. Nadie sabe que soy un topo, excepto Wayne, el señor Holly y muy poca gente más del FBI y del DPLA. Pudo ser cualquier militante negro chiflado de la calle o un ideólogo chiflado. Pudo ser un estúpido marginado o escindido de la ATN o del FLMM con un estúpido instinto visceral.

He empezado a llevar un chaleco antibalas. Se dice que el FLMM ofrece una «recompensa» por mí. Unos estúpidos del FLMM me vieron en Central Avenue y me arrojaron latas de cerveza llenas hasta el borde. Tengo miedo. Me pongo el chaleco y me paso horas delante del espejo del dormitorio, perfeccionando gestos. ¿He delatado inconscientemente mi inclinación? No soy afeminado en absoluto. ¿Tal vez, sencillamente, alguien presciente dentro de mi estado onírico general ha discernido esa inclinación dentro de mí?

He dejado de hacer pesquisas sobre el atraco al furgón blindado. Mi codicia por el dinero y las esmeraldas ha quedado amortiguada por un instinto de supervivencia. De momento, me estoy quieto, pero Wayne y el señor Holly exigen resultados. El señor Holly ha estado hablando con entusiasmo de la ATN como conducto de la heroína. Quiere que presente la idea a mis hermanos de la ATN, que son tan redomadamente estúpidos que no sabrían comprar heroína en una granja de amapolas de Tailandia. Algo que el señor Holly no acaba de captar.

Estoy asustado. Me quedo quieto. Espero. Llevo el chaleco. Estudio a hombres muy heteros y ensayo sus movimientos y su porte masculino ante el espejo.

Para hombres muy heteros, hay un punto brillante en mi vida ahora mismo: mi amigo haitiano el chiflado, Leander James Jackson. Leander me quiere, pero es totalmente hetero, así que mala suerte en eso. Tuvo esa pelea a navaja con Jomo —que Wayne y yo provocamos—, así que me ama por mi presunta delación, que ha dado por resultado la muerte de Jomo. Le dije a Leander que no lo delaté. Leander se rio y dijo: «Chico, no te creo.»

A Leander le gusta el ron 151 y la hierba y disfruta recordando sus días en la belle Haití. Torturó disidentes para los Tonton Macoute, practicó vudú y dio un brusco giro a la izquierda. Ayudó a un grupo de rebeldes invasores y huyó de la isla cuando iban a echarle el guante. Ojalá pudiera decirle: «Chico, estoy acojonado, así que ahora mismo me quedo quieto.»

Tengo un amigo, muchos enemigos sin nombre y dos amigos enemigos que me rondan. Wayne sabe que tengo esa inclinación. No quiero que el señor Holly lo sepa, ni que sepa que las imágenes de él y esa extraña mujer, Joan, asaltan mi estado onírico. Si el señor Holly se enterara me mataría.

72

(Santo Domingo, 3/5/69)

LA SILLA ELÉCTRICA.

No podía quitarse de la cabeza la imagen. Aquella mierda seguía recordándoselo. Había encontrado aquel búnker del campo de golf. La Banda había dejado allí a un negro atado. Los electrodos le habían fundido la palma de las manos. Las ataduras lo habían quemado hasta el hueso.

Crutch esperaba en el aeropuerto. Estaba al llegar el vuelo de Sam G. El salón VIP estaba en plena actividad. Los asientos eran como tronos. Tenían aquel aire a SILLA ELÉCTRICA.

El vuelo traía retraso. Las Líneas Aéreas Drácula siempre llegaban tarde. El salón lucía arte del führer. Cuadros al óleo del Enano llenaban por completo las paredes.

Crutch se impacientó. Wayne tenía previsto volver pronto. Traía el dinero de los casinos para las obras de los nuevos establecimientos. Wayne había dictado la ley de nada de drogas. El Komando Tiger la había desafiado cuatro veces. Cuatro viajes a Puerto Rico. Cuatro entregas a los chicos de Luc en Puerto Príncipe. Ventas posteriores a adictos haitianos. El vuelo de Sam llegaba con retraso. Sam podía traer consigo a Gretchen/Celia. Crutch se ofreció para el trabajo de chófer. Al franchute, aquello le pareció sospechoso.

Su caso estaba a punto de estallar. Había identificado a la víctima de asesinato: María Rodríguez Fontonette, alias Tatuaje. Vio la lista de haitianos masacrados. Memorizó los nombres. Aquello podía proporcionar pistas. Puso al corriente al francés. El francés se burló de él: «Esto no es más que tu fijación de voyeur, que se ha disparado. Mata más comunistas y obsesiónate menos con las mujeres.»

El avión de Drácula Air aterrizó. Unas chiquillas corrieron hasta la escalerilla y repartieron guirnaldas de flores. Era idea del Enano. Una vez había estado en Hawái.

Pasó zumbando un carrito de los equipajes. Parecía una SILLA ELÉCTRICA móvil. Los electrodos le habían licuado la piel al tipo. Unos hispanos ricos seguían jugando a golf allí mismo.

Su caso era todo vudú. Aquello era un vudú maaalo. Cuidado con la Zona Zombi.

Sam G. dijo:

—A pesar de toda esa absurda mierda negra suya, Wayne es un jodido blanco. Ha hecho que el canal de salida de efectivo funcione como la seda. Blanqueamos las astillas de los casinos a través de ese banco propiedad de unos negros de L.A. Tenemos el Tiger Kab y los clubes nocturnos para blanquear el dinero residual. Wayne ha estado dando por saco a Hughes y ha llevado el trabajo de las adquisiciones para los camioneros como un virtuoso, joder.

No vio a ninguna Gretchen/Celia. Fue un contratiempo. Visitaron las obras de Santo Domingo. Sam quedó impresionado. Los cimientos ya estaban firmes y las dos primeras plantas estaban levantadas. La Banda trataba a los esclavos a latigazos y les daba de comer Tang con benzedrinas. El trabajo avanzaba depriiisa.

Viajaron a Jarabacoa. La autopista estaba abarrotada de carretillas y de refugiados haitianos. Sammy se asustó. Los negros llevaban machete y sombreros de cabeza de pollo. Luc y los cubanos esperaban en Jarabacoa. Crutch los había prevenido de antemano: no mencionéis la gran H al gran S.

Sam dijo:

—Voy a cenar con Balaguer y lo reprenderé por tener a todos esos negros de mala pinta a plena vista del negocio turístico. En este aspecto, Batista era excelente. El jodido sabía ahorrar fastidios a la clase visitante blanca y a los hispanos claritos que dirigían el espectáculo. Voy a hacerle este preciso comentario al Jefe.

Gallinas decapitadas empaladas en cañas. Árboles marcados con sangre. Policías de la R.D. con mastines sujetos con correa. Negros espaldas mojadas corriendo.

Sam dijo:

—Es necesario cortar esto en seco. Cuando la gente quiere pasar miedo va a las atracciones de Disneylandia. Un negro con un sombrero de pollo haciendo autostop. Tiene ojos de zombi. Se la está cascando. Tiene una polla de tres palmos.

Sam cogió la pistola de la cintura de Crutch y le disparó. El tiro salió muy desviado y alcanzó una de aquellas aves colgadas de los árboles.

Crutch no soltó prenda. Sam dijo:

—Este país necesita una cruzada de Billy Graham. Trae al reverendo Graham para crear un ánimo santificado y, luego, que todos los conversos reincidan en las mesas de juego. En un clima adecuadamente reprimido, ese tipo de cosas pueden florecer. Jarabacoa estaba en plena efervescencia. Ya se habían levantado tres plantas. Los esclavos trabajaban depriiisa. Los contratistas del Enano los presionaban. Los cubanos administraban disciplina. Todo el grupo tragaba Tang. Creaba jovialidad. Luc trajo sus tres pitbulls. Llevaban collares con lentejuelas y sombreros de vudú puntiagudos sujetos con cuerdas. Crutch tomó un trago de Tang. El coloque le llegó rápido. El Komando haraganeaba en torno a una mesa de picnic. Luc acarició a sus perros. Sam señaló el anillo de esmeralda de Luc.

—¿Qué hay de las esmeraldas?

—¿Qué dices, tío?-dijo Luc—. Por favor, dime a qué te refieres.

Sam bostezó.

—Me refiero a que hay gente a la que le gustan las piedras preciosas en general y gente a la que sólo le gustan las esmeraldas, y cuando a alguien le gustan las esmeraldas, les gustan a lo grande.

—Eso lo entiendo. —Luc sonrió—. En Haití y en la R.D. existe una tradición de adoración a las esmeraldas. Representan el

«fuego verde» del vudú. Su brillo ilumina una historia oscura.

Sam bostezó de nuevo.

—Mi novia, Celia, es dominicana. Ella lo sabe todo sobre las tradiciones y leyendas de las esmeraldas. Crutch se volvió al oír «Celia». Luc reaccionó de modo extraño.

—¿Y cómo se apellida Celia? Je m'appelle Celia, ¿qué?

—Celia Reyes —dijo Sam—. Se reunirá conmigo en el hotel más tarde, lo cual significa que debería ponerme en marcha ya. Luc reaccionó. Crutch se revolvió. Un pitbull aulló, ¡aaa-uuu!

EL OJO, LAS MANOS Y PIES.

La piel fundida, los muñones sanguinolentos, la hoja del cuchillo. La playa cubana y las caras de los chicos muertos. Los cables chisporrotean. Las luces se apagan. El tipo negro grita.

Despertó en otra parte. El sudor se encharcaba en sus auriculares. Fuera estaba oscuro. Miró el reloj: las 20:14. Trabajo de poner micrófonos; rápido y casi improvisado.

Había llevado a Sam de vuelta a Santo Domingo. Le había reservado suite en El Embajador. Sam tenía la 810. Sam se tomó

un Seconal y se encerró en el dormitorio. Crutch tomó la suite 809, alto riesgo.

Taladró un agujero en la pared hasta el salón de la 810 e introdujo un cable. Taladró un segundo agujero junto al anterior y pasó un minimicrófono. Una nube de polvo del zócalo volvió a entrar en su suite. El cable/micrófono era minúsculo. Parecía una chapuza hispana de mantenimiento.

Celia estaba al caer. Luc enarcó las cejas al oír el nombre. Esmeraldas. Cristal verde en el cuerpo de María Rodríguez Fontonette.

Crutch bostezó. Estaba aturdido de puro agitado. Terminó el trabajo y tomó un Seconal para bajar de las bencedrinas y echar una cabezada. Nota a Sam y Celia: si habláis en el dormitorio, estoy jodido.

Ajustó el amplificador. De la habitación contigua le llegó estática y diez minutos de nada. Entonces, clic, se abre la puerta del dormitorio.

Sam bosteza. Sam hace el número de «oh, mi cabeza/tengo jet lag». Clic: el televisor, en marcha. Cháchara en español. A la mierda; Sam apaga la tele.

Crutch ajustó los auriculares. Sam bostezó: «Oh, mi cabeza, las pastillas de dormir se cobran un precio.»

Pom, se abre una puerta. Exclamaciones, sonidos de saludos y de abrazos y besos. Unas palabras en español: el botones saluda y se larga. Pom, la puerta se cierra. Confusión de voces: Sam y Celia. Un pop y un ruido sibilante: han descorchado champán.

Tintineo de copas. Sonidos de muelles de sofá. Dos minutos de abrazos y besuqueos y sonidos de «oh, nena». El laaargo suspiro final de Celia.

Crutch reajustó los auriculares. Le llegaron interferencias, una especie de chapoteo, y la voz de Sam: «Esmeralda», «el negro», «lo llamó "Fuego Ver..."».

La transmisión se estropeó. Mierda, todo susurros. Crutch acercó el oído y capto un murmullo semiaudible. Empezó a ver un subtexto.

Sam está encoñado. Le saca treinta años, es un espagueti gilipollas. Celia está jugando con él. Tintineo de copas. Rascar de cerillas. Celia tose y exhala. Sam murmura algo semiaudible. Dice: «Ese estúpido asunto tuyo de las esmeraldas.» Su tono es condescendiente. Celia murmura algo, menos que semiaudible. Dice algo confuso y, luego:

«Intriga de las esmeraldas.»

Crutch se quitó los auriculares y se metió las puntas del cable en los oídos directamente. Recibió una descarga y más volumen. Celia dijo: «¿Y las obras?¿Cómo van?» Sam fanfarroneó y monologó. No formaba palabras completas. Su tono lo expresaba claramente.

El tono de Celia, también. Está sondeándolo, está apaciguándolo, le sonsaca información. Tres palabras en seis minutos:

«área», «acceso», «seguridad».

El audio se cortó. Crutch aplicó el ojo al agujero del cable. Tenía que ver...

La Zarpa de tigre se mecía en la caleta de Luc. Los esclavos del vudú habían construido un bonito amarradero para la patrullera. Luc paseaba por cubierta. Sus perros dormitaban debajo del puente. Unas cabelleras pendían de la antena delantera. Llevaban la marca de la zarpa del ekipo del Tiger.

Crutch subió a bordo. Luc se mostró efusivo. Estaba esnifando una mezcla de caballo y hierbas vudú. Crutch se instaló cerca del nido de la ametralladora. Luc movió las aletas de la nariz y dio de comer a la cabeza. Crutch dijo que no podía dormir, estaba por la zona y bla, bla. Luc dijo:

—Eres un pariguayo. Siempre andas mirando y pensando. Eso significa que rumias preguntas que hacer. Eres un hombre muy joven que no entiende nada en una región horripilante, donde tus preguntas encontrarán muchas veces respuestas desagradables. No te envidio este larguísimo trayecto a horas tan tardías para hablar conmigo, muchacho. Un perro se acercó. Crutch se ajustó la chaqueta. El perro lo husmeó.

—Soy una especie de aficionado a la historia y sé que llevas aquí bastante tiempo. Luc se limpió la nariz.

—Llevo aquí desde el principio de los tiempos. He tenido apariencia de perro, de gallina y de hombre. Conozco la historia de los dos países de esta isla y con mucho gusto compartiría mis conocimientos contigo. ¿Hay algún conocimiento en concreto que te interese?

—Estaba pensando en la invasión del 14/6. Sé que ahí hay una historia.

—La conozco bien. Date una vuelta en coche conmigo y te la contaré.

Luc tenía un Lincoln del 61 de negrata. La pintura era una representación de la historia haitiana. Unos demonios negros empalaban a blancos franceses. Los perros de Luc violaban a sus mujeres. La capa del barón Samedi cubría la capota y los guardabarros. Papa Doc Duvalier sonreía en el portaequipajes.

Hacía calor. Luc bajó la capota y puso el aire acondicionado. Los insectos bombardearon el coche. Luc los eliminó con espray insecticida de hierbas vudú. Los muy jodidos morían con una rociada. Dos rociadas los volatilizaban. Avanzaron por el Haití interior. Las aldeas discurrían rápidamente y desaparecían. Negros con la cara pintada de blanco pasaron a su lado entre la bruma.

Luc encendió los faros. El Lincoln llevaba neumáticos de todoterreno que apartaban de en medio grandes piedras. Crutch cerró los ojos. Continuó viendo rastros demoníacos entre las sombras. Luc habló sin parar:

—Los insurgentes del 14/6 eran expertos en vudú haitiano y tenían conocimientos de química vudú. Una ideóloga marxista llamada María Rodríguez Fontonette tenía que envenenar el suministro de agua cerca de los lugares escogidos para la invasión en la costa de la R.D., con la esperanza de que indujera una conciencia espiritual en masa entre el campesinado dominicano. Hierbas y toxina de pez globo en cantidades no letales, muchacho. La mujer quería llevar al éxtasis a los campesinos y crear un caos espiritual entre los contingentes de la policía y del ejército. Pero, ay, ella misma delató a los rebeldes a los Tonton y la Policía Nacional. Así pudimos aplastar la invasión. La mayoría de los insurgentes murió. Algunos fueron capturados, encarcelados y ejecutados; unos cuantos, muy pocos, escaparon.

Crutch abrió los ojos. Un fantasma de cara blanca hizo una cabriola delante de los faros. Crutch cerró los ojos deprisa.

—Había una mujer llamada Celia Reyes, ¿verdad? Vi cómo reaccionabas cuando Sam la mencionó. La mujer tenía una amiga. Una americana de cabello oscuro con hebras grises.

Luc encendió un cigarrillo.

—Oh, escaparon, muchacho. Estuvieron entre esos pocos.

—Esmeraldas. Sam dijo que Celia adora las esmeraldas y tú dijiste que las esmeraldas tienen ese significado... Luc encendió la radio. Sonó un canturreo en francés.

—Las esmeraldas son las esmeraldas, muchacho. Son un poder en sí mismas.

Crutch abrió los ojos. Se dirigieron al sur. El aire de la costa se cargó de vapor. Los insectos se hicieron más grandes. Luc condujo con las rodillas y los bombardeó a dos manos. Los bichos cayeron muertos encima de Crutch. Él hizo ¡puaj!, y los echó fuera del coche.

Entraron en un pueblo. Era pequeño: dos chozas de barro, seis cementerios, dos tabernas. Luc dijo:

—Visitaremos a un amigo mío. Es un bokur. Le gustará conocerte, muchacho.

—Estupendo —dijo Crutch. Luc redujo la marcha y se acercó despacio a una de las tabernas. Había una luz encendida. A la entrada ondeaba la bandera de una secta vudú. Era la misma del Lincoln de Luc. Luc aparcó y llevó a Crutch adentro. Un negro gordo llevaba la cocina del local. Tenía dos batidoras que revolvían una masa mugrienta y cuatro fogones en los que se cocía mierda en sartenes. Luc saludó al negro con una inclinación de cabeza. El negro saludó a Luc del mismo modo. Hablaron en francés. Se tocaron los anillos de esmeralda.

—Il est pariguayo.