MANDATO SAGRADO DE ALA!!!
—Los negros devoran este material. No imaginas el mercado que han creado todos estos folloneros militantes negros. Tengo todo un negocio paralelo funcionando. Son panfletos de negros que están en prisión, supuestamente escritos por morenos radicales de San Quintín. ¿Sabes quién los escribe realmente? Ese judío amante de los negros asquerosos con el que juego a golf.
Crutch estornudó. La colmena del odio apestaba a moho y a meados de gato. El mareo volvió.
—Gretchen Farr. Dígame de qué hablaba con ella. Dígame qué le contó de sí misma. Dígame...
—No hablábamos. Follábamos. Hacíamos sesenta y nueves y la bestia de dos espaldas. No perdíamos tiempo en discusiones.
—Señor, ¿puede darme algo con lo que yo...?
Hiltz levantó la tapa de un gigantesco cesto de la ropa. El interior estaba lleno de billetes de cien. En total podía haber medio millón de dólares.
—Aquí está el misterio duradero, estúpido. Ella sólo me chorizó catorce mil. Lo sé porque cuento la pasta cada noche.
¿Quieres saber mi opinión? Gretchen fue sutil. Ese chocho ladrón me quitó lo que pensaba que yo no echaría en falta. Crutch miró el cesto. Hiltz cogió un billete y se lo metió en el bolsillo de la camisa.
—El almuerzo corre de mi cuenta. Encuéntrala y te conseguiré un trío con Brigitte Bardot y Julie Christie. Tengo ese tipo de influencia, créeme.
Negros, pollas, judíos, la bestia de dos espaldas. Un posible trío. Un trabajo muy oportuno para Clyde Duber Asociados. Crutch condujo hasta el solar y buscó a Phil Irwin. Phil estaba hablando con Chick Weiss de algún trabajo de divorcios. Phil tenía un recuerdo borroso de Gretchen Farr. Normal. A partir de las diez de la mañana, Phil siempre lo veía todo borroso. Sí. El doctor Fred lo contrató. Sí, llamó al DPLA y a la oficina del Sheriff y se enteró de que esa titi, la Farr, no tenía antecedentes. Charló con el chico de recepción del hotel Beverly Hills y éste se negó a facilitarle los datos de su huésped. Luego, se fue de fiesta a Tijuana. Llevó a un grupo del club Rotary a ver el número del burro. El doctor Fred lo había despedido. Crutch formuló la gran pregunta: El doctor Fred, ¿es judío?
—No —respondió Phil—, pero todas sus ex esposas lo son.
Que te den, Phil. Próxima parada: el hotel Beverly Hills.
Crutch fue hasta allí y se ubicó. Enseñó la placa falsa de poli a un botones sarasa y le causó buena impresión. El botones sarasa habló con un recepcionista sarasa. El recepcionista sarasa miró con suspicacia la pinta de tirado de Crutch. Crutch le dijo que trabajaba para Clyde Duber. Al recepcionista sarasa aquello le gustó. Clyde tenía desenvoltura y un je ne sais quoi. Bien, chico, hablemos.
Crutch formuló las preguntas habituales en un divorcio. El recepcionista sarasa respondió. Calificó a Gretchen Farr de
«mujer de poco fiar». Había alquilado el bungaló núm. 21 para tres semanas. No sabía qué hacía para ganarse la vida. Se juntaba con huéspedes ricos, europeos y latinos, de los dos sexos. Cada mañana pagaba en efectivo el alojamiento y los servicios extra. Al registrarse en el hotel había dado un dato: un buzón de llamadas telefónicas llamado «Centralita Bev». Era un servicio para las aves de paso. Gretchen era la quintaesencia de un ave de paso.
Eso era todo. El recepcionista sarasa se marchó contoneándose a adular a unas viudas con perros de lanas. Crutch se acercó
al teléfono y llamó a información. Centralita Bev; en el 8814 de Fountain, Hollywood Oeste. Llegó en coche hasta allí y se ubicó. La dirección era una tienda junto a la cual había una farmacia de prescripción rápida. Todos los colaboradores de los detectives conseguían los estimulantes allí. Aparcó. Se peinó. Se prendió la placa en la solapa y masticó Clorets. Practicó el guiño a lo Scotty Bennett. Anotación: Compra corbatas de lazo de tela de cuadros escoceses. Entró. Una mujer mayor trabajaba ante una auténtica centralita telefónica. Era un lugar claustrofóbico, cuatro metros por cuatro y medio como máximo. Le llegó un olor a insecticida.
La mujer se fijó en él. La reconoció con retraso. Bev Shoftel, la reina de la mamada. Legendaria en L.A. Se la había chupado a todos los grandes astros de los años 30.
—La placa es falsa —dijo ella—. Tomo cereales cada mañana, así que conozco los premios.
—Soy investigador privado —replicó Crutch—. Trabajo para Clyde Duber.
Bev se quitó los auriculares y se ahuecó el cabello. Cayeron copos de caspa.
—Antes de que nacieras, ya le hacía mamadas a Clyde Duber. La primera vez que se la comí a Buzz Duber fue el día que cumplía doce años, así que no creas que vas a intimidarme.
Crutch guiñó un ojo. El párpado saltó espasmódicamente. Bev, la reina de la mamada, se rio.
—La respuesta es no. Sea lo que sea que me pidas, eso será lo que sacarás.
—Gretchen Farr. Me han dicho que es de poco fiar y me gustaría echar un vistazo a su registro de llamadas.
—Nyet. Y ni se te ocurra pedirme que te la chupe, porque tengo setenta y tres años y me he retirado del negocio.
—Yo podría ayudarte, cariño. Créeme, tengo ese tipo de influencia.
Bev se rio de nuevo.
—La comedia ha terminado, cariño. Pero me has hecho reír, por lo que te daré una información gratuita. He oído a Gretchie hablando por teléfono en español.
Llegó una llamada a la centralita. Bev se puso los auriculares.
Por favor —dijo Crutch.
—Largo —replicó Bev.
Mamadas. Bev, la reina de la mamada, se la chupa a Buzz y a Clyde. Ahora Buzz consigue mamadas bajo coacción. Los atracadores de las mamadas de Scotty.
Era demasiado. Crutch se agitaba con todo ello. No podía ubicarse.
Fue a la farmacia de prescripción rápida y se agenció unas dexedrinas. Tomó cuatro con el café, se desagitó y volvió a agitarse. Fue a su piso y hojeó unos Playboy. Subió a la azotea y miró a una chica que tomaba el sol. Las dexes removieron recuerdos. Ahí está Dana Lund, al lado de la piscina, con un bañador sin tirantes. Ahí está Dana, haciendo de acompañante en una fiesta de la escuela preparatoria.
Dana. Gretchen Farr. Trabajos en hoteles. Gretchen se enrolla con hombres y con mujeres. Crutch tuvo aquella vieja sensación y cogió sus viejas herramientas.
La farmacia estaba cerrada. La Centralita Bev, lo mismo. Un camino llevaba a un aparcamiento trasero. Las nubes absorbían la luz de la luna. La puerta lateral se veía endeble.
Crutch metió una ganzúa del cuatro en la cerradura. Con dos sacudidas echó hacia atrás los tambores principales. Metió una ganzúa del seis. Las movió al unísono. La cerradura saltó. La puerta se abrió.
Entró y cerró a su espalda. El olor del insecticida lo hizo estornudar. Sacó la linterna y ajustó el haz de luz para estrecharlo. Vio un archivador al lado de los enchufes externos de la centralita.
Tres cajones sobre guías deslizantes. Marcados: «A-G», «H-P», «Q-Z». Tiró de la manija. Los tres estaban cerrados. Se concentró en el cajón «A-G». Metió una ganzúa del cinco en el cierre. Un empujón y pop...
«A-G.» Aaronson, Adams, Allworth, algunas B, algunas C y D. Echert, Ehrlich, Falmouth. Ahí, Gretchen Farr. Crutch sostuvo la linterna con los dientes y agarró el historial. Era muy delgado. Contenía una sola página. La leyó
rápidamente. El registro de llamadas empezaba tres semanas atrás, a finales de mayo.
No había direcciones ni datos personales sobre Gretch Farr. Sólo una lista de llamadas entrantes. Joyería Avco, Santa Mónica, cuatro llamadas en total. Seis llamadas de consulados extranjeros: Panamá, Nicaragua, República Dominicana. ¿Eh? ¿Qué es eso? De momento, una mezcla extraña.
Tres hombres sólo con el nombre de pila: «Lew», «Al» y «Chuck». Un montón de llamadas a Gretchen pidiéndole que les devolviera las suyas. Todas con prefijos de L.A.
Du-32759/«No quiso dar el nombre». Sal/Núm: 52808. Crutch reconoció este nombre y este número. Eran de un actor, colega de Clyde.
Crutch sacó la libreta y lo copió todo. Le entraron los sudores de allanamiento de morada. El olor del insecticida le hacía cosquillas en la nariz. Aquella jodida linterna le hacía daño en los dientes.
El bar Klondike, en la Octava con La Brea. Un grial del griego y un imán lavanda para los moñas de muñeca floja. Crutch llamó a Buzz desde el teléfono público de fuera. La acera parecía un gran casting para cowboys de la vaselina. Crutch le cantó a Buzz el Du-32758 y le pidió que mirase en el listín reverso a quién pertenecía. Buzz cogió el tocho, pasó páginas y le dijo a Crutch que no estaba. Crutch le dijo que llamara a la compañía Bell y pidiera que rastrearan ilícitamente el número. La acción de la acera se puso demasiado salaz. Crutch se sentó en el coche y vigiló la puerta. El Lincoln de Sal volvía a estar en el aparcamiento. Sal «vivía» en el Klondike. Saldría tarde o temprano, con o sin el ligue nocturno. Sal Mineo. Informante pagado de Clyde y Fred Otash. Dos candidaturas al Oscar y de ahí al fracaso. Un marica propenso a los problemas.
Crutch se reubicó. Las dexes lo hacían viajar mentalmente. El teatro Toho estaba hacia el sur. Parejas elegantes hacían cola para ver una estúpida película de arte y ensayo. Las chicas llevaban el pelo largo y lacio. Con cada mínimo movimiento de la cabeza, saltaban chispas.
Alguien dio unos golpecitos en el parabrisas. Crutch vio a Sal Mi-neo, con su rizo engominado y sus ajustados vaqueros. Le abrió la puerta. Sal entró. Lucía aquella expresión de marica italiano ingenuo.
Crutch arrancó para doblar la esquina y reaparcó.
—Podías haber entrado —le dijo Sal—. No tenías por qué pasarte la noche acechando.
—Yo no acechaba.
—Tú acechas siempre.
—Joder, tío. Estaba esperando.
—Estabas acechando.
—De acuerdo, estaba acechando —se rio Crutch.
—Clyde quiere algo, ¿verdad?-se rio Sal—. Si fueras por tu cuenta, estarías acechando la ventana de alguna chica. Crutch agarró el volante con fuerza hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Sal levantó las manos. Eh, que no pienso hacerte daño.
—Bien, empecemos otra vez. ¿En qué puedo ayudaros a Clyde y a ti?
—Gretchen Farr. Se llevó dinero de un cliente de Clyde y sé que tú la conoces.
—Claro que la conozco. —Sal encendió un cigarrillo—. Sé que se folla a montones de hombres y les sisa dinero, pero no sé
por qué la relacionas conmigo. Si me lo explicas de una manera convincente, te diré lo que necesitas saber. Aquellos pucheros, aquel cabello de brillantina de italiano de mierda. Crutch cerró los puños.
—He comprobado los registros telefónicos. Tú llamaste a su servicio hace dos semanas. Sal abrió la ventana y el humo salió. Sal se rodeó las rodillas con las manos y puso cara de ingenuo.
—Yo diría que Gretchen Farr es un alias. No me preguntes cómo lo sé, pero es así. No conozco su paradero porque nunca le cuenta a la gente dónde vive. Como ya he dicho, folla con un hombre tras otro, les roba o les pide pasta prestada y luego desaparece. Llamé a su servicio porque ella llamó a mi servicio. En realidad, no llegamos a hablar. Antes le presentaba a algunos hombres pero, por lo general, es ella la que se busca los clientes. Es muy cuidadosa, nuestra Gretch. Siempre se asegura de que los follados no se muevan en los mismos círculos.
Trabajos de follar, un hombre tras otro, los follados...
—¿Fotos?
—No. —Sal sacudió la cabeza—. Es la chica más tímida ante las cámaras que nunca haya conocido.
—Los follados. Dame algún nombre.
—No. No me acuerdo de ninguno, y Gretch me pagó para que le presentara clientes y prometí que no hablaría de ella. Se lo juré por mis niños.
Crutch dio un manotazo al volante. Crutch golpeó el salpicadero. Sal puso cara de ingenuo y no se acobardó.
—¿Te sientes mejor, cariño?
Crutch flexionó las manos. Las palmas y los dedos le escocían. Sal hizo girar su rizo engominado y suspiró.
—¿Por qué crees que Gretchen Farr es un alias?
—Tiene una pinta demasiado hispana para llamarse Farr. Como mucho, es medio hispana medio anglo.
—¿Y no vive en L.A.?
—No, viene de paso, causa problemas y se marcha.
—¿Tiene amigos?¿No conoces a nadie que la conozca?
—Pareces resignado —Sal puso de nuevo cara de ingenuo—, así que te daré un bocadito. Puse a Gretchie en contacto con un agente de la propiedad inmobiliaria llamado Arnie Moffett, que es un hombre horrible que había hecho de chulo para Howard Hughes. Compró unos cuantos picaderos de Hughes en las colinas de Hollywood, por lo que tal vez Gretchie se aloje en uno de ellos.
Crutch chasqueó los nudillos. Le dolía la cabeza. No conseguía ubicarse. Sus pensamientos se confundían y se desviaban.
—Espero que llegue el día, cariño —dijo Sal.
—¿Qué día?
—El día en que te des cuenta de que no eres duro en absoluto.
Los nombres del registro de llamadas. «Al», «Lew» y «Chuck». Podían ser los follados de Gretchen. Quizá lo reubicarían. Quizá le provocarían una lluvia de ideas.
Crutch se bajó de las dexes con seconal y Old Crow. Durmió y por la mañana llamó a los tres tipos. Dejó caer el nombre de Gretchen. Los intrigó. Se citó con ellos en el Carolina Pines, tres encuentros con tres follados, una hora de intervalo entre uno y otro. Llegó al Pines temprano y se apalancó en un reservado del fondo. Tomó panqueques y café y se le aclaró la cabeza. Al se presentó puntual. Estaba cabreado. Estoy casado, imbécil. Me has atraído con engaños para interrogarme sobre un chocho ilegal al que financié. Crutch le enseñó la placa. Al reveló lo siguiente:
Conoció a Grecth en Trader's Vic. Se vieron algunas tardes en casa de él y en casa de ella. Ella tenía un apartamento en Beachwood Canyon. No me preguntes dónde, porque siempre llegué medio cocido.
Gretchie decía que tenía recursos. Hablaba de trabajos de importación-exportación. Le pidió cinco de los grandes. Él estudió
la petición. Casi se los dio, pero algo lo disuadió. La mujer emitía una vibración furtiva. Echó un vistazo al bolso y encontró
cuatro pasaportes distintos. Se negó a prestarle la pasta.
¿De qué países eran los pasaportes? Dios, no lo sé. ¿Tenía conocidos? ¿Habló de alguien? Chico, sólo follamos. Crutch prometió silencio y le dijo a Al que se largara. Al se largó. Apareció Lew. Estaba cabreado. Imbécil, estoy casado. Me has atraído con engaños para interrogarme sobre un chocho ilícito al que financié. Crutch le enseñó la placa. Lew reveló lo siguiente:
Conoció a Gretchen en el asador del Stat. Se enrollaron. Jodió con ella en el hotel Miramar y en un apartamento de Beachwood Canyon. Ella le sacó cinco de los grandes. Desapareció. Lew intentó encontrar el apartamento. No lo consiguió. Siempre que había ido, estaba borracho. No encontró aquel maldito lugar.
¿Conocidos? ¿Pasaportes? ¿Temas de conversación? Chico, no me estás entendiendo. Apenas hablamos. Crutch prometió silencio y le dijo a Lew que se largara. Lew se largó. Apareció Chuck. Estaba cabreado. Estoy casado, cretino. Me has atraído con engaños para interrogarme sobre un chocho ilícito al que financié. Crutch le enseñó la placa. Chuck reveló esto:
Conoció a Gretchie en el asador Westward Ho. Follaron en una casa, dos kilómetros al este de Beachwood Canyon. Era una casa de alquiler. Los muebles todavía tenían la etiqueta con el precio. Debería haberlo visto venir... Chuck le dejó cinco de los grandes. Ella se esfumó. La llamó a la centralita de Bev y trató de encontrarla. La vieja Bev fue una tumba.
Lo rechazó. Al día siguiente encontró un regalo en el correo.
Una foto Polaroid. Chuck y Gretchie Farr jodiendo. Chuck entendió el quid de la cuestión. Desiste o tu frau recibirá esto. Chuck desistió. Chuck no sabía nada de pasaportes ni si tenía conocidos. ¿De qué hablaban? Chico, sólo follábamos. Crutch prometió silencio. Chuck se largó. Crutch pidió a la camarera que le trajera un lápiz y un papel. Ella lo hizo. Crutch dibujó y redibujó a Gretchen Farr.
Los follados le habían dado descripciones ligeramente distintas.
¿Una anglo con sangre hispana? Tal vez sí, tal vez no. Bev la había oído hablar en español. Había recibido llamadas de tres consulados. Panamá, Nicaragua y la República Dominicana. Países latinos. Gran fiesta de hispanos de mierda en el 68. Es disoluta, tiene el pelo castaño, la piel clara y un punto morena. Vamos, lápiz, vamos. Dibujó a Gretchie de seis maneras. Le puso peinados distintos y la hizo sonreír y fruncir el ceño. Sentía que lo guiaba un espíritu impetuoso. El lápiz se rompió. Cuando vio adónde había ido a parar con todo aquello, se atragantó y se quedó jodido. Había dibujado a Gretchen Farr como Dana Lund, las seis veces. Gretchie era Dana en moreno. La joyería Avco estaba en la playa. En el escaparate había relojes de lujo colocados sobre unos bloques de terciopelo. Crutch se situó bajo un toldo a rayas. Estaba acelerado. Su carburante eran panqueques grasientos y residuos de droga. Entró. Detrás del mostrador había un tipo con pinta de tiquismiquis manoseando unas perlas. Estudió a Crutch. Chaqueta azul marino y pantalón gris. De acuerdo, una pinta pasable.
—¿Señor?
—Me gustaría hacerle unas preguntas, si es tan amable.
—Por supuesto. ¿Busca usted algo en especial?
—A Gretchen Farr —farfulló.
—¿Con relación a...?-El tiquismiquis jugueteó con las perlas.
—Es una investigación.
—Eso ya me lo había figurado, pero ¿no es demasiado joven para ser detective de la policía?
—Soy investigador privado.
—Me extraña, pero le concederé el beneficio de la duda.
Crutch se ruborizó.
—Mire, alguien ha llamado a su servicio de recogida de llamadas desde este número. Trato de... Sonó el timbre de la puerta. Entró una vieja con un chihuahua en brazos. Vibraba a futura cliente deseosa de perlas.
—La señorita Farr vino hace un par de semanas mientras yo no estaba —susurró el tiquismiquis—. Dejó un mensaje para que la llamara, y lo hice. Intercambiamos llamadas telefónicas. Quería consejo para cortar de nuevo unas valiosas esmeraldas que obraban en su poder. Le pregunté por la procedencia de las piedras y no pudo aclarármela, lo cual me pareció raro. La anciana dejó el chihuahua en el suelo. El hijo de puta se puso a ladrar. El tiquismiquis salió de detrás del mostrador y la atendió.
Buzz llamaba al trabajo de Hiltz «el caso». Crutch, en su cabeza, lo llamaba «mi caso». El doctor Fred tenía la pasta para pagar la investigación. Cherchez la femme. El rey del odio estaba encoñado con Gretchie. Buzz llamó a la compañía Bell y sobornó a un zángano para que le rastreara aquel número. De momento, nada. Buzz sondeó a los contactos de Clyde en la pasma pidiendo información sobre la belle Farr. De momento, nada. Arnie Moffett era su única pista importante. Buzz dijo que era una pista «caliente». Crutch dijo que ardía.
Quedaron en la azotea de los apartamentos Vivian y lo discutieron a fondo. Caía el crepúsculo. Hacía calor. Los últimos rayos de sol emborronaban el cielo y lo tornaban verde musgo. Buzz fumó un porro y habló por los codos de coches y coños. Crutch jugueteó con su telescopio.
Echó un vistazo extra al Paramount, un elegante salón de variedades. Vio a Lonnie Ecklund trabajando en un Mercedes del 53. Vio a unos borrachos que salían haciendo eses del Nickodell. Vio a Sandy Danner fumando un cigarrillo a escondidas en el porche trasero de su madre. Lonnie/Sandy/Buzz/Crutch, instituto Hollywood, año 62.
Dana Lund quedaba fuera del alcance. Crutch giró el telescopio hacia el oeste. Vio a Barb Cathcart asando perros calientes. Llevaba una camiseta sin mangas teñida a lo hippie y un medallón de la paz. Se le veía el escote pecoso. Barb había cantado con un grupo llamado The Loveseekers. Perdieron todos los concursos de bandas a los que se presentaron. Barb le enseñaba el felpudo en el instituto Le Conte, primavera del 58. El mundo de Crutch se descentralizó entonces. Bobby, hermano de Barb, se prostituía. Al parecer, poseía una polla de treinta y cinco centímetros.
Esmeraldas, picaderos, listas de jodiendas, registros de jodiendas, follados.
—Eres un tipo mucho más raro que yo —dijo Buzz.
—Vayamos a apretarle las tuercas a Arnie —dijo Crutch.
Los speedballs daban energía. Cuatro dexes, dos seconales y unos tragos de Jim Bean. Llegaron a Miracle Mile levitando. Crutch sentía que se le habían expandido las cuencas de los ojos.
La agencia inmobiliaria de Moffett era una caja de zapatos. Estaba al lado de la tienda de comida preparada de Ma Gordon,
«El hogar del héroe hebreo». La puerta estaba abierta. Las luces estaban encendidas. Detrás de un mostrador había un tipo flacucho. Llevaba una camisa roja de jugar a bolos con ARNIE bordado en ella.
Estaba absorto. Se miraba en un espejo giratorio y se apretaba los barrillos. Crutch carraspeó. Buzz carraspeó. Arnie se quedó
paralizado.
—Esto... ¿Señor?-dijo Buzz. Crutch lo hizo callar.
—Sois de una fraternidad de estudiantes, ¿verdad? Queréis alquilar uno de mis cuartos para una fiesta y atraer a él a algunas titis.
La habitación se desubicó. Unas curiosas luces giraban.
—Somos detectives privados —dijo Crutch.
Arnie se puso en pie. Arnie se agarró la entrepierna y dijo:
—Pues detectad esto.
Crutch se cabreó. Se le nubló la vista y lo vio todo ROJO: una habitación ROJA, unas luces ROJAS, un mundo ROJO. Le soltó una patada en las pelotas. Arnie se dobló. Crutch le dio puñetazos y lo hizo caer de bruces. Arnie se partió la nariz. Voló
sangre. Arnie se desplomó y alargó la mano para coger el teléfono. Crutch arrancó el cordón de la pared y lanzó el maldito aparato al otro lado de la habitación.
Buzz temblaba. Sus labios hacían cosas curiosas. Crutch vio la mancha de pis en sus pantalones y olió la mierda de sus calzoncillos.
Arnie agitaba los brazos. La sangre de su nariz formaba un charco. Crutch le puso un pie en la nuca para que parase.
—Gretchen Farr —le dijo.
Arnie emitió un gorgoteo. Buzz corrió al retrete. Crutch tiró un pañuelo al suelo. Arnie rodó de espaldas, se tapó la nariz y detuvo la hemorragia. Crutch sacó la petaca. Arnie le pidió con señas que se la pasara. Crutch le dio de beber a pequeños sorbos. Jim Bean, 50 grados.
Arnie tragó aire, jadeó y tosió. Arnie hizo acopio de savoir faire.
—Eres una mierdecita malvada —dijo.
Crutch se acuclilló. Se mantuvo lejos del charco de sangre. Se le reconectaron los circuitos mientras la habitación se torcía y daba bandazos a su alrededor.
—Gretchen Farr.
—Es rojilla. Es una izquierdista itinerante con más nombres que medio mundo.
—Sigue.
—Se enteró de que yo le buscaba coños a Howard Hughes.
—Sigue —dijo Crutch. Arnie le pidió la petaca por señas. Crutch le dio tres sorbos. Arnie tragó el bourbon aliñado con sangre y respiró hondo.
—Alquiló una de mis casas, en las colinas de Hollywood. Una casa sencilla. Dos semanas de alquiler. Estuvo y se marchó.
—Sigue.
—Son casas cutres. Las alquilan como escenarios de películas y para pillarse borracheras. Arriendos de pocos días.
—Sigue, Arnie. Cuanto menos tardes, más deprisa me marcharé.
La sangre ya había empapado el pañuelo. Arnie lo tiró y se secó las manos en los pantalones. Entró Buzz, subiéndose la bragueta. Estaba de un verde psicodélico.
—Dínoslo, Arnie —dijo Crutch.
—Que os diga, ¿qué? Es una rojilla con un plan jodido.
—Arnie...
—Vale, vale. Me sondeó para sacarme información sobre Howard Hughes y su organización. Dijo que quería contactar con un tipo llamado Farlan Brown. Le dije que lo conocía. Es ese putero que se hace pasar por mormón para estar a buenas con Hughes. Cuando viene a L.A. siempre va por Dale's Secret Harbor.
Hughes, Gretchie, esmeraldas y ese millón de dólares...
—Duplicados de las llaves, Arnie. De la casa que Gretchen alquiló y de todos tus otros cuartos. Arnie asintió y se puso en pie. Crutch lo sujetó. Arnie se tambaleó durante un minuto entero. Crutch separó las piernas y se sosegó. Todo su mundo rojo se torcía y daba bandazos.
Buzz se piró a cambiarse de ropa y fue al Dale's Secret Harbor. Crutch seguía viéndolo todo torcido. Se le ocurrió hablar de nuevo con Phil Irwin y hacer una comprobación de permisos de conducir. Se detuvo en un teléfono público y llamó al Departamento de Vehículos a Motor. Dejó caer el nombre de Clyde Duber y los datos aproximados de Gretchie. Nada, sólo una Gretchen Farr de ochenta y dos años que vivía en Visalia. Llamó al Dale's Secret Harbor y pidió por Buzz. Buzz informó: Sí, había preguntado por allí y se había enterado de que Farlan Brown era un machaca importante de Hughes. El trabajo principal lo hacía en las Aerolíneas Hughes.
Era tarde. Crutch se acercó al solar. El 409 de Phil no estaba. Crutch se reubicó. Sus torceduras mutaron en nervios malos y bostezos. Pasó por tiendas de comida para llevar. Probó en Canter's, en Linny's, en Art's. Phil siempre picaba algo tarde por la noche en compañía del abogado judío Chick Weiss.
Paró en las tres. Ni rastro de Phil. Fue a la sala de fiestas de Tommy Tucker, en Washington con La Brea. A Phil le gustaban los chochos negros. El local era la tapadera de un burdel de negras. Quizás estaría allí. Sí, allí estaba. Ahí está su coche, junto a la puerta trasera. Está aparcado. Se mueve a sacudidas. Su culo blanco bota en el asiento trasero. Unas piernas muy abiertas, oscuras y gordas.
Aquello siguió y siguió. Crutch aparcó y miró hacia otro lado. Phil y la negrata le proporcionaron una banda sonora de jadeos. Crutch se tapó los oídos durante el crescendo. La negrata se apeó del coche. Llevaba peinado afro y pesaba más de ciento diez kilos. Se alejó con paso relajado hacia el local. Phil se cayó del coche. Se puso en pie y vio el GTO de Crutch. Eh, conozco ese coche.
Crutch salió y se desperezó. Phil se tambaleó. Llevaba la sudadera de los Dodgers desaliñada.
—¿Me has estado siguiendo?
—Bueno, te buscaba.
—¿A la una de la madrugada, joder?
—Vamos, los tipos como nosotros no llevan horarios normales.
Phil encendió un cigarrillo. Le costó cuatro cerillas. Apestaba al perfume de la negrata.
—Hemos conseguido un trabajo, ¿no? Tenemos algo de trabajo que hacer y tú has venido a buscarme.
—No. —Crutch sacudió la cabeza—. Es sólo una nueva entrevista. Quería que repasaras conmigo de nuevo lo que sabemos de Gretchen Farr.
Phil hizo un extraño aro de humo.
—Muy bien, veinte pavos.
—¿Veinte pavos?
—Exacto. Dejé plantado al doctor Fred en el trabajo y te daré toda la información por veinte. Crutch sacó su rollo de billetes y cogió dos de diez. Phil tiró el cigarrillo contra un Oldsmobile del 64. Le manchó la pintura rosa, propia de negrata.
—Bien, pues le hice un par de informes «sin pistas» al doctor Fred porque no me apetecía perseguir a Gretchen, que es un ave de paso, hasta el quinto coño y porque me han comprado para que deje el trabajo.
—¿Quién?¿Quién te ha pagado?
—Fue un trato en efectivo. Anónimo. Un servicio de mensajería me mandó la pasta y yo rastreé al remitente. Quédate, venía de la fábrica de herramientas de Hughes. Dios, pensé, esto es interesante. Luego perdí interés y fui a esa farra. Hughes otra vez. Farlan Brown, hombre de Hughes. El mundo rojo volvió a torcerse.
—Toda esa secuencia de acontecimientos la tengo borrosa, pero me da la impresión de que, efectivamente, vi a Gretchen Farr en algún lugar de las colinas de Hollywood. Estaba con esa tía mayor que tiene una cicatriz de arma blanca en el brazo izquierdo. También veo un Comet del 66. Blanco, tal vez, y una parte de la matrícula, ADF2... Pero ¿qué demonios sé yo, joder, si estaba como una cuba?
El DVM de Hollywood tenía una oficina abierta las veinticuatro horas. Los polis podían pasarse por allí y echar un vistazo a los registros cuando quisieran. Crutch le soltó veinte pavos y el nombre de Clyde al funcionario que hacía el turno de noche. El tipo lo dejó pasar a la sala de los ficheros.
Tenía el año y el modelo y una parte de la matrícula. Eso significaba que no sería una identificación rápida. Phil era un borrachín. Su memoria era sospechosa. El Comet podía estar matriculado fuera de California. Las tarjetas de la matriculación estaban metidas en grandes cajas. Estaban ordenadas por el condado de origen y archivadas por el apellido del dueño del vehículo. Empecemos con el condado de L.A. Una F de Farr, vamos.
Crutch bajó cajas y caminó con los dedos sobre ellas. Ninguna Gretchen Farr con un Comet del 66 en el condado de Los Ángeles. Sigamos a partir de aquí.
Trabajó. Sacó tarjetas toda la noche. Fue condado por condado. Empezó por la F de Farr y siguió con las otras letras hacia delante y hacia atrás. Probablemente, Gretchen utilizaba nombres falsos. Farr podía ser su decimosexto apellido, o el número cuarenta y dos. Su cuerpo eliminaba residuos de droga. Sintió como un gran dolor y bostezó. Tenía telarañas pegadas a las manos y en la cabeza se le apilaba moho.
Vio amanecer por la ventana. Llegó al condado de Kern. No había ninguna F de Farr; pasemos a la G y a la H. Encontró el fichero de la agencia de alquiler de coches Hertz, con oficinas en todo el estado. Había tenido suerte. Un Comet blanco del 66, ADF212. Matriculado en Kern y enviado al condado de L.A. Lo alquilaban en la agencia de Sunset con Vermont.
Crutch sacó la tarjeta y corrió a un teléfono público. Llamó al número de la Hertz. Se identificó como el sargento Robert S. Bennett, del DPLA. El menda de la Hertz tragó. Scotty/Crutch le soltó una historia sobre el Comet del 66 y Gretchen Farr.
—¿Qué puede decirme de eso?
El menda revolvió papeles. Nada sobre Gretchen Farr, lo cual no era ninguna sorpresa.
—¿Quién ha alquilado el coche últimamente y quién lo tiene alquilado ahora?-quiso saber Scotty/Crutch. El menda dijo que tenían que devolverlo aquella noche a las diez. Lo habían alquilado para dos semanas. Una mujer llamada Celia Reyes. Dirección local: hotel Beverly Hills. Permiso de conducir de la República Dominicana, el punto caliente del Caribe, el paraíso de la promiscuidad.
Crutch aparcó fuera de la hacienda del odio. Desde el patio trasero llegaban unos gorgoritos de ópera. Caminó por la calzada de acceso. La verja estaba abierta. Los pájaros anidaban en las estatuas del dictador. La música salía estrepitosamente de la puerta del refugio antiaéreo.
Se acercó y bajó las escaleras. Hizo ruido adrede. El doctor Fred estaba sentado a una mesa de dibujante, haciendo una tira cómica. Quédate con ese negrata zumbado de cabeza de sandía.
El doctor Fred llevaba una sábana de Klan y sandalias. Una Luger en un cinturón le abultaba la camisa. La música sonaba a un volumen ensordecedor.
Vio a Crutch. Pulsó un interruptor de la mesa y mató el aria a medio chillido. Sacó la Luger deprisa e hizo un numerito de pistolero.
—Tienes los ojos castaños. ¿Eres judío?
—Usted también tiene los ojos castaños.
—Sí, pero yo sé que no soy judío.
Crutch se frotó las orejas. La reverberación del grito persistía.
—Tienes sangre en los pantalones —dijo el doctor Fred.
—Ha sido trabajando para usted, señor.
—Te mueres de ganas de decirme algo. ¿Quieres saber mi opinión? Me parece que hueles dinero. El refugio olía: a humedad, a moho y, eso seguro, a dinero.
—Gretchen, Arnie Moffett y Farlan Brown. Cuénteme lo que no me ha contado.
—Y por qué iba a hacerlo, schmendrick. ¿Sabes qué significa schmendrick? Es sinónimo de schlemiel.
—Intento ayudarlo, señor. Yo solamente...
—... un muchacho aventurero que se ha metido en líos con Clyde Duber. Y que ahora se mete en líos conmigo. Clyde te paga seis dólares la hora, pero yo voy a partirme un millón contigo.
Una ardilla se sentó en la escalera. El doctor Fred apuntó con la Luger y disparó. Una bomba sónica estalló en el refugio. La ardilla se vaporizó. El doctor Fred cogió el casquillo expulsado a medio vuelo.
—Sabía que Gretchen me estaba engañando, pero no creía que fuera a robarme. Un chocho es un chocho, pero una ladrona es una ladrona.
—Hay más que eso. —Crutch se frotó las orejas.
—¿Por qué lo dices? Eres un schmendrick. Eres Phil Irwin sin el pedo de alcohol.
—No se quede conmigo, señor. Estoy juntando algunos nombres y todos llevan al mismo sitio.
—Drácula —dijo el doctor Fred.
—¿Eh?-preguntó Crutch. Los restos de la bomba sónica le atacaban los oídos. El doctor Fred enfundó la pistola.
—Sospeché de Gretchie —dijo—. Le registré el bolso y encontré el número de Arnie Moffett. Y llamé a Arnie. Y Arnie se mostró dócil y yo le pagué por la exclusiva sobre Gretchie. Y me dijo que Gretchie intentaba acercarse a un macher de Howard Hughes llamado Farlan Brown.
—¿Y?-preguntó Crutch. Un último retumbo sónico se desvaneció.
—Y yo quería acercarme a Hughes. Tenemos las mismas sensibilidades raciales y yo tengo un plan de purificación que él puede financiar. Tuve un rival llamado Wayne Tedrow Senior. Entre los dos, controlábamos todo el negocio de la propaganda racista. Acaba de morir y el gilipollas de su hijo, Wayne Junior, quizá sea el nuevo hombre de Drácula. Quiero hacerme con el material impreso de Senior y acercarme a Drácula, y estoy pensando que ese mormón mamón de Farlan Brown es la persona clave. Yo soy demasiado controvertido para introducirme en el asunto, pero un chaval perdedor como tú podría colarse de una manera inocua. La revista Life ofrece un millón de dólares por una foto de Hughes y un chaval oportunista como tú podría acercarse a él.
El mundo rojo, torcido y dando bandazos, y sangre en los pantalones.
—Sí, señor —dijo Crutch.
6
(Las Vegas, 20/6/68)
Otra suite de hotel. Otro servicio de habitaciones que ofrecía una mierda de comida. El señor Hoover le había dicho que se instalase en Las Vegas. El asesinato de Wayne Senior lo había irritado. Quería que valorase y ablandase a Wayne Junior. De ahí aquel fastidio de parada en el camino. De ahí el rato en el DPLV. De ahí aquella ensalada pasada y el espantoso bisté.
Dwight apartó el plato. La comida le pasaba factura. Lo ralentizaba y contrarrestaba el estímulo que le producían la nicotina y el café. El Stardust era de los Chicos de Chicago. El FBI era presuntamente antimafia. A pesar de ello, tenía una suite allí. El señor Hoover no tenía queja del crimen organizado. Éste fue estrictamente la bestia negra de Bobby K. y su ruina. El señor Hoover odiaba a los rojos, a los negros de mierda y a los izquierdistas insidiosos. Al señor Hoover seguramente le gustaban las ensaladas pasadas y los bistés espantosos.
El maldito Stardust. Cuatro mil máquinas tragaperras y suites forradas de terciopelo. Los Chicos de Chicago tenían prisa por traspasarle el local a Howard Hughes. El conde Drácula estaba impaciente por comprarlo. Los Chicos dejarían personal dentro y sangrarían al conde.
Y Wayne Tedrow Junior hace de intermediario. Wayne folla con su madrastra moribunda. Ellos dos mataron a Wayne Senior. Dwight y Senior se conocían desde hacía mucho. Dwight pensaba que Junior era una buena pieza. Ahora se dispone a librarlo de una acusación de asesinato en primer grado.
La gran cagada colectiva.
Fuera hacía 33 grados. Los conductos de ventilación escupían hielo. Dwight experimentó aquella sensación de cautividad hotelera y deambuló de un lado a otro de la suite.
La mierda seguía entrecruzándose. Buddy Fritsch estaba demasiado nervioso. El agente especial de Las Vegas decía que los rumores de que Junior había matado a Senior corrompían el aire del desierto. El señor Hoover estaba perdiendo el control de la situación. Hasta cierto punto, el señor Hoover aún lo conservaba. Sirhan Sirhan rabiaba en L.A. Jimmy Ray rabiaba y se enfrentaba a una extradición. El asunto de la Grapevine Tavern se estaba filtrando. Aquella mañana había visto un teletipo de la Agencia de Control del Tabaco, Bebidas Alcohólicas y Armas de Fuego. El señor Hoover, sobresaltado, se lo había enviado por télex. La Agencia tal vez pondría la taberna bajo vigilancia. Los parroquianos traficaban con armas y droga. Malestar interagencias. Con la vigilancia de la Grapevine, el tiro había salido por la culata y había inspirado rumores de conspiración. La mayoría de dichos rumores era desechable. Aquél tal vez no lo fuera. Requeriría una intervención. Dicha intervención no podría llevarse a cabo mientras la Agencia de Tabaco, Bebidas Alcohólicas y Armas de Fuego rondase por el local. Proximidad. Las palabras imprudentes de Jimmy Ray. Palabras imprudentes en la Grapevine. Palabras imprudentes válidas. El hermano de Jimmy Ray era dueño de una parte del local.
La gran cagada colectiva.
Tenía los nervios de punta. Dormía mal. Memphis asomaba en sus sueños cada noche a las tres de la madrugada. Los ruidos de los coches le parecían disparos. Las pequeñas incomodidades de la cama eran como si alguien le pegara. Dwight se acercó a la ventana del dormitorio. Las suites de hotel le provocaban añoranza de Karen. Las suites de hotel le provocaban ansia de dormitorios reales. Se había colado media docena de veces en casa de Karen. Quería quedarse allí
tranquilamente mientras ella estaba ausente. Quería pruebas instintivas de que no tenía otros amantes. Encontró la tranquilidad que buscaba y vio confirmadas sus pruebas. Una vez, ella se coló en su suite del D.C. Dwight encontró señales de la entrada, levantó huellas y encontró dos latentes de Karen Sifakis. Ella vio sus cheques anónimos. Leyó su diario. «La amo locamente, joder», había escrito él dos días antes.
Se habían dicho «te he espiado» de una manera oblicua. Él ha leído su diario. Probablemente esconde las páginas que no quiere que él vea. Ella lo ha interrogado sobre los cheques. Algún día, él tal vez se lo contará. Dwight se sirvió temprano su único trago de cada noche. El crepúsculo llegó y se marchó. El cielo oscuro destellaba y palpitaba con todo el neón de Las Vegas.
Enero del 57. Calzadas heladas en Merritt Parkway. Trabajaba en la oficina de la ciudad de Nueva York. Conducía un coche del Buró. Iba colocado. Iba hacia Cape Cod a pasar el fin de semana con su novia. Atravesó la mediana y chocó contra un coche que venía de frente. Mató a los dos hijos adolescentes del señor George Diskant y su esposa. Él sufrió heridas leves. El señor Hoover enfrió toda la investigación de la policía estatal de Connecticut. Él ingresó en un sanatorio cerca de New Canaan. Pasaba de los accesos de llanto a largos períodos de silencio. Se quedó en Silver Hill un mes y cuatro días. Recobró el aplomo y volvió al trabajo. Se mantuvo alejado de las mujeres hasta que conoció a Karen. Dwight sorbió despacio su única copa de la noche. El espectáculo del cielo empezó a irritarlo. Sacó sus expedientes de los militantes negros y los leyó.
La segunda lectura confirmó la primera. Los Panteras y los Esclavos Unidos, demasiado conocidos y demasiado infiltrados. La Alianza de la Tribu Negra y el Frente de Liberación Mau Mau, desconocidos y con grandes posibilidades de ser desenmascarados.
Karen podría buscarle un o una informante. Él o ella podían ser blancos o negros. Él o ella podrían delatar políticamente a los dos grupos. El infiltrado tenía que ser un varón negro. Podría delatar todas las acciones criminales políticamente justificadas.
Tal vez un poli. Tal vez un ex poli. Tal vez un poli o un ex poli con un pasado de poco fiar. De nuevo aquella idea: comprueba las listas de suscriptores de correo racista.
Wayne Junior tenía acceso a las listas de Wayne Senior. Wayne Junior había dicho que él no estaba en aquel negocio. El doctor Fred Hiltz era un informante del Buró. Era uña y carne de un detective privado de Los Ángeles llamado Clyde Duber. Clyde era uña y carne con el agente especial de L.A.
En el pasillo sonó un timbre. Dwight se sobresaltó.
7
(Las Vegas, 20/6/68)
El conde tragaba píldoras con una bebida roja. Parecía zumo de frutas y sangre. Llevaba guantes quirúrgicos y unas cajas de Kleenex por zapatos. Llevaba el pelo largo. Sus uñas parecían garras. Llevaba una gorra de vigilante de lana y unas gafas de sol de vendedor de coches.
Wayne estableció contacto visual. Resultó duro. Farlan Brown estableció contacto visual. Él tenía más experiencia. Hizo de maestro de ceremonias de la entrevista.
El ático del Desert Inn. Chez Drácula. Una habitación de hospital con grandes televisores de pared a pared. Tres pantallas con noticias. Leyendas mártires. Asesinos incriminados. Nixon contra Humphrey y cifras superpuestas de los sondeos de opinión. El sonido murmuraba en voz baja. Wayne lo apagó. Su silla estaba pegada a la cama de Drácula. Olía a desinfectante para uso industrial.
—El señor Tedrow sabe que usted tiene preguntas —dijo Brown. Drac se puso una máscara quirúrgica. Su voz resonó a través.
—Señor, ¿cree que un pistolero solitario mató al senador Robert F. Kennedy?
—Sí, señor, lo creo.
—¿Cree que un pistolero solitario mató al reverendo Martin Luther King?
—Sí, señor, lo creo.
—Nuestro hombre es realista, Farlan —suspiró Drácula—. Es un mormón firme sin tendencias caprichosas.
—Ha hecho usted una elección muy inteligente, señor. —Brown unió las manos en pose de plegaria—. Wayne tiene las habilidades apropiadas y conoce a toda la gente apropiada.
Drac tosió. La mascarilla se hinchó. Una flema le cayó por la barbilla formando un reguero.
—Conoce a nuestros amigos italianos. ¿Es eso cierto?
—Lo es, señor. Conozco muy bien al señor Marcello y al señor Giancana.
—Me han vendido unos hoteles-casino maravillosos y mi intención es comprar varios más.
—Les encantará vendérselos, señor. Acogen de buen grado su presencia en Las Vegas.
—Las Vegas es un criadero de bacterias de negros. Los negros tienen muchos glóbulos blancos. No les estreche nunca la mano. Emiten partículas de pus por las puntas de los dedos.
Wayne se quedó atónito. Los segundos pasaron despacio. Brown sonrió e intervino.
—Wayne va a igualar su contribución al señor Nixon, señor.
—Dick el Escurridizo —asintió Drac—. En el 56 le presté dinero a su hermano. La cosa se supo y jodió bien a Dick. Es posible que eso inclinara la elección a favor de Jack Kennedy.
—Entregaré el sobre durante la convención —dijo Wayne—. El señor Marcello quiere esperar hasta que tenga bien amarrada la candidatura.
—Yo soy delegado —dijo Brown—. ¡Miami en agosto, Dios mío!
—Los negros montarán algaradas y requerirán sedación masiva. Lo suyo sería un tranquilizante para animales. El señor Tedrow podría supervisar la manufactura de la fórmula y probar las dosis en algunos desechos de negro que ya estén en custodia.
Wayne se quedó atónito. Los segundos se arrastraron. Brown sonrió e intervino.
—Wayne ha dicho que asistirá a la convención y nos informará. ¿Correcto, Wayne?
—Sí. Será un placer echar un vistazo y hacer todo lo que pueda para proteger nuestros intereses.
—Lo que me preocupa es Chicago. —Drac sorbió su bebida—. Las facciones jóvenes se están movilizando para crear una disidencia masiva que desacredite a los demócratas. ¿Estaría usted dispuesto a ayudarlos a que hicieran unos cuantos trucos para conseguirlo?
—Será un placer, señor.
—Hubert Humphrey es un blando y tiene cara de cerdo. Supongo que tiene los glóbulos blancos altos. Nació para perder elecciones presidenciales y morir de leucemia.
Wayne asintió. Brown asintió. Un enfermero entró en la habitación. Dejó una pizza humeante en la mesita de noche de Drac. Brown lo despidió.
—Señor, ¿ha leído mi informe? Nuestros amigos italianos tienen el plan de abrir hoteles-casino en Centroamérica o en el Caribe. Wayne supervisará la operación y las Aerolíneas Hughes tendrán derechos exclusivos en los vuelos chárter.
—¿Qué países?-Drac husmeó la pizza.
—Panamá, Nicaragua o la República Dominicana —respondió Wayne.
—Buenas ubicaciones. En todas esas zonas la población tiene los glóbulos blancos bajos. Señor Tedrow, ¿confirmaría o negaría un rumor que vengo oyendo?
Wayne sonrió. La tarta de pizza burbujeó.
—¿Fue asesinado su padre?
Brown se revolvió un poco.
—Categóricamente no, señor.
8
(Los Ángeles, 20/6/68)
Vigilancia:
El aparcamiento de la Hertz. 21:56 horas. Los coches que tenían que ser devueltos llegaban tarde. El Comet del 66 tenía que estar allí en cuatro minutos o le lloverían penalizaciones.
Crutch esperó sentado en su GTO. Llevaba una pajarita de tela de tartán y un peinado a lo Scotty Bennett. Se había cortado el pelo y comprado la pajarita aquel mismo día. Lo había hecho para celebrar su caso y el trato cerrado con el doctor Fred. Con ello celebraba la exhibición de poder de la noche anterior.
Sostuvo su Rolliflex con zoom. Tenía los duplicados de las llaves de Arnie Moffett. La corbata de lazo no casaba con la camisa de polo. El cabello no casaba con la moda del momento. Los chicos de L.A. llevaban el pelo largo. A la mierda todo eso, Scotty y él sí que eran la avant-garde.
Hacía calor. Puso el aire acondicionado y lo enfocó hacia las pelotas. Hacía una hora había hablado con Buzz. Malas noticias. No habían podido rastrear aquel número oculto. Recuerda: no digas nada a Buzz ni a Clyde del trato con el doctor Fred. Obtén la foto de Hughes y luego los haces partícipes.
Al aparcamiento llegaron coches: Buicks, Fords, Dodge Darts. La gente se apeó y devolvió las llaves a la oficina. Cuenta atrás. 21:57, 21:58, 21:59. A tiempo por segundos: el Comet con matrícula ADF212.
Entró procedente de Sunset dirección este. Por las rendijas del capó silbaba el vapor. El radiador probablemente se había quemado.
Se apearon dos mujeres. Le dio al zoom y las acercó.
Gretchen Farr/Celia Reyes, alta y de coloración latina. Tenía que ser ella. Era blanca y tenía ese algo brioso de los hispanos. Llevaba una camisa tostada y unos vaqueros acampanados. Era despampanante y tenía un cuerpo de estatua. Unos treinta y dos años. Su colega la superaba.
Tendría unos diez años más. También tenía ese algo. Era más baja y se movía con andares desgarbados. Pálida. Gafas. Cabello casi negro con hebras canosas. Brazos al aire y una cicatriz de arma blanca. Phil Irwin se había quedado con eso. Entraron en la agencia. Crutch disparó fotos. Película de alta velocidad. Seis instantáneas entrando y seis instantáneas saliendo.
Montaron en un Fairline del 63. Crutch enfocó con el zoom al máximo. Manchas de barro en la matrícula, imposible leer los números. ¿Por qué el cambio de coche? Huelen a profesionales.
El coche salió a Sunset y se dirigió al oeste. Crutch lo siguió. Condujo con una mano y serpenteó. Cambió de carril y dejó
que un taxi se interpusiera. El coche dobló hacia el norte por Berendo, hacia el oeste por Franklin y hacia el norte por Cheremoya. Crutch tomó la curva demasiado cerrada e hizo doble embrague demasiado deprisa. El coche se caló. El Fairlane se alejó a toda velocidad hacia el norte.
Le dio al contacto, pisó el acelerador demasiado deprisa y ahogó el carburador. Ahora, tranquilo. No jodas esto. Esperó un minuto entero. Comprobó direcciones en el llavero de Arnie. La casa que Gretchen Farr había alquilado y dejado estaba a dos kilómetros, colina arriba. En un radio de un kilómetro había tres picaderos más. El de Gretchen era uno de los cuatro. Ahora tranquilo. Reubícate. Gira la llave despaaacio.
Lo consiguió. El motor prendió. Condujo hasta Beachwood Canyon y, de camino, miró las ventanas. Vio una fiesta de fumetas. Vio a una chica del flower power bailando el wa-watusi ella sola.
Carreteras serpenteantes cañón arriba. Primera dirección: 2250 de Gladeview. Ahí está, una pequeña casa estilo artesano. Oscura. Sin luces encendidas. Sin el Fairlane del 63. Ve a los otros picaderos. Si han subido hasta aquí es porque tienen algún motivo.
El picadero más cercano estaba seis manzanas al sudoeste. Crutch condujo hasta allí y se detuvo en la calzada. Mierda. Sin luces, sin el Fairlane. Fue al picadero siguiente, cuatro manzanas hacia el sur. Ahí está, una pequeña casa estucada. Hay luz en la ventana y el buga en la calzada.
Aparcó junto al arcén y se acercó a pie. La ventana delantera tenía corridas las cortinas. A través de ellas llegaba una luz mortecina. Crutch vio sombras que se movían. Atajó por la calzada y las siguió hasta la parte trasera de la casa. Las ventanas laterales estaban un poco abiertas y no tenían cortinas. Se agachó bajo el alféizar y siguió sombras. Oyó palabras apagadas. Un revoltijo de palabras: «Tommy», «Grapevine», «topo». Las sombras llegaron a la última ventana. Las dos mujeres se tornaron visibles. Intercambiaron una mirada. Se abrazaron y se besaron. Crutch parpadeó. Esto no es real. Sí, lo es. La imagen persistió y ardió.
Gretchen/Celia metió las manos por debajo de la camisa de la mujer de la cicatriz en el brazo. La mujer de la cicatriz se soltó
el pelo y sacudió la cabeza. La luz de la ventana se reflejó en las canas.
Retrocedieron hacia el pasillo. Se volvieron sombras de nuevo.
Crutch parpadeó y caminó agachado de ventana en ventana. Vio que las sombras se fusionaban, pero no le parecieron de carne y hueso.
Regresó al coche y esperó. No podía reubicarse. El pulso y la respiración no cesaban de recargarse. Salieron al cabo de media hora. Llevaron equipaje hasta el Fairlane y lo metieron en el maletero. La luz de la luna le permitió
ver algunos detalles. Gretchen/Celia parecía hallarse en un estado de ensoñación. La mujer de la cicatriz le había quitado el carmín de labios a besos.
Montaron en el coche y se marcharon. Era tarde. No podía seguirlas pues no había tráfico que lo cubriera. Se quedó allí
sentado viendo desaparecer sus luces traseras.
No podía hacer nada.
Lo habían dejado plantado.
Supo que no podría dormir. Decidió seguir moviéndose. Pasó ante otros picaderos y vio parrandas de priva. Eran una mélange: chicos ricos, universitarios y pelos largos por doquier. Volvió a la casa estucada, forzó la cerradura de una puerta lateral con una ganzúa y entró. Se sentía ardiendo. Encendió las luces.
El dormitorio lo atrajo primero. La cama estaba tibia. Tocó las almohadas e imaginó las formas de las mujeres en las sábanas. Vio un solo pelo canoso en el cubrecama. Acercó la mejilla y la apoyó en él.
Algo le dijo que se marchara de inmediato. Salió de la casa, montó en el coche y arrancó. Se quedó en las inmediaciones, trazando unos ochos perezosos alrededor de la casa estucada. El tiempo se desmaterializó. Los faros iluminaron una casa blanca de estilo español. La puerta principal era de paneles de madera y estaba cubierta con unas extrañas marcas. Algo le dijo que se apease y mirara.
Lo hizo. Aparcó junto al arcén y se acercó a pie. Iluminó la puerta con la linterna y estudió las marcas. Bárbaro: dibujos geométricos grabados en rojo oscuro.
Líneas verticales hasta el porche. Un pájaro destripado en el felpudo.
«Éste es tu lugar. Esto podría ser tuyo.»
Algo le dijo que la puerta se abriría y que entrara. Lo hizo. La sala estaba completamente a oscuras y olía a moho. Unas fundas de plástico cubrían los muebles. Siguió un olor de tiza metálica hasta la cocina. Su respiración se descontroló. Las manos le temblaron y la linterna se agitó. La sujetó con las dos manos y lo vio.
Las entrañas en el fregadero. El brazo amputado/la mano que faltaba/la piel oscura, pura hembra. El tatuaje geométrico en el brazo. El gran orificio que lo atravesaba. Las piedras verdes desmenuzadas incrustadas hasta el hueso. DOCUMENTO ANEXO: 21/6/68. Titular y subtitular del Los Angeles Herald Express: