EL EX VICEPRESIDENTE MANTIENE LA VENTAJA EN LOS ESTADOS CLAVE

DOCUMENTO ANEXO: 30/10/68. Titular y subtitular del San Francisco Chronicle:

NIXON CONTRA HUMPHREY: ¿UN MARGEN DEMASIADO AJUSTADO?

UNOS BROMISTAS CAUSAN DISTURBIOS EN LOS ACTOS DE CAMPAÑA DE HUMPHREY. SUS

COLABORADORES ACUSAN A LA CAMPAÑA DE NIXON.

DOCUMENTO ANEXO: 1/11/68. Artículo del Los Angeles Times:

EL ASESINATO DEL MERCADER DE ODIO, TODAVÍA NO RESUELTO

La víctima llamaba a su palaciega mansión de Beverly Hills «la casa que construyó el odio», por lo que, para muchos, no es sorprendente que el doctor Fred T. Hiltz, que fue dentista, jugador de golf profesional y presunto informante del FBI, tuviera un final tan horrible en ese mismísimo lugar.

El 14 de septiembre de este año, el doctor fue tiroteado en el refugio antiaéreo de su patio trasero y el caso sigue sin resolverse. Hay sospechosos: la banda de atracadores que han tomado a familias pudientes como rehenes en Brentwood y en la playa de Newport. Pero algunos periodistas locales y los teóricos de la conspiración no lo tienen tan claro. El doctor Hiltz era un famoso proveedor de panfletos incitadores de odio perversamente redactados en los que atacaba tanto a los blancos como a las minorías raciales y se rumorea que tenía un escondite en el Patio lleno de dinero, se había casado muchas veces y al parecer había tenido abundantes aventuras amorosas con mujeres provocativas. El capitán de la policía de Beverly Hills, Mike Gustodas, ha dicho a los reporteros: «El doctor Hiltz tenía relaciones inestables, se dedicaba a un negocio sucio y a nosotros, eso es una vida complicada.»

Sin embargo, es la oficina del FBI de Los Ángeles la que está llevando el peso de la investigación del caso Hiltz y es precisamente ese hecho lo que más intriga a ciertos políticos y teóricos de la conspiración. El capitán Gustodas no ha tenido respuesta para esa pregunta y se ha limitado a afirmar que el FBI le ha usurpado el caso al DPBH «por razones de seguridad nacional».

John Leahy, agente especial del FBI destinado en Los Ángeles, ha dicho a los reporteros: «Sí, es un caso políticamente delicado, y existe un peligro, aunque menor, para la seguridad nacional. No puedo revelar todavía los detalles, pero, cuando el Buró practique una detención, si la practica, recibirán información completa del caso.»

Corre un rumor especialmente insistente, y es que al doctor Hiltz lo mató un grupo de militantes negros como declaración de intenciones política. El agente especial Leahy no tiene tiempo para esa teoría: «Me parece ridícula», ha dicho. «Ningún grupo de militantes negros ha reivindicado la acción, y creo además que el peligro de esos grupos ha sido tremendamente exagerado por la prensa.»

Mientras, la investigación del caso Hiltz continúa.

DOCUMENTO ANEXO: 2/11/68 Titular del Dallas Morning News:

LA CARRERA NIXON-HUMPHREY, DE LO MÁS IGUALADA

DOCUMENTO ANEXO: 3/11/68. Titular del Hartford Courant:

NIXON Y HUMPHREY, EN EL ÚLTIMO ESFUERZO POR CAPTAR VOTOS

DOCUMENTO ANEXO: 4/11/68. Extraído del diario guardado en secreto de Karen Sifakis. Los Ángeles,

4 de noviembre de 1968

Nixon va a ganar. Humphrey está atrapado con la violencia atenuada de la guerra de LBJ y los americanos quieren un diálogo creíble sobre el final de la guerra aderezado con papilla reaccionaria que los haga sentir bien respecto a retirarse de la guerra (y, en realidad, a perderla) y Nixon les está diciendo exactamente lo que quieren oír. Chicago fue un desastre, no sólo porque afianzó la victoria de Nixon, sino porque hizo que la izquierda pareciera rencorosa, insignificante, perversa, dividida y cómica. El pecado de la autocomplacencia. Debo tomar nota de mis tendencias autocomplacientes y tengo que empezar a clasificarlas como mala conducta y trazar así una clara línea moral que me impida su práctica.

Dina ha empezado a hacerme las inevitables preguntas de niña lista sobre Dwight y CSLL y mi relación con los dos hombres. Por supuesto, no puedo decirle que CSLL y yo somos políticamente compatibles pero no camaradas y que no hemos tenido nunca una relación verdaderamente apasionada pero que somos amigos porque compartimos ciertos ideales y el hecho de ser sus padres. CSLL sabe de Dwight, pero no lo menciona nunca. Dina, perspicaz y demasiado sofisticada, nunca menciona a Dwight delante de CSLL porque sabe que lo heriría y porque entiende que eso podría afectar de manera adversa a mi relación con Dwight. Dina tenderá a dividirlo todo en compartimentos como yo y quizás herede mi afición por los hombres dramáticos y dudosos. A Dina le cae mejor Dwight que su padre, porque Dwight es fiero con el mundo pero muy dulce con ella, porque lleva pistola, porque yo demuestro mi afecto hacia él de un modo que no hago con su padre, lo cual la hace sentir debidamente amada como hija y le da seguridad. Y, como es una niña inteligente, comprende algo que yo sólo había imaginado: que Dwight y yo somos verdaderamente camaradas.

Es nuestra pasión de amantes y el tierno trueque de nuestros roles e ideales antitéticos. Es que los dos queremos algo (más allá del otro) muy puro y profundo, y que yo tengo un lenguaje para ello mientras que él, no. Sigo pensando en troikas. Dwight, mi marido tanto tiempo ausente y yo somos uno. Y ahora, formo la chispa de la bujía de Dwight y Joan Klein. No estoy celosa, pero Dwight se siente poderosamente atraído por ella. He distado mucho de ser sincera sobre mi relación con Joan, porque no estoy segura de cuántas de las diversas historias rumoreadas y reales acerca de Joan debo revelar a un hombre que, al fin y al cabo, es un agente de policía y un matón derechista. Dwight me lo dijo al principio: los informantes y los operadores callan información por su seguridad y la de los que los rodean. Esa idea me guía en mis mentiras por omisión. Joan fue durante un tiempo informante del FBI, pero ignoro el nombre de su operador o si él tachó

datos en su expediente. Conozco profundamente a Joan desde hace muchos años. Políticamente, no confío más en ella de lo que confío en Dwight.

En cierto modo, Dwight me preocupa. Está perdiendo peso, duerme peor que nunca y habla en sueños. Yo sigo preguntándole en broma si puedo volar el monte Rushmore y él, medio en broma, me dice que sí. Me está dando demasiada libertad. ¿Lo hace porque se siente culpable? Sigo pensando que lleva la carga de un hecho inconmensurablemente horrible del que yo tal vez nunca llegue a saber nada, no sea que destruya mi amor por él o me haga amarlo mucho más. Me pregunto cuántos años tendrá

Dina (y Ella, a la que llevo en mis entrañas) cuando descubra la verdad de los hombres y las mujeres. Dwight y yo hacemos nuestros trueques. Me pregunto qué forma adquirirán los trueques que él haga con Joan. El mundo que compartimos es humanamente incuantificable e ideológicamente confuso. ¿Cuál de ellos dos es capaz de llevar a cabo el mal o el bien más aceptable?

DOCUMENTO ANEXO: 5/11/68. Extraído del diario de Marshall E. Bowen.

L.A. Sur,

5 de noviembre de 1968

Fue mi segunda paliza a manos de mis antiguos —y futuros, una vez que termine esta operación-hermanos del DPLA. De la primera salí mejor librado porque el guión del señor Holly me había preparado para ella. El señor Holly no llegó a presenciar este segundo encuentro y, cuando volvamos a vernos cara a cara, las heridas ya se me habrán curado. Puede que le cuente el incidente, critique mi actuación espontánea y le pida que los agentes implicados en él no reciban sanciones disciplinarias. O no. Puede que le cuente que el incidente propició que hiciera nuevos amigos maravillosos. O no. Mi imprevisto rescatador fue Jomo Kenyatta Clarkson, ministro de Propaganda, del grupo de nombre disparatado, el Frente de Liberación Mau Mau, junto con sus amigos Shondell y Bobby. Jomo es parlanchín y claramente psicópata y continúa ostentando el récord del mundo en pista en el uso de la palabra hijoputa en una sola frase. En sus brazos lleva cicatrices de machete que él mismo se infligió como homenaje a la matanza de colonizadores británicos que llevó a cabo el verdadero Jomo Kenyatta en Kenia, en 1947, aproximadamente. Jomo y sus amigos me llevaron al hospital Morningside, donde un simpático médico blanco, que había tratado a Jomo su herida de bala más reciente, me curó las heridas y me inyectó demerol. La inyección me calmó el dolor, me subió el ánimo y me permitió dejar de repetir las palabras «Scotty Bennett te manda recuerdos» en una secuencia casi continua. Quería ir a casa y descansar pero Jomo dijo que ni soñarlo y decidió que hiciéramos una ronda de bares.

Fuimos a varios clubes nocturnos. Conocí a muchos varones negros todos vestidos de negro, con unas prendas como las que el señor Holly me ha instado a comprar. Me parecieron atractivas pero no es realmente mi estilo. Presencié un espectáculo sexual de lesbianas en El Bollo de Betty y Jomo me exhibió delante de todo el mundo en El Patio del Sultán Sam, en El Otro Mundo de Mr. Mitch y en El Nido de Nat. Me aceleré y actué; el señor Holly habría estado orgulloso de mí. Describí repetidas veces la paliza que me habían dado los «cerdos del DPLA» y no tuve que mencionar en ningún momento mi condición de ex cerdo porque soy una celebridad local y mi antigua ocupación es algo implícitamente preexistente en el spiritus mundi del gueto. Seguí diciendo cosas ridículas como «no te cortes» y «mola, hermano» y la risa no se me escapó ni una sola vez. El resto de la noche y el día y la noche siguientes los tengo borrosos. Jomo me llevó al sitio donde trabaja, la compañía de taxis Black Cat, donde vi a un jefe muy gordo comer un cubo entero de dos kilos de helado. Llegado cierto punto, empecé a dormirme. Jomo me obligó a tomar varias cucharadas de cocaína, lo cual me soltó la lengua. Era como una experiencia de estar fuera del cuerpo, propiciada por el alcohol, las drogas, una conmoción sostenida y muchas semanas de estrés a duras penas controlado, excitación y asombro, todo ello filtrado a través de lo que el señor Holly llama mi «instinto innato de actor». Critiqué el racismo institucional del DPLA en concreto y la América blanca racista en general y era consciente de que, mientras lo hacía, estaba deleitando a Jomo y sus amigos, ya que yo me lo creía y no me lo creía a la vez, pues era como si otra parte de mí se hallara en otro nivel de la bifurcación, dirigiendo la actuación y disfrutando de ella. No recuerdo exactamente lo que dije, pero sé que hablé en los límites de mi capacidad mental y el poder de mi oratoria. Visto a posteriori, me pareció demagogia, análisis social y fervor apostólico todo mezclado en un solo discurso. Y lo que me resulta más asombroso —y que al señor Holly no le parecerá asombroso en absoluto— es que no sé si creo o no una palabra de lo que dije. Después del Black Cat, fuimos al piso de Jomo en la Ochenta y Nueve Este. Allí había mucha gente y todos eran negros. Oí

seis historias de odio a los jodidos cerdos del DPLA, yo conté otras seis y conocí a dos tipos cuyos dos hermanos atracadores habían muerto tiroteados por Scotty Bennett, «el rey de los cerdos». Jomo intentó pasarme a una chica color café con leche, buen tipo y el cabello afro teñido, pero yo me excusé diciendo algo sobre mi «zorra habitual». Jomo me acomodó en una habitación decorada con carteles revolucionarios y llena de montones de pasquines con polémicas fatuas y dormí muchas horas.

Soñé lo que cabía esperar y mis sueños tuvieron fácil explicación, en vista de la exagerada fijación de mi vida. Había olas verdes informes que representaban las esmeraldas y las formas postradas, dobladas o triplicadas espacialmente, mi persistente necesidad inconsciente de saber qué ocurrió en la Ochenta y Cuatro con Budlong. En un momento dado, vi a una mujer blanca con una larga melena oscura surcada de hebras grises, mirándome, pero ella/esa cosa sólo era bruma. Muchas horas más tarde, cuando salí trastabillando de la casa de Jomo, en la sala de estar había dos docenas de personas que me dedicaron una gran ovación. Fue un reconocimiento superlativo de mi actuación.

Me he mudado a un piso decrépito en la frontera con Watts.

He empezado a pasar tiempo en el Black Cat.

Mi reclutamiento por parte del FLMM y/o la ATN es inminente pero no voy a apresurar las cosas. Quiero que esta actuación dure. Es mi circuito de regreso al 24 de febrero de 1964. Cada parte de mí privada de derechos civiles sabe que es cierto.

49

(Las Vegas, 5/11/68)

Ganó Dick el Tramposo. Por poco, pero no por un estrecho margen. Ganó por más de un pelo de coño de rata. Carlos dio una fiesta. Su suite de imitación romana, mormones y mafiosos, resultados de las elecciones en televisión. Las chicas de compañía contaban historias de que se la habían mamado a JFK. Farlan dijo que Nixon no era un hombre de mamadas. Le iba más hacer de esclavo en un rollo sadomaso. Se emborracharía y bombardearía cualquier país de mierda del Tercer Mundo. Freiría a unos niños y luego se le olvidaría. Llamaría a una chica morbosa con un látigo para que volviera a darle marcha.

Los invitados sobrios agitaban banderitas. Los invitados borrachos llevaban sombreros de elefante. En los hoteles de Hughes lanzaban fuegos artificiales: ¡Viva Nixon! En rojo, blanco y azul.

Wayne paseó. Farlan Brown le mostró la nota de agradecimiento de Drácula. Drac alababa el trabajo duro de Wayne y su asistencia química. Farlan mencionó los vuelos chárter de la compañía de Hughes a los casinos extranjeros. Empecemos enseguida.

Más fuegos artificiales. En el Landmark habían puesto un neón con la cara de Nixon en la marquesina.

—El mamón sigue necesitando un afeitado —dijo Farlan.

—Las ubicaciones de los casinos —dijo Sam—. Tenemos que mandar a Mesplède hacia allí cuanto antes.

—Nicaragua tiene tendencia a volverse comunista.

—Nixon pondrá de presidente a un títere proamericano. Sabe que necesita un hombre fuerte que dé descanso eterno a los rojos.

—La R.D. es lo mejor. Tiene gobierno estable desde la guerra del 65. El nuevo jefe es un enano maricón. Lo único que quiere es un poco de pasta americana y un bonito par de zapatos con plataformas elevadoras.

—Sam tiene a esa novia dominicana que lo lleva de acá para allá cogido de la polla. Le ha hecho creer que los dominicanos son blancos.

—Celia es una estufa de carbón —dijo Carlos—. Cruza a Haití y busca pichas negras.

—Los italianos son de constitución más fuerte que los negros de mierda. —Sam se agarró la entrepierna.

—¿De dónde has sacado eso?-preguntó Carlos.

—Se lo dijo el papa Juan XXIII —se rio Santo—. Fueron juntos a un burdel con unas monjas negratas. Carlos le tendió a Wayne una caja de donuts.

—Muchas gracias por todo, paisano. Lo de Hughes, lo de Nixon, todo el asunto.

El camino de vuelta le tomó horas. Todos los hoteles habían enloquecido con Nixon y habían puesto carteles estúpidos. Por culpa de ello, había atascos de tráfico. Dick el Tramposo aparecía mormonizado y mafioso. Nixon era bueno para el negocio. Los Chicos acababan de comprarse cuatro años de vacas gordas.

El Stardust estaba en pleno aturdimiento nixoniano. Los legisladores contaban historias de «conozco a Dick» al tiempo que jugaban a las tragaperras. Wayne subió por la escalera. Cuando estaba en el pasillo oyó que sonaba el teléfono. Una llamada a las tres de la madrugada. Oh, mierda.

Corrió y lo cogió. Oyó a Mary Beth en la habitación.

—Wayne Tedrow, ¿quién es?

—Llamada de larga distancia, señor. Espere, le hablará el presidente electo Nixon. Wayne tragó saliva. La línea hizo dos clics. Wayne oyó ruido de fondo y la voz del Hombre.

—Gracias por todo el trabajo. Cuente con mi cooperación.

Clic. ¿Qué?¿Ha sido real?

Wayne entró en el dormitorio. Mary Beth miraba la televisión. El Hombre hizo la V de victoria. Se le saltó un botón de la camisa.

Ella bajó el sonido.

—¿Quién llamaba tan tarde?

—No te lo vas a creer.

Ella sonrió y señaló la caja de donuts. Wayne la dejó caer en la cama. De ella salieron cincuenta de los grandes. Mary Beth gritó y se tapó la boca.

—Es mi fondo para buscar a tu hijo.

Aquella hermosa esmeralda estaba en la almohada de Mary Beth. Ella la lanzó junto al dinero. 50

(Los Ángeles, Las Vegas, Washington D.C., 6/11/68 — 24/12/68)

Nervios, vueltas en la cabeza, sueño intermitente. Con los calidoscopios de Memphis en medio. Una copa y una pastilla eran intermitentemente insuficientes. El motel Lorraine había cambiado de forma. Viñetas de odio transformadas. Gárgolas negras con capuchas del Klan.

Karen estaba preocupada. Lo veía ponerse rudo y no podía evitarlo. Como Se Llame seguía pasando por allí y fastidiándoles la vida. Su embarazo avanzaba, tenía más visitas médicas, llevó a su familia al Este por Navidad. Estaba intrigada por lo intrigado que él estaba con Joan Klein.

Wayne trabajaba en las tachaduras del expediente de Joan. El chico era un genio, quizá podía quemar la tinta negra y atravesarla.

Le enseñó a Joan la foto del pedófilo pateado de mala manera. Joan habló de favor por favor a lo Karen Sifakis. Delató a una banda de Cleveland que mandaba bombas por correo, una detención múltiple que acaparó titulares. Él dijo: «Gracias, señorita Klein.» Ella dijo: «De nada, señor Holly.»

El soplo emocionó al señor Hoover durante seis segundos. Su capacidad de mantener la atención en algo había quedado reducida al tamaño de una tira cómica. Su monomanía había aumentado hasta alcanzar el tamaño de una novela rusa. Odiaba a los militantes negros como había odiado a los rojos en 1919. Hablaba del peligro real de los militantes negros y de un peligro en gran medida imaginado. Sufría accesos de tos y extrañas confusiones. El doctor King se partía el culo en el cielo. El jefe de los negros de mierda había resucitado, igual que todos los negros de mierda reales e imaginados y el viejo sarasa era impotente. Pero todavía era peligroso. Todavía tenía expedientes con trapos sucios de todo el mundo, incluido Dwight Holly, alias el Ejecutor.

El señor Hoover estaba encantado con la OPERACIÓN HERMANO MAAALO. Dwight le dijo que a Marsh Bowen lo cortejaban la ATN y el FLMM. No le dijo que había pagado a dos polis para que le patearan su negro culo. Bowen no le había dicho nada de la paliza y evitó los encuentros cara a cara hasta que se le curaron las heridas. La vanidad era clave para el hermano Marshall E. Bowen. El desdén describía al hermano Bowen de manera secundaria. Era la diva con una abyecta necesidad de público y desprecio hacia él en la misma proporción. Era un actor brillante y brillantemente complejo. Seducía, traicionaba y atrapaba con una insolencia y un savoir faire de «el espectáculo debe continuar». La paliza parecía haberle fracturado el ego y haberle imbuido una mayor circunspección. La paliza aportó al hermano Bowen un conmovedor prestigio en L.A. Sur. Lo que se necesitaba ahora: un enlace que mantuviera contacto diariamente con el hermano Bowen. Hizo que Don Crutchfield lo siguiera y lo vigilara. El hermano Bowen estaba pisando la raya. La pregunta ominosa del momento: el hermano Bowen, ¿cruzaría su camino con la camarada Joan Klein?

Él la llamaba «señorita Klein», pero cuando pensaba en ella era «Joan». Poseía una naturaleza epónima. Las tachaduras de su expediente y la resistencia a hablar de su pasado le picaban la curiosidad. Ella había viajado mucho. Organizaba protestas izquierdistas en todo el mundo. Organizadora, mediadora, sospechosa en un atraco a mano armada. Panfletista, informante, académica renegada.

Dime lo que quiero saber.

No sé por qué lo necesito.

Le dio a Joan un teléfono con desmodulador. Eso le permitía llamarlo sin posibilidad de que rastreasen la llamada. Ella lo llamaba casi todas las noches. Cuando hablaban de la vida privada de ambos, observaban el protocolo informante-operador. Él no le contaba el alcance completo de su relación con Karen Sifakis. Joan no mencionaba a Karen en absoluto. No hablaban de negocios. Guardaban esas conversaciones para sus llamadas a teléfonos públicos. Joan le dijo que tenía un dinero para él. Él le preguntó de qué dinero se trataba. Ella respondió que Leander Jackson había sacado un beneficio de la cocaína del agente Holly. La camarada Klein pensaba que ella debía devolver su porcentaje. Él le dijo que se quedara con el dinero. Ella le dio las gracias. Era todo tan espléndidamente honrado...

Discutieron y hablaron de política. Él preparó preguntas indirectas sobre su vida y relaciones. Joan las rechazó con brusquedad ocasional y humor seco. La parte de poli que había en él se había lanzado sobre ella. El resto de él titubeaba un paso más atrás. Joan tenía pisos francos. Habían estado en barrios ricos y bien camuflados. Ella había evitado cumplir condena en prisión. Debía de haber más expedientes policiales sobre ella. Buscó información sobre sus antepasados izquierdistas y no encontró nada.

Karen compartía su escaso conocimiento de Joan con un resentimiento distante. Holly estaba seguro de que Joan sabía más de él que lo que él sabía de ella. Aquella disparidad lo tenía sin aliento.

Estaba trazando caminos interiores en el barrio negro. Wayne había introducido a Milt Chargin para que ayudara al gordo a gestionar la compañía de taxis Black Cat. El comediante blanco y el gigante negro se habían acoplado como un perfecto equipo de negocios. El DPLA enfrió la investigación del ataque a la compañía de taxis Big Boy. El propietario traficaba con vehículos robados y querían verlo neutralizado. La muerte del doctor Fred se desvaneció hasta tener un estatus de última página en la prensa. Jack Leahy sobornó a algunos reporteros con pasta del Buró y les dijo: «Esto, vamos a dejarlo estar, ¿de acuerdo?» El artículo del LA Times fue la última mención importante del caso. Wayne concertó una cita con el presidente del Banco Popular. Las cosas podían ponerse feas. Los chicos querían recuperar su banco. Los federales querían información. Algunas noches patrulló por el barrio negro. Lo estimulaba y lo fatigaba y a veces conseguía dormirse antes del alba. La vida del gueto de madrugada era terriblemente seductora. Los polis de Antivicio se ponían guantes de goma para cachear a las putas transexuales. Las tiendas de discos ponían música zulú y vendían muñecos en forma de cerdo del DPLA. Los polis los compraban y los ponían en la antena del coche. Él escuchaba la radio revolucionaria. Emisoras pirata que emitían desde bares y mezquitas musulmanas. Le dijo a Joan que su canción favorita era «Blue Genocide», de Mohamed Mao y los Cazadores de Cerdos. Joan le había dicho: «Veo que va aprendiendo, camarada Dwight.»

Alguna vez, patrullando, se había encontrado a Scotty Bennett. A Scotty le gustaba la comida afro. En la Cocina de la Hermana Silvia le servían gratis. Scotty siempre dejaba propinas generosas.

Tiene que haber una guerra entre la ATN y el FLMM. Marsh Bowen tiene que propiciarla. Los narcóticos tienen que desempeñar un papel importante. Tiene que detenerse antes de la catástrofe o Karen no se lo perdonará. La situación tiene que ponerse violenta. Tiene que proporcionarle los objetivos que le han encomendado y promover los objetivos de la camarada Joan. Tiene que llevarlos a los dos al mismo sitio, de forma que ella le diga dónde ha estado y lo que sabe. 51

(Los Ángeles, 24/12/68)

Feliz Navidad.

Recibió la consabida postal y los cinco dólares de su madre. Esta postal llevaba matasellos de Racine, Wisconsin. Le llevó a su padre el consabido billete de cien dólares y un emparedado Reuben. Su padre lo mandó a tomar por culo como siempre y se meó en sus zapatos.

Recuerda: trabajar en el expediente de tu madre. Hacer pesquisas en el DP de Racine. Recuerda: el fichero de tu caso está

actualizado. Tu caso está paralizado. Recuerda: mueve el culo hacia la fantástica R.D. y Haití, vampirizado por el vudú. Nochebuena, el solar de los colaboradores de los detectives, la Navidad judía de Clyde Duber. Comida para llevar y cerveza de barril. Cócteles junto a los surtidores de gasolina, estimulantes gratis por cortesía de la farmacia de prescripción rápida. Crutch paseó. Estaba colocado de anfetaminas y sentía la tristeza típica de la Navidad. Wayne había enviado al franchute a Panamá. A tomar por culo, ese país. Todos los caminos llevaban a la R.D. Todos los informes de reconocimientos de terreno apuntarían hacia allí.

Phil Irwin magreaba a una negra en el ascensor de servicio. Scotty Bennett había traído a unas cuantas bailarinas para que animaran el cotarro. El coche de Buzz Duber era la Zona de Mamadas de Santa Claus. Fred Otash repartía fichas para su casino de Las Vegas. Bobby Gallard jugaba a dados con Clyde y Chick Weiss. Utilizaban la bandera del Vietcong de Scotty como manta.

Crutch siguió paseando, cada vez más triste. Estaba aburrido. Dwight Holly lo había retirado del trabajo de seguir a Marsh Bowen. Él se había callado que Bowen era maricón y se lo reservaba hasta que pudiera obtener alguna ventaja de ello. De todos modos, continuó con la vigilancia. Tal vez lo llevaría a algún sitio. Clyde lo tenía trabajando en divorcios a tiempo completo. Buzz había abandonado «el caso». Nunca había tenido demasiado conocimiento de él ni suficientes huevos para afrontarlo. Buzz era un tipo que sólo quería reír y follar. Donald Linscott Crutchfield había matado a diez comunistas. Arland Duber, alias Buzz, extorsionaba a las putas para que le hicieran mamadas.

Scotty paseó. Bobby Gallard se acercó a él. Eh, jefe, ese menda de Bowen se ha hecho famoso por la bulla que tuvo con usted.

Scotty sonrió y guiñó un ojo.

Scotty señaló los dieciochos de su pajarita.

Scotty dibujo un diecinueve en el aire.

Navidades de mirón.

Crutch pasó ante la casa de Julie, la casa de Peggy y la casa de Kay. Las chicas tenían su misma edad. Siempre se intercambiaban los regalos después de la cena. Cada año, los papás ponían las mismas luces en la fachada. Crutch conocía las costumbres.

La vista de la ventana de Julie era mejor que la del año pasado. Los padres del Julie le habían regalado al gilipollas de su novio un par de calcetines de reno. El chaval puso cara de «vaya mierda». Julie le dio unos codazos. Ya vale, pórtate bien. La familia bebió ponche caliente. Papá se puso rojo esclerótico. El gilipollas arrastró los pies y mostró una alianza de boda. Papá y mamá gritaron de alegría. El hermano de Julie había muerto en la Primera con Arden. Un choque entre dos coches, a finales del 62. Kenny esnifaba cola y era un artista del exhibicionismo. Se la enseñó a una novia de Buzz llamada Jane Hayes. Buzz y Crutch le habían dado una buena paliza en el 61.

El número de Julie estaba en su apogeo. ¡Bravo, serás tan feliz! Crutch condujo hasta la casa de Peggy y la casa de Kay. Las cortinas estaban corridas. Siguiente parada: La Segunda con Plymouth.

Ventanas iluminadas. No había adornos navideños en el jardín. Dana Lund tenía gusto. Crutch apagó los faros y esperó. Iluminó el salpicadero con la linterna y le puso a Joan luces de Navidad. Su cerebro viajó: la cara de Joan y la historia de Dana. Su marido, Bob, había muerto en Corea. Por aquel entonces, Chrissie tenía cuatro años. Dana volvió a trabajar de enfermera y vendiendo terrenos a tiempo parcial. Había nacido en 1915. En marzo cumpliría cincuenta y cuatro años. Salía con tipos ricos intermitentemente. A mediados del 63, había empezado a retocarse los cabellos grises. Crutch lo había notado enseguida. Chrissie cruzó la sala. Dana la siguió. Crutch contuvo las lágrimas. Dana llevaba el jersey que le había comprado el día que pensaba que iba a morir.

Opciones: la Iglesia luterana de la Trinidad o la nueva palanca de Marsh Bowen. A veces, el servicio religioso de medianoche le quitaba la tristeza de la Navidad. No, nada de eso. El pastor conocía su fama de mirón y lo odiaba. Todavía estaba muy estimulado. Eso, por defecto, significaba el barrio negro.

Marsh Bowen sufría una regresión racial. Su casa de Denker era de negro rico. Su casa en la Ochenta y Seis Este era una cueva de negros asquerosos. Pilones de hormigón, barrotes en las ventanas, pintura negrodélica. Consulta el reloj: las 12:51 de la madrugada.

Crutch aparcó y esperó. La radio le proporcionó distracción. Oyó villancicos navideños y al Hermano Bobby X, en directo desde El Bollo de Betty. El Hermano Bobby cargaba contra los judíos y deseaba a los negros un feliz Año Nuevo de muerte a la pasma. Marsh Bowen salió a la 1:14. Nueva ropa: de buena hechura y toda negraaa.

Bowen pasó junto a su coche y, montando en el suyo, bajó por Imperial Highway. Lleno de luces brillantes: gasolineras y cafeterías abiertas toda la noche.

Dale ventaja. Está demasiado cerca. Te verá.

Crutch esperó dos minutos y fue hacia el sur. Al llegar a la esquina, miró en las dos direcciones. No vio peatones. Circuló

despacio por delante de Goody-Goody y el Carolina Pines, grandes ventanales en ambos lugares. Ahí está Bowen, en el Pines, solo, tomando un café.

El local estaba semidesierto. Crutch aparcó y paseó despacio. Alerta de maricones: Bowen miraba de arriba abajo a todos los hombres solos.

Entra, acércate, escucha lo que dice.

Crutch se instaló a dos mesas de distancia. Veía a Bowen de espaldas. La camarera le trajo café. Ah, qué bueno, recargaré mis propulsores.

Bowen mató el rato y consultó el reloj. Alerta de maricones: un mexicano gordo lo miró con mueca presuntuosa. Bowen se estremeció y agachó la cabeza.

Crutch vigiló la puerta. Se abrió. Parpadeó. No podía ser. Se frotó los ojos. Sí. No. Sí. Joan Klein entró y se sentó con Bowen. Se quitó el abrigo. Sonrió. Se quitó la boina y sacudió la cabeza para que se le soltara la melena.

Se limpió las gafas con una servilleta. Sin ellas parecía mayor. Llevaba un vestido de punto negro. Llevaba tapada la cicatriz del brazo. Crutch sintió calor/frío/calor/frío/calor/frío.

Joan y Bowen hablaron. Lo hacían sotto voce. Crutch se frotaba las orejas pero no oía un carajo. Bowen bebió café. Joan bebió café y fumó. Una pareja blanca miró cabreada a la pareja mixta. Joan tocó el brazo de Bowen, una, dos, tres veces. Bowen dio un respingo las tres veces. Crutch captó ondas sonoras. Captó la voz ronca de Joan. La voz lo atravesaba y lo quemaba por dentro.

Bowen mantenía la cabeza gacha. Sus ojos nunca se encontraban. Joan habla más, está en el ajo, Bowen es homorrefractario. Joan había besado a Gretchen/Celia aquella noche en la casa alquilada.

Crutch se inclinó más hacia ellos. Le latían los oídos. No pudo leer los labios de Joan. Bowen tosió y dijo: «Un extraño sueño que tuve contigo.» Joan habló un poco más alto. Dijo: «Piso franco.»

Eso fue todo. Nada más. Volvieron a hablar en voz baja y...

Crutch quedó desconectado, volvió a iniciar los circuitos y se reconectó.

Piso franco, casa de alquiler, la falsa azafata Gretchen/Celia. Dirección falsa: «Un piso franco comunista.»

Crutch dejó un dólar en la mesa y se marchó despacio.

Piso franco, casa de alquiler, casa de muerte. Confluencia, proximidad.

Entró gracias a sus herramientas. La casa de los horrores, tercera visita.

No había hippies ni indigentes borrachos ocupándola. Nada había cambiado desde la última vez. Más humedad, nuevo hedor invernal, decadencia acelerada. Las tablas del suelo crujían más fuerte, el aire frío picaba más. Su última visita. Tenía que hacer daños visibles. No podría regresar. La presencia de ella allí era una posibilidad muy remota. Tenía que intentarlo.

Ganzúas, palanca, pata de cabra, linterna. Un estetoscopio adaptado a ladrones de casas. Faltaban tres horas para el alba. Recorrió la casa de arriba abajo. Abrió todos los cajones y registró todos los estantes. Rajó las tapicerías de los muebles. Miró detrás de todos los cuadros y levantó todas las alfombras.

La casa estaba fría. Un sudor frío lo empapaba. Dejó caer las herramientas, se secó las manos y siguió adelante. Se encaramó a una escalera y registró todas las paredes y vigas del techo. En el desván pegó a las ratas con una pala e inspeccionó cada centímetro. Levantó las tablas del suelo de la planta baja y miró entre telarañas, nidos de insectos y porquería. Llovía. El alba rompía despacio. Aquello le daría más tiempo. Iba cubierto de polvo. El sudor se convertía en un fino barro. Golpeó todos los paneles de las paredes. Se puso el estetoscopio en las orejas y escuchó para ver si sonaba a hueco. Era el día de Navidad. Oyó campanas de iglesia. Casi se echó a llorar.

Fuera pasaban las nubes. Se coló un poco de luz diurna. Vio un escalón suelto casi arriba de todo de la escalera. Lo pisó. Era la parte superior del escalón. Los clavos estaban sueltos y las dos piezas se movían. Vio una separación de tres centímetros. Levantó la tabla con la palanca y encontró un escondrijo: tenía medio metro de largo y quince centímetros de alto. Dentro había:

Una recortada del.38 oxidada. Munición de pistola oxidada. Cuatro panfletos castristas cubiertos de mildiu. Nueve panfletos a favor de los espaldas mojadas. Un cartel de «ESTADOS UNIDOS, FUERA DE VIETNAM». Una pequeña libreta de notas: páginas grapadas, tinta emborronada y texto erosionado en toda ella. Una fecha visible: 6/12/62. Crutch acercó la linterna a las páginas y forzó la vista. No distinguía las palabras. Vio números y tuvo una intuición: precios del cambio de moneda extranjera. Captó la idea general: actas de reuniones de algún grupo comunista. Página a página, el texto se volvía más borroso. En la parte inferior de la última página había tres firmas claras. Terry Bergeron, Thomas F. Narduno, Joan R. Klein.

ELLA.

Crutch tocó su nombre. Sudaba y goteaba barro. La página se le hizo pedazos en la mano. Le llamó la atención algo más. «Thomas F. Narduno.» Un rompecabezas para el cerebro. Se quedó un rato allí plantado. De repente, recordó.

Los periódicos de St. Louis. El artículo sobre los muertos de la Grapevine. La víctima izquierdista casual: Thomas F. Narduno.

Vació el escondite. Lo metió todo en la caja de herramientas. Oyó de nuevo campanas de iglesia. Salió y se quedó bajo la lluvia con el aliento entrecortado.

52

(Los Ángeles, 26/12/68)

—Dentro del ultimátum, tiene opciones, señor —dijo Wayne—. Vamos a concederle una considerable autonomía. Dwight puso los ojos en blanco.

—Es un miembro fiel y leal de la comunidad negra local y un correo de dinero del Partido Demócrata. Eso se lo concedo.

¿Más allá de eso? Es un blanqueador de dinero mafioso compinchado con los Chicos y lo único que le pedimos es más de lo mismo.

La oficina tenía paredes de paneles de roble. Las sillas eran de cuero verde. El óleo de MLK dominaba la sala. Wayne se obligó a desviar los ojos de él.

—Los hermanos de por aquí lo llaman «Lionel el Lavandero». Se parece a ese tipo de la caja de detergente. Lo llaman «Don Limpio».

Lionel Thornton hizo una mueca presuntuosa. Medía metro cincuenta y ocho. Su mesa era de dos metros por uno. Wayne y Dwight se habían sentado en sillas pequeñas. Él tenía un trono. Wayne y Dwight eran blancos grandes. Él era un negro pequeño. Las rayas de su traje eran las más finas del mundo.

—Blanquea dinero de la construcción destinado al extranjero y la astilla que se defrauda al fisco procedente de los casinos. Sigue siendo presidente del banco. Ayuda al señor Hoover y al señor Holly dándoles la información que le pidan y a cambio de eso se queda el tres por ciento de cada centavo que blanquee.

Thornton sonrió. Dwight tarareó el anuncio de Don Limpio. Wayne apartó la vista del doctor King. Dwight sacó sus cigarrillos. Thornton sacudió la cabeza. Dwight empezó a encender uno. Wayne lo detuvo.

—Subiré al tres y medio, un aumento de sueldo del cinco para sus empleados y de un quince por ciento para usted. En mi portafolios hay veinte mil dólares. Ésa es su bonificación por colaborar.

Thornton encendió un cigarrillo y echó el humo hacia Dwight. Dwight se levantó. Wayne le dio un toque en el pie. Dwight volvió a sentarse y se cruzó de brazos.

El doctor King en óleos bruñidos. Más atractivo que al natural.

—Deme también el portafolios —dijo Thornton.

Wayne asintió. Dwight sonrió. Fuera sonó un disparo. Dwight se sobresaltó y se llevó la mano a la pistolera. Ese maldito retrato. Paneles de roble en un barrio negro de chabolas.

—El señor Hoover tiene en marcha una operación —dijo Thornton—. La presencia del señor Holly aquí así lo atestigua. Supongo que están pugnando con unos militantes negros ilusos. Les deseo lo mejor, pero no puedo ser su informante ni ofrecerles una supervisión directa del banco, ni llevar libros de contabilidad separados para ustedes. Wayne asintió. A Dwight le palpitaba el pecho. Wayne vio que la camisa se le movía. Thornton se puso en pie y se balanceó

en sus zapatos de plataforma.

—Un último favor. Para el señor Holly, creo. He visto que lleva una porra en el cinturón. Sonaron disparos superpuestos. Más cerca.

—El ex marido de mi mujer me molesta. Me gustaría que desistiera.

Zumbó un intercomunicador. Wayne y Dwight se pusieron en pie. Thornton señaló el retrato.

—Unos blancos hijos de puta como ustedes lo mataron, pero al final su voz triunfará.

—Eso espero, señor —dijo Wayne.

Redecoró el laboratorio. Se deshizo del equipo de cocinar heroína y añadió un collage. Las fotos de Reginald lo rodeaban por las cuatro paredes.

Hizo espacio para un archivo. Llevó cajas de fichas y resmas de papel. Trabajó con las fichas de Inteligencia del DPLV. Sabía construir expedientes y sumar información. Mary Beth le había comprado un jersey de cachemira para la Navidad. Él le había dicho que lo que realmente quería era un teletipo.

«Tienes todas esas fotos de mi hijo y no tienes ninguna mía», le había dicho Mary Beth. Él replicó que quería encontrar a su hijo porque a ella ya la había encontrado. Ella le dijo que siguiera adelante. Él le dijo que cada vez que la veía, tenía una apariencia distinta, por lo que las fotos estropearían la sorpresa. Ella le dijo que siguiera adelante. Él dijo que nunca se habían visto fuera de la suite del hotel. Imaginaba su apariencia fuera, en el mundo.

El espacio para archivo tenía posibilidades. El laboratorio era pequeño y estaba bien equipado. Tenía un espectroscopio, un fluoroscopio y los componentes químicos necesarios para trabajar en las páginas de Dwight. Wayne desconectó el teléfono y se sentó a trabajar. Un rato antes había hablado con Carlos y Farlan Brown. Las noticias: Lionel Thornton había aceptado. Las noticias de Farlan: el presidente electo iba a enviar cartas de presentación para el personal que buscaría la ubicación de los casinos. También incluía pases para la farra de la toma de posesión. Divertido, pero Mesplède quería al cretino de Crutchfield en el equipo. Wayne se ablandó. El cretino trabajaba barato y, llegado el caso, podía encargarse de alguna tarea molesta. Al menda había que atarlo corto.

El trabajo químico que le había encargado Dwight era improbable y agotador. Las páginas estaban tratadas con ácido carbónico y, si se le aplicaban productos cáusticos, ardían. Llevaba trabajando en ello a tiempo parcial más de dos meses. Había destruido dos tercios del expediente de Joan Rosen Klein y no había conseguido recuperar ninguna tachadura. Aquella mañana había tenido una idea. Lanzar luz espectroscópica y fluoroscópica en las marcas de la máquina de escribir. Bombardear las líneas de la tinta con rayos de contraste. Frotar ácido hidróxico de pH elevado en las letras y ver qué se forma y qué se erosiona.

Preparó los tubos de luz, los documentos, la base ácida y las torundas. Se puso gafas de aumento ahumadas. Deslizó una página tachada en un secante absorbente. Dejó que las luces volaran. Entrecerró los ojos y creyó ver una S, una J, una R y una K mayúsculas casi microscópicamente delineadas. Advirtió que había extrapolado. Conocía la jerga que utilizaba el FBI en los expedientes y sus deducciones lo habían llevado a «SUJETO JOAN ROSEN KLEIN» y nada más. Pero:

Podía sacrificar esa línea de tinta. Podía buscar las otras letras mayúsculas que lógicamente seguían a aquéllas. De ese modo podía refinar la iluminación y la técnica de aplicación.

Ahora, más luz. Desde distintos ángulos. Más ácido hidróxico, más/menos/más/menos... Echó ácido sobre la posible «JOAN ROSEN KL» hasta el secante. El ácido se acumuló y burbujeó. Las marcas de la máquina de escribir de «EIN» aparecieron débiles en la página.

Wayne tembló. Sacó la página de prueba e introdujo la página marcada como «cómplices conocidos». Contó catorce líneas tachadas de tinta y bajó las luces. Frotó el ácido hidróxico. Quemó líneas de tinta, las hizo desvanecer, las volvió borrosas y obtuvo las marcas de la máquina de escribir completamente ilegibles. Bizqueó. Ajustó las luces y quemó papel. Ajustó las luces y obtuvo borrones. Ajustó las luces, volvió a frotar y obtuvo los números visibles «7412». Más quemadas, más borrones, una U, una L, una T. Ajustó las luces y frotó otra vez. Obtuvo las marcas limpias de la máquina de escribir: «Thomas Frank Narduno.»

53

(Los Ángeles, 27/12/68)

Los guantes de defensa personal rompían huesos y te protegían las manos. Multiplicaban el daño que hacían y minimizaban el daño que se hacía el que pegaba.

Dwight atizaba a un boxeador negro de pesos gallo llamado Durward Johnson. Lionel Thornton miraba. Johnson se parecía a Billy Eckstine menos en el bigote. El asunto tuvo lugar detrás de la casa de Johnson. La zona de Baldwin Hills era de negros acomodados. La calle trasera estaba asfaltada. Las vallas de las casas estaban decoradas con luces de Navidad. Dwight soltó puñetazos. No se aplicó mucho y, a pesar de ello, rompió huesos. Thornton había estipulado que le pegara en la cara. Johnson se agarró a una tela metálica para no caer. Thornton se mantuvo alejado del alcance de las salpicaduras. Directos y derechazos. Las mejillas y la mandíbula. No le jodas los ojos ni el cerebro. La nariz se rompió sonoramente. Los dientes resbalaron sobre su lengua partida. Las costuras de los guantes de Dwight reventaron y de ellas salieron cojinetes. A Johnson se le cayó el tupé.

Se mantuvo derecho. Escupió un puente dental roto y alcanzó los zapatos de Thornton. Thornton hizo una mueca presuntuosa.

—Me follé a tu mujer, negro de mierda —le espetó Johnson.

Dwight le propinó un potente derechazo. Johnson se agarró a la tela metálica con las dos manos. Dwight se situó y esta vez se aplicó de veras. El golpe alcanzó a Johnson de pleno y lo derribó junto con un trozo de tela metálica. Dwight cayó con ellos. El mundo se puso boca abajo. Las luces navideñas brillaban encima de él. Se puso en pie y ayudó a Johnson a levantarse. Thornton se había marchado. Johnson se coló en el patio trasero del vecino y se desplomó en una tumbona. Dwight se quitó los guantes y volvió a su coche. Bajo el limpiaparabrisas había una tarjeta de visita. Sargento Robert S. Bennett/División de atracos/DPLA. Debajo: «En el Vince and Paul dentro de una hora.»

Aquel pedófilo era una mierda. El tipo abusaba de los niños y Joan quería que le hicieran daño. Le mostró a Joan la Polaroid. El pervertido había recibido una soberana paliza. Entonces Joan le tocó el brazo. Él se inclinó hacia ella y dejaron que sus manos se rozaran. Se quedaron en aquella postura para decirse algo.

Durward Johnson era un saco de mierda. Thornton era un enano desatinado. Las manos le dolían. Era una situación desagradable. Le entraba aquella sed de ponerse hasta el culo de priva y esconderse.

Dwight flexionó las manos. Tenía dos dedos luxados. Le sangraban las cutículas. Tenía cojinetes bajo las uñas. Antes del trabajo de Johnson había llamado a Joan. Hablaron de la toma de posesión de Nixon. Ella dijo que algunos rojos que iban por libre viajarían en avión al D.C. Tenían armas que podían rastrearse hasta un atraco a un banco de Florida. Habían planeado ponerse máscaras de Nixon y robar tres bancos la noche de la toma de posesión. Joan le dio los nombres y las direcciones.

Dwight llamó a la oficina de Miami. El equipo del banco detuvo a los cabrones en el aeropuerto. Iban hacia Austin, Tejas. Habían planeado atracar tres bancos vestidos de LBJ.

Entonces llamó a Karen. Le ofreció la voladura de un monumento para celebrar la detención. Karen iba hacia el hospital. Eleanora quería salir ya. Dwight oyó a Como Se Llame como ruido de fondo.

Vince and Paul estaba poco concurrido. Las camareras iban vestidas de Santa Claus. Dwight se sacó tres cojinetes de las uñas y manchó de sangre el mantel. Ordenó su única copa del día y nada más.

La camarera le trajo un whisky doble. El primer sorbo lo caldeó, el segundo encendió una alarma. Notó que sus piernas cobraban vida. Scotty Bennett se acomodaba en el reservado.

—Tendría que habérmelo dicho.

—¿Y quién se lo dijo?-Dwight removió la bebida.

—Los polis a los que pagó para que pegaran a Bowen.

—Entonces, vayan mis disculpas por delante. Es una operación del señor Hoover. Quería pasarlo a usted por alto.

—Usted está infiltrando a Bowen. —Scotty sorbió su bourbon con hielo—. Como los Panteras y los EE.UU. ya están muy infiltrados, envía a Bowen a la ATN y al FLMM.

—Extraoficialmente, sí —dijo Dwight—. Oficialmente, nuestras mayores posibilidades de éxito se derivan del altercado de Bowen con usted.

—Enderecemos este asunto. —Scotty chupó un cubito—. Quiero ver todos los informes sobre Bowen y toda la información archivada por el Buró.

—No —respondió Dwight.

Scotty mató su bebida. Su novia camarera le trajo otra.

—La AFN y el FLMM son unos payasos. No merecen que se trabaje en ellos. En el asiento de un retrete no sabrían encontrarse el culo.

—Discrepo. —Dwight sacudió la cabeza.

—¿Por qué?

—Son criminales profesionales con agravios válidos. Un sector nada despreciable de esta sociedad condona sus actos. En este tipo de organizaciones hay una norma básica. El psicópata más feroz asume el liderazgo y crea el programa, y la ATN y el FLMM tienen unos cuantos que son fuera de lo común.

—Habla como un abogado —sonrió Scotty.

—Es que lo soy.

—Y conoce a los psicópatas porque ha pasado veinte años haciendo trabajos violentos para el señor Hoover. Dwight levantó el vaso. Touché.

—Lo que no me creo es eso de los «agravios válidos».

—Vamos, sargento. Los dos somos policías blancos. No hemos creado el mundo pero ambos sabemos cómo funciona y ambos sabemos que no se puede permitir que las gentes de color cabreadas se aprovechen de la situación y quieran joder al mundo porque los de su raza han recibido maltrato y unos jóvenes blancos drogados piensen que son gente enrollada. Scotty hizo chasquear los nudillos

—Si Bowen la caga, por sí mismo o en el contexto en que usted lo ha situado, no dudaré en detenerlo por ello. Eso significa cualquier acción criminal. Eso significa que actuaré unilateralmente, sin temerles a usted, al señor Hoover, al jefe Reddin o cualquier otro que esté implicado en esta operación.

Dwight hizo chasquear los nudillos. Se le vieron los puños de la camisa. Los tenía manchados de sangre.

—¿Guardará silencio sobre esta operación?

—Sí.

—¿Desistirá de tender una trampa a Bowen o de perseguirlo activamente?

—Sí.

—¿Me informará de cualquier soplo que reciba sobre la ATN y el FLMM?

—No.

—¿Dejará en paz a la ATN y al FLMM mientras dure esta operación?

—No.

—Suponga que paso por encima de usted y hablo directamente con el jefe Reddin.

—No lo hará —sonrió Scotty—. Los dos sabemos adónde nos llevaría eso.

—Retrocedamos un paso y hagámonos alguna concesión —sonrió Dwight.

—Yo primero —dijo Scotty—. ¿Me informará de cualquier atraco a mano armada inminente que vayan a llevar a cabo miembros de la ATN o del FLMM?

—Sí. Mis parámetros operativos son muy estrictos en eso. Bowen me informará de los robos inminentes y yo le informaré a usted.

—¿Y si Bowen no los conoce y yo me entero de esos robos inminentes?

—Entonces, aumente su prestigio y cárguese a esos cabrones con mis mejores deseos.

—¿Y cuál es mi concesión?-Scotty levantó el vaso.

—Hable del odio que siente por Bowen con otros policías, con sus informantes, con cualquiera que le escuche. Cuanto más le odie, más influencia tendrá él sobre los hermanos.

—Eso no es demasiada concesión. —Scotty se encogió de hombros—. De todos modos, ya lo estoy haciendo. La gramola se puso en marcha. La música sonó muy ALTA. Dwight la desenchufó. La música descendió y murió. Dwight se ganó unas cuantas miradas desconcertadas.

Scotty se desperezó. Se le vio todo el instrumental. Pistolera, pistola bajo la axila, nudillos, navaja.

—Es Navidad. Pídale otra concesión a Santa Claus.

—Procure no matar a Marsh Bowen. Va contra la naturaleza de usted, pero es lo que debe hacer un blanco sensato.

—Trato hecho. —Su novia camarera se acercó. Él le indicó con un gesto que se alejara.

—Tengo muchos informantes en el lado sur, ¿sabe?

—Sí, ya sé que los tiene.

—Hoy me ha llegado un bonito soplo.

—Escucho.

—Marsh Bowen es maricón.

El hospital mandó un telegrama al local. Eleanora Sifakis, tres kilos trescientos gramos, sana. «La madre lo llamará pronto.»

Dwight se sirvió solamente una copa más y se puso hielo en las manos. Su cabeza viraba bruscamente. Karen/Joan, Karen/Joan, Karen/Joan.

Sorbió la bebida. Se alivió los dedos. Su cabeza viraba bruscamente con Eleanora en la tierra y Marsh Bowen como maricón. El teléfono sonó a las 23:14.

Lo cogió. Era Wayne.

—He quemado casi todas las páginas del expediente y lo único que he conseguido es el nombre de un cómplice conocido. Thomas Frank Narduno. He oído campanas pero no sé dónde. ¿Te suena de algo?

Unas campanas enormes:

La víctima izquierdista de la Grapevine. Sospechoso de atracos en Nueva York y en Ohio. En el cadáver se encontraron aparatos de escucha.

Wayne hablaba de fluoroscopios y ácido hidróxido. Dwight colgó y se sirvió solamente una copa más. La bebida lo abrasó y le provocó estremecimientos. Dwight marcó el número de teléfono con desmodulador. En esos teléfonos no sonaba la señal. Sólo un débil:

—Hola, señor Holly.

—Puedo dormir contigo esta noche?

—Sí —respondió Joan.

54

(En aguas cubanas, 27/12/68)

Aletas y olas agitadas. Mesplède tiró carnada. Los tiburones saltaron alto a cogerla. El claro de luna los hacía resplandecer. La lancha motora había salido del cayo de Boca Chico. Su destino: Playa de Varadero, Cuba. Mesplède lo había llamado en L.A. Wayne lo había aprobado para los viajes a Nicaragua y a la R.D. del mes siguiente. El franchute había enviado un informe negativo sobre Panamá. Panamá quedaba fuera. Nicaragua también recibiría una valoración negativa. La R.D conseguiría la aprobación. Cuba estaba cerca. Su caso estaba todo ahí. Crutch tomó dramamina. Estaba verde del mareo. Quería fortificarse: priva, pastillas, hachís. El franchute había dicho nyet.

—Esto será íntimo, Donald. Quiero ver tu rendimiento.

Llevaban cuarenta millas recorridas. Llevaban ropa militar gastada y la cara tiznada. Llevaban cuchillos de combate y Magnums con silenciador envueltas en plástico.

La escolta de tiburones cabeceó y saltó. Mesplède les habló como si fueran bebés. La carnada eran vísceras de gato. Mesplède tenía un compinche con un pit bull asesino de gatos llamado Batista. Batista era un veterano del Kuerpo Kanino de la bahía de Cochinos. Ansiaba matar gatos en una Cuba libre.

La lancha zumbaba y aplastaba olas. Crutch luchó contra los recuerdos: La casa de los horrores, el acta de la reunión, Joan Klein y Thomas Frank Narduno.

Un tiburón rozó la lancha. Mesplède le hizo fiestas. La carnada olía diez veces peor que la mierda de gato. Llegaron al punto de las diez millas. La carnada se acabó. Mesplède apagó el motor y dejó que las olas los acercaran. El oleaje los llevó a la orilla. Golpes, salpicaduras y agua en la lancha hasta las rodillas. Crutch tomó más dramanina y respiró hondo.

Divisaron la orilla. Soltaron el ancla en unos bajíos a unos sesenta metros de la orilla. Llevaban binoculares infrarrojos. Vieron a cuatro milicianos jugando a cartas en una mesa plegable.

Inteligencia de los exiliados. Un tipo del Consejo para la Libertad Cubana le había dado un soplo al franchute. Los jugadores de cartas: todos torturadores de la cárcel de La Cabaña. Allí castraban a insurgentes derechistas. Los martes por la noche salían de sus barracones y jugaban a cartas.

La lancha estaba amarrada. Los gritos de las gaviotas ocultaban el sonido de las cuerdas contra las rocas. Crutch se puso las gafas. Mesplède se puso una máscara. Llevaban las armas envueltas en tres capas de plástico. Se metieron en el agua. Estaba helada. Nadaron en diagonal. Una línea de árboles de la playa ocultaba la luna. Los que jugaban a cartas fumaban. Las puntas de los cigarrillos brillaban. Eran pequeños adminículos que les permitían ver. Llegaron a la playa y se tiraron al suelo. La arena oscura y la arena blanca los cubrieron. Se quitaron la máscara y las gafas. Respiraron mejor. Crutch comió arena y peleó con los calambres de estómago.

Estaban a tres metros de la mesa. Dos formas rodando por la arena. Cinco objetivos, doce balas. A quemarropa. Mesplède dio la señal. Se pusieron boca abajo, dos manos apuntaron y dispararon. Los cañones destellaron, los silenciadores emitieron un sonido vacío, oyeron el impacto corporal. Saltaron astillas de la mesa. Vieron que los cigarrillos caían. Oyeron impactos en el cráneo y vieron a dos hombres que se desplomaban hacia delante.

Quedaban tres en pie. Unos objetivos con gran masa corporal. Tres hombres que hablaban y desabrochaban las pistoleras. Mesplède disparó. Crutch disparó. Les arrancaron las piernas, los derribaron y les dispararon en el estómago. Crutch hundió

la cabeza y comió arena.

Eco del silenciador y ruido de las olas. Las gaviotas gritando y nadie abre fuego como respuesta. Crutch alzó la cabeza. Mesplède se hallaba junto a la mesa. Había sacado la linterna. Crutch se acercó. Tres muertos. Cinco puntas de cigarrillo que todavía brillaban. —Córtales el cuero cabelludo —dijo el franchute. Crutch sacudió la cabeza. El franchute lo agarró del pelo y lo arrastró hasta la mesa. Crutch se golpeó las rodillas y se hundió

en la arena. Tenía a un hombre sin cara a un beso de distancia. El hombre tenía la línea del cabello quemada por la pólvora. Colgaba un trozo de piel.

El franchute miró. Crutch sacó su cuchillo. Dijo una idiota plegaria infantil y hundió la hoja. Pasó del pedazo de piel que colgaba y entró desde la cuenca del ojo.

55

(Las Vegas, 27/12/68

Estaban en la cama y Mary Beth llevaba el jersey que le había regalado él. Le estaba demasiado grande. Escondía la barbilla dentro del cuello de cisne y lo miraba. Se subía las mangas hasta cubrirse las manos.

—No hay ninguna garantía de que vayas a encontrar a mi hijo, pero estás decidido a emplear ese dinero y ese tiempo de todos modos.

Las cortinas del dormitorio estaban descorridas. Los neones de Nixon estaban apagados. Ahora los hoteles vendían la alegría de la Navidad. Los neones verdes le recordaban aquella esmeralda. Era como un sueño revivido.

—No hay ninguna garantía de que lo encuentre, pero mi intuición sigue diciendo L.A. Estoy montando una red de informantes allí, por lo que siempre cabe la posibilidad de que surja algo.

—¿Has hecho antes alguna cosa parecida?

Wayne se separó de ella. Notó su champú en la almohada, acercó la nariz y lo olió.

—Encontraste a Wendell Durfee, ¿verdad?-preguntó ella.

—Sí —respondió, mirándola.

—¿Y lo mataste?

—Sí.

Apoyó la cabeza en la almohada y lo miró a los ojos desde muy cerca. Lo hacía muy a menudo. Decía que los dos tenían aquellas vetas verdes.

—Eso ya me lo imaginaba, cariño.

56

(Los Ángeles, 27/12/68)

El Buró tenía una suite en el Statler del centro de la ciudad. El bebé de Karen había nacido a cuatro manzanas de distancia. Joan llevaba un vestido rojo. Dwight llevaba su traje gris más de federal.

En Wilshire parpadeaban luces navideñas. El anterior ocupante había dejado una botella de Ten High. Joan vio las manos heridas de Dwight y se las lavó con bourbon y una manopla. Le escoció. Dwight contuvo las lágrimas. Pensó en Thomas F. Narduno y se pregunto qué sabía Joan acerca de todo. Pensó en Karen y en Eleanora.

—Cuídate las manos —dijo Joan—. Tienes cincuenta y dos años.

—¿Cómo lo sabes?

—No te lo diré.

—Qué quieres de todo esto?

—Dime qué significa «todo esto».

—El trabajo. La oper...

—Estoy aquí porque quiero. —Joan le tocó los labios—. Si tú no me lo hubieses pedido, te lo habría pedido yo. Las manos le ardían. Se le escapó alguna lágrima. Joan se puso de puntillas y se las secó de las mejillas a base de besos. Las luces de fuera los bañaban en colores extraños.

Se dejaron caer en la cama. Joan le sostuvo la cabeza y lo besó. Su aliento olía a cigarrillos y a vino. Le limpió las lágrimas con el pulgar.

Él la abrazó. Las manos no le servían de nada. Quería agarrarle el pelo. Sabía que aquello sería un martirio para las manos. No soportaba aquel sentimentalismo. Si le tocaba el cabello se haría daño y ya nunca querría parar. Ella le echó la cabeza hacia atrás. Lo besó. Se inclinó sobre él y le agarró las muñecas y dejó que la melena le cayera encima. Él olisqueó los cabellos oscuros y mordió las hebras grises y la obligó a abrir las piernas con las rodillas. Ella le levantó los brazos y le inmovilizó las muñecas por encima de la cabeza. Las luces jugaban con el vello de su axila y con la marca de cuchillo del brazo. Ella vio que él lo quería. Le soltó las muñecas y lo dejó rodar de costado. Levantó los brazos y dejó que él la besara allí. Él se oyó jadear y los vio a los dos desnudos y supo que había perdido la noción del tiempo. Ella decía cosas. No eran exactamente palabras. Acaso fuera su nombre. Ella lo abrazó con ternura. Le tomó las manos suavemente y las dejó que rozaran aquí y allá. Él besó todos los lugares que sus manos habían tocado. Ella le sostuvo las manos y la cabeza allí en cada momento. Separó las piernas para que él la tocara y la saboreara allí y fuese retenido allí. Ella jadeó al tiempo que él jadeaba y los ojos le ardían de todas las lágrimas y las manos ya no le dolían.

DOCUMENTO ANEXO: 12/1/68. Extraído del diario de Marshall E. Bowen.

Me cortejan. El ritmo es más lento del que al señor Holly le gustaría. Tanto la ATN como el FLMM me han encontrado, junto con los Panteras y los EE.UU. Eldridge Cleaver me ha invitado a almorzar. Ha traído consigo a un dudoso agente literario, que quería que escribiera unas memorias tituladas Hermano Cerdo: Un ex policía habla claro sobre lo que ocurre dentro del genocida DPLA. Decliné la oferta. El señor Cleaver me miró con suspicacia. En el gueto corre el rumor de que el señor Cleaver es un informante muy bien situado e informa a enlaces de distintas comisiones federales contra el crimen que ya no confían en que el señor Hoover valore la información de una manera racional. El hermano Cleaver tiene aspecto de informante/arribista, y creo que quizá lo haya visto en mí.

He dicho que no a los Panteras y a los EE.UU. Mi relación con Jomo Clarkson hace que me incline hacia el FLMM. Se rumorea que Jomo atraca licorerías. Si me entero de algo más concreto al respecto, informaré de ello al señor Holly. Los clubes del lado sur son los principales brazos reclutadores de las dos organizaciones. Si uno frecuenta El Patio del Sultán Sam, El Bollo de Betty, El Nido de Nat, El Otro Mundo de Mitch, La Zorra Altiva, la sala de fiestas de Tommy Tucker y el Carolina Pines de Imperial Highway, los hermanos de ATN/FLMM lo abordarán. Son gentes que hablan sin ton ni son, que te halagan un poco y te instan a asistir a manifestaciones y a otras actividades programadas. Les gusta hablar y contar sus acciones delictivas. He conocido a macarras, falsificadores de entradas y ladrones que roban en librerías pornográficas. Un miembro de la ATN me dio licor de 95 grados de la destilería de su sótano y me llevó a un partido de los Lakers con entradas falsas. Ezzard Jones, un miembro destacado de la ATN que además posee un título en Teología falso, pide fondos con un éxito limitado en las iglesias del lado sur y se queja de que su novia se está enrollando con Joan, esa blanca persistente. Benny Boles me abordó en una barbacoa de la ATN y se me dispararon todas las alarmas. Fue condenado por atraco a mano armada en el 64 y, al parecer, en 1958 mató a su amante, que era chapero. Leander Jackson es agradable, con su leve cantinela haitiana, fastidioso en sus conversaciones sobre el vudú y difícil de imaginar como traficante de armas, ex miembro de la policía secreta haitiana Tonton Macoute e importante conducto a los grupos izquierdistas del Caribe. J. T. McCarver monta timbas de dados para el FLMM, es un famoso ladrón de farmacias y suministra cócteles de pastillas a los estudiantes del Instituto Jordan, mientras que Claude Cantrell Torrance, ministro de Finanzas y de la Extorsión del FLMM, suministra a los alumnos de la Escuela de Artes Manuales. (Nota: los miembros del FLMM son seguidores del equipo de fútbol de la Escuela de Artes Manuales; los ATN son seguidores del Instituto Jordan, y ambos grupos reparten intermitentemente panfletos de odio contra los blancos y mata a la pasma en los dos centros.)

Ambos grupos promueven programas para dar desayunos saludables a los niños pobres del gueto. A los blancos liberales les parece encantador y donan dinero que el FLMM y la ATN gastan en suministros para los panfletos, droga y armas. Los desayunos son actos muy entrañables y la prensa, excesivamente afectuosa con ellos, les dedica artículos y fotografías. La comida que sirven en esos desayunos se obtiene extorsionando a los comerciantes locales y los niños comen productos excesivamente endulzados. Después de los desayunos del domingo, suele haber unos actos llamados

«convivencias», en los que se sirven Bloody Marys, se toma comida afro y se fuman porros. Son momentos hilarantes, de mensajes contradictorios y mezcla de razas. Sí, tío, queremos matar a la pasma, tío, y destruir la estructura de poder de los blancos, tío, pero tú nos pareces enrollado.

Y todos esos blancos cabrones y estúpidos creen que son enrollados. Y esos blancos cabrones y estúpidos se sienten exaltados en presencia de militantes negros tan en la onda.

Así, el FLMM y la ATN son rivales y yo me muevo entre los dos grupos y mantengo los ojos abiertos. En los dos grupos hay individuos perversamente malos, pero no veo que esa maldad se filtre a los demás miembros ni que la maldad agresiva de los grupos vaya en aumento. Los dos grupos tienen armas escondidas en pisos francos (al parecer, Joan Klein guarda armas de miembros de la ATN), pero ambos grupos mantienen una relación amorosa con las armas porque son la manifestación implícita de su masculinidad, aunque rara vez las portan ya que temen las redadas callejeras del DPLA. Se habla mucho de traficar con heroína para financiar la revolución, pero la «revolución» es, para esa gente, un libro de historietas cómicas, una quimera de polémica racista y dudo de que puedan juntar una cantidad significante de dinero para comprar heroína.

Así pues, se dedican a la venta de propaganda, a organizar fiestas y manifestaciones, a ir de bares y a fanfarronear en abundancia. Los dos grupos venden ediciones del Libro Rojo de Mao y Los condenados de la tierra, de Franz Fanon. He leído ambos libros y ambos contienen sabiduría. Habida cuenta de mi vida en Los Ángeles, de las horribles historias sobre la vida que sufrieron mis padres en el sur, mi propia experiencia en el DPLA y las dos auspiciosas palizas que he recibido del DPLA, me solidarizo todo lo que me permiten mi alma y psique divididas en compartimentos. Pero ¿una revolución? ¿Conseguir algo que no sea un bien social efímero e incidental? Esas personas se pierden en el juego pueril y egoísta de querer estar en la cresta de la ola. Las cosas al final irán mal y mis esfuerzos encaminados a la represión y la desarticulación tal vez se conviertan en mi bien social efímero e incidental.

Al «bien social» no puedo dedicarle ni una pizca más de tinta. Estoy aquí por la aventura y para resolver el atraco al furgón blindado y recoger el máximo beneficio económico posible.

Me cortejan. Yo escucho y aprendo. Creo que, dentro de muy poco, y basándose en lecturas erróneas de mi pasado como policía, me reclutarán para realizar específicamente actividades criminales.

A veces veo a Scotty Bennett patrullando. Siempre nos saludamos y nos guiñamos un ojo porque los dos nos aferramos a la idea del estoicismo y de comportarse con amabilidad mientras albergamos grandes emociones y odio. Scotty me regaló la llave de entrada al gueto y yo se lo agradezco muchísimo.

Ahora creo que ya he puesto las dos palizas en perspectiva. Siento que me están acercando más al dinero, las esmeraldas y los secretos del 24/2/64.

El señor Holly y yo seguimos hablando por teléfono público cada tres o cuatro días. Está buscando un enlace que me pase instrucciones de una forma más regular mientras él sigue dirigiendo la operación. He cedido a «la inclinación» en el Queen Ann Park varias veces desde Navidad y tengo que recordarme que debo ser más precavido y discreto. En Nochebuena tomé un café con Joan. Me pareció que se me insinuaba y, aunque no me va, en cierta manera, me afectó. La noche que dormí en casa de Jomo la vi o soñé con ella, lo cual es extraño en sí mismo. Las mujeres, en general, me resultan difíciles y a Joan la encuentro inquietante y un poco aterrorizante. Tal vez ponga por escrito mis percepciones y se las haga llegar al señor Holly. El señor Holly continúa preocupándome. Me descubro pensando en él mucho más de lo que debería. DOCUMENTO ANEXO: 16/1/69. Extraído del diario de Karen Sifakis, guardado en secreto. 16 de enero de 1969

Eleanora berrea y me tiene despierta toda la noche y advierto que la alegría de Dina como niña crecida y ser moral en desarrollo me ha embotado para el debilitante régimen de una nueva maternidad, en esta ocasión a los cuarenta y cuatro años. No duermo, CSLL está siempre en L.A., para ayudarme, su presencia constante obstaculiza mi vida interior y de ningún modo compensa la ayuda que me presta con Eleanora. Desde que nació Eleanora, no he vuelto a ver a Dwight. La presencia de CSLL

lo ha impedido. Dina echa de menos a Dwight y pregunta por él cuando CSLL no la oye. Yo le aseguro que pronto regresará

para contarle historias perfectamente saneadas de sus aventuras con el FBI.

Anoche me hizo preguntas sobre J. Edgard Hoover. Su padre le ha contado historias (demasiado vívidas) de las cobardes acciones de Hoover durante el Terror Rojo (1919-1920). Dina me preguntó (de nuevo sin que Como Se Llame la oyera) por qué su padre odiaba tanto a Hoover mientras que Dwight lo tenía en gran estima. No le dije que Dwight y Hoover comparten una compleja historia moral y que su padre es un ideólogo ingobernablemente agraviado. Y que Dwight es un tipo confuso por todas esas ideas contrapuestas sobre la autoridad y que considera mejor explicar a los niños historias reconfortantes. Dina no lo entendió, lo cual es comprensible. Me pregunto cuán lejos ha llegado Dwight sirviendo al señor Hoover como pago de la deuda que tiene con ese hombre.

He traído a Eleanora a un casto matrimonio con dobleces y a un mundo lleno de conflictos y con Richard Nixon dispuesto a tomar posesión de la Casa Blanca. Dwight pronto le comprará extraños muñecos de peluche, como los cocodrilos que le trajo a Dina, y Eleanora crecerá creyendo que los depredadores (¡como Dwight!) son tiernos y mimosos. Y llegará un momento en que me pedirá a mí que le confirme todo esto. Si soy sincera, admitiré mi gran amor por ese hombre, lo que explicará por qué

los ositos que su padre le trajo no poseen ninguna influencia emocional.

Echo de menos a Dwight. Voy a echar pronto a Como Se Llame de la ciudad para que podamos vernos y Dwight conozca a Eleanora. Creo que está colgado de Joan Klein, lo noto. Como siempre, rezo para que mis maniobras y las conexiones que he facilitado causen más el bien que el mal.

57

(Washington D.C., 21/1/69)

—Hemos soportado una larga noche del espíritu americano, pero mientras nuestros ojos vislumbran los primeros rayos tenues del alba, no maldigamos la oscuridad aún queda. Avancemos hacia la luz.

Tenían asientos de palco para el gran discurso. Habían preferido pases para el desfile. Tenían entradas para seis bailes de la toma de posesión.

El nuevo presidente se sumergía en los aplausos.

—Es un tipo blando —dijo el franchute—. Tendremos que circunvenir su falta de apoyo a la Causa cubana. Crutch se tocó la aguja de la solapa. Oro macizo de 15 quilates. Había cortado los cueros cabelludos y no había vomitado. El franchute le había regalado la aguja. Celebraba su estatus de asesino a quemarropa. Todavía tenía pesadillas con aquella cuenca de ojo.

—Nuestro destino no nos ofrece la copa de la desesperación, sino el cáliz de la oportunidad. Aprovechémosla pues, no con temor sino con alegría...

Ahí está LBJ, exhausto y perverso. Ahí está Earl Warren, ahí, Pat, la frau de Dick, y ahí, el ex vicepresidente Humphrey. ¡Eh, calvo, el francés y yo te hemos jodido bien!

Nixon recibió vítores y todo el mundo, puesto en pie, aplaudió. El franchute hizo como que roncaba. El senador Charles H. Percy lo miró mal.

Todo el mundo se quedó en pie y saboreó el momento. Crutch memorizó detalles. Las hijas de LBJ, unas terneritas. Algunos Kennedy descarriados. ¡Eh, hijos de puta, el franchute se cargó a vuestro tío Jack!

Crutch se quedó de pie, aplaudiendo. La gente pasaba junto a él. Pensó en su madre y en Dana Lund. Se tocó la aguja de la solapa. Pensó en Joan. Pensó en su caso y en la cercanía de la R.D. El Tramposo pasó junto a él. Aquella mañana había apurado bien el afeitado. El Tramposo había pasado la Segunda Guerra Mundial en un atolón sin japoneses. Él, en cambio, había matado comunistas a quemarropa. Jack K había matado japos en su patrullera 109. Chorradas. Los barcos no contaban. Jack no había matado a quemarropa.

La gente empezó a dispersarse. Crutch rememorizó.

—Disfruta del papel extremadamente pequeño que has desempeñado en todo esto, Donald —le dijo Mesplède—, pero recuerda que nuestro destino está al sur de aquí.

—Dímelo otra vez, francés. Me gustará oírlo repetido.

—¿El qué?

—Dime que vamos a hacer dinero para comprar armas y cargarnos a los castristas.

—Vamos a vender heroína.

Saltaron de un baile a otro. El D.C. era todo limusinas y monumentos iluminados. El aire olía a pólvora. Casi toda procedía de los fuegos artificiales. El resto era de los negros de mierda que disparaban en el barrio de los negros de mierda. Yippies con máscaras de Nixon serpenteaban entre el tráfico. Crutch vio un asalto con intento de robo junto al monumento de Lincoln. Compartían limusina con unos peces gordos del Partido Republicano y con Ronald Reagan. Crutch le dijo a Reagan que le gustaba mucho Los hellcats de la Armada. Al gobernador Ronnie le cayó bien Crutch y lo llamó «joven compañero».

La acción de un baile a otro fue confusa. Crutch vio un millón de caras famosas. Mickey Mantle, Floyd Patterson, presentadoras de programas de televisión. Y a un J. Edgar Hoover que parecía una momia. Les llegó la noticia de una fiesta que se celebraba en el Hay-Adams. Montaron en un taxi pirata y tardaron dos horas en recorrer seis manzanas. El conductor era un negro jamaicano con el pelo trenzado y una boina de ganchillo. Dijo que era el amante de Pat Nixon. Tenía ganja de cultivo casero. Fumaron unos porros y escucharon su largo relato de viajes. El negro alabó los fantásticos chochos dominicanos y los previno con respecto a Haití. El vudú es real. Uno tiene que llevar un gregre, un buen amuleto africano. Hay que poner un pelo de coño de virgen en un relicario y colgártelo de la polla. Hay que jurar fidelidad al barón Samedi.

Llegaron al Hay-Adams. La carrera les costó doscientos pavos. El hotel le sonó familiar. Crutch captó el quid de la cuestión. El negro había dado muchísimas vueltas.

El vestíbulo era elegante. Mesplède saludó al general Curtis LeMay. LeMay lo saludó con su cigarro puro. Crutch rememorizó. Puertas abiertas/música a todo volumen/Lucy Baines Johnson y un impasible actor maricón bailando el twist del perro guarro.

La fiesta era en la 1014. La puerta estaba abierta, el ruido era brutal, los asistentes, mafiosos y políticos. Crutch miró a la izquierda y vio a Bill Scranton y a Carlos Marcello. Crutch miró a la derecha y vio a Sam Giancana, abrazado a una tipa alta y morena.

Ella se volvió hacia Crutch y Mesplède. La madre que la parió: Gretchen Farr/Celia Reyes.