CAPÍTULO XV

Resultó ser una velada de lo más tranquila. Debba no quiso bañarse en la tienda ni la Viuda tampoco. Tenían miedo de Mwindi, que tenía que traer el agua caliente, y tenían miedo de la gran bañera de lona verde y sus seis patas. Era algo comprensible y comprendido.

Habíamos ido dejando alguna gente en las manyattas masáis y ya habíamos pasado el estadio de las bravatas, y las cosas, en la oscuridad y en un sitio determinado, estaban un poquito tranquilas y no había rechazo alguno ni indicios de ello. Le había dicho a la Viuda que se fuera, pero yo era su protector y no sabía si ella, según las leyes kamba, tenía derecho a estar allí. Yo estaba dispuesto a reconocerle cualquier derecho que tuviera según esas leyes kamba y además era una mujer muy agradable y delicada y de buenas maneras.

El informador había aparecido durante el período de intranquilidad y tanto Debba como yo le habíamos visto robar la botella de grasa de león. Era una botella grande del Grand MacNish y Debba y yo sabíamos que Ngui la había adulterado con grasa de gran elán antes de que él y yo hubiéramos decidido ser hermanos. Era como un whisky al ochenta y seis por ciento en vez de al ciento por ciento y nos despertamos para verlo robarla y Debba se rio muy alegremente, siempre reía alegremente y dijo «Chui tu» y yo dije No hay remedio. La puta gloria, dijo ella.

No teníamos un gran vocabulario y no éramos grandes conversadores y no necesitábamos intérpretes excepto las leyes kamba y nos dormimos uno o dos minutos con la Viuda de implacable guardia. También ella había visto al informador robar la botella con la grasa de león más blanca de lo normal que todos conocíamos bien y había sido su tos lo que había llamado nuestra atención. En ese momento llamé a Msembi, el buen chico duro que hacía de mozo de comedor y era cazador y no campesino kamba pero no era un cazador hábil y desde la guerra se había visto reducido al papel de sirviente. Todos éramos sirvientes puesto que yo servía al gobierno, por medio del Departamento de Caza, y también servía a miss Mary y a una revista llamada Look. Mi servicio a miss Mary se había terminado, temporalmente, con la muerte de su león. Mi servicio a Look se había terminado temporalmente, y yo esperaba que definitivamente. Pero estaba equivocado, por supuesto. Pero ni a Msembi ni a mí nos importaba nada servir y ninguno de los dos habíamos servido ni a nuestro Dios ni a nuestro rey tan bien como para ponernos quisquillosos por eso.

Las únicas leyes son las leyes tribales y yo era un mzee, que significa un anciano que al mismo tiempo conserva la condición de guerrero. Es difícil ser ambas cosas y los mzees más viejos se resienten de la irregularidad de su posición. Hay que desprenderse de alguna cosa, o de todas, y no tratar de mantenerlo todo. Yo aprendí esa lección en un sitio llamado el Schnee Eifel donde fue preciso pasar de las posiciones ofensivas a posiciones defensivas. Renuncias a lo que habías ganado con gran esfuerzo como si no te hubiera costado una perra gorda y te transformas en eminentemente defensivo. Es difícil de hacer y muchas veces deberían fusilarte por hacerlo; pero te fusilarían más de prisa si no hicieras el ajuste.

Así que le había dicho a Msembi que sirviera la cena al cabo de media hora en la tienda comedor y que pusiera la mesa con cubiertos para Debba, para la Viuda y para mí. Quedó absolutamente encantado y lleno de energía y malicia kambas y se fue a llevar las órdenes. Por desgracia las cosas no salieron así. Debba era valiente y la puta gloria es un sitio mucho mejor que el que la mayoría de la gente llegará a alcanzar en su vida. La Viuda sabía que eran órdenes duras y sabía que nadie conquistó África en un día ni en una noche determinados. Pero así es como iba a ser.

Keiti acabó con ello en nombre de su lealtad a los bwanas, a la tribu y a la religión musulmana. Tuvo el valor y el buen gusto de no delegar sus órdenes en nadie y vino y golpeó con los nudillos el poste de la tienda y preguntó si podíamos hablar. Yo podía haber dicho que no; pero soy un chico disciplinado. No con doce de los mejores, según la disciplina de Pop, sino con la disciplina implacable de todas nuestras vidas.

—No tienes derecho a tomar a la joven chica por la fuerza —me dijo Keiti. En esto estaba equivocado. Nunca jamás había habido violencia alguna—. Esto puede causar grave problema.

—Muy bien —dije—. ¿Hablas en nombre de todos los mzees?

—Yo soy el más anciano.

—Entonces dile a tu hijo, que es más viejo que yo, que traiga el coche de caza.

—No está aquí —dijo Keiti, y sabíamos eso y su falta de autoridad sobre sus hijos y por qué Mthuka no era musulmán, pero para mí era demasiado complicado.

—Yo conduciré el coche —dije—. No es una cosa muy difícil.

—Por favor, lleva a la joven chica con su familia. Yo voy contigo si quieres.

—Llevaré a la chica, a la Viuda y al informador.

Ahora Mwindi estaba de pie, con la túnica verde y el gorro, al lado de Keiti porque sabía que para Keiti hablar en inglés era una tortura.

Msembi no pintaba nada allí, pero adoraba a Debba como todos nosotros. Ella fingía dormir y era la esposa que todos hubiéramos deseado comprar, aun sabiendo todos que nunca seríamos dueños de nada que hubiésemos comprado.

Msembi había sido soldado y los dos poderosos ancianos lo sabían y eran conscientes de su traición cuando se convirtieron al islamismo y, puesto que todo el mundo acaba siendo anciano en algún momento, atacó rápidamente su complacencia y con auténtico sentido procesal africano, empleando títulos, que habían sido abolidos, y sus propios conocimientos de la ley kamba, dijo:

—Nuestro bwana puede guardar a la Viuda porque tiene un hijo y él la protege oficialmente.

Keiti asintió con la cabeza y Mwindi asintió con la cabeza.

Para dar por finalizado aquello y lamentándolo mucho por Debba, que en su sensación de gloria ya había comido la cena y dormido la noche como no nos estaba permitido dormirla pero como la habíamos dormido tantas veces sin juicios de aquellos arrogantes ancianos que habían obtenido su rango exclusivamente, no, eso no era justo, por antigüedad, dije hacia el interior de la tienda:

—No hay remedio. Kwenda na shamba.

Ese fue el principio del fin del día de mi vida que más oportunidades de felicidad me había ofrecido.