CAPÍTULO VI
Por la mañana, mucho antes de que hubiera luz, Mwindi nos despertó con el té. Dijo «Hodi» y dejó el té en la mesa de fuera, junto a la puerta de la tienda. Le llevé dentro una taza a Mary y yo me vestí fuera. Estaba nublado y no se veían las estrellas.
Charo y Ngui vinieron en la oscuridad a recoger las armas y los cartuchos y yo me llevé mi té a la mesa cerca de la cual uno de los chicos que atendían la tienda comedor estaba encendiendo el fuego. Mary estaba lavándose y vistiéndose, todavía entre el sueño y el despertar. Fui andando al terreno abierto más allá del cráneo de elefante y los tres arbustos grandes y encontré que la tierra aún estaba completamente mojada al pisar. Se había secado algo durante la noche y estaría más seca que el día anterior. Pero todavía dudaba de si podríamos llevar el coche mucho más allá de donde me figuraba que el león había cazado y estaba seguro de que más allá y entre ahí y el pantano estaría demasiado mojado.
En realidad, pantano estaba mal dicho. Era un verdadero pantano de papiros con mucha agua corriente y tenía más de dos kilómetros de ancho y quizá seis y medio de largo. Pero la zona a la que llamábamos el pantano comprendía también el área de árboles grandes que lo rodeaban. Muchos de ellos estaban en terreno más o menos alto y había algunos muy hermosos. Formaban una franja forestal en torno al auténtico pantano, pero había partes de ese bosque con tanto árbol derrumbado por los elefantes al comer que eran infranqueables. En ese bosque vivían varios rinocerontes; ahora casi siempre había algún elefante y a veces toda una gran manada. Dos manadas de búfalos lo utilizaban también. En la parte más profunda vivían leopardos que cazaban fuera de allí y era el refugio de nuestro león particular cuando bajaba a alimentarse de la caza de los llanos.
Este bosque de árboles grandes, altos y caídos era el límite occidental de la llanura abierta y boscosa y de los hermosos claros que limitaban por el norte con los rasos salobrales y el terreno quebrado de rocas volcánicas que llevaba a la otra gran ciénaga que quedaba entre nuestro territorio y las colinas Chulus. Hacia el este se extendía el desierto en miniatura que era el territorio de los gerenuks y aún más al este había un terreno quebrado de colinas de matorral que luego iba ascendiendo hacia las faldas del Kilimanjaro. No era exactamente así de sencillo, pero así lo parecía en un mapa o desde el centro de la llanura o en la zona de los claros.
La costumbre del león era cazar en la llanura o en los claros quebrados durante la noche y después, una vez saciado, retirarse al cinturón de bosque. Nuestro plan era localizarlo por la presa y acecharlo allí; o tener la suerte de encontrarlo de camino hacia el bosque. Si cogía confianza suficiente como para no volver del todo al bosque podríamos rastrearlo desde la presa hasta dondequiera que descansase después de ir a beber.
Mientras Mary se vestía y después hacía su camino por el sendero que cruzaba el prado hasta el cinturón de árboles donde estaba escondida la tienda de lona verde de las letrinas yo pensaba en el león. Teníamos que sorprenderlo para tener alguna posibilidad de éxito. Mary estaba disparando bien y se sentía segura de sí misma. Pero si había una sola posibilidad de asustarlo o de espantarlo hacia las hierbas altas o al terreno difícil donde ella no podía verlo a causa de su estatura, tendríamos que dejarlo ir para que cogiera confianza. Esperaba que nos encontrásemos con que se había ido después de alimentarse, beber de las aguas superficiales de alguno de los charcos que todavía quedaban entre el barro del llano, y echarse a dormir en alguna de las islas de matorral de la llanura o de las manchas de árboles de los claros.
El coche estaba listo y Mthuka al volante y yo ya había revisado todas las armas cuando volvió Mary. Ya había luz, pero no la suficiente para tirar. Las nubes estaban aún bien abajo de las laderas de la Montaña y no había señales de sol, no obstante, la luz iba creciendo.
Miré el cráneo de elefante a través de la mira del rifle, pero todavía estaba demasiado oscuro para disparar. Ngui y Charo estaban los dos muy serios y solemnes.
—¿Cómo te encuentras, gatita? —le pregunté a Mary.
—Maravillosamente. ¿Cómo crees que me voy a encontrar?
—¿Has ido al Eygene?
—Naturalmente —dijo—. ¿Y tú?
—Sí. Solo estamos esperando a que haya un poco más de luz.
—Para mí hay luz suficiente.
—Para mí no.
—Tendrías que hacer algo con tus ojos.
—Les he dicho que estaríamos de vuelta para el desayuno.
—Eso me dará dolor de cabeza.
—Hemos traído algo. Está en una caja ahí detrás.
—¿Charo me ha traído munición suficiente?
—Pregúntale. Mary habló con Charo, quien le dijo que tenía mingi risasi.
—¿Quieres remangarte la manga derecha? —pregunté—. Me dijiste que te lo recordase.
—No te dije que me lo recordases con un mal humor del demonio.
—¿Por qué no te enfadas con el león en vez de conmigo?
—No estoy enfadada con el león de ninguna de las maneras. ¿Crees que ahora ya tienes bastante luz para poder ver?
—Kwenda na simba —le dije a Mthuka. Y luego a Ngui—: Vete de pie detrás para vigilar.
Arrancamos; los neumáticos agarraban muy bien en la pista, que se iba secando; yo echado hacia afuera con ambas botas fuera de la puerta cortada; el aire frío de la Montaña; la buena sensación del rifle. Me lo llevé al hombro y apunté unas pocas veces. Incluso con las grandes gafas amarillas polarizadas vi que no había luz suficiente para tirar con seguridad. Pero había veinte minutos hasta donde íbamos y la luz se iba incrementando a cada instante.
—Tendremos buena luz —aseguré.
—Sabía que sí —dijo Mary. Volví la vista hacia ella. Iba sentada con gran dignidad y mascaba chicle.
Subimos por el camino hasta pasada nuestra pista de aterrizaje improvisada. Había caza por todas partes y la hierba nueva parecía que hubiera crecido dos centímetros desde la mañana del día anterior. También brotaban flores blancas, tan tupidas entre la extensión de hierba que todos los campos se veían blancos. Aún quedaba algo de agua en las partes bajas de la pista y le indiqué a Mthuka que saliese de la pista por la izquierda para evitar un agua estancada. La hierba florida patinaba. La luz mejoraba constantemente.
Mthuka vio los pájaros posados abundantemente en los dos árboles a la derecha pasados los dos claros próximos y señaló hacia ellos. Si todavía seguían arriba, era señal de que el león estaba con la presa. Ngui dio una buena palmada encima del coche y nos detuvimos. Recuerdo que pensé que era raro que Mthuka hubiera visto los pájaros antes que Ngui, cuando Ngui estaba mucho más alto. Ngui saltó al suelo y vino agachado para que su cuerpo no alterase la silueta del coche. Me cogió de un pie y apuntó con el dedo a la izquierda hacia la franja de bosque.
El gran león de melena oscura, cuyo cuerpo se veía casi negro, entraba al trote en la hierba alta balanceando la enorme cabeza y los hombros.
—¿Lo ves? —le pregunté a Mary en voz baja.
—Lo veo.
Estaba ya entre la hierba y solo se le veían la cabeza y los hombros; después solo la cabeza; la hierba se iba abriendo a los lados y se cerraba tras él. Era evidente que había oído el coche o que había salido temprano hacia el bosque y nos había visto venir por la carretera.
—No tiene sentido que vayas allí —le dije a Mary.
—Todo eso ya lo sé —respondió ella—. Si hubiésemos salido antes, nos lo hubiésemos encontrado.
—No había luz suficiente para tirar. Y si lo hubieses herido, habría tenido que seguirlo allí dentro.
—Habríamos tenido que seguirlo.
—Al diablo con ese rollo del nosotros.
—¿Cómo propones que lo cacemos entonces?
Estaba enfadada, pero solo enfadada, con la perspectiva de una acción y una culminación fallidas, y el enfado no le impedía comprender que no se le permitiría introducirse entre una hierba más alta que ella detrás de un león herido.
—Espero que coja confianza cuando vea que seguimos adelante sin ni siquiera acercarnos a su presa. Entonces me interrumpí para decir:
—Sube, Ngui. Sigue poli poli, Mthuka. Luego, sintiendo a Ngui a mi lado y el coche avanzando lentamente por la pista con mis dos amigos y hermanos vigilando los buitres posados en los árboles, le dije a Mary:
—¿Qué crees que hubiera hecho Pop? ¿Perseguirlo por la hierba y meterse entre los árboles y meterte a ti donde no eres lo bastante alta para ver algo? ¿Qué se supone que hemos de hacer? ¿Que te maten o matar al león?
—No avergüences a Charo con esos gritos.
—No estaba gritando.
—Algunas veces tendrías que oírte.
—Escucha —susurré.
—No me digas escucha y no susurres. Y no digas sobre tus propios pies y a la hora de la verdad.
—Desde luego que algunas veces cazar leones contigo es encantador. ¿Cuánta gente te ha traicionado hasta ahora en eso?
—Pop y tú y no recuerdo quién más. Probablemente G. C. también lo haría. Si tanto sabes, general cazador de leones que se lo sabe todo, si el león ha dejado la presa, ¿por qué no han bajado los pájaros?
—Porque una de las leonas o las dos están comiendo todavía o tumbadas al lado.
—¿Y no vamos a ir a verlo?
—Desde más arriba de la carretera, para no espantar a ninguno. Quiero que todos cojan confianza.
—Ya empiezo a estar un poco cansada de esa frase de «quiero que cojan confianza». Si no puedes variar tu pensamiento, podrías intentar variar el lenguaje.
—¿Cuánto tiempo llevas persiguiendo a este león, querida?
—Parece que desde siempre y podría haberlo matado hace tres meses si G. C. y tú me hubierais dejado. Tuve una oportunidad magnífica y vosotros no me dejasteis aprovecharla.
—Porque no sabíamos que era este león. Podía haber sido un león que había venido de Amboseli por la sequía. G. C. tiene conciencia.
—Los dos tenéis una conciencia de delincuentes obsesos del monte —replicó miss Mary—. ¿Cuándo veremos a la leona?
—Cuarenta y cinco grados a tu derecha unos trescientos metros más adelante de la pista.
—¿Qué fuerza tiene el viento?
—Fuerza dos más o menos —contesté—. Querida, estás un poco obsesionada con el león.
—¿Y quién tiene más derecho que yo? Pues claro que lo estoy. Pero me tomo a los leones muy en serio.
—Yo también, la verdad. Y creo que me preocupo tanto de ellos como tú aunque no lo diga.
—Hablas de ellos en exceso. No te preocupes. Pero G. C. y tú no sois más que un par de asesinos sin conciencia. Condenáis las cosas a muerte y ejecutáis la sentencia. Y G. C. tiene mucha mejor conciencia que tú además y sus hombres están perfectamente disciplinados. Toqué a Mthuka en el muslo para que parase el coche.
—Mira, querida. Ahí está lo que queda de la cebra que mató y ahí tienes a las dos leonas. ¿Podemos ser amigos?
—Siempre hemos sido amigos —dijo ella—. Interpretas mal las cosas. ¿Puedo usar los prismáticos, por favor?
Le tendí los prismáticos buenos y observó a las dos leonas. Una estaba tan grande con la preñez que parecía un macho sin melena. La otra probablemente fuera una hija ya crecida; quizás solo una amiga servicial. Las dos estaban tumbadas al abrigo de una isla de matorral; la primera tranquila, con gran dignidad prematernal, las mandíbulas marrones oscurecidas por la sangre; la otra joven y elástica con las quijadas igualmente manchadas. No quedaba gran cosa de la cebra, pero estaban vigilando su propiedad. Por los sonidos que había oído durante la noche no podría decir si eran ellas las que habían cazado para el león o si la cebra la había matado él y ellas se le unieron luego.
Las aves eran numerosas y estaban posadas en los dos árboles pequeños, y en el árbol más grande de una de las islas verdes de arbustos debía de haber cien más. Los buitres se apretaban, encorvados y listos para saltar, pero las leonas estaban demasiado cerca del cuello y el cuarto rayado de la cebra que yacía en tierra. Vi un chacal, tan fino y bonito como un zorro, al borde de una de las manchas de matorral, y otro más. No había hienas a la vista.
—No debemos espantarlas —dije—. Opino que no deberíamos acercarnos nada. Ahora Mary ya era amiga. Ver leones siempre la excitaba y le gustaba y preguntó:
—¿Crees que cazaron ellas o que cazó él?
—Creo que la mató él y comió lo que quiso y que ellas vinieron mucho después.
—¿Los pájaros vendrían de noche?
—No.
—Hay un número inmenso. Mira aquellos cómo estiran las alas para secarse, igual que los gallinazos de casa.
—Son excesivamente feos para ser Caza Real, y cuando tienen la peste hematúrica o cualquier enfermedad del ganado pueden extenderla enormemente con las heces. La verdad es que hay demasiados en esta área. Los insectos y las hienas y los chacales sirven para hacer limpieza de cualquier cadáver y las hienas matan a los que están enfermos o son demasiado viejos y se los comen allí mismo y no lo dispersan por todo el país.
Ver a las leonas en su abrigo y aquellos buitres verdaderamente horribles apiñados en tal número en los árboles me había hecho hablar demasiado; eso y que otra vez éramos amigos y que no iba a tener que discutir con mi amada miss Mary a cuenta del león hasta otro día.
Entonces además yo odiaba a los buitres y pensaba que su indudable utilidad como carroñeros se había sobrevalorado mucho. Alguien había decidido que eran los grandes eliminadores de basuras de África y los habían declarado Caza Real y no se les podía liquidar en cantidad: hablar de su papel de portadores de enfermedades era una herejía contra la palabra mágica, Caza Real. Los wakamba encontraban aquello muy divertido y siempre los llamaban los pájaros del rey.
No resultaban nada divertidos ahora avizorando obscenamente los restos de la cebra, y cuando la leona grande se levantó y fue a comer otra vez, dos buitres grandes bajaron tan pronto como llegó a la carne. La leona joven dio un golpe con la cola y cargó contra ellos y ellos se alzaron y batieron pesadamente las alas ante los manotazos que les lanzaba como una gata. Luego se tumbó al lado de la leona grande y empezó a comer y los buitres se quedaron en los árboles, pero los más próximos ya casi perdían el equilibrio a causa del hambre.
A las leonas no les llevaría mucho tiempo terminar lo que quedaba de la cebra y le dije a Mary que probablemente fuera mejor dejarlas comer y seguir por la carretera como si no las hubiésemos visto. Por delante de nosotros había un hato pequeño de cebras y más allá había ñúes y muchas más cebras.
—Me encanta mirarlas —dijo Mary—. Pero, si crees que es mejor, podemos seguir y ver cómo están los salobrales y tal vez veamos búfalos.
De manera que seguimos avanzando hasta el borde del salobral y no vimos rastros de búfalo ni búfalos. Los salobrales estaban todavía demasiado mojados y deslizantes para el coche y también la tierra por el este. En los bordes de la charca encontramos las huellas de las dos leonas en dirección a la presa. Eran huellas recientes y era imposible decir cuándo habían cogido la presa. Pero yo creía que había sido el león el que la mató y Ngui y Charo estaban de acuerdo.
—Quizás si volvemos por el mismo camino por el que hemos venido se acostumbre a ver el coche —dijo Mary—. No me duele la cabeza, pero sería divertido desayunar. Era lo que yo estaba esperando que me sugiriera.
—Si no disparamos ningún tiro… —me interrumpí porque iba a decir que cogería confianza.
—Tal vez piense que no es más que un coche que pasa para arriba y para abajo —terminó Mary por mí—. Tomaremos un delicioso desayuno y escribiré todas las cartas que tengo que escribir y tendremos paciencia y seremos unos gatitos buenos.
—Tú eres una gatita buena.
—Volveremos en el coche al campamento haciendo turismo y veremos los maravillosos campos de hierba nueva y el desayuno está tan bueno ya por adelantado.
Pero cuando llegamos al campamento a desayunar nos estaba esperando el policía joven con su Land Rover salpicado de barro. El coche estaba debajo de un árbol y sus dos áscaris atrás en las líneas. Se bajó del coche cuando estuvimos allí y en su rostro joven se marcaban sus grandes responsabilidades y preocupaciones.
—Buenos días, bwana —dijo—. Buenos días, memsahib. Veo que han salido de patrulla temprano.
—¿Quieres desayunar algo? —le pregunté.
—Si no es una molestia. ¿Algo interesante, gobernador?
—Solo iba a controlar los animales. ¿Qué se dice en la boma?
—Los trincaron, gobernador. Los cogieron del otro lado. Al norte de Namanga. Puede avisar a su gente.
—¿Mucho movimiento?
—No tiene detalles todavía.
—Lástima que no hayamos podido pelear aquí. Miss Mary me lanzó una mirada de advertencia. No le gustaba lo de tener al joven policía para desayunar, pero sabía que era un chico solitario y, aunque era intolerante con los tontos, se sentía amable hasta que vimos al policía agotado en su vehículo lleno de barro.
—Hubiera significado mucho para mí. Gobernador, teníamos un plan casi perfecto. Quizás era el plan perfecto. El único aspecto que me preocupó era la pequeña memsahib aquí. Si usted me perdona que lo digo, señora, esto no es trabajo para una mujer.
—Yo no tenía nada que ver —dijo Mary—. ¿Quiere tomar más riñones con beicon?
—Sí tenía que ver —dijo—. Usted era parte de La Red. Yo la nombra en mi informe. Es quizás no lo mismo que una mención en despachos. Pero todo es parte de mi informe. Algún día quienes luchaban en Kenia estarán muy orgullosos.
—He descubierto que después de una guerra la gente suelen ser unos pelmazos aplastantes —dijo miss Mary.
—Solo para los que no luchaban —repuso el joven Harry—. Los hombres que luchan y, con su permiso, las mujeres que luchan tienen un código.
__Prueba la cerveza —le dije yo—. ¿Tienes alguna idea de cuándo volveremos a luchar?
—Usted lo sabrá, gobernador, antes que ningún otro lo sabe.
—Eres demasiado amable con nosotros —le dije—. Pero, en fin, supongo que hay gloria suficiente para todos.
—Muy cierto —dijo el joven policía—. De algún modo, gobernador, somos los últimos de los constructores del Imperio. De algún modo somos como Rhodes y doctor Livingstone.
—De algún modo —concluí yo.
Esa tarde fui a la shamba. Hacía frío porque el sol estaba detrás de la nube de la Montaña y soplaba un viento fuerte desde las alturas, donde toda la lluvia que había caído sobre nosotros debía de ser nieve. La shamba estaba a unos mil ochocientos metros y la Montaña tenía más de cinco mil setecientos metros de altura. Cuando caían nevadas intensas los súbitos vientos fríos que bajaban castigaban a los que vivían en la meseta. Más arriba, en las laderas de los montes, las casas, no las llamábamos chozas, estaban construidas en los repliegues de los montes para tener un resguardo del viento. Pero esa shamba recibía toda la fuerza del viento, que esa tarde era muy frío y agrio por el olor del estiércol no del todo helado, y todas las aves y las bestias estaban apartadas del viento.
El hombre al que miss Mary llamaba mi padre político tenía también un resfriado de pecho y fuertes dolores de reuma en la espalda. Le di la medicina y le di masaje y le apliqué linimento Sloan. Ninguno de nosotros los kamba lo considerábamos el padre de su hija, pero como según las leyes y costumbres de su tribu lo era legalmente, yo tenía la obligación de respetarlo. Lo atendimos al socaire de la casa mientras nos miraba su hija, que tenía en brazos al niño de su hermana y llevaba puesto mi último jersey de lana buena y una gorra de pescar que me había regalado un amigo. Mi amigo había mandado bordar mis iniciales en el delantero de la gorra y eso tenía algún significado para todos nosotros. Hasta que ella decidió que la quería, esas iniciales siempre habían sido un engorro. Debajo del jersey de lana llevaba el último traje de Laitokitok ya demasiadas veces lavado. Las normas de etiqueta no me permitían hablar con ella mientras tuviese en brazos al hijo de su hermana y, siendo estrictos, ella tampoco debía ver cómo curaban a su padre. Esto lo resolvía manteniendo la mirada baja todo el tiempo.
El hombre, al que se conocía por un nombre que significa padre político en potencia, no resistía con especial valor la prueba del linimento Sloan. Ngui, que conocía bien el Sloan y no tenía ni la menor consideración por los hombres de esa shamba, quiso que lo frotase yo y me indicó una vez que había dejado caer unos gotas donde no debía. Mthuka, con sus hermosas cicatrices tribales en las mejillas, estaba absolutamente feliz contemplando cómo aquel a quien consideraba un kamba inútil sufría por una buena razón. Yo fui absolutamente ético con el Sloan para desencanto de todos, incluida la hija, y todos perdieron el interés.
—Jambo tu —le dije a la hija cuando salimos, y ella dijo con los ojos bajos y el pecho alto:
—No hay remedio.
Nos subimos al coche, nadie saludó con la mano. El frío anulaba las formalidades. De ambas cosas sobraba mucho y todos nosotros nos sentíamos mal al ver la miseria de aquella shamba.
—Ngui —le pregunté—, ¿cómo puede ser que en esta shamba haya hombres tan miserables y mujeres tan hermosas?
—Grandes hombres han pasado por esta shamba —dijo Ngui—. Antes esta era la ruta del sur hasta hacer la nueva ruta. —Estaba irritado con los hombres de la shamba porque eran kambas sin ningún valor.
—¿Crees que deberíamos tomar esa shamba?
—Sí —dijo—. Tú y yo y Mthuka y los hombres jóvenes.
Estábamos entrando en el mundo africano de irrealidad que defiende y fortalece una realidad más allá de ninguna realidad existente. No se trata de un mundo para evadirse ni un mundo para soñar despierto, sino de un mundo despiadado bien real hecho de la irrealidad de lo real. Si todavía había rinocerontes, y los veíamos cada día pese a la evidente imposibilidad de que exista un animal así, entonces todo era posible. Si Ngui y yo sabíamos hablarle a un rinoceronte, una cosa increíble ya para empezar, en su lengua lo bastante bien como para que nos contestase y yo sabía maldecirlo e insultarlo en español para que se sintiese humillado y se marchase; entonces la irrealidad era razonable, además de ser realidad. El español se consideraba la lengua tribal de Mary y mía y lo creían el idioma para todo de Cuba, de donde procedíamos. Sabían que teníamos también un idioma tribal secreto e interior. Se consideraba también que no teníamos nada en común con los británicos, salvo el color de la piel y la tolerancia mutua. Mientras Mayito Menocal estuvo con nosotros era muy admirado por su voz muy profunda, por cómo olía, por su cortesía y porque había llegado a África hablando tanto español como swahili. También reverenciaban sus cicatrices y, como hablaba swahili con un fuerte acento de Camagüey y tenía aspecto de toro, realmente era casi venerado.
Yo había explicado que era hijo de un rey de su país, de los tiempos en que tenían grandes reyes, y había descrito los miles de hectáreas de tierra que tenía y el número y la calidad del ganado que poseía y las cantidades de azúcar que producía. Dado que el azúcar era el alimento más buscado por los wakamba después de la carne y dado que Pop le confirmó a Keiti que mis palabras eran verdad y dado que era evidente que Mayito era un ganadero con conocimiento y sabía exactamente de lo que hablaba y que cuando hablaba de ello lo hacía con una voz muy semejante a la de un león y que nunca había sido injusto, brutal, despectivo ni arrogante, era verdaderamente querido. En todo el tiempo que pasó en África solo dije una mentira sobre él. Fue con respecto a sus esposas.
Mwindi, que era un auténtico admirador de Mayito, me preguntó, directamente, que cuántas esposas tenía Mayito. Todos se lo preguntaban y no era el tipo de información que podrían obtener de Pop. Mwindi tenía uno de sus días abatidos y era evidente que había tenido una discusión. Yo no sabía de qué parte se había puesto él, pero era evidente que le habían pedido que plantease aquella pregunta. Sopesé la pregunta y sus aspectos de extrañeza y dije:
—En su país nadie desearía contarlas.
—Ndio —dijo Mwindi. Ese era el verdadero lenguaje de los mzees.
La verdad era que Mayito tenía una. Era muy hermosa. Mwindi se fue tan abatido como de costumbre. Ahora, hoy, de regreso de la shamba, Ngui y yo estábamos comprometidos en esa operación tan característica de los hombres: planear una operación que nunca tendrá lugar.
—Muy bien —dije yo—. Lo tomaremos.
—Bien.
—¿Quién se ocupa de Debba?
—Ella es tuya. Es tu novia.
—Bien. Después de que lo hayamos tomado ¿cómo lo defenderemos cuando manden una compañía de KAR?
—Pides tropas a Mayito.
—Mayito ahora está en Hong Kong. En China.
—Tenemos aeroplano.
—No de ese tipo. ¿Qué hacemos sin Mayito?
—Mucho frío. Ahora hace un frío del demonio, demasiado. Además perdemos la shamba.
—Guerra es mierda —dijo Ngui.
—Eso lo firmo —dije yo; ahora los dos estábamos felices—. No. Tomamos la shamba día a día. El día es nuestra unidad. Ahora tenemos lo que los viejos creen que tendrán cuando mueran. Ahora cazamos bien; comemos carne buena; beberemos bien en cuanto memsahib mate su león; y tendremos los eternos territorios de la caza feliz mientras estemos vivos.
Mthuka estaba demasiado sordo para oír algo de lo que decíamos. Era como un motor que funciona perfectamente pero que tiene los indicadores desconectados. En general eso no pasa más que en los sueños, pero Mthuka era el que tenía la vista más fina de todos nosotros y era el mejor conductor de la selva y tenía una percepción extrasensorial absoluta, si es que existe eso. Cuando llegamos al campamento y paramos el coche, Ngui y yo comprendimos que no había oído ni una palabra de lo que habíamos dicho pero él dijo:
—Está mejor, mucho, mucho mejor.
Había compasión y bondad en sus ojos y comprendí que era un hombre bueno, mejor de lo que yo lo sería nunca. Me ofreció su caja de rapé. Era un rapé seminormal sin ninguno de los añadidos extraños de Arap Meina, pero tenía muy buen sabor y me puse un buen pellizco con tres dedos debajo del labio superior.
Ninguno de nosotros había bebido nada. Mthuka siempre andaba como las grullas en tiempo frío, con los hombros inclinados. El cielo estaba cubierto y la nube bajaba sobre la llanura, y al devolverle la caja de rapé me dijo:
—Wakamba tu. Los dos lo sabíamos y no había nada que hacer y tapó el coche y yo me fui andando para la tienda.
—¿Estaba en buena forma la shamba? —preguntó miss Mary.
—Está bien. Con un poco de frío y viento.
—¿Puedo hacer algo por alguien de allí? Qué gatita tan buena y amorosa eres, pensé, y dije:
—No. Creo que todo está bien. Conseguiré un botiquín para la Viuda y le enseñaré a usarlo. Es terrible que los ojos de los niños no se cuiden cuando son wakamba.
—Si son alguien —dijo miss Mary.
—Me voy a hablar con Arap Meina. Por favor, ¿puedes decirle a Mwindi que me llame cuando esté listo el baño?
Arap Meina no creía que el león cazase esa noche. Le dije que me había parecido muy pesado aquella mañana cuando se metía en el bosque. También dudaba que las leonas cazaran esa noche, aunque pudiera ser y el león podría unírseles. Le pregunté si tendría que haber matado yo una presa y atarla o taparla con maleza para tratar de retener al león. Me dijo que el león era demasiado inteligente.
En África una gran parte del tiempo se emplea en hablar. Cuando la gente es analfabeta esto siempre es verdad. Una vez que empieza la caza, raramente se pronuncia una palabra. Todo el mundo entiende a todos y cuando hace calor la lengua seca se te queda pegada en la boca. Pero al planear un día de caza por la noche se suele charlar mucho y es más que raro que las cosas salgan como se planean; especialmente si el plan es muy complicado.
Más tarde, cuando ya estábamos los dos en la cama, el león nos demostró que todos estábamos equivocados. Lo oímos rugir al norte del campo donde habíamos hecho la pista de aterrizaje. Luego se fue desplazando con rugidos de vez en cuando. Después otro león menos impresionante rugió varias veces. Después hubo un largo espacio de silencio. Y después de eso oímos a las hienas y por la manera en que llamaban y por el tono alto y el trémolo de la risa que emitían me convencí de que el león había cazado. Después se oyó el ruido de los leones peleando. Y cuando eso se calmó las hienas empezaron a aullar y a reír.
—Arap Meina y tú habíais dicho que sería una noche tranquila —dijo Mary muy dormida.
—Alguien ha matado algo —contesté.
—Ya os lo contaréis Arap Meina y tú mañana por la mañana. Ahora tengo que dormir para levantarme temprano. Quiero dormir bien para no estar de mal humor.