CAPÍTULO XII

—¿Memsahib enferma? —preguntó Mwindi mientras arreglaba las almohadas para que Mary pudiera estar tumbada con la cabeza hacia el amplio fondo abierto de la tienda y probaba con la palma de la mano el colchón inflable del catre antes de estirar bien las sábanas sobre el colchón y someterlas bien fuerte.

—Sí. Un poco.

—Puede ser comer el león.

—No. Ya estaba enferma antes de matar al león.

—León corre muy lejos muy rápido. Muy triste y muy enfadado cuando muere. Puede ser hace veneno.

—Y una mierda —dije yo.

—Hapana una mierda —dijo muy serio Mwindi—. Bwana capitán rangers de Caza también come león. Él también enfermo.

—Bwana capitán rangers de Caza enfermo del mismo enfermedad mucho tiempo antes en Salengai.

—Él come león también en Salengai.

—Mingi mierda —dije yo—. Él enfermo antes que yo mato león. Hapana come león en Salengai. Come león aquí después safari de Salengai. Cuando león desollado en Salengai todo guardar en cajas. Nadie come aquella mañana. Tú recordar mal.

Mwindi encogió los hombros bajo la larga túnica verde.

—Come león bwana capitán rangers de Caza enfermo. Memsahib enferma.

—¿Quién come león y está bien? Yo.

—Shaitani —dijo Mwindi—. Yo ver a ti enfermo de morir antes. Muchos años antes cuando tú hombre joven tú enfermo de morir después tú mata león. Todos saben tú muere. Ndege sabe. Bwana sabe. Memsahib sabe. Todos recordar cuando tú muere.

—¿Y comí el león?

—No.

—¿Estuve enfermo antes de matar a aquel león?

—Ndio —dijo Mwindi algo dudoso—. Muy enfermo.

—Tú y yo hablamos demasiado.

—Nosotros son mzees. Muy bien hablar si quiere hablar.

—Kwisha hablar —dije. Estaba harto de jerigonza y no tenía una gran opinión de la idea que se estaba elaborando—. Mañana memsahib va a Nairobi en el ndege. Doctor en Nairobi cura enfermedad. Vuelve de Nairobi bien y fuerte. Kwisha —añadí, para significar se ha acabado.

—Mzuri sana —dijo Mwindi—. Yo pone maleta todo.

Salí de la tienda y Ngui estaba esperándome debajo del árbol grande. Tenía mi escopeta.

—Sé dónde hay dos kwale. Los cazaremos para miss Mary.

Mary no había vuelto todavía y encontramos los dos francolines empolvándose en un calvero de tierra seca al borde de los grandes árboles de la fiebre. Eran pequeños y macizos y muy bonitos. Los espanté con el brazo y salieron corriendo agachados hacia la maleza y cacé a uno en el suelo y al otro cuando se levantaba.

—¿Hay más? —le pregunté a Ngui.

—Solo ese par.

Le tendí el arma y salimos de regreso al campamento, yo llevando los dos pájaros, regordetes, de ojos claros y tibios con las suaves plumas ondeando al viento. Haría que Mary los buscase en el libro de aves. Estaba casi seguro de no haberlos visto antes y podían ser una variedad local del Kilimanjaro. Uno haría un buen caldo y el otro le iría muy bien si tenía ganas de alimento sólido. Le daría un poco de terramicina y también clorodina para asegurarme. No estaba muy seguro de la terramicina aunque parecía que no le producía reacciones adversas.

Estaba sentado en una silla cómoda al fresco de la tienda comedor cuando vi que Mary llegaba a nuestra tienda. Se lavó y luego se acercó y entró por la puerta de la tienda y se sentó.

—¡Ay Dios! —exclamó—. ¿Podemos no hablar de ello?

—Puedo llevarte y traerte en el coche de caza.

—No. Es tan grande como un coche fúnebre.

—Toma esto ahora y a ver si puedes retenerlo.

—¿Sería terrible tomar un gimlet para subirme la moral?

—Se supone que no hay que beber, pero yo siempre lo he hecho y aquí sigo.

—Pues yo no estoy muy segura de si estoy aquí o no. Sería agradable averiguarlo.

—Lo averiguaremos.

Preparé el gimlet y luego dije que no había prisa para tomar la medicina y que si quería fuera a tumbarse en la cama a descansar y leer si le apetecía o que yo le leería en voz alta si lo prefería.

—¿Qué has cazado?

—Un par de francolines pequeños. Como perdices pequeñas. Los traeré dentro de un ratito y podemos mirarlos. Son para tu cena.

—¿Y el almuerzo?

—Tenemos un buen caldo de tommy y puré de patatas. Te quitarás esto de encima en seguida y no es tan fuerte que no puedas comer. Dicen que la terramicina lo cura mejor que el yatren de los buenos tiempos. Pero me sentiría más a gusto si tuviésemos yatren. Estaba convencido de que teníamos en el botiquín.

—Tengo sed todo el rato.

—Sí, lo recuerdo. Enseñaré a Mbebia a hacer agua de arroz y la tendremos en una botella siempre fresca en la bolsa de agua y podrás beber todo lo que quieras. Es buena para la sed y te da fuerzas.

—No sé por qué tengo que ponerme mala con algo. Llevamos una vida maravillosamente sana.

—Gatita, puede que incluso hayas cogido la fiebre.

—Pero si tomo mi medicina para la malaria cada noche y te la hago tomar a ti cuando se te olvida y siempre nos ponemos las botas para los mosquitos para estar junto al fuego por la noche.

—Es cierto. Pero en el pantano después del búfalo nos picaron cientos de veces.

—No, docenas.

—A mí, cientos.

—Porque eres más grande. Pásame los brazos por los hombros y abrázame fuerte.

—Somos gatos con suerte —dije—. Todo el mundo coge la fiebre cuando va a un territorio donde hay mucha y nosotros hemos estado en dos realmente malos.

—Pero yo me tomé mis medicinas y te hacía acordarte de las tuyas.

—Por eso no cogimos la fiebre. Pero también estuvimos en tierras con mucha enfermedad del sueño y ya sabes la cantidad de moscas tse-tsé que había.

—Pero no eran tan malas en el Ewaso Ngiro. Me acuerdo de llegar a casa por las tardes y que picaban como rizadores de pestañas al rojo vivo.

—Nunca he visto rizadores de pestañas al rojo vivo.

—Yo tampoco pero así es como picaban en los bosques espesos donde vivían los rinocerontes. El que persiguió a G. C. y a Kibo hasta el río. Sin embargo era un campamento estupendo y nos lo pasábamos tan bien la primera vez que empezamos a cazar solos. Era veinte veces más divertido que tener a alguien con nosotros y yo era muy buena y obediente, ¿te acuerdas?

—Y llegábamos muy cerca de todo en los grandes bosques verdes y era como si fuéramos los primeros seres humanos que anduvieran por allí.

—¿Te acuerdas de dónde estaba el musgo y unos árboles tan altos que casi nunca entraba la luz del sol y caminábamos con más sigilo que los indios y me llevaste tan cerca del impala que ni nos veía y de cuando encontramos la manada de búfalos justo al otro lado del río del campamento? Era un campamento maravilloso. ¿Te acuerdas del leopardo que pasaba por el campamento cada noche? Era como tener a Boise o al señor Willy andando de noche por la Finca en casa.

—Sí, gatita, y ahora no vas a ponerte enferma de verdad porque la terramicina ya te habrá hecho efecto esta noche o mañana por la mañana.

—Me parece que ya me está haciendo efecto ahora.

—Cucu no puede haber dicho que era mejor que el yatren y el carbsone si no fuera realmente buena. Estas drogas milagrosas te dan aire de espectro mientras esperas a que te hagan efecto. Pero me acuerdo de cuando la droga milagrosa era el yatren y entonces lo era de verdad.

—Tengo una idea maravillosa.

—¿Qué idea es, querida gatita?

—Acaba de ocurrírseme que podíamos hacer que viniera también Harry en el Cessna y que tú y él podíais mirar todo lo de vuestros animales y todos los problemas y después yo volvería con él a Nairobi a ver a un buen médico que me mirara esta disentería o lo que sea y podría comprar regalos de Navidad para todos y todas las cosas que tendríamos que tener para Navidad.

—Aquí la llamamos el cumpleaños del niño Jesús.

—Yo sigo llamándola Navidad —dijo ella—. Y hay un montón enorme de cosas que nos hacen falta. No es una cosa demasiado extravagante, ¿no crees?

—Creo que sería estupendo. Mandaremos aviso a través de Ngong. ¿Para cuándo quieres el avión?

—¿Qué tal sería pasado mañana?

—Pasado mañana es el día más maravilloso que hay una vez pasado mañana.

—Entonces voy a tumbarme tranquilamente y a sentir la brisa de la nieve de nuestra Montaña. Tú vete a prepararte una copa y a leer y a ponerte cómodo.

—Iré a enseñar a Mbebia cómo se hace el agua de arroz.

A mediodía Mary se encontraba mucho mejor y por la tarde volvió a dormir y al anochecer ya se encontraba perfectamente bien y tenía hambre. Me quedé encantado de la eficacia de la terramicina y de que no le produjera reacciones adversas y le dije a Mwindi, tocando la madera de la culata del arma, que yo había curado a miss Mary con una dawa secreta muy poderosa pero que iba a mandarla a Nairobi al día siguiente en el ndege para que un doctor europeo confirmase la curación.

—Mzuri —dijo Mwindi.

De modo que aquella noche comimos ligero pero bien y felices y el campamento era otra vez un campamento feliz y la enfermedad y la desgracia sobrevenidas por comerse la carne del león, que había hecho un fuerte desafío de poderes por la mañana, desaparecieron como si el tema ni siquiera se hubiera planteado alguna vez. Siempre había teorías así que venían a explicar cualquier desgracia y lo primero y lo más importante de todo era que algo o alguien tenía la culpa. A miss Mary se le atribuía una mala suerte extraordinaria e inexplicable, y siempre se encontraba en proceso de expiarla, pero al mismo tiempo también se decía que a otras personas les traía suerte. Además era muy querida. Arap Meina le rendía auténtico culto y Chungo, el jefe de exploradores de caza de G. C, estaba enamorado de ella. Arap Meina rendía culto a muy pocas cosas porque su religión había acabado por embrollársele sin remedio, pero había llegado a una adoración por miss Mary que, en ocasiones, alcanzaba unas cimas de éxtasis que prácticamente rayaban en lo violento. Amaba a G. C. pero eso era una especie de fascinación de colegial mezclada con devoción. Llegó a encariñarse mucho conmigo y a llevar ese sentimiento hasta tal punto que tuve que explicarle que a mí me gustaban las mujeres y no los hombres aunque sí que era capaz de sentir una amistad profunda y duradera. Pero todo el amor y la devoción que había ido repartiendo por toda esta vertiente del Kilimanjaro con absoluta sinceridad y casi siempre con devoción correspondida, y dedicados por igual a hombres, mujeres, niños, chicos y chicas y a toda clase de alcohol y de hierbas euforizantes disponibles, y había muchas, los concentraba ahora en miss Mary mediante su gran capacidad para el afecto.

Arap Meina no era de una galanura suprema, si bien de uniforme tenía una gran elegancia y marcialidad con las orejeras siempre pulcramente enrolladas por encima de las orejas de manera que formasen un lazo al estilo del de las diosas griegas en sus cabellos formando una especie de nudo de Psique modificado. Pero podía ofrecer la sinceridad de un viejo cazador furtivo de elefantes arrepentido y con tan impecable conducta que se la podía ofrendar a miss Mary casi como si se tratase de la virginidad. Los wakamba no son homosexuales. Los lumbwa no lo sé, porque el único lumbwa que he conocido íntimamente fue Arap Meina pero diría que a Arap Meina le atraían fuertemente ambos sexos y que el hecho de que a miss Mary el pelo cortado tan corto a la africana le diese el rostro de un muchacho camita puro en aquel cuerpo tan femenino como el de una joven esposa masái era uno de los factores que fueron transformando la devoción de Arap Meina por ella en auténtica veneración. No la llamaba Mama, que es la forma como los africanos se refieren normalmente a una mujer blanca casada cuando no les parece bien decir memsahib, sino siempre Mami. A miss Mary nunca la había llamado nadie Mami y le dijo a Arap Meina que no se dirigiese a ella con ese nombre. Pero ese era el título más elevado que había conservado de sus contactos con la lengua de los blancos, así que la llamaba Mami, miss Mary o miss Mary Mami, dependiendo de que hubiera estado tomando sus hierbas o cortezas euforizantes o simplemente hubiera estado en contacto con su viejo amigo, el alcohol.

Estábamos sentados junto al fuego después de cenar hablando de la devoción de Arap Meina por miss Mary y yo preocupado porque no lo había visto ese día cuando miss Mary dijo:

—No es malo para todo el mundo estar enamorado de todo el mundo como pasa aquí en África, ¿o sí?

—No.

—¿Estás seguro de que no acabará pasando algo horrible de repente por ese motivo?

—Por ese motivo les pasan cosas horribles constantemente a los europeos. Beben demasiado y se lían todos unos con otros y después le echan la culpa a la altitud.

—Hay algo en la altitud o en que la altitud sea en el ecuador. Es el primer sitio que conozco donde una copa de ginebra pura sabe igual que el agua. Y eso es así de verdad de manera que tiene que haber algo en lo de la altitud o en algo.

—Seguro que algo hay. Pero los que trabajamos duro y cazamos a pie y sudamos el alcohol y trepamos por la maldita escarpadura y subimos y bajamos por la Montaña no tenemos que preocuparnos por el alcohol. Se marcha por los poros. Mira, querida, tú andas más yendo y viniendo a la letrina de lo que la mayoría de las mujeres que vienen por aquí de safari andan en toda África.

—Vamos a no mencionar la letrina. Ahora el camino es estupendo y aquello siempre está bien provisto de las mejores lecturas. ¿Has terminado ya ese libro del león?

—No. Lo reservo para cuando no estés.

—No reserves demasiadas cosas para cuando no esté.

—Solo he guardado eso.

—Espero que ahí aprendas a ser cauto y bueno.

—Si ya lo soy.

—No, no lo eres. G. C. y tú algunas veces sois unos demonios y ya lo sabes. Cuando pienso que un buen escritor como tú y un hombre valioso y mi marido y que por las noches hagas esas cosas terribles con G. C.

—Tenemos que estudiar a los animales de noche.

—Tampoco lo hacéis. Solo hacéis cosas endemoniadas para presumir delante del otro.

—No creo que eso sea así realmente, gatita. Hacemos esas cosas para divertirnos. Cuando dejas de hacer cosas por diversión lo mismo daría estar muerto.

—Pero no tenéis por qué hacer cosas con las que te puedes matar y pretender que el Land Rover es un caballo y que estáis corriendo el Grand National. Ninguno de los dos monta lo bastante bien como para participar en esa carrera en Aintree.

—Eso es completamente cierto y por eso tenemos que limitarnos al Land Rover. G. C. y yo practicamos los deportes sencillos de cualquier honrado ciudadano.

—Sois el par de ciudadanos más peligrosos y menos honrados que he conocido en mi vida. Y ya no intento corregiros más porque ya sé que es inútil.

—No hables mal de nosotros solo porque vayas a marcharte.

—No es eso. Es que por un momento me he horrorizado al pensar en vosotros dos y la idea que tenéis de la diversión. De todas formas, gracias a Dios, G. C. no está aquí así que no estaréis juntos los dos solos.

—Tú pásatelo bien en Nairobi y que te vea el médico y compra todo lo que quieras y no te preocupes de esta manyatta. Estará bien llevada y en orden y nadie correrá riesgos innecesarios. Tendré el local limpio y agradable mientras tú no estés y te sentirás orgullosa.

—¿Por qué no escribes algo y así estaré realmente orgullosa?

—Puede que también escriba algo. ¿Quién sabe?

—No me importa lo de tu novia siempre y cuando me quieras más. Me quieres más, ¿verdad?

—Te quiero más y te querré todavía más cuando regreses de la ciudad.

—Quisiera que pudieras venir tú también. —Yo no. Odio Nairobi.

—Para mí es completamente nuevo y me gusta conocerlo y también hay gente agradable.

—Tú vete y pásatelo bien y vuelve.

—Ahora desearía no tener que ir. Pero será divertido volar con Willie y después me divertiré volando de regreso y estando otra vez con mi gatito grande y lo divertido de los regalos. ¿Te acuerdas que tienes que conseguir un leopardo? Ya sabes que le prometiste a Bill que tendrías un leopardo antes de Navidad.

—No me olvido, pero sería mejor hacerlo y no preocuparme más.

—Solo quería estar segura de que no lo habías olvidado.

—No lo había olvidado. Y también me lavaré los dientes y me acordaré de apagar las estrellas por la noche y sacar la hiena. —No te hagas el gracioso. Me voy de viaje.

—Ya lo sé y no tiene nada de gracia. —Pero volveré y traeré grandes sorpresas.

—La mejor sorpresa y la más grande es siempre ver a mi gatita.

—Es mucho mejor cuando es en nuestro propio avión. Y tendré una sorpresa especial y maravillosa, pero es un secreto.

—Creo que deberías irte a dormir, gatita, porque, aunque ahora vayamos ganando con la medicina, tienes que descansar bien.

—Llévame a la cama en brazos como creía que me ibas a llevar esta mañana cuando creía que iba a empezar a morirme.

De modo que la cogí y pesaba justo lo que debe pesar una mujer a la que amas cuando la levantas en tus brazos y no era ni demasiado larga ni demasiado corta y no le colgaban esas piernas largas de grulla de las bellezas norteamericanas demasiado altas. La podía llevar muy bien y con facilidad y se deslizó en la cama con tanta suavidad como baja por la rampa un barco bien botado.

—¿No es un sitio maravilloso la cama?

—La cama es nuestra patria.

—¿De quién es eso?

—Mío —dije no poco orgulloso—. Y aún es más impresionante en alemán.

—¿No es estupendo que no tengamos que hablar en alemán?

—Sí —dije—. Sobre todo porque no sabemos.

—Pues tu alemán resultaba muy impresionante en Tanganyika y en Cortina.

—Era falso. Por eso sonaba tan impresionante.

—Yo te quiero muchísimo en inglés.

—Yo también te quiero y duerme bien y mañana tendrás un buen viaje. Vamos a dormir los dos como buenos gatitos y a estar muy contentos porque vas a ponerte bien del todo.

Cuando Willie zumbó sobre el campamento salimos corriendo hacia donde estaba la manga de viento que colgaba fláccida contra el poste pelado y le miramos aterrizar breve y suave sobre las flores aplastadas que el camión le había allanado. Descargamos y cargamos el coche de caza y eché una mirada al correo y los telegramas mientras Mary y Willie charlaban en el asiento delantero. Separé las cartas de Mary y las mías y puse la del señor y señora en el montón de Mary y abrí los telegramas. No había ninguno verdaderamente malo y había dos alentadores.

En la tienda comedor Mary tuvo su correo en la mesa y Willie y yo compartimos una botella de cerveza mientras yo abría las cartas que pudieran parecer más inquietantes. No había nada que no se resolviese dejándolo sin contestar.

—¿Cómo va la guerra, Willie?

—Todavía aguantamos en el palacio de gobierno, creo.

—¿Torr’s?

—En nuestras manos, definitivo.

—¿El New Stanley?

—¿Ese oscuro territorio maldito? He oído que G. C. ha llevado una patrulla de azafatas de vuelo al menos hasta el grill. Parece ser que un tipo que atiende por Jack Block mantiene la posición. Muy gallardo empeño.

—¿Quién tiene el Departamento de Caza?

—No me gustaría decirlo, ciertamente. Según mis últimos informes estaba más bien a gana o pierde.

—Conozco a Gana —dije yo—. Pero ¿quién es ese Pierde?

—Uno nuevo, sospecho. He oído decir que miss Mary cazó un gran león muy hermoso. ¿Nos lo llevaremos para allá, miss Mary?

—Por supuesto, Willie.

Por la tarde dejó de llover tal y como Willie había dicho y después de que se marcharan en el avión me sentía muy solo. No había querido ir a la ciudad y sabía que me iba a sentir muy feliz solo con mi gente y los problemas y la tierra que amaba, pero me sentía solo sin Mary.

Siempre me sentía solo después de llover, pero tenía la suerte de tener mis cartas, que no me importaron nada cuando llegaron, y las puse otra vez en orden y ordené también los periódicos. Eran el East African Standard, las ediciones aéreas del Times y el Telegraph, los dos en aquel papel que parecía piel de cebolla, un Times Literary Supplement y una edición aérea de la revista Time. Abrir las cartas era medianamente aburrido y me alegré de estar en África.

Una carta que mis editores me remitían diligentemente por correo aéreo a un coste considerable era de una mujer de Iowa:

Guthrie Center, Iowa 27 de julio, 1953

Mr. Ernest Hemingway La Habana, Cuba

Hace varios años, leí su libro Al otro lado del río y entre los árboles, cuando salió por entregas en el Cosmopolitan. Después de la bella descripción de Venecia del comienzo, esperaba que el libro continuara así y tuviera una considerable altura, pero me quedé ampliamente decepcionada. Sin duda era una oportunidad de destapar la podredumbre que PRODUCE las guerras, tanto como señalar la hipocresía de la propia organización militar. En vez de eso, su oficial estaba disgustado ante todo porque ÉL había tenido la DESGRACIA PARTICULAR de perder dos compañías de tropas y, a resultas de ello, no había obtenido un ascenso. Apenas si muestra un poco o NINGÚN dolor por sus jóvenes soldados. Más que nada parecían los esfuerzos inútiles de un viejo que intenta convencerse a sí mismo y a otros viejos de que las mujeres jóvenes, bellas e incluso ricas pueden amar a un hombre anciano por sí mismo, no porque pueda proporcionarles riqueza y una posición preeminente.

Más tarde se publicó El viejo y el mar, le pregunté a mi hermano, que es maduro y pasó cuatro años y medio en el Ejército durante la II guerra mundial, si este libro era más maduro emocionalmente que Al otro lado…, pero compuso una mueca y dijo que no.

Es asombroso que un grupo de personas pueda otorgarle a usted el premio Pulitzer. Por lo menos no todo el mundo está de acuerdo.

El recorte pertenece a la columna «Con el café» de Harlan Miller, publicada en The Des Moines Register and Tribune, y hace tiempo que quería enviárselo a usted. Añada simplemente que Hemingway es emocionalmente inmaduro y un horrible pelmazo y la reseña estará completa. Ha tenido usted cuatro «esposas», y si no ha alcanzado una buena moralidad, por lo menos tendría que haber sacado un poco de sentido común de sus errores pasados. ¿Por qué no escribe usted ALGO que valga la pena antes de morirse?

SRA. G. S. HELD

A aquella mujer no le había gustado el libro de ninguna de las maneras y estaba en su perfecto derecho. Si yo hubiera estado en Iowa le habría devuelto el dinero que se había gastado como recompensa a su elocuencia y a la referencia a la II guerra mundial. Supuse que quería decir segunda y no Larga y Latosa y leí el recorte que había insertado:

Tal vez he sido un poco puntilloso con Hemingway: el escritor más sobrevalorado de nuestro tiempo, pero aun así un estupendo escritor. Sus principales defectos:

(1) escaso sentido del humor;

(2) un realismo de tipo juvenil;

(3) mínimo idealismo, o ninguno;

(4) fatuidad de pelo en pecho.

Disfrutaba sentado en la tienda comedor vacía a solas con mi correspondencia e imaginándome al hermano emocionalmente maduro poniendo su mueca quizá en la cocina ante un refrigerio de la nevera o sentado ante el aparato de televisión viendo a Mary Martin haciendo de Peter Pan y pensé lo amable que era esa señora de Iowa al escribirme y lo agradable que hubiera sido tener ahora aquí a su hermano emocionalmente maduro haciendo muecas y moviendo la cabeza en este momento.

No se puede tener todo, viejo amigo escritor, me dije con filosofía. Lo que ganas en directos lo pierdes en indirectos. Tienes que olvidarte del hermano emocionalmente maduro, simplemente. Olvídalo, te lo digo yo. Tienes que hacerlo solo, muchacho. Así que me olvidé de él y seguí leyendo a Nuestra Señora de Iowa. En español pensé en ella como Nuestra Señora de los Aldabonazos y ante la aparición de tan espléndido nombre me sentí invadido de piedad y calor whitmanianos. Pero procura seguir dirigiéndolos hacia ella, me advertí a mí mismo. No permitas que te lleven hacia el de las muecas.

También era estimulante leer el homenaje del joven y brillante columnista. Tenía esa catarsis simple pero inmediata que Edmund Wilson ha llamado «la sacudida del reconocimiento», y reconocer la calidad de aquel joven columnista que sin duda hubiera tenido un futuro brillante en el East African Standard si hubiera nacido en el Imperio y, en consecuencia, hubiera estado en condiciones de asegurarse un permiso de trabajo, me hizo pensar de nuevo, del mismo modo que uno se aproxima al borde de un precipicio, en el muy amado rostro del hermano de las muecas de mi corresponsal, pero ahora mis sentimientos hacia él habían cambiado y ya no me seguía sintiendo atraído por él como antes sino que, más bien, lo veía sentado en medio de las plantas de maíz, las manos incontrolables en la noche mientras oía crecer los tallos del maíz. En la shamba teníamos maizales que crecían tan alto como crece el maíz en el Medio Oeste. Pero nadie los oía crecer de noche porque las noches eran frías y el maíz crecía por la tarde y de noche, incluso aunque hubiera crecido de noche, no podías oírlo por culpa de la cháchara de las hienas y los chacales y las voces de los leones cuando andaban cazando y el ruido que hacían los leopardos.

Pensé al diablo con esa zorra estúpida de Iowa escribiendo cartas a personas que no conoce sobre cosas de las que no sabe nada y le deseé la gracia de una muerte feliz cuanto antes, pero recordé su última frase: «¿Por qué no escribe usted algo que valga la pena antes de morirse?», y pensé tú qué te crees, zorra ignorante de Iowa, yo ya he hecho eso y volveré a hacerlo muchas veces más.

Berenson estaba bien, cosa que me alegró, y estaba en Sicilia, lo que me preocupó innecesariamente puesto que él sabía mucho más de lo que estaba haciendo que yo. Marlene tenía problemas, pero había tenido un triunfo en Las Vegas y adjuntaba los recortes. Tanto la carta como los recortes eran conmovedores. La casa de Cuba estaba perfectamente, pero había muchos gastos. Todos los animales estaban bien. Todavía había dinero en el banco de Nueva York, lo mismo que en el banco de París, pero flojeando. En Venecia todos estaban bien, excepto los que habían sido recluidos en clínicas de reposo o se estaban muriendo de enfermedades incurables diversas. Uno de mis amigos había resultado herido de gravedad en un accidente de tráfico y recordé aquellas repentinas zambullidas en unas nieblas que no había luz que penetrase cuando bajábamos por la costa por las mañanas temprano. Por la descripción de las diversas fracturas me temí que, él, que amaba el tiro más que ninguna otra cosa, no podría volver a tirar. Una mujer que conocía, admiraba y amaba tenía cáncer y no le daban ni tres meses de vida. Otra chica que conocía desde hacía dieciocho años, y cuando la vi por primera vez tenía dieciocho años, y a la que quería y habíamos sido amigos y la amaba mientras estuvo casada con dos maridos y logró hacer cuatro fortunas con su inteligencia y conservarlas, espero, y ganar todas las cosas tangibles y contables y utilizables y almacenables y pignorables de la vida y perder todas las otras, me escribía una carta repleta de noticias, cotilleos y angustia. Contenía noticias verdaderas y la angustia no era fingida y contenía las lamentaciones a las que todas las mujeres tienen derecho. Fue la carta que me puso más triste de todas porque decía que ahora no podía venir a África, donde hubiera tenido una buena vida incluso aunque no fuera más que por dos semanas. Supe entonces que, como no iba a venir nunca más, no volvería a verla, a no ser que su marido me la enviase con alguna misión de negocios. Iría a todos los sitios a los que siempre le había prometido llevarla pero a los que yo no iría. Ella podía ir con el marido y ponerse nerviosos juntos. Él siempre tenía que tener a mano un teléfono para conferencias a larga distancia que le resultaba tan necesario como a mí ver la salida del sol o a Mary contemplar las estrellas por las noches. Podría gastar dinero y comprar cosas y acumular posesiones y comer en restaurantes carísimos y Conrad Hilton abría, o terminaba o proyectaba hoteles para ella y para su marido en todas las ciudades que alguna vez planeamos visitar juntos. Ahora no tenía problemas. Con la ayuda de Conrad Hilton podía recuperar su mejor aspecto para estar cómodamente encamada nunca a más distancia de un teléfono que el alcance de su mano y cuando se despertase por la noche podría saber con toda certeza lo que es la nada y qué valor tiene esta noche y practicar contando su dinero para dormirse y así poder despertarse tarde y no encontrarse demasiado pronto con un nuevo día. Tal vez Conrad Hilton pudiera abrir un hotel en Laitokitok, pensé. Entonces sí que ella podría venirse aquí y ver la Montaña y en el hotel habría guías que la llevasen a conocer al señor Singh y a Brown y a Benji y quizá hubiera una placa que señalara el sitio de la antigua boma de la policía y podrían comprar lanzas de souvenirs en los locales de la Anglo-Masai Stores Ltd. Todas las habitaciones tendrían cazadores blancos corrientes fríos y calientes y todos ellos con cintas de piel de leopardo en los sombreros, y en la mesilla de noche al lado del teléfono en vez de la Biblia de los Gedeones tendrían ejemplares de Cazador blanco, corazón negro y Algo de valor con la firma autógrafa de los autores e impresos sobre papel especial para todo uso y con los retratos de los autores en la parte de atrás de la sobrecubierta hechos con tinta que resplandeciese en la oscuridad.

Pensar en ese hotel y en los proyectos para decorarlo y gestionarlo incluyendo safaris las veinticuatro horas, todos los animales garantizados, durmiendo cada noche en tu habitación con televisión coaxial conectada, y los menús y el personal de recepción todos ellos comandos anti Mau-Mau y los mejores cazadores blancos, y los pequeños detalles con los huéspedes tal como que la primera noche al cenar cada huésped encontrase junto a su plato un nombramiento de guardia de caza honorario y la segunda noche, y última para la mayoría, el de miembro honorario de la Asociación de Cazadores Profesionales del África Oriental me estaba encantando pero no quería elaborarlo con demasiada perfección hasta que estuviésemos Mary y G. C. y Willie y yo juntos.

Miss Mary, como había sido periodista, tenía una magnífica y poderosa inventiva. Jamás la había oído contar una historia dos veces de la misma forma y siempre tenía la sensación de que la iba remodelando para ediciones posteriores. También necesitábamos a Pop porque quería que me diera permiso para montarlo de cuerpo entero y colocarlo en el vestíbulo en caso de que llegara a morirse algún día. Puede que encontrase algo de oposición por parte de su familia, pero teníamos que hablar de todo el proyecto y llegar a la decisión más razonable. Pop nunca había manifestado mucho amor por Laitokitok, a la que más o menos consideraba una trampa de pecado y creo que quería que lo enterrasen en los cerros altos de su país. Pero al menos podríamos discutirlo.

Ahora, al comprender que como mejor se toma la soledad es con bromas, burlas y desprecio frente a la peor de las posibles salidas de cualquier cosa y que el humor macabro es el más válido si no el más duradero puesto que es intrínsecamente del momento y con frecuencia mal entendido, me reí leyendo aquella carta tan triste y pensando en el nuevo Laitokitok Hilton. El sol ya casi se había puesto y sabía que a aquellas horas Mary ya estaría en el New Stanley y muy probablemente en la bañera y deseé que esa noche se lo pasara bien en la ciudad. A ella no le gustaban los tugurios que yo frecuentaba y probablemente iría al club Travelers o a algún sitio así y me alegré de que fuera ella y no yo quien tenía oportunidad de divertirse de esa manera.

Dejé de pensar en ella y pensé en Debba y que habíamos prometido llevarla a ella y a la Viuda a comprar tela para los vestidos que se harían para las festividades del cumpleaños del niño Jesús. Esa compra oficial de vestidos con mi novia presente y eligiendo la tela que yo pagaría mientras nos contemplaban cuarenta o sesenta mujeres y guerreros masáis era el acontecimiento más formal y definitivo que Laitokitok podía ofrecer esta temporada y probablemente cualquier otra. Ser escritor es una desgracia pero también algunas veces es un consuelo y me preguntaba, incapaz de dormir, cómo habría manejado Henry James esa situación. Lo recordaba de pie en el balcón de su hotel de Venecia fumando un buen cigarro puro y preguntándose qué estaría pasando en aquella ciudad en la que es mucho más difícil estar al margen de los problemas que meterse en ellos y cuando no podía dormir por las noches siempre obtenía un gran consuelo pensando en Henry James de pie en el balcón de su hotel contemplando la ciudad y viendo pasar la gente, cada uno con sus necesidades y sus obligaciones y sus problemas, sus pequeñas economías y su felicidad pueblerina y la vida normal y bien organizada del canal, y pensaba en James, que no conocía ni uno de los sitios a los que ir, y se quedaba en el balcón con su puro. Contento ahora por la noche, que podía dormir o no según quisiera, me gustaba pensar en Debba y en James a la vez y me preguntaba cómo sería si le quitaba a James de los labios el cigarro consolador y se lo entregaba a Debba, que se lo pondría en la oreja o quizá se lo daría a Ngui, que había aprendido a fumar puros en Abisinia donde como fusilero de los KAR se enfrentó, algunas veces, a tropas blancas y a sus seguidores de campamento y los venció y aprendió muchas otras cosas. Luego dejé de pensar en Henry James y su cigarro consolador y en el encantador canal que me había imaginado con un buen viento que acudía a ayudar a todos mis amigos y hermanos que tenían que luchar contra la marea y ya no me interesaba pensar en la figura sólida y rechoncha con su cabeza calva y su dignidad ambulatoria y problemas de línea de salida y pensé en Debba y en el gran lecho de madera pulida a mano cubierto de pieles, ahumado, oliendo a limpio de la casa grande y las cuatro botellas de cerveza sacramental que había pagado por usarlo, iba con buenas intenciones, y la cerveza tenía el nombre propio adecuado tradicional de la tribu; creo que era, entre las muchas cervezas rituales, la que se conocía como La Cerveza para Dormir en el Lecho de la Suegra y era el equivalente a poseer un Cadillac en los círculos de John O’Hara si es que aún queda alguno de esos círculos. Confié caritativamente en que quedasen círculos de esos y pensé en O’Hara, gordo como una boa que se hubiera tragado todo un cargamento de esa revista llamada Collier’s y arisco como una mula a la que hubieran picado moscas tse-tsé, avanzando pesadamente para morirse sin reconocerlo y le deseé suerte y mucha felicidad recordando francamente divertido la corbata de lazo de ribete blanco que llevaba en la fiesta de su presentación en Nueva York y los nervios de la anfitriona al presentarlo y su temeraria esperanza de que no se desintegraría. Por muy mal que le vayan las cosas, no hay ser humano que no se anime acordándose de O’Hara en su época más brillante.

Pensé en nuestros planes para la Navidad, que siempre me gustó y recordaba en muchos países. Sabía que esa Navidad iba a ser o bien maravillosa o bien absolutamente horrible porque habíamos decidido invitar a todos los masáis y a todos los wakamba y esa era la clase de ngoma que podía acabar con los ngomas si no se hacía correctamente. Estaría el árbol mágico de miss Mary, que los masáis reconocerían como lo que realmente era aunque miss Mary no lo hiciera. No sabía si debíamos decirle a miss Mary que su árbol era en realidad un árbol con potentes efectos de tipo marihuana porque el problema tenía muchos ángulos. Primero, miss Mary estaba absolutamente decidida a que fuera esa clase de árbol en particular y los wakamba lo habían aceptado como algo que formaba parte de las desconocidas costumbres tribales de Thief River Falls lo mismo que la exigencia de tener que matar a un león. Arap Meina me había confiado en secreto que con ese árbol él y yo podíamos andar borrachos durante meses y que si un elefante se comía el árbol que había seleccionado miss Mary estaría borracho, el elefante, varios días.

Sabía que miss Mary habría pasado una buena noche en Nairobi porque no era tonta y era la única ciudad que teníamos y había salmón ahumado fresco en el New Stanley y un jefe de camareros comprensivo que hacía la vista gorda. Pero el pescado de los grandes lagos, el pescado sin nombre, estaría tan bueno como siempre y habría curris diversos aunque ella no debería tomarlos nada más pasar la disentería. Pero estaba seguro de que habría cenado bien y confiaba en que ahora estuviera en algún buen club nocturno y pensé en Debba y en que iríamos a comprar la tela para aquellas dos deliciosas montañitas que llevaba con tanto orgullo y modestia y en cómo el tejido se las destacaría como ella sabía muy bien y en cómo iríamos viendo los diferentes estampados y en cómo las mujeres masáis con sus faldas largas y las moscas y sus maridos dementes y pretenciosos de la barbería nos observarían con su descaro insatisfecho y su belleza sifilítica de manos frías y cómo nosotros, los kamba, que a ninguno nos habían perforado una oreja jamás pero éramos altivos y, aun peor, insolentes por demasiadas cosas que los masáis nunca sabrían, palparíamos los paños y miraríamos los estampados y compraríamos otras cosas para darnos importancia en el almacén.