CAPÍTULO VIII

El día en que miss Mary cazó su león hacía un día muy bonito. Eso fue prácticamente lo único bonito que hubo. Durante la noche se habían abierto muchas flores blancas y así, con las primeras luces del día, antes de salir el sol todos los prados aparecían como si la luna llena brillase sobre la nieve reciente entre neblinas. Mary estaba levantada y vestida mucho antes de la primera luz. Tenía arremangada la manga derecha de su sahariana y ya había revisado toda la munición de su Mannlicher 256. Dijo que no se encontraba bien y le creí. Contestó lacónicamente a mi saludo y al de G. C. y ambos tuvimos buen cuidado de no hacer broma alguna. Yo no sabía qué tenía ella contra G. C. como no fuera su tendencia a mostrarse desenfadado ante el trabajo indudablemente serio. Que estuviera enfadada conmigo me pareció una reacción más sensata. Si andaba de mal humor pensé que se sentiría malvada y dispararía tan mortíferamente como yo sabía que sabía disparar. Esto casaba con mi última y principal teoría de que tenía demasiado buen corazón para matar animales. Hay gente que tira fácil y suelto; otros son tiradores de una rapidez notable y pese a ello tan controlada que tienen todo el tiempo que necesitan para colocar la bala con tanta exactitud como un cirujano hace la primera incisión; otros tiran mecánicamente y son letales siempre que no suceda algo que interfiera con la mecánica de su disparo. Esa mañana parecía que miss Mary tiraría con fiera determinación, despreciando a todos cuantos no se toman las cosas con la debida seriedad, acorazada tras su precaria condición física, que le proporcionaría una excusa si fallaba, y concentrada totalmente, sin fisuras, en lograr matar o morir. A mí me parecía muy bien. Era un enfoque nuevo.

Esperamos junto al coche de caza a que hubiera luz suficiente para arrancar y todos estábamos muy serios y solemnes. Ngui casi siempre estaba de muy mal humor por la mañana temprano, de modo que se le veía de un talante solemne y taciturno. Charo estaba extraordinariamente solemne, pero ligeramente alborozado. Como un hombre que va a un funeral de un fallecido cuya muerte no sentía demasiado hondamente. Mthuka estaba contento como siempre tras su sordera y vigilaba con sus sagaces ojos el momento en que comenzara a levantarse la oscuridad.

Todos éramos cazadores y aquello era el inicio de ese ritual maravilloso, la caza. Se ha escrito mucha tontería mística sobre la caza, pero es algo que probablemente es mucho más antiguo que la religión. Unos son cazadores y otros no. Miss Mary era cazadora y cazadora valiente y encantadora, pero había llegado a la caza de mayor y no de niña y muchas de las experiencias que le habían sucedido al cazar se le presentaron tan inesperadamente como a la gatita que se hace adulta le llega el primer celo. Clasificaba todos esos nuevos conocimientos y cambios en cosas que nosotros sabíamos y la otra gente no.

Nosotros cuatro, que la habíamos visto experimentar esos cambios y la veíamos ahora, decidida y seria, perseguir durante meses un objetivo contra cualquier clase de probabilidad, éramos como la cuadrilla de un matador muy joven. Si el torero era serio, la cuadrilla lo sería. Conocían todos sus defectos y todos estaban bien pagados de diferentes formas. Todos habían perdido completamente la fe en el matador y todos la habían recobrado muchas veces. Estar allí sentados en el coche o andando en torno a él en espera de que hubiera suficiente luz para partir me recordó mucho cómo son los instantes previos de una corrida. Nuestro matador estaba solemne; así que nosotros estábamos solemnes, ya que, cosa poco habitual, queríamos a nuestro matador. Nuestro matador no estaba bien. Eso hacía aún más necesario que estuviera protegido y se le diera incluso una posibilidad mejor para hacer todo lo que quisiera hacer. Pero allí sentados y recostados y sintiendo el sueño escurrírsenos del cuerpo estábamos tan felices como cazadores. Probablemente nadie es tan feliz como los cazadores con un nuevo día siempre fresco e imprevisible por delante y Mary también era cazadora. Pero ella se había impuesto a sí misma aquella tarea y Pop la había guiado y entrenado y adoctrinado en la forma de matar a un león con la pureza y virtud más absolutas; Pop había hecho de ella su última discípula y le había inculcado la ética que nunca había logrado imponer a otras mujeres de modo que la muerte que diera al león no había de ser del modo como se hacen esas cosas sino del modo ideal en que esas cosas deben hacerse; en Mary, Pop encontró por fin el espíritu de un gallo de pelea en un cuerpo de mujer; un matador fogoso y tardío con el único defecto de que nadie sabía cuál sería el blanco de sus disparos. Pop le había inculcado una ética y luego tuvo que marcharse. Y ahora ella poseía esa ética pero solo nos tenía a G. C. y a mí y de ninguno de los dos podía fiarse como se fiaba de Pop. Y así ahora salía de nuevo para esa corrida que siempre acababa posponiéndose.

Mthuka me indicó con un gesto que la luz empezaba a ser posible y salimos a través de los campos de flores blancas que el día antes eran prados totalmente verdes. Cuando estuvimos a la altura de los árboles del bosque con la alta hierba seca a nuestra izquierda, Mthuka fue frenando el coche hasta pararlo sin ruido. Volvió la cabeza y vi la cicatriz en forma de flecha de su mejilla y los cortes. No dijo ni palabra y seguí su mirada. El gran león de la melena negra avanzaba hacia nosotros y su enorme cabeza sobresalía de la hierba amarilla. La hierba seca, amarilla, era alta y por encima de ella solo se le veía la cabeza.

—¿Qué dirías si damos la vuelta despacito y volvemos al campamento? —le susurré a G. C.

—Totalmente de acuerdo —susurró él.

Al hablar nosotros, el león se giró y echó a andar de regreso a la floresta. Lo único que veíamos de él eran los movimientos de la hierba.

Cuando estuvimos de vuelta en el campamento, desayunamos y Mary comprendió por qué habíamos hecho lo que habíamos hecho y estuvo de acuerdo en que era lo correcto y necesario. Pero la corrida se había suspendido una vez más cuando ella ya estaba preparada y en tensión y eso no nos hacía simpáticos. Yo sentía muchísimo que no se encontrase bien y quería que, si le era posible, relajase su tensión. No servía de nada seguir hablando de si por fin el león había cometido un error. Ahora, tanto G. C. como yo estábamos seguros de que ya lo teníamos. No había comido durante la noche y había salido por la mañana a buscar el cebo. Había vuelto a meterse otra vez en la espesura. Esperaría hambriento y, si no se le molestaba, saldría al empezar a oscurecer; eso es lo que haría. Era una lástima que G. C. tuviera que marcharse al día siguiente, pasase lo que pasase, y Mary y yo volviéramos a tener que arreglárnoslas solos. Pero el león había roto su esquema de conducta y había cometido un error muy grave y a mí ya no me preocupaba cómo lo cogeríamos. Hubiera podido alegrarme más de poder cazarlo con miss Mary y sin G. C, pero me gustaba mucho cazar con G. C. también y no era tan tonto como para querer que se montase cualquier número estando solos miss Mary y yo. G. C. había indicado más que bien lo que podría ser. Yo siempre tenía la ilusión de que miss Mary le daría al león exactamente donde debía y que el león caería rodando como ningún otro de los que yo había visto tantas veces y quedaría tan muerto como solo un león puede quedar. Yo le metería un par si rodaba vivo y eso era todo. Miss Mary habría matado a su león y eso la haría feliz para siempre y yo solo le habría dado la puntilla y ella lo sabría y me amaría mucho eternamente por siempre jamás, amén. Hacía ya seis meses que esperábamos aquello. Justo en ese momento entró en el campamento un Land Rover nuevo, uno de los modelos recientes más grandes y veloces que no habíamos visto todavía; llegó sobre la maravillosa pradera de flores blancas que un mes antes era puro polvo y barro la semana anterior. El coche lo conducía un hombre de cara roja y estatura media que llevaba un uniforme caqui ya desvaído de la policía de Kenia. Iba cubierto de polvo de la carretera y en las patas de gallo junto a los ojos se le veían unas rayas blancas que destacaban en medio del polvo.

—¿Hay alguien en casa? —preguntó quitándose la gorra al entrar en la tienda comedor.

A través del fondo abierto que daba a la Montaña yo había visto llegar el coche a través de la cortina de muselina.

—Estamos todos —le dije—. ¿Cómo está usted, señor Harry?

—Estupendamente.

—Siéntese y déjeme prepararle algo. Puede quedarse a pasar la noche, ¿no es cierto?

Se sentó y estiró las piernas y movió los hombros con tanto gusto como un gato.

—No podría beber nada. Estas no son horas de beber para la gente decente.

—¿Qué quiere entonces?

—¿Se tomaría una cerveza a medias?

Abrí la cerveza y la serví y mientras levantábamos los vasos le miré relajarse y sonreír con ojos mortalmente cansados.

—Que pongan sus pertrechos en la tienda del joven Pat. Es aquella verde que está vacía.

Harry Dunn era tímido, agobiado de trabajo, amable e implacable. Le gustaban los norteamericanos y los entendía y le pagaban para hacer cumplir la ley y ejecutar órdenes. Era tan gentil como rudo y no era vengativo ni odiaba ni era nunca estúpido o sentimental. No cultivaba rencores en un país de rencorosos y jamás le vi mostrarse mezquino en nada. Administraba la ley en unos tiempos de corrupción, odios, sadismo y considerable histeria y se esforzaba día tras día más allá del límite que un hombre puede alcanzar razonablemente, no buscando nunca con su esfuerzo ascensos o ventajas porque conocía su valor para lo que hacía. Miss Mary dijo una vez que era como una fortaleza portátil.

—¿Lo pasan bien aquí?

—Muy bien.

—He oído algo. ¿Qué es eso de que tienen que matar un leopardo antes del cumpleaños del niño Jesús?

—Eso es por un artículo ilustrado para esa revista para la que hacíamos fotos en septiembre. Antes de conocernos. Teníamos un fotógrafo y sacó miles de fotos y yo escribí un artículo corto y los pies para las fotos que escogieron. Tienen una foto maravillosa de un leopardo y yo la capté, pero no es mío.

—¿Y cómo se entiende eso?

—Andábamos tras un león grande que era muy astuto. Era del otro lado del Ewaso Ngiro pasado Magadi, debajo de la escarpadura.

—Totalmente fuera de mi ronda.

—Estábamos levantando a ese león y ese amigo mío se subió a una roca con su secretario para mirar a ver si el león se dejaba ver. El león era para Mary porque tanto él como yo teníamos leones. Así que no sabíamos qué demonios había pasado cuando lo oímos disparar y después que había algo caído en la tierra y rugiendo. Era un leopardo y había una polvareda tan espesa que la nube que se levantaba era como sólida y el leopardo seguía rugiendo y nadie sabía por qué lado de la polvareda aparecería. Ese amigo mío, Mayito, le había dado dos tiros desde lo alto y yo también había disparado al centro de la polvareda y me agaché y me moví a la derecha por donde estaba su salida natural. Entonces asomó la cabeza entre el polvo una sola vez y seguía sonando fatal y le pegué en el cuello y el polvo empezó a descender. Fue como una especie de duelo de pistolas entre el polvo delante de un saloon del viejo Oeste. Salvo que el leopardo no tenía pistola, aunque estaba lo bastante cerca como para haber machacado a cualquiera y estaba muy excitado. El fotógrafo sacó fotos de Mayito con el leopardo y de todos con el leopardo y de mí con el leopardo. Era de Mayito, porque él le había dado primero y había vuelto a acertarle. Pero como la mejor foto del animal era una conmigo, la revista escogió esa y yo les dije que no podían usarla a menos que cazase un buen leopardo yo solo por mi cuenta. Y hasta ahora he fracasado tres veces.

—No sabía que hubiera una ética tan rígida.

—Pues sí, por desgracia. Y esa es también la ley. Primera sangre y persecución ininterrumpida.

Arap Meina y el explorador de caza jefe habían traído la noticia de que las dos leonas y el león joven habían matado por arriba del borde del salobral. El cebo seguía tapado, excepto por donde las hienas le habían dado tirones, y los dos exploradores lo arreglaron con esmero. En los árboles circundantes había aves y eso seguramente atraería al león, pero los pájaros no podían llegar a los restos de la cebra que estaban lo bastante altos como para llevar al león con seguridad. No había comido ni cazado en toda la noche y, puesto que no tenía hambre ni se le había molestado, era casi seguro que a la tarde lo encontraríamos en campo abierto.

Almorzamos, finalmente, y Mary estaba muy alegre y simpática con todos nosotros. Creo que hasta me preguntó si quería un poco más de carne fría. Cuando le dije que no gracias, que ya había tomado bastante, me dijo que me vendría bien, que un hombre que bebe mucho tiene que comer. Eso no solo era verdad y muy antigua sino el fundamento de un artículo del Reader’s Digest que todos habíamos leído. Ahora aquel número del Reader’s Digest estaba en la letrina. Dije que había decidido ir a las elecciones con una plataforma de borrachines auténticos y no decepcionar ni a uno solo de mis electores. Por lo que contaban, Churchill bebía el doble que yo y acababan de darle el premio Nobel de Literatura. Yo lo único que intentaba era ir aumentando mi cuota de alcohol para estar a una altura razonable por si me daban el premio a mí; ¿quién sabe?

G. C. aseguró que el premio era prácticamente mío y que tenía que ganarlo para presumir solo porque a Churchill se lo habían dado, al menos en parte, por su oratoria. G. C. dijo que no había seguido los premios tan de cerca como hubiera debido pero que le parecía que muy bien podrían dármelo por mi trabajo en el campo de la religión y por mi dedicación a los nativos. Miss Mary sugirió que si intentase escribir algo de vez en cuando tal vez lo ganase como escritor. Eso me conmovió profundamente y dije que en cuanto ella tuviera el león yo no haría nada más que escribir solo por complacerla. Declaró que con que escribiese aunque solo fuera un poquito ya estaría complacida. G. C. me preguntó si tenía planeado escribir algo sobre lo misteriosa que era África, y que, si pensaba escribirlo en swahili, podía conseguirme un libro sobre el swahili de las tierras altas que me resultaría valiosísimo. Miss Mary dijo que ese libro ya lo teníamos y que a ella le parecía que incluso con el libro sería mucho mejor que tratase de escribir en inglés. Yo sugerí que podía copiar trozos del libro para ir consiguiendo un buen estilo de tierras altas. Miss Mary dijo que yo no sabía escribir ni una sola frase correcta en swahili, ni siquiera decirla, y le di la razón en que lamentablemente eso era verdad.

—Pop lo habla tan maravillosamente y G. C. también, y tú eres una desgracia. No conozco a nadie que consiga hablar un idioma tan mal como tú.

Quise decir que una vez, hacía años, parecía que iba a poder hablarlo perfectamente. Pero entonces hice la tontería de no quedarme en África y en vez de eso me volví a Estados Unidos, donde había ido matando mi nostalgia de África de diversas maneras. Luego, antes de poder volver, estalló la guerra de España y me vi envuelto en lo que le estaba pasando al mundo y me involucré en eso para lo bueno y para lo malo hasta que por fin pude volver. No había sido fácil regresar ni romper las cadenas de responsabilidades formadas que, a lo que parece, son tan livianas como una tela de araña pero sujetan como cables de acero.

Lo estábamos pasando todos muy bien haciendo bromas y riéndonos unos de otros y yo hice un par de chistes pero cuidando de mostrarme muy modesto y contrito con la esperanza de recuperar el favor de miss Mary y de que siguiese de buen humor por si aparecía el león. Estaba bebiendo sidra seca Bulwer, pues había descubierto que era una bebida maravillosa. G. C. había traído alguna de los almacenes de Kajiado. Era ligera y refrescante y no te ralentizaba para tirar. Venía en envases de un litro con tapón de rosca y yo solía bebería en vez de agua cuando me despertaba por la noche. Un primo de Mary amabilísimo nos había regalado dos almohadas pequeñas de saco rellenas de agujas balsámicas. Yo siempre dormía con la mía debajo del cuello o, si dormía de mi lado, debajo de la oreja. Tenía el aroma del Michigan de cuando yo era niño y ojalá hubiera podido tener una cesta de hierba dulce para guardarla cuando viajábamos y por la noche ponerla en la cama debajo del mosquitero. La sidra también sabía a Michigan y siempre me acordaba del lagar de sidra y la puerta que nunca estaba cerrada con llave sino solo con una argolla y un palo y el olor de los sacos que usaban para prensar y luego extendían para secar y después extendían sobre unas tinas hondas en las que los hombres que venían con los carros llenos a pisar las manzanas dejaban la parte del lagar. Más abajo de la presa del molino del lagar había una poza honda donde el remolino del agua que caía daba vueltas para meterse bajo la presa. Si se pescaba con paciencia, allí siempre se cogían truchas y siempre que yo cogía alguna la mataba y la ponía en la cesta grande de mimbre que estaba a la sombra y le ponía una capa de hojas de helecho por encima y luego entraba en el lagar y descolgaba el tanque de metal que estaba en un clavo en la pared encima de las tinas y levantaba la gruesa cubierta de saco de una de las tinas y sacaba un tanque lleno de sidra y me la bebía. Esa sidra que teníamos ahora me traía el recuerdo de Michigan, especialmente con la almohada.

Ahora, sentado a la mesa, me sentía contento porque Mary parecía sentirse mejor y confiaba en que el león apareciera al final de la tarde y ella pudiera matarlo bien muerto y ser feliz por siempre jamás. Terminamos de almorzar y todo el mundo estaba muy animado y todos dijimos que íbamos a dormir una siestecita y que yo llamaría a miss Mary cuando fuera la hora de salir en busca del león.

Mary se durmió casi en cuanto se tumbó en su catre. La trasera de la tienda estaba levantada y venía una grata brisa fresca de la Montaña que atravesaba la tienda. Normalmente dormíamos de cara a la puerta abierta, pero yo cogí las almohadas y las puse dobladas una en cada extremo del catre y me puse la almohadilla balsámica bajo el cuello y me tumbé en el catre tras quitarme las botas y los pantalones y estuve leyendo con la luz buena detrás. Estaba leyendo un libro muy bueno de Gerard Hanley, que había escrito otro muy bueno que se titulaba El cónsul al atardecer. Era un libro sobre un león que causaba muchos problemas y mataba prácticamente a todos los personajes del libro. G. C. y yo solíamos leer ese libro por las mañanas en la letrina para inspirarnos. Había unos pocos personajes que el león no mataba, pero todos ellos iban avanzando hacia algún otro tipo de destino fatal, así que en realidad no importaba. Hanley escribía muy bien y era un libro excelente y muy sugestivo cuando andabas implicado en asuntos de leones. Una vez había visto venir a un león a toda velocidad y me quedé impresionado y todavía estoy impresionado. Esa tarde iba leyendo el libro muy despacio porque, como era tan bueno, no quería terminarlo. Esperaba a que el león matase al protagonista o al viejo comandante porque ambos eran personajes muy nobles y simpáticos y yo me había encariñado con el león y deseaba que matase a algún personaje de categoría. No obstante, al león le iban bien las cosas y acababa por matar a otro personaje muy simpático e importante cuando decidí que sería mejor salvar al resto y me levanté y me subí los pantalones y me puse las botas sin cerrar la cremallera y me fui a ver si G. C. estaba despierto. Tosí junto a su tienda tal y como siempre hacía el informador a la entrada de la tienda comedor.

—Pasa, general —dijo G. C.

—No —le respondí—. El hogar de un hombre es su castillo. ¿Estás animado para enfrentarte a los animales feroces?

—Todavía es demasiado pronto. ¿Mary ha dormido algo?

—Todavía está durmiendo. ¿Qué estás leyendo?

—Lindbergh. Es bueno el condenado. ¿Qué leías tú?

El año del león. Ahora estoy sudando el león.

—Llevas un mes leyendo eso.

—Seis semanas. ¿Cómo andas con lo del misticismo del aire?

Aquel año los dos, tardíamente, andábamos llenos de misticismo del aire. Yo había abandonado finalmente el misticismo del aire en 1945 cuando volaba de regreso a casa en un B-17 desvencijado, sin reacondicionar y con excesivas horas de vuelo.

Cuando fue la hora desperté a miss Mary mientras los porteadores de armas sacaban de debajo de las camas el rifle de ella y mi fusil grande y comprobaban cartuchos y municiones.

—Está allí, cariño. Está allí y lo cazarás.

—Es tarde.

—No pienses en nada y súbete al coche.

—Comprenderás que tengo que ponerme las botas. Yo la estaba ayudando a ponérselas.

—¿Dónde está ese maldito sombrero?

—Aquí está tu maldito sombrero. Camina. No te vayas corriendo al primer Land Rover que veas. Y no pienses en nada más que en acertarle.

—No me digas tantas cosas. Déjame sola.

Mary y G. C. iban en los asientos delanteros con Mthuka, que conducía. Ngui, Charo y yo íbamos en la trasera descubierta con el explorador de caza. Yo comprobaba los cartuchos en el cañón y en el cargador del 30-06, comprobaba los de los bolsillos y revisaba y limpiaba las aberturas traseras de cualquier resto de polvo con un palillo. Mary llevaba su rifle en posición vertical, y así yo tenía una buena visión del cañón pavonado recién limpio y la cinta aislante que sujetaba las hojas del alza hacia abajo, de su cabeza por detrás y de su inefable sombrero. El sol se alzaba ahora justo sobre las colinas y ya habíamos salido de las flores y avanzábamos hacia el norte por el camino viejo que va paralelo a los bosques. En algún lugar a nuestra derecha estaba el león. El coche se detuvo y todos nos bajamos, excepto Mthuka, que se quedó al volante. Las huellas del león salían a la derecha en dirección a un bosquete de árboles y maleza de este lado del árbol solitario, donde se hallaba el señuelo tapado con una pila de maleza. No estaba junto al cebo y tampoco los pájaros, que estaban todos posados en los árboles. Me volví a mirar el sol y no quedaban ni diez minutos para que se escondiese detrás de las últimas colinas por el oeste. Ngui se había subido al hormiguero y oteaba por encima de él. Señalaba con la mano tan cerca de la cara que apenas si se podía ver el movimiento y luego bajó rápidamente del montículo.

—Hiko huko —dijo—. Está allí. Mzuri motoca.

G. C. y yo observamos ambos otra vez el sol y G. C. agitó el brazo para que Mthuka se acercase. Nos subimos al coche y G. C. le indicó a Mthuka dónde quería que nos llevase.

—Pero ¿dónde está? —preguntó miss Mary a G. C.

G. C. puso la mano en el brazo de Mthuka para que detuviese el coche.

—Dejaremos el coche aquí —dijo G. C. a Mary—. Debe de estar en aquel bosquete de allá al fondo. Papá irá por el flanco izquierdo y le cortará el paso para volver a lo espeso. Nosotros avanzaremos directos hacia él.

El sol todavía brillaba por encima de las colinas al dirigimos adonde tenía que estar el león. Ngui iba detrás de mí y a nuestra derecha Mary caminaba un poquito delante de G. C. Charo marchaba detrás de este. Andaban derechos hacia los árboles con maleza rala en la base. Ahora yo ya veía al león y continué ganando terreno a la izquierda caminando adelante y de costado. La luz descubría al enorme león oscuro y largo y castaño dorado gris y nos miraba. Nos estaba mirando y pensé en qué mal sitio se había metido ahora. A cada paso que yo daba le cerraba más la salida al seguro, al que tantas veces había retirado. Ahora el felino no tenía más elección que romper hacia mí o salir hacia Mary y G. C, cosa que no pensaba hacer a menos que estuviese herido, o tratar de llegar al refugio más cercano, que era una mancha espesa de árboles y maleza enmarañada a unos cuatrocientos o quinientos metros al norte. Para llegar allí tenía que cruzar toda la llanura abierta.

Entonces consideré que ya estaba suficientemente a la izquierda y empezamos a movernos hacia el león. Estaba allí parado entre la maleza que le llegaba a los muslos y le vi torcer una vez la cabeza para mirarme; luego volvió a girarla para observar a Mary y a G. C. Tenía una cabeza enorme y oscura pero cuando la movió no me pareció demasiado grande para el cuerpo. Este era robusto, grande y largo. No sabía a qué distancia del león intentaba G. C. poner a Mary. No los miraba. Miraba al león y esperaba a oír el tiro. Yo ya estaba todo lo cerca que necesitaba y tenía sitio para cogerlo si venía y estaba seguro de que si resultaba herido rompería por mi lado porque su refugio natural estaba detrás de mí. Mary tiene que dispararle pronto, pensé. No puede acercarse más. Pero tal vez G. C. quiera ponerla más cerca. Los miré por el rabillo del ojo, con la cabeza baja, sin apartar la vista del león. Vi que Mary quería tirar y G. C. se lo impedía. No estaban tratando de acercarse más, de manera que me imaginé que desde donde estaban debía de haber ramas o maleza entre Mary y el león. Observé al león y noté el cambio de su coloración cuando el sol tocó el primer pico de las colinas. Ahora había buena luz para disparar pero se iría pronto. Vigilé al león y vi que se desplazaba muy levemente a su derecha y entonces miré a Mary y G. C. Podía verles los ojos. Pero Mary aún no disparaba. Entonces el león se movió otra vez levemente y oí el rifle de Mary y el golpe seco de la bala. Le había dado. El león dio un salto hacia la maleza y luego salió por el otro extremo en dirección a la mancha de monte espeso del norte. Mary le disparaba y estoy seguro de que le había dado. El felino avanzaba a grandes saltos balanceando su gran cabeza. Disparé y levanté una nubécula de polvo detrás de él. Moví el arma con él y me retuve al pasarlo y volví a quedarme otra vez detrás. G. C. también hacía fuego con la dos cañones grande y vi la polvareda que levantaba. Volví a tirar teniendo al león en la mira y la pasé delante de él y delante de él se levantó una nube de polvo. Ahora corría más pesada y desesperadamente, pero empezaba a verse más pequeño en la mira y casi estaba seguro de llegar al refugio lejano cuando volví a tenerlo en la mira, ya más pequeño y alejándose rápidamente, y lo adelanté ligeramente y un poco por encima y apreté al pasarlo y esta vez no se levantó polvo y lo vi resbalar hacia adelante con la frente en tierra y la gran cabeza cayó en tierra antes de que oyésemos el trastazo de la bala. Ngui me dio un manotazo en la espalda y me abrazó. El león intentaba levantarse y G. C. lo alcanzó y rodó de costado.

Me acerqué a miss Mary y le di un beso. Estaba contenta, pero algo iba mal.

—Tiraste antes que yo —me dijo.

—No digas eso, querida. Disparaste tú y le diste. ¿Cómo iba a tirar antes que tú después de todo este tiempo que llevamos esperando?

—Ndio. Memsahib piga —dijo Charo. Había ido justo detrás de Mary.

—Naturalmente que le acertaste tú. Le diste la primera en la pata, me parece. Y luego volviste a darle.

—Pero tú lo mataste.

—Todos teníamos que impedir que se metiera herido en la espesura.

—Pero tú tiraste primero. Y lo sabes.

—No lo hice. Pregúntale a G. C.

Íbamos caminando todos hacia el león. Era un buen paseo y el león se veía más grande y más muerto según andábamos. El sol se ponía y estaba oscureciendo de prisa. Ya no había luz para disparar. Me sentía exprimido por dentro y muy cansado. Y tanto G. C. como yo estábamos empapados de sudor.

—Por supuesto que le atinó usted, Mary —le dijo G. C.—. Papá no disparó hasta que salió a campo abierto. Usted le dio dos veces.

—¿Por qué no podía tirarle cuando quería, justo cuando estaba allí parado y mirándome?

—Porque había unas ramas que podían desviar la bala o romperla. Por eso la hice esperar.

—Luego se movió.

—Tenía que moverse para que pudiera tirar.

—¿Pero le acerté yo primero de verdad?

—Por supuesto que sí. Nadie se hubiera atrevido a disparar antes de que lo hiciera usted.

—¿No estará diciendo mentiras para que me quede contenta? Esa era una escena que Charo ya había visto antes.

—¡Piga! —dijo muy enfadado—. Piga, memsahib. ¡Piga!

Le di una palmada en la cadera a Ngui con la mano de costado y miré a Charo y se alejó.

—Piga —dijo con aspereza—. Piga memsahib. Piga bili. G. C. se acercó para caminar a mi lado y me dijo:

—¿Por qué sudas tanto?

—¿A qué distancia le apuntaste por encima, hijo de puta?

—Medio metro. Sesenta centímetros. Era un tiro de arco y flechas.

—Mediremos los pasos al volver.

—No se lo creerá nadie.

—Nosotros sí. Es todo lo que cuenta.

—Vete y hazle comprender que acertó el tiro.

—Cree a los chicos. Le partiste el lomo.

—Ya sé.

—¿Te fijaste cuánto tardó en llegar el ruido del impacto de la bala?

—Sí. Vete y habla con ella.

El Land Rover venía detrás. Ahora estábamos ya junto al león y era de miss Mary y ella lo sabía y ahora vio lo maravilloso y largo y oscuro y hermoso que era. Las moscas pardas ya estaban sobre él y aún no tenía velados los ojos amarillos. Pasé la mano por el negro espeso de la melena. Mthuka había parado el Land Rover y se acercó a estrechar la mano de miss Mary. Estaba arrodillada a su lado.

Entonces vimos que venía el camión cruzando el llano desde el campamento. Habían oído los tiros y Keiti salió con todos los hombres menos dos guardias que dejó en el campamento. Venían cantando la canción del león y, cuando se precipitaron fuera del camión, a Mary ya no le cupo duda alguna acerca de quién era el león. He visto muchos leones muertos y muchas celebraciones. Pero ninguna como esa. Yo quería que fuera toda entera para Mary. Ahora estaba seguro de que para ella ya todo estaba bien y caminé hasta la isleta de árboles y matorral tupido a la que quería llegar el león. Casi lo había logrado y pensé en lo que podía haber sido si G. C. y yo hubiéramos tenido que meternos allí para sacarlo. Quise echarle una ojeada antes de que se hubiera ido la luz. Se hubiera metido allí solo con cincuenta metros más y ya hubiera estado oscuro cuando nosotros llegásemos. Pensé en lo que hubiera podido pasar y volví a las celebraciones y las fotos. Habían enfocado los faros del camión y del Land Rover sobre Mary y el león y G. C. sacaba fotos. Ngui me trajo el frasco de Jinny de la bolsa de municiones del Land Rover y di un trago pequeño y se lo devolví a Ngui. Dio un trago pequeño y meneó la cabeza y me lo devolvió.

—Piga —dijo, y nos reímos los dos.

Me tomé un largo trago y sentí su calor y cómo la tensión me abandonaba como una culebra que suelta la piel. Hasta ese momento no me había dado realmente cuenta de que por fin teníamos el león. Lo supe en sentido estricto cuando el tiro de arco increíblemente largo lo alcanzó y lo derribó y Ngui me dio un golpe en la espalda. Pero entonces estaba la preocupación de Mary y los nervios y llegar hasta él había sido tan frío y despegado como si fuera el final de un ataque. Ahora con la bebida y la celebración en marcha y las fotografías, esas fotografías odiosas pero necesarias, demasiado de noche, sin flash, sin un profesional que las hiciera bien hechas para inmortalizar en película el león de miss Mary, viendo su cara resplandecer de felicidad al resplandor de los faros y la gran cabeza del león que pesaba demasiado para que pudiera levantarla, orgullosa de sí y amando al león, y yo sintiéndome tan vacío por dentro como un cuarto vacío, viendo la sonrisa como cuchillada de Keiti al inclinarse sobre Mary para tocar la increíble melena negra del león, todos los hombres gorjeando en kikamba como pájaros y cada uno individualmente orgulloso de nuestro león, es nuestro y pertenece a cada uno de nosotros y a Mary porque llevaba meses persiguiéndolo y lo había matado disparando con las frases prohibidas a la hora de la verdad y sobre sus propios pies, y ahora feliz y resplandeciente bajo los faros como un pequeño ángel, no del todo de la muerte, brillante y todo el mundo a sus pies y este es nuestro león, empezaba a relajarme y a divertirme.

Charo y Ngui le habían contado a Keiti cómo había sido y se acercó a mí y nos estrechamos la mano y me dijo:

—Mzuri sana bwana. Uchawi tu.

—Hubo suerte —respondí, que Dios sabe que había que tenerla.

—Suerte no —dijo Keiti—. Mzuri. Mzuri. Uchawi kuba sana.

Entonces recordé que había pronosticado esa tarde para tener la cabeza del león y que ahora todo había acabado y que Mary había ganado y hablé con Ngui y Mthuka y el porteador de Pop y los demás de nuestra religión y meneamos la cabeza y nos reímos y Ngui quería que me tomara otro trago del frasco de Jinny. Querían esperar a que llegásemos al campamento para la cerveza pero ahora querían que bebiese con ellos. Se limitaban a rozar la botella con los labios. Ahora después de la foto Mary se puso de pie y nos vio bebiendo y pidió el frasco y bebió de él y se lo pasó a G. C. Me lo volvieron a pasar y bebí y después me tumbé junto al león y le hablé muy suavemente en español y le pedí que nos perdonase por haberlo matado y mientras estaba tumbado junto a él busqué sus heridas. Tenía cuatro. Mary le había dado en un pie y en un anca. Mientras le palmeaba el lomo encontré dónde le había acertado yo en la columna vertebral y el orificio más grande que había hecho la bala de G. C. mucho más adelante, detrás del hombro. Yo le palmeaba y le hablaba todo el tiempo en español, pero muchas moscas pardas planas y duras se pasaban de él a mí, así que dibujé un pez en el polvo delante de él con el dedo índice y luego lo borré con la palma de la mano.

En el camino hacia el campamento, Ngui, Charo y yo no hablamos. Oí a Mary preguntarle una vez a G. C. si de verdad yo no había disparado antes que ella y oí que él le contestaba que el león era de ella. Que le había dado la primera y que esas cosas no siempre salían ideal y que cuando un animal estaba herido había que matarlo y que teníamos una condenada suerte y que ya podía estar contenta. Pero yo sabía que su felicidad iba y venía porque no había sido como ella había confiado y soñado y temido y esperado seis meses enteros. Me sentía terriblemente pensando cómo se sentía ella y sabía que para todos los demás aquello no tenía importancia, pero para ella tenía toda la del mundo. Pero si tuviéramos que hacerlo otra vez, no había modo de hacerlo de manera diferente. G. C. y yo la habíamos puesto más cerca de lo que nadie que no fuera un gran tirador se podía permitir. Si el león hubiera atacado cuando ella lo hirió, G. C. solo hubiera tenido tiempo para un disparo antes de que el león les cayese encima. El fusil grande era tan mortal y eficaz con el león encima como inadecuado para tirarle a doscientos o trescientos metros. Ambos lo sabíamos y no se nos ocurría hacer bromas al respecto. Al apuntar al león a la distancia que lo había hecho, Mary había corrido un inmenso peligro y tanto G. C. como yo sabíamos que a la distancia a la que la había puesto, Mary había tenido, recientemente, una posible desviación de cuarenta centímetros sobre blanco vivo. No era momento de hablar de eso, pero Ngui y Charo también lo sabían y yo hacía mucho tiempo que soñaba con ello. El león, al decidir pelear en la maleza espesa, donde tenía grandes posibilidades de coger a alguien, había hecho su elección y había estado a punto de ganar. No era un león estúpido ni cobarde tampoco. Había intentado llevar el duelo adonde las probabilidades estuvieran a su favor.

Llegamos al campamento y nos sentamos en unas sillas junto al fuego y estiramos las piernas y bebimos bebidas largas. Hubiéramos necesitado a Pop allí, pero Pop no estaba. Le dije a Keiti que llevase cerveza a los de las líneas y luego esperé a que viniese. Llegó tan de repente como se llena una torrentera con la tromba del agua bramando entre espuma después de un aguacero. Solo el tiempo preciso para decidir quiénes habían de transportar a miss Mary y ya estaba allí el aluvión de los wakamba agachados danzando su danza salvaje saliendo de detrás de las tiendas cantando todos la canción del león. El chico grandote del comedor y el conductor del camión trajeron la silla y la pusieron en el suelo y Keiti, bailando y chocando las palmas, condujo a Mary hasta ella y la izaron y se pusieron a bailar alrededor del fuego con ella y luego salieron hacia las líneas y bailaron alrededor del león que estaba en el suelo y después cruzaron las líneas y siguieron en torno al fuego de las cocinas y del fuego de los hombres y alrededor de los coches y del camión de la leña y adentro y afuera. Los exploradores de caza se habían quitado todo menos los pantalones cortos y así estaba todo el mundo menos los viejos. Yo contemplaba la cabeza clara de Mary y los hermosos cuerpos negros y fuertes que la transportaban y se agachaban y daban patadas en su danza y luego se iban hacia adelante y levantaban los brazos y la tocaban. Era una buena danza del león salvaje y al final depositaron a Mary en su silla al lado de su silla de campamento junto al fuego y todos le estrecharon la mano y se había acabado. Mary estaba feliz y tuvimos una cena buena y feliz y nos fuimos a dormir.

Por la noche me desperté y no pude volver a dormir. Me desperté muy de golpe y había un silencio absoluto. Luego oí la respiración suave y regular de Mary y sentí un gran alivio por no tener que seguir enfrentándola al león cada mañana. Luego empecé a lamentar que la muerte del león no hubiera sido tal y como ella esperaba y había planeado que fuera. Las celebraciones y la danza auténticamente salvaje y el cariño y la lealtad de todos sus amigos habían anestesiado el desencanto que sentía. Pero estaba seguro de que después de haber salido más de cien mañanas a perseguir un gran león ese desencanto volvería. No era consciente del peligro que había corrido. Tal vez sí y yo no lo sabía. Ni G. C. ni yo queríamos decírselo porque los dos lo habíamos forzado mucho y no habíamos sudado la gota gorda en el fresco de la tarde para nada. Recordaba cómo me habían mirado los ojos amarillos del león y los había bajado y luego había mirado a Mary y G. C. y ya no se los había quitado de encima. Seguí tumbado en la cama recordando cómo el león había hecho noventa metros con salida parada en apenas poco más de tres segundos. Avanza bien pegado al suelo y más rápido que un galgo y no salta hasta que está sobre la presa. El león de Mary pesaría muy bien sus doscientos kilos y era lo bastante fuerte como para haber saltado una boma de espinos alta llevando una res. Hacía años que querían cazarlo y era muy inteligente. Pero nosotros lo habíamos inducido a cometer un error. Estaba contento de que antes de morir se hubiera puesto en aquel alto montículo amarillo curvo con la cola baja y los grandes pies cómodamente por delante y hubiera contemplado su territorio hasta la selva azul y las altas nieves de la gran Montaña. G. C. y yo queríamos los dos que Mary lo matase del primer tiro o que, herido, atacase. Pero él había jugado a su manera. El primer tiro no podía haberle hecho sentir más que un aguijonazo agudo, un cachete. El segundo le había atravesado un músculo de la pata mientras saltaba en dirección al refugio del bosquete al que quería llevarnos a luchar y lo habría sentido, como mucho, como un bofetón. Preferí no pensar lo que habría sido el tiro de lejos en carrera que había tirado yo al bulto con la esperanza de hacer un barrido y derribarlo y que le dio en pleno espinazo de casualidad. Era una bala maciza de grano doscientos veinte y no necesitaba pensar qué habría sentido. Yo nunca me había partido la espalda y no lo sabía. Y me alegraba de que aquel maravilloso tiro de G. C. desde tan lejos lo hubiera matado instantáneamente. Ahora ya estaba muerto y también nosotros echaríamos en falta salir a cazarlo.

Intenté dormirme, pero continué pensando en el león y en qué movimientos hubiéramos hecho si se hubiera metido en lo espeso del refugio recordando las experiencias de otra gente en las mismas circunstancias y luego pensé al diablo con todo. Esto son cosas para que G. C. y yo las hablemos y para hablarlas con Pop. Deseé que Mary se despertase y dijese: «Estoy tan contenta de tener mi león». Pero eso era esperar demasiado y eran las tres de la mañana. Me acordé de que Scott Fitzgerald había escrito que en el nosequé nosequé del nosequé nosequé del alma son siempre las tres de la mañana. Durante muchos meses las tres de la mañana habían sido dos horas, u hora y media, antes de que tuvieras que levantarte y vestirte y ponerte las botas para ir a cazar el león de miss Mary. Solté el mosquitero y alargué la mano y encontré la botella de sidra. Estaba fresca como la noche y doblé las dos almohadas y las coloqué y me apoyé en ellas con el cuadrante balsámico pequeño y basto debajo del cuello y pensé en el alma. Primero tenía que comprobar en mi mente la cita de Fitzgerald. Aparecía en una serie de artículos en la que había abandonado ese mundo y aquellos viejos ideales tan extremadamente ostentosos y por primera vez se refería a sí mismo como un plato desportillado. Volviendo atrás la memoria recordé la cita. Decía así: «En una verdadera noche oscura del alma siempre son las tres de la mañana».

Y sentado despierto en la noche africana pensé que yo no sabía nada en absoluto del alma. La gente siempre andaba hablando y escribiendo de ella, pero ¿quién sabía algo realmente? Yo no conocía a nadie que supiese nada del alma ni de si existía semejante cosa. Me parecía una creencia bastante rara y estaba seguro de que tendría muchas dificultades si intentaba explicárselo a Ngui y a Mthuka y a los otros aun cuando yo no supiera nada de ella. Antes de despertarme estaba soñando y en el sueño tenía cuerpo de caballo pero cabeza y hombros de hombre y me preguntaba cómo era que nadie lo había sabido hasta entonces. Era un sueño muy lógico y trataba del momento preciso en que se producía el cambio en el cuerpo de modo que fueran cuerpos humanos. Parecía un sueño positivo y razonable y me pregunté qué pensarían de él los demás cuando se lo contase. Ahora estaba despierto y la sidra estaba fría y fresca pero yo todavía notaba los músculos que tenía en el sueño cuando mi cuerpo era un cuerpo de caballo. Aquello no me ayudaba en lo del alma e intenté pensar cómo sería desde el punto de vista de mis creencias. Probablemente lo más cercano a lo que teníamos era un manantial claro de agua fresca que nunca menguaba con la sequía ni se helaba en invierno y no esa alma de la que todos hablaban. Recordé que cuando era niño el equipo de los White Sox de Chicago tenía un tercera base que se llamaba Harry Lord que podía estar echando pelotas fuera de la línea de tercera base hasta que el lanzador contrario se rendía o se hacía de noche y el partido se suspendía. Yo entonces era muy joven y todo era exagerado, pero me acuerdo de que empezaba a oscurecer, porque eso era antes de que hubiera luces en los campos, y Harry seguía echando pelotas fuera y el público le gritaba: «Lord, que el Señor salve tu alma». Y eso es lo más cerca que he estado del alma en mi vida. Una vez pensé que me habían expulsado el alma con un soplo cuando era niño y que después había vuelto a entrar en mí. Pero por aquellos tiempos era muy egoísta y había oído hablar tanto del alma y había leído tanto sobre ella que había dado por supuesto que tenía una. Después me puse a pensar en que si a miss Mary o a G. C. o a Ngui o a Charo o a mí mismo nos hubiera matado el león ¿nuestras almas hubieran volado a algún sitio? Eso no me lo podía creer y pensé que todos hubiéramos estado simplemente muertos, quizás más muertos que el león, y nadie andaría preocupándose por su alma. Lo peor de todo hubiera sido el viaje a Nairobi y la investigación. Pero lo único que sabía con certeza es que si el león nos hubiera matado a Mary o a mí eso hubiera sido muy malo para la carrera de G. C. Hubiera sido muy mala suerte para G. C. que lo hubiera matado a él. Sin duda hubiera sido muy malo para mi obra si me hubiera matado a mí. Y ni a Charo ni a Ngui les hubiera gustado nada que los matara, y si hubiera matado a miss Mary hubiera sido una gran sorpresa para ella. Era algo que había que evitar y era un alivio no tener que ponerte día tras día en una situación en la que eso pudiera suceder.

Pero ¿qué tenía que ver todo eso con «En una verdadera noche oscura del alma siempre son las tres de la mañana»? ¿Tenían alma miss Mary y G. C? Por lo que yo sabía, no tenían creencias religiosas. Y si las personas tenían alma debían tenerlas. Charo era un gran creyente mahometano, de modo que habría que adjudicarle un alma. Eso nos dejaba solo a Ngui y a mí y al león.

Ahora aquí eran las tres de la mañana y estiré lo que hacía poco eran patas de caballo y decidí levantarme y salir y sentarme junto a las brasas del fuego y disfrutar del resto de la noche y la primera luz. Me calcé las botas de mosquito y me puse el albornoz y me abroché la pistolera encima y me fui hasta los rescoldos. G. C. estaba allí sentado en su silla.

—¿Qué es lo que nos tiene desvelados? —inquirió muy bajito.

—Soñé que era un caballo. Era muy vivido.

Le conté a G. C. lo de Scott Fitzgerald y su cita y le pregunté qué pensaba de aquello.

—Cualquier hora puede ser mala al despertarse —dijo—. No sé por qué escogería las tres en concreto. De todas formas, suena estupendamente bien.

—Creo que no es más que miedo y preocupación y remordimientos.

—Y de eso nosotros dos hemos tenido bastante, ¿no es cierto?

—Desde luego; para dar y tomar. Pero creo que a lo que se quería referir era a su conciencia y su desesperación.

—Tú nunca has sentido desesperación, ¿verdad, Ernie?

—Todavía no.

—Si fueras a sentirla probablemente ya la hubieras sentido.

—La he tenido lo bastante cerca como para tocarla, pero siempre la conjuré.

—Hablando de conjurar cosas, ¿una cerveza a medias?

—Iré por ella.

La botella grande de Tusker estaba fría en la bolsa de lona con agua y eché cerveza en dos vasos y dejé la botella sobre la mesa.

—Siento mucho tener que irme, Ernie —dijo G. C–. ¿Crees que se lo tomará realmente mal?

—Sí.

—Lo soportarás. Y puede que se lo tome perfectamente bien.