CAPÍTULO III
Me levanté a primera hora y me dirigí a la tienda del cocinero y las líneas. Keiti siempre era conservador, de modo que inspeccionamos el campamento de una manera muy militar y pude ver que no había nada que le inquietase. Nuestra carne estaba colgada envuelta en tela de estopilla y había suficiente para tres días de comida de los hombres. Los más madrugadores ya estaban asando en estacas una parte de ella. Repasamos los planes para interceptar a los mau-maus si venían a alguna de las cuatro shambas.
—El plan bueno pero no vendrán —dijo Keiti.
—¿Oíste anoche el silencio antes del leopardo?
—Sí —dijo, y sonrió—. Pero era leopardo.
—¿No pensaste que podía ser esa gente?
—Sí. Pero no eran.
—De acuerdo —dije—. Por favor, mándame a Mwindi junto al fuego.
Junto al fuego que se había creado juntando los extremos de los troncos sin quemar y poniendo unas cuantas ramas encima de las brasas me senté a tomar mi té. Ahora hacía frío y Mwindi trajo otra tetera consigo. Era tan conservador y amigo de las formas como Keiti y tenía el mismo sentido del humor, salvo que el suyo era más primario que el de Keiti. Mwindi hablaba inglés y lo entendía mejor de lo que lo hablaba. Era un hombre viejo y parecía un chino de cara estrecha y muy negro. Guardaba todas mis llaves y se encargaba de la tienda, hacía las camas, preparaba los baños, lavaba la ropa, limpiaba las botas, traía el té por la mañana temprano y además guardaba mi dinero y todo el dinero que llevábamos para mantener el safari. Ese dinero estaba guardado en el baúl metálico y Mwindi tenía las llaves. Le gustaba que confiaran en él como en los buenos tiempos se confiaba en la gente. Me estaba enseñando kamba, pero no el mismo kamba que yo aprendía de Ngui. Pensaba que Ngui y yo éramos una mala influencia el uno para el otro pero ya era demasiado viejo y demasiado cínico para que le perturbara nada que no fueran las interrupciones en el orden de su trabajo. Le gustaba trabajar y adoraba la responsabilidad y había establecido una rutina ordenada y agradable en la vida del safari.
—¿Bwana quiere algo? —preguntó, de pie con cara solemne y abatida.
—En este campamento tenemos demasiadas armas y demasiada munición —dije.
—Nadie sabe —dijo—. Tú trae escondido de Nairobi. Nadie ve nada en Kitanga. Siempre cargamos escondidas. Nadie ve. Nadie sabe. Tú siempre duerme con pistola junto a la pierna.
—Ya lo sé. Pero si yo fuera del Mau-Mau atacaría este campamento por la noche.
—Si tú fuera de Mau-Mau pasarían muchas cosas. Pero tú no es de Mau-Mau.
—Bien. Pero si tú no estás en la tienda, tiene que haber alguien en la tienda armado y responsable.
—Hace que hacen la guardia afuera por favor, bwana. No quiere nadie dentro de la tienda. De la tienda yo soy responsable.
—Estarán fuera.
—Bwana, ellos tienen que atravesar una llanura abierta para venir a este campamento. Todo el mundo los ve.
—Ngui y yo hemos cruzado el campamento de extremo a extremo tres veces en la higuera y nadie nos vio.
—Yo los ve.
—¿Es verdad?
—Dos veces.
—¿Y por qué no lo dices, entonces?
—No tiene que decir todo lo que ve que tú y Ngui hacen.
—Gracias. Ahora ya sabes lo de la guardia. Si memsahib y yo nos hemos ido y tú te vas de la tienda avisa al guardia. Si memsahib está aquí sola y tú no estás aquí, llama al guardia.
—Ndio —dijo—. ¿No bebe el té? Se enfría.
—Esta noche pondré algunas trampas explosivas alrededor de la tienda y dejaremos una linterna en ese árbol.
—Mzuri. También haremos un fuego muy grande. Keiti ha mandado por leña ahora y así el conductor del camión está libre. Va a una de las shambas. Pero esa gente que dice que viene aquí no viene aquí.
—¿Por qué lo dices tan seguro?
—Porque es estúpido venir aquí a una trampa y no son estúpidos. Esos son mau-maus wakambas.
Me senté junto al fuego con el nuevo té y me lo tomé despacio. Los masáis eran un pueblo pastor y guerrero. No eran cazadores. Los wakamba eran cazadores. Los mejores cazadores y rastreadores que he conocido en mi vida. Y ahora su caza la habían matado entre los hombres blancos y ellos mismos en su reserva y el único sitio donde podían cazar era en las reservas masáis. La reserva de ellos estaba superpoblada y sobreexplotada y cuando escaseaban las lluvias no había pasto para el ganado y se perdían las cosechas.
Sentado allí tomando mi té pensaba que la escisión, en el campamento, una escisión amistosa pero una escisión en espíritu y en apariencia, no era entre los creyentes y los no creyentes, ni entre lo bueno y lo malo, ni entre lo antiguo y lo nuevo, sino fundamentalmente entre los cazadores y guerreros activos y los demás. Keiti había sido un hombre de guerra, un soldado, un gran cazador y rastreador y era él quien lo mantenía todo cohesionado con su gran experiencia, conocimiento y autoridad. Pero Keiti era un hombre conservador de considerable riqueza y propiedades y en el tiempo de cambios que vivíamos ahora los conservadores tenían un papel difícil. Los jóvenes que habían sido demasiado jóvenes para la guerra y que nunca habían aprendido a cazar, porque en su país ya no había caza, y eran chicos demasiado buenos e inexpertos para hacerse furtivos y no estaban entrenados para ser ladrones de ganado, admiraban a Ngui y a los chicos malos que se habían hecho camino luchando en Abisinia y después en Birmania. Estaban de nuestra parte en todo, salvo en su lealtad a Keiti, a Pop y a su trabajo. No hacíamos intentos de reclutarlos o convertirlos o corromperlos. Todos eran voluntarios. Ngui me contó toda la historia y confiaba en mí y lo basaba directamente en la lealtad tribal. Yo sabía que nosotros, los cazadores wakamba, habíamos hecho un largo camino juntos. Pero sentado allí, bebiendo el té, y contemplando los árboles amarillos y verdes cambiar de color según les iba dando el sol pensé en lo lejos que habíamos llegado. Terminé el té y fui hasta la tienda y miré dentro. Mary se había tomado su taza de té matutina y la taza vacía estaba en su plato donde el mosquitero colgaba ahora hasta el suelo de lienzo con la sábana al lado del catre. Había vuelto a dormirse y su cara ligeramente morena y su delicioso pelo rubio se aplastaban contra la almohada. Tenía los labios vueltos hacia mí y mientras la miraba dormir, conmovido profundamente como siempre por su hermoso rostro, sonrió levemente en sueños. Me pregunté qué estaría soñando. Luego cogí la escopeta de debajo de las mantas de mi cama y la saqué de la tienda para quitar el cartucho del cañón. Esa mañana era otra mañana en la que Mary podría dormir lo que le hiciera falta.
Fui hasta la tienda comedor y le dije a Nguili, que la estaba limpiando, lo que quería desayunar. Era un sandwich de huevo con el huevo frito pasado y con jamón o beicon y cebolla cruda en rodajas. Si había fruta, tomaría un poco y primero una botella de cerveza Tusker.
G. C. y yo casi siempre tomábamos cerveza para desayunar a no ser que estuviésemos cazando leones. Cerveza antes o con el desayuno era una buena cosa, pero te hacía más lento, posiblemente una milésima de segundo. Por otra parte hacía que las cosas pareciesen mejores algunas veces cuando no eran muy buenas y sentaba muy bien si te quedabas levantado más tarde de la cuenta y tenías ardor de estómago.
Nguili abrió la botella de cerveza y sirvió un vaso. Le encantaba servir cerveza y procurar que la espuma subiese justo a lo último y llegase hasta arriba del vaso sin derramarse. Era muy guapo, casi tan guapo como una chica sin ser afeminado, y G. C. solía provocarle y preguntarle si se depilaba las cejas. Muy bien podría haberlo hecho puesto que una de las grandes diversiones de los pueblos primitivos es arreglarse y volverse a arreglar y eso no tiene nada que ver con ser homosexual. Pero G. C. le provocaba demasiado, pensaba yo, y como era tímido, amable y muy fiel, un excelente mozo de comedor que veneraba a los cazadores y guerreros, algunas veces le llevábamos de caza con nosotros. Todo el mundo se reía un poco de él por su sorpresa maravillada y su ignorancia sobre los animales. Pero aprendía algo cada vez que salía y todos le provocábamos con cariño. Todos nosotros considerábamos que cualquier clase de herida o desastre que nos pasase y que no produjese lesión grave ni fuera fatal era algo extraordinariamente cómico y eso era difícil para aquel chico que era delicado y amable y cariñoso. Quería ser guerrero y cazador, pero en cambio era aprendiz de cocinero y mozo de comedor. En el tiempo que vivíamos allí —y éramos todos tan felices aquel año—, uno de sus grandes placeres, ya que la ley tribal aún no le permitía beber, era servir cerveza a los que les estaba permitido bebería.
—¿Oíste el leopardo? —le pregunté.
—No, bwana. Yo duermo demasiado profundo.
Salió a buscar el sandwich que ya había dicho al cocinero que preparase y volvió a toda prisa para servir más cerveza.
Msembi, el otro mozo de comedor, era alto, guapo y rudo. Siempre llevaba su túnica verde de mozo de comedor como si estuviera participando en un desfile de disfraces. Eso lo conseguía mediante el ángulo que le daba al gorro verde y tenía un modo de manipular la túnica que demostraba que, aunque la respetaba como uniforme de servicio, se daba cuenta de que era un tanto cómica. Para Mary y yo solos no hacían falta dos hombres para el comedor, pero el cocinero se iba a marchar en breve a ver a su familia y llevar las asignaciones a las familias de los hombres y mientras él estuviera fuera cocinaría Msembi. Como todos, menos yo, odiaba al informador, y esa mañana cuando apareció el informador a la entrada de la tienda comedor y tosió discretamente, me miró significativamente, se inclinó cerrando ligeramente los ojos, y salieron ambos.
—Entra, informador —le dije—. ¿Qué noticias hay?
—Jambo mi hermano —dijo el informador. Iba muy arrebujado en su chai y se quitó el gorrito plano—. Hay un hombre de más allá de Laitokitok esperando para verte. Él reclama que su shamba ha sido destruida por elefantes.
—¿Lo conoces?
—No, hermano.
—Sal y envíamelo aquí. El propietario de la shamba entró y se inclinó en la puerta y dijo:
—Buenos días, señor.
Vi que tenía el pelo cortado al estilo mau-mau de ciudad, separado en el costado con la separación hecha con navaja. Pero eso podía no significar nada.
—¿Y esos elefantes? —le pregunté.
—Vinieron la noche pasada y destruyeron mi shamba —dijo—. Creo que es tu deber controlarlos. Quisiera que tú vengas esta noche y mates uno para que se vayan lejos. Y dejar el campamento sin guardar y esa tontería en marcha, pensé.
—Gracias por informar de los elefantes —dije—. Muy pronto va a venir aquí un avión y te llevaremos con nosotros y haremos el reconocimiento de los daños que hay en tu shamba e intentaremos localizar a los elefantes. Nos enseñarás tu shamba y los daños exactos que han causado.
—Pero yo nunca he volado, señor.
—Volarás hoy. Y encontrarás que es interesante e instructivo a la vez.
—Pero yo nunca he volado, señor. Y puedo ponerme enfermo.
—Mareado —le dije—. No enfermo. Hay que respetar el idioma. La palabra correcta es mareado. Pero se suministrarán recipientes de papel. ¿No te interesa ver tus propiedades desde el aire?
—Sí, señor.
—Será de lo más interesante. Será casi como si tuvieras un mapa de tus dominios. Adquirirás un conocimiento de sus características topográficas y de su contorno que es imposible lograr por ningún otro medio.
—Sí, señor —dijo.
Me estaba sintiendo un poco avergonzado, pero estaba lo del corte de pelo y en el campamento había material suficiente como para ser digno de una incursión por la fuerza y si a Arap Meina y a Ngui y a mí nos quitaban del medio con una historia de elefantes y búfalos sería fácil de acometer. Entonces el hombre lo intentó una vez más sin saber que cada vez lo ponía un poco peor.
—No creo que yo deba volar, señor.
—Mira —dije—. Cada uno de cuantos estamos aquí ha volado o ha deseado volar. Es un privilegio para ti ver tu propio país desde el aire. ¿Nunca has tenido envidia de los pájaros? ¿Nunca has deseado ser un águila o incluso un halcón?
—No, señor —dijo—. Pero hoy volaré.
Entonces pensé que, incluso aunque fuera un enemigo nuestro o un tramposo o simplemente quisiera que matasen a un elefante por la carne, había tomado la decisión correcta y honrosa. Salí y le dije a Arap Meina que ese hombre quedaba arrestado y que no se lo informasen pero que lo custodiasen adecuadamente y no le permitiesen salir del campamento ni mirar dentro de las tiendas y que nos lo íbamos a llevar en el ndege.
—Está vigilado —dijo Arap Meina—. ¿Vuelo yo también?
—No. Ya volaste bastante la última vez. Hoy viene Ngui. Ngui sonrió también y dijo:
—Mzuri sana.
—Mzuri —dijo Arap Meina, y sonrió.
Le dije que haría salir al dueño de la shamba y le pedí a Ngui que fuese a comprobar la manga de viento y a espantar a los animales que pudiera haber en la pista de aterrizaje casera del prado.
Mary apareció en la tienda del rancho con su traje fresco de campaña recién lavado y planchado por Mwindi. Se la veía tan radiante y joven como la mañana y se fijó en que había bebido cerveza con o antes del desayuno.
—Creía que solo lo hacías cuando estaba aquí G. C. —me dijo.
—No. Muchas veces la bebo por la mañana antes de que te despiertes. No estoy escribiendo y es la única hora del día en que está fresca.
—¿Has sabido algo del león a través de toda esa gente que estaba aquí hablando?
—No. No hay noticias del león. No se le oyó hablar por la noche.
—A ti sí —dijo—. Estuviste hablando con una chica que no era yo. ¿Para qué era para lo que no había remedio?
—Perdona que hablase en sueños.
—Hablabas en español —dijo—. Todo giraba en torno a que no había remedio.
—Entonces debe ser que no hay remedio. Perdona, no recuerdo el sueño.
—Nunca te he pedido que me fueras fiel en sueños. ¿Vamos a ir a cazar al león?
—Pero ¿qué te pasa, querida? Habíamos acordado que no cazaríamos al león aunque bajase. Vamos a dejarlo tranquilo para que coja confianza.
—¿Cómo sabes que no se marchará?
—Es listo, querida. Siempre cambia de sitio después de matar ganado. Pero coge confianza después de matar caza. Estoy intentando meterme en su cabeza.
—Tal vez debieras meterte un poco en tu propia cabeza.
—Querida —dije—. ¿Quieres pedir el desayuno tal vez? Hay hígado de tommy y beicon. Llamó a Nguili y le pidió el desayuno muy gentilmente.
—¿De qué te sonreías cuando dormías después de tomar el té?
—Oh, eso era mi sueño maravilloso. Encontraba al león y era tan amable conmigo y tan culto y educado. Me dijo que había ido a Oxford, y hablaba con una voz totalmente de la BBC. Yo estaba segura de haberlo conocido antes en algún sitio y entonces de repente me comió.
—Vivimos tiempos muy difíciles —comenté—. Seguro que cuando te vi sonreír era antes de que te comiese.
—Tiene que haberlo sido —dijo ella—. Perdona que me enfadase. Me comió tan de repente. No había dado ninguna muestra de que no le gustase. No rugió ni nada como lo del león de Magadi. Le di un beso y luego Nguili trajo unas apetitosas rajitas de hígado dorado con beicon del país esparcido por encima, patatas fritas y café y leche de lata y un plato de albaricoques cocidos.
—Tómate un trozo de hígado con beicon, por favor —dijo Mary—. ¿Crees que hoy tendrás un día duro, cariño?
—No. Creo que no.
—¿Tendré posibilidad de volar?
—Me parece que no. Pero tal vez si hay tiempo. —¿Hay mucho trabajo? Le conté lo que teníamos que hacer y me dijo:
—Perdona que llegase de mal humor. Era solo por eso de que me comía el león. Cómete el hígado con beicon y termina la cerveza, querido, y quédate tranquilo hasta que llegue el ndege. Nada ha llegado al punto de no hay remedio. Y no vuelvas a pensarlo ni durmiendo.
—Tampoco tú tienes que volver a pensar que te come el león.
—De día nunca lo pienso. No soy de ese tipo de chicas.
—Yo tampoco soy un chico no hay remedio.
—Sí. Un poco sí que lo eres. Pero eres más feliz ahora que cuando te conocí, ¿verdad?
—Contigo soy verdaderamente feliz.
—Y has de ser feliz con todo lo demás. Vaya, será maravilloso ver otra vez a Willie.
—Está mucho mejor que cualquiera de nosotros.
—Pero podemos procurar estar mejor —dijo Mary. No sabíamos a qué hora llegaría el avión, ni siquiera si vendría seguro. No habíamos tenido confirmación del mensaje que había enviado el joven agente de policía, pero yo esperaba el avión a partir de la una aunque si se estaba formando tormenta sobre las Chulus o en el flanco oriental de la Montaña, Willie podía venir antes. Me levanté y miré el horizonte. Había alguna nube sobre las Chulus pero la Montaña tenía buen aspecto.
—Me gustaría poder volar hoy —dijo Mary.
—Ya volarás lo que quieras, querida. Hoy es solo un trabajo.
—¿Pero podré volar sobre las Chulus?
—Prometido. Volaremos por donde tú quieras.
—Después de que mate al león me gustaría volar a Nairobi a buscar las cosas de Navidad. Luego quiero volver con tiempo para coger un árbol y ponerlo precioso. Elegimos uno bueno antes de que viniera aquel rinoceronte. Estará realmente precioso, pero tengo que ir a buscar todas las cosas para ponerlo y los regalos de todos.
—Después de que matemos al león, Willie vendrá con el Cessna y podrás ver las Chulus y subiremos por la Montaña si quieres y veremos la propiedad y luego te volverás a Nairobi con él.
—¿Tenemos suficiente dinero para hacer todo eso?
—Sin duda.
—Quiero que aprendas y sepas de todo y así no habremos malgastado el dinero. De verdad que no me importa lo que hagas mientras eso sea bueno para ti. Lo único que quiero es que me quieras lo que más.
—Te quiero lo que más.
—Ya lo sé. Pero, por favor, no hagas daño a otras personas.
—Todo el mundo hace daño a otras personas.
—Tú no debieras. No me importa lo que hagas siempre que no hieras a otras personas o destroces su vida. Y no digas que no hay remedio. Eso es demasiado fácil. Cuando todo es fantástico y te inventas tus mentiras y vives en ese extraño mundo que tenéis todos, entonces es simplemente fantástico y a veces encantador y yo me río de ti. Me siento superior a tanta tontería e irrealidad. Trata de entenderme, por favor, porque yo también soy tu hermano. Ese informador asqueroso no es tu hermano.
—Eso se lo inventó él.
—Entonces de repente la tontería se hace tan real como si alguien te cortase un brazo. Cortado de verdad. No como en un sueño. Quiero decir cortarlo de verdad de un tajo como Ngui con el panga. Ya sé que Ngui es tu hermano. Yo no dije nada.
—Luego cuando le hablas tan áspero a esa chica. Cuando hablas así es como ver a Ngui despiezar caza. No es la vida encantadora que tenemos nosotros donde todo el mundo lo pasa bien.
—¿Tú no lo estás pasando bien?
—No he sido más feliz en mi vida, nunca, nunca. Y ahora que ya tienes confianza en cómo tiro, soy realmente feliz y me siento segura y solo espero que dure.
—Durará.
—Pero ¿entiendes lo que quiero decir con eso de que de repente todo se vuelve tan distinto del sueño encantador que es? ¿Del modo que es cuando es como un sueño o la parte más deliciosa de cuando los dos éramos niños? Estamos aquí con la Montaña cada día más bonita que nada y vosotros con vuestras bromas y todo el mundo feliz. Todo el mundo es encantador conmigo y yo también los quiero. Pero luego está esa otra cosa.
—Ya lo sé —dije—. Todo forma parte de lo mismo, gatita. Nada es tan simple como parece. Yo no soy bruto con esa chica. Solo es una manera de ser correcto.
—Por favor, no seas bruto con ella delante de mí.
—No lo seré.
—Ni conmigo delante de ella.
—No lo seré.
—No vas a llevarla a volar en la avioneta, ¿verdad?
—No, querida. Te lo prometo de verdad.
—Me gustaría que Pop estuviera aquí y que viniera Willie.
—A mí también —dije y salí y observé otra vez el tiempo. Estaba un poco más nublado sobre las Chulus pero el saliente de la Montaña seguía despejado.
—No irás a tirar a ese dueño de shamba desde el avión, ¿verdad?
—No, Dios mío. ¿Creerás que ni lo había pensado?
—Lo pensé cuando te oí hablar con él esta mañana.
—¿Quién tiene malos pensamientos, pues?
—No es que piense cosas tan malas. Todos vosotros de repente hacéis cosas de ese modo terrible como si no tuvieran consecuencias.
—Yo pienso mucho en las consecuencias, querida.
—Pero ahí está esa extraña brusquedad y la inhumanidad y las bromas crueles. En todos vuestros chistes está la muerte. ¿Cuándo empezará otra vez a ser todo agradable y encantador?
—Ahora mismo. Esta tontería solo durará unos pocos días. No creemos que esa gente venga aquí, y donde vayan los cogerán.
—Quiero que todo sea como era cuando cada mañana nos despertábamos y sabíamos que iba a suceder algo maravilloso. Odio eso de la caza de hombres.
—No hay caza de hombres, querida. Nunca la has visto. Eso sucede arriba en el norte. Aquí todos son nuestros amigos.
—En Laitokitok no.
—Sí, pero a esa gente la cogerán. Por eso no te preocupes.
—Solo me preocupo por todos vosotros cuando sois malos. Pop nunca era malo.
—¿Piensas eso de verdad?
—Digo malo de la forma que lo sois G. C. y tú. Incluso Willie y tú sois malos cuando estáis juntos.