CAPÍTULO IX

Fui a la tienda a ver si Mary estaba despierta, pero seguía durmiendo profundamente. Se había despertado y había bebido un poco de té y después había vuelto a dormirse.

—La dejaremos dormir —le dije a G. C.—. Da lo mismo si no despellejamos incluso hasta las nueve y media. Le conviene dormir todo lo que pueda.

G. C. estaba leyendo el libro de Lindbergh, pero yo no tenía estómago para meterme en El año del león esa mañana así que leí el libro de aves. Era un libro nuevo muy bueno de Praed y Grant y yo sabía que al cazar un solo animal con demasiado empeño y concentración me había perdido muchas cosas al no observar debidamente a los pájaros. Si no hubieran existido animales hubiéramos podido estar tan contentos observando a las aves, pero yo sabía que eso lo había descuidado terriblemente. Mary lo había llevado mucho mejor. Siempre andaba viendo pájaros en los que yo no me había fijado u observándolos con todo detalle mientras yo permanecía sentado en mi silla de campaña simplemente mirando el paisaje. Ahora al leer el libro de aves comprendí lo idiota que había sido y el mucho tiempo que había desperdiciado.

En casa, sentado a la sombra en la cabecera del estanque, me hacía feliz ver a los pitirres zambullirse a coger insectos del agua y observar cómo el blanco gris de su pecho se veía verde con el reflejo del agua. Me encantaba observar a las palomas hacer el nido en los árboles de Álamo y a los sinsontes cuando cantaban. Ver a las aves migratorias pasar en otoño y en primavera era emocionante y una tarde feliz se pasaba viendo a los avetoros pequeños venir a beber al estanque y observándolos explorar los desagües en busca de ranitas. Ahora aquí en África en torno al campamento había pájaros preciosos en todo momento. Estaban en los árboles y en los espinos y andando por el suelo y yo solo los veía como trocitos de color que se movían y, en cambio, Mary los amaba y los conocía a todos. No podía comprender cómo me había vuelto tan tonto e insensible con los pájaros y me sentía muy avergonzado.

Comprendí que durante mucho tiempo solo había prestado atención a los depredadores, a los carroñeros y a los pájaros cuya carne era comestible y a los pájaros que tenían que ver con la caza. Entonces pensé en qué pájaros me había fijado y salió una lista tan larga que ya no me sentí tan mal del todo, pero decidí observar más a los pájaros del campamento y preguntarle a Mary por todos los que no conocía y, sobre todo, verlos de verdad y no pasarles la vista por encima.

Eso de mirar y no ver las cosas era un gran pecado, pensé, y uno en el que era fácil caer. Siempre era el comienzo de algo malo y pensé que no nos merecíamos vivir en el mundo si no lo veíamos. Traté de pensar cómo había llegado a no ver los pajaritos que había por el campamento y pensé que en parte era porque leía demasiado para apartar la mente de la concentración en la caza seria y en parte sin duda por beber en el campamento para relajarme cuando volvíamos de cazar. Sentí admiración por Mayito, que casi no bebía nada porque quería acordarse de todo lo de África. Pero G. C. y yo éramos bebedores y yo sabía que eso no era solamente un hábito y una vía de escape. Era un modo de embotar a propósito una receptividad tan sensible, como lo es un rollo de película, que si se mantenía siempre en ese mismo nivel se hacía insoportable. Estás haciéndolo parecer una causa noble, pensé, y sabes que si G. C. y tú bebéis también es porque os encanta y a Mary le gusta igual y nos lo pasamos muy divertido bebiendo. Ahora será mejor que vayas a ver si está despierta ya, pensé.

De modo que entré y seguía durmiendo. Y siempre estaba preciosa dormida. Cuando dormía, su rostro no mostraba ni felicidad ni infelicidad. Existía simplemente. Pero hoy el perfil estaba demasiado finamente dibujado. Deseé ser capaz de hacerla feliz, pero lo único que se me ocurría hacer para conseguirlo era dejar que siguiera durmiendo.

Salí de nuevo con el libro de los pájaros e identifiqué un alcaudón, un estornino y un abejaruco, y entonces oí movimiento en la tienda y entré y me encontré a Mary sentada al borde de su catre poniéndose los mocasines.

—¿Cómo te encuentras, querida?

—Horrible. Y tú le disparaste el primero a mi león y será mejor que no te vea.

—Me quitaré de en medio un rato.

Salí hasta las líneas y Keiti me dijo que los exploradores de caza estaban planeando hacer un ngoma a lo grande, con todo el mundo bailando en el campamento y que vendría la shamba entera. Keiti dijo que andábamos escasos de coca-cola y le dije que iría a Laitokitok en el coche de caza con Mthuka y Arap Meina y todo el que quisiera comprar alguna cosa en el pueblo. Keiti quería también algo más de posho y yo intentaría conseguir un saco o un par de sacos y además algo de azúcar. A los wakamba les gustaba la harina de maíz que se traía a través de Kajiado y vendían en la duka india cuyo dueño era seguidor del Aga Kan. No les gustaba la de otro tipo que se vendía en los otros almacenes indios. Yo había aprendido a distinguir la del tipo que les gustaba por el color, la textura y el sabor, pero siempre podía equivocarme y Mthuka la comprobaría. La coca-cola era para los mahometanos, que no podían beber cerveza, y para las chicas y las mujeres que vinieran al ngoma. Dejaría a Arap Meina en la primera manyatta masái y él les diría a los masáis que vinieran y vieran el león y así estarían bien seguros de que lo habían matado. No se les invitaba al ngoma, que estaba estrictamente reservado para los wakamba.

Paramos delante de las bombas de gasolina y la duka donde comprábamos y Keiti se bajó. Pasé mi rifle atrás a Mwengi, el porteador de armas de Pop, que lo guardó en el armero que habíamos hecho en el respaldo del asiento delantero. Le dije a Keiti que bajaría hasta lo del señor Singh para encargar la cerveza y los refrescos y le indiqué a Mthuka que llenase el depósito del coche y después lo llevase hasta lo del señor Singh y lo dejase a la sombra. No entré en el almacén grande con Keiti sino que fui andando a la sombra de los árboles hasta el del señor Singh.

Dentro estaba fresco y olía a la comida de la cocina de la vivienda y al aserrín de la serrería. El señor Singh solo tenía tres cajas de cerveza pero creía que podía conseguir dos más en un sitio del otro lado de la calle. Tres ancianos masáis vinieron desde la cantina de mala fama de al lado. Éramos amigos y nos saludamos con solemnidad y por el olor supe que ya habían estado bebiendo jerez Golden Jeep, lo que explicaba el afecto que se mezclaba con su solemnidad. El señor Singh solo tenía seis botellas de cerveza frías de manera que le compré dos para ellos tres y una para mí y les dije que miss Mary había matado el león grande. Bebimos a nuestra salud mutua y a la de miss Mary y a la del león y luego me disculpé porque tenía asuntos que tratar con el señor Singh en el cuarto de atrás.

En realidad no había asunto alguno. El señor Singh quería que comiese algo con él y tomase un whisky con agua con él. Tenía algo que decirme que no lograba entender y salí y llevé al chico que había estudiado en la misión para que tradujera. El joven llevaba pantalones y una camisa blanca por dentro y unas botas grandes y pesadas de punta cuadrada que eran la etiqueta de su educación y civilización.

—Señor —dijo—. El señor Singh me solicita que le diga que esos jefes masáis se aprovechan permanentemente de usted en lo concerniente a la cerveza. Se congregan en esa taberna de al lado que dice ser salón de té y cuando lo ven venir a usted se acercan exclusivamente para aprovecharse de usted.

—Yo conozco a esos tres ancianos y no son jefes.

—He empleado la designación de jefes al modo que se habla a los europeos —dijo el chico educado en la misión—. Pero la observación que hace aquí el señor Singh es exacta. Abusan de su amistad en lo concerniente a la cerveza.

El señor Singh asintió muy serio con la cabeza y me tendió una botella de White Heather. Había entendido dos palabras del inglés misional: amistad y cerveza.

—Hay que aclarar una cosa para siempre. Yo no soy europeo. Nosotros somos norteamericanos.

—Pero esa distinción no existe. A ustedes se les clasifica como europeos.

—Pues es una clasificación a la que habrá que poner remedio. Yo no soy europeo. El señor Singh y yo somos hermanos.

Añadí agua a mi vaso igual que el señor Singh. Brindamos y luego nos abrazamos. Después nos pusimos de pie y miramos la oleografía del primer Singh estrangulando dos leones, uno con cada mano. Ambos estábamos profundamente conmovidos.

—¿Eres seguidor del niño Jesús según creo? —le pregunté al chagga educado en la misión.

—Soy cristiano —repuso con dignidad.

El señor Singh y yo nos miramos con tristeza y movimos la cabeza. Luego el señor Singh dijo algo al intérprete.

—Aquí el señor Singh dice que guardará las tres botellas de cerveza frías para usted y su gente. Cuando regresen los mzees masáis les servirá vino.

—Excelente —dije yo—. ¿Quieres mirar si ha llegado mi gente con el carro de cazar?

Salió al exterior y el señor Singh se dio unos golpecitos en la cabeza con el dedo índice y me ofreció el White Heather en la botella cuadrada rechoncha. Dijo que era una pena que no nos diera tiempo de comer juntos. Le dije que no anduviese de noche por esos puñeteros caminos. Me pregunté si me gustaba el intérprete. Le dije que era maravilloso y que tenía unos recios zapatos negros para demostrar su cristiandad.

—Dos de sus hombres están fuera con el camión de caza —dijo el intérprete al entrar.

—Carro de cazar —dije yo y salí para indicar a Mthuka que entrase.

Entró con su camisa a rayas ajedrezada; alto y encorvado y de labios largos con las hermosas cicatrices kamba de flecha en las mejillas. Saludó a la señora Singh detrás del mostrador donde estaban las piezas de tela, cuentas, medicinas y artículos de novedades y la miró con aprobación. Su abuelo había sido caníbal y su padre era Keiti y él tenía por lo menos cincuenta y cinco años. El señor Singh le dio una de las cervezas frías y me dio a mí la mía que antes había tapado. Mthuka bebió un tercio de la suya y dijo:

—Le llevaré resto a Mwengi.

—No. Tenemos una fría también para él.

—Le llevaré esta ahora y montaremos guardia.

—Quedan dos —dijo el señor Singh.

Mthuka asintió con la cabeza.

—Dele un orange crush al intérprete —dije yo.

El intérprete dijo con el refresco en la mano:

—Antes de que regresen sus amigos los masáis, ¿me permite hacerle algunas preguntas, señor?

—¿Cuáles son las preguntas?

—¿Cuántos aeroplanos tiene usted, señor?

—Ocho.

—Debe de ser usted uno de los hombres más ricos del mundo.

—Lo soy —dije con modestia.

—¿Y entonces, señor, por qué viene usted aquí para hacer las funciones de un guardia de caza?

—¿Por qué algunos van a La Meca? ¿Por qué cualquier hombre va a cualquier sitio? ¿Por qué irías tú a Roma?

—Yo no pertenezco a la fe católica. Yo no iría a Roma.

—Ya sabía yo que tú no eras de esa religión con esos zapatos.

—Tenemos muchas cosas en común con la fe católica, pero nosotros no rendimos culto a imágenes.

—Lástima. Hay muchas imágenes magníficas.

—Me gustaría ser explorador de caza y tener un empleo con usted señor o con el bwana Caza.

En ese preciso momento volvieron a entrar los ancianos masáis, que traían a dos nuevos camaradas. Yo no los conocía, pero el más viejo de entre mis amigos ancianos me dijo que tenían muchos problemas con leones que no solo se llevaban vacunos de las bomas sino también burros, moranis, toros, mujeres y cabras. Les gustaría que miss Mary y yo fuésemos a librarlos de ese terror. Todos aquellos masáis estaban ya completamente borrachos y a uno se le detectaba cierta propensión a mostrarse agresivo.

Habíamos conocido a muchos buenos masáis y a grandes masáis y a masáis sin adulterar, pero la bebida era algo tan ajeno a los masáis como natural para los wakamba y bajo sus efectos se desquiciaban y algunos ancianos se acordaban de cuando eran una gran tribu dominante de guerreros e invasores en vez de una curiosidad antropológica de adoradores de ganado invadidos por la sífilis. El nuevo camarada anciano estaba borracho a las once de la mañana y era un borracho agresivo. Eso se hizo evidente desde su primera pregunta y decidí hacer uso del intérprete para establecer una distancia formal entre nosotros y también porque, como los cinco ancianos llevaban lanzas largas de morani, cosa que demostraba mala disciplina tribal, era casi seguro que el intérprete sería el primer alanceado puesto que era él quien pronunciaría las palabras provocadoras si es que esas palabras se pronunciaban. Si se producía una disputa con los cinco masáis borrachos de las lanzas en la pequeña sala frontal de una tienda de suministros era seguro que uno sería alanceado. Pero la presencia del intérprete significaba que tendrías la oportunidad de cargarte con la pistola a tres de tus amigos borrachos en lugar de a uno o posiblemente dos. Di un poco de vuelta a la pistolera de modo que descansase sobre la parte delantera de la pierna; me tranquilizó que estuviese abrochada y solté el cierre de la funda con el meñique.

—Traduce, zapatones —dije—. Traduce con exactitud.

—Este aquí dice, señor, que ha oído que una de las esposas de usted, él ha dicho mujeres, ha matado a un león y se pregunta si en su tribu el matar leones es cosa de las mujeres.

—Dile al gran jefe al que no conocía que en mi tribu algunas veces se deja el matar leones a las mujeres, de la misma forma que en su tribu él deja para los jóvenes guerreros el beber jerez Golden Jeep. Hay jóvenes guerreros que se pasan la vida bebiendo y nunca han matado a un león.

El intérprete sudaba intensamente en ese momento y las cosas no mejoraban. El masái, que era un viejo muy guapo de más o menos mi misma edad o posiblemente mayor, habló y el intérprete dijo:

—Dice aquí, señor, que si usted hubiera querido ser cortés y hablar como un jefe a otro jefe hubiera aprendido su lengua de manera que usted y él pudieran hablar de hombre a hombre.

Ya se había acabado, pues, y a bajo coste, así que dije:

—Dile a ese jefe que no conocía hasta ahora que estoy avergonzado de no haber aprendido correctamente su lengua. Mi deber ha sido el de cazar leones. La esposa que he traído aquí tiene el deber de cazar leones. Ayer mató uno y aquí hay dos botellas más de cerveza fría que reservaba para mi gente pero que beberé una de ellas con ese jefe y solo con él, y el señor Singh proporcionará vino a todos los otros jefes.

El intérprete dijo eso y los masáis se acercaron a estrechar la mano. Abroché la correa de la funda y me puse la pistola más atrás contra el muslo, donde le correspondía.

—Un orange crush para el intérprete —le dije al señor Singh.

El intérprete lo cogió, pero los masáis que buscaban bronca hablaron animada y confidencialmente con él. El intérprete tomó un trago de su refresco para aclararse la garganta y me dijo:

—Aquí el jefe pregunta con toda confidencialidad cuánto ha pagado usted por esa esposa que mata leones. Dice que una esposa así para criar puede ser de tanto valor como un toro grande.

—Dile al jefe, que veo que es un hombre de gran inteligencia, que pagué dos aeroplanos pequeños y un aeroplano más grande y cien cabezas de ganado por esa esposa.

El anciano masái y yo bebimos juntos y luego me habló otra vez muy de prisa y muy serio.

—Dice que es un precio muy alto por cualquier esposa y que ninguna mujer puede valer tanto. Dice que ha hablado usted de ganado. ¿Eran solo vacas o había también toros?

Expliqué que el ndege no era con aviones nuevos sino que había sido con aviones usados en la guerra. Dije que el ganado eran todo vacas.

El viejo masái dijo que eso era más comprensible pero que ninguna mujer valía tanto dinero.

Me mostré de acuerdo en que el precio era alto pero que la esposa lo había valido. Ahora, dije, era necesario que regresara al campamento. Pedí otra ronda de vino y le dejé la botella grande de cerveza al anciano. Habíamos bebido con vasos y puse el mío boca abajo sobre el mostrador. El anciano me instó a tomar otro vaso y me serví uno por la mitad y me lo bebí. Nos dimos la mano y olí ese olor a cuero y el humo y la boñiga seca y el sudor que no es desagradable y salí a la luz cortante de la calle donde el coche de caza estaba medio a la sombra de las hojas. El señor Singh había puesto ya cinco cajas de cerveza en la parte de atrás y su chico trajo la última botella fría envuelta en un periódico. Había apuntado la cerveza y la botella de vino para los masáis en una libreta y le pagué y le di al intérprete un billete de cinco chelines.

—Preferiría un empleo, señor.

—No puedo darte trabajo más que como intérprete. Y ese te lo he dado y pagado.

—Me gustaría ir con usted de intérprete.

—¿Harías de intérprete entre los animales y yo?

—Podría aprender, señor. Sé hablar swahili, masái, chagga y el inglés, naturalmente, como puede ver.

—¿Hablas kamba?

—No, señor.

—Nosotros hablamos kamba.

—Podría aprenderlo con facilidad, señor. Podría enseñarle a usted a hablar buen swahili y usted podría enseñarme a mí a cazar y el lenguaje de los animales. No tenga usted prejuicios sobre mí porque soy cristiano. Fueron mis padres los que me enviaron a la escuela de la misión.

—¿No te gustó la escuela de la misión? Recuerda que Dios te está escuchando. Oye todas tus palabras.

—No, señor. Odiaba la escuela de la misión. Soy cristiano gracias a la instrucción y a la ignorancia.

—Te llevaremos de caza alguna vez. Pero tendrás que venir descalzo y con pantalón corto.

—Odio estos zapatos, señor. Tengo que llevarlos a causa de bwana McCrea. Si le dijeran que ando sin mis zapatos o que he estado con usted en la tienda del señor Singh me castigaría. Incluso aunque solo haya bebido coca-cola. La coca-cola es el primer paso, dice bwana McCrea.

—Te llevaremos a cazar alguna vez. Pero tú no eres de una tribu de cazadores. ¿Qué sacarás de bueno? Te asustarás y serás desgraciado.

—Señor, si se acuerda usted de mí le demostraré a usted lo que soy. Con estos cinco chelines haré el primer pago de una lanza en la tienda de Benji. Andaré descalzo por las noches para endurecer mis pies como los de los cazadores. Si usted me pone a prueba, superaré la prueba.

—Eres un buen chico, pero no quiero entrometerme en cosas de religión y no tengo nada que ofrecerte.

—Superaré la prueba que me ponga.

—Kwisha —le dije. Y luego a Mthuka—: Kwenda na duka.

La duka estaba atestada de masáis comprando y mirando comprar a otros. Las mujeres te miraban con descaro de la cabeza a los pies y los guerreros jóvenes, con sus coletas untadas de ocre y sus flequillos, eran insolentes y bulliciosos. Los masáis olían bien y las mujeres tienen las manos frías y cuando la tienen entre las tuyas nunca la quitan porque les encanta el calor de tu palma y la exploran contentas sin moverla. El de Benji era un almacén activo y bullanguero como un mercado indio en América en tarde de sábado o un día de paga mensual. Keiti había encontrado buen posho y toda la coca-cola y los refrescos que hacían falta para el ngoma y estaba pidiendo unas cuantas cosas innecesarias de las estanterías altas para poder contemplar a la chica india, que era inteligente y encantadora y que estaba enamorada de G. C. desde una gran distancia y a la que todos admirábamos y de la que todos nos hubiéramos enamorado si no fuera inútil, subiendo a cogerlas y bajando a llevárselas. Esa era la primera vez que había visto cómo le gustaba a Keiti mirar a esa chica y estaba contento de que eso nos diera una leve ventaja sobre él. La chica me habló con su voz encantadora y me preguntó por miss Mary y me dijo lo contenta que estaba con lo del león y, aunque me proporcionaba gran placer verla y oír su voz y que nos estrechásemos la mano, no pude evitar ver lo embelesado que estaba Keiti. Solo entonces me di cuenta de lo limpia y pulida y bien planchada que llevaba la ropa y que se había puesto su mejor uniforme de safari y el turbante bueno.

Con la ayuda de Mthuka la gente de la duka empezó a sacar los sacos de harina y las cajas de refrescos y yo pagué la cuenta y compré media docena de silbatos para el ngoma. Luego, como la duka tenía poco personal, salí para guardar el rifle mientras Keiti les ayudaba con las cajas. Me hubiera gustado ayudar a cargar, pero eso no se consideraba decente. Cuando estábamos solos cazando, siempre trabajábamos juntos, pero en público esto hubiera sido incomprendido, de manera que me senté en el asiento de delante con el rifle entre las piernas y escuché las peticiones de los masáis que querían que los llevásemos con nosotros hacia la Montaña. El chasis de la camioneta Chevrolet sobre el que habíamos montado la carrocería del coche de caza tenía buenos frenos, pero con la carga que íbamos a transportar no podíamos llevar más que unas seis personas más. Yo había visto días en que habían subido una docena o más. Pero era demasiado peligroso en las curvas, que algunas veces hacían que las mujeres masáis se mareasen. Nunca bajábamos guerreros por la carretera de la Montaña aunque al subir los recogíamos a menudo. Al principio eso había producido cierto mal sabor, pero ahora ya era una práctica aceptada y los hombres que subíamos con nosotros se lo explicaban a los ^ demás.

Por fin lo tuvimos todo estibado y en la parte de atrás iban cuatro mujeres con sus bolsas, hatillos, calabazas y cargas diversas; en el segundo asiento iban sentadas otras tres con Keiti a su derecha y delante íbamos Mwengi, Mthuka y yo. Arrancamos entre agitar de brazos de los masáis y abrí la botella de cerveza fría todavía envuelta en periódicos y se la ofrecí a Mwengi. Se movió hacia mi lado para beber y se sentó más abajo para quedar fuera de la vista de Keiti. Bebí yo y se la pasé a él y bebió a fondo por un costado de la boca para no dejar a la vista la botella de litro. Me la devolvió y se la ofrecí a Mthuka.

—Después —me dijo.

—Cuando se maree alguna mujer —dijo Mwengi.

Mthuka conducía con mucho cuidado, tomando en consideración el peso de la carga en las curvas empinadas. Normalmente entre Mthuka y yo tendría que haber estado una mujer masái; sabíamos que una no se mareaba seguro y dos más iban a prueba en el segundo asiento entre Ngui y Mwengi. Ahora los tres comprendimos que las tres mujeres con Keiti era un desperdicio. Una de ellas era una belleza famosa tan alta como yo, con cuerpo maravilloso y las manos más frías e insistentes que nunca había conocido. Normalmente se sentaba entre Mthuka y yo en el asiento delantero y me cogía la mano y con la otra mano jugaba suave e intencionadamente con Mthuka y nos iba mirando a los dos y se reía cuando notaba reacciones a su cortejo. Era una belleza de lo más clásico, con una piel deliciosa, y no tenía recato alguno. Yo sabía que tanto Ngui como Mthuka le concedían sus favores. Sentía curiosidad por mí y le encantaba provocar reacciones visibles y, cuando la dejábamos en tierra para que se fuese a su manyatta, casi siempre se bajaba con ella alguien más que después hacía a pie el camino hasta el campamento.

Pero hoy vamos por la carretera contemplando todo nuestro propio país y Mthuka no puede tomar ni siquiera un poco de cerveza porque Keiti, su padre, está sentado justo detrás de él y yo pensaba en la moralidad y bebía cerveza con Mwengi; hicimos una marca rasgando el papel que tapaba la botella para señalar el sitio a partir del cual la cerveza restante sería para Mthuka. De acuerdo con una ética elemental, era perfectamente correcto que dos de mis mejores amigos fueran con aquella mujer masái, pero yo no podía hacerlo porque estaba a prueba como mkamba y porque Debba y yo nos importábamos realmente el uno al otro y eso hubiera sido una prueba de irresponsabilidad y libertinaje por mi parte y de que no era una persona seria. Por otra parte, si no respondía, visiblemente, a contactos o incitaciones no buscados también hubiera sido una cosa muy mala. Estas reflexiones sencillas sobre nuestras moeurs tribales siempre hacían de los viajes a Laitokitok algo placentero e instructivo aunque a veces, hasta que lo comprendías, podían resultar frustrantes y desorientadoras salvo porque sabías que si deseabas ser un buen mkamba era preciso no sentirse frustrado nunca ni admitir jamás que estabas desorientado.

Por fin avisaron desde la parte de atrás que una mujer estaba mareada e indiqué a Mthuka que detuviese el coche. Sabíamos que Keiti aprovecharía la parada para irse hasta los matorrales a orinar, así que cuando hizo eso con aire muy digno y como casual le pasé la botella de cerveza a Mthuka, que se bebió su parte rápidamente y dejó el resto para Mwengi y para mí.

—Hay que beberla antes de que se caliente.

El coche se llenó de nuevo y en tres paradas descendió todo el pasaje y cruzamos el arroyo y seguimos hacia el campamento atravesando las tierras del parque. Vimos un tropel de impalas atravesando el bosque y salí del coche con Keiti para atajarlos. Parecían de color rojo contra el verde espeso y un macho joven miró para atrás al oírme silbar casi sin ruido. Contuve el aliento, apreté el gatillo con mucha suavidad y le partí el cuello y Keiti corrió hacia él para hacer el halal mientras los demás saltaban y brincaban por el aire para ponerse a cubierto.

No acompañé a Keiti para verle hacer el halal, de manera que era cuestión de su propia conciencia y yo ya sabía que su conciencia no era tan rígida como la de Charo. Pero no quería que el animal quedara inservible para los mahometanos, ya que había querido cobrar la pieza para carne así que avancé despacio sobre la hierba primaveral y cuando llegué ya había cortado el cuello al impala y sonreía.

—Piga mzuri —dijo.

—¿Cómo no? —le contesté—. Uchawi.

—Hapana Uchawi. Piga mzuri sana.