CAPÍTULO V
Por la mañana hacía frío con densas nubes por toda la Montaña. Soplaba otra vez un viento fuerte y caía lluvia a retazos, pero la lluvia intensa y constante se había acabado. Fui hasta las líneas para hablar con Keiti y lo encontré muy contento. Llevaba gabardina y un viejo sombrero de fieltro. Dijo que probablemente al día siguiente haría bueno y le dije que esperaríamos a que memsahib se despertase para meter las clavijas de las tiendas y aflojar las cuerdas mojadas. Estaba contento de que las zanjas hubieran respondido tan bien y que ni la tienda dormitorio ni la tienda comedor se hubieran mojado. Ya había mandado que prepararan un fuego y todo tenía mejor aspecto. Le dije que había soñado que había llovido mucho arriba en la reserva. Era una mentira, pero pensé que era bueno compensar con una mentira bien grande en caso de que tuviéramos buenas noticias de Pop. Si vas a hacer de profeta es mejor profetizar con las probabilidades a tu favor.
Keiti escuchó mi sueño con atención y respeto fingido. Luego me dijo que había soñado que había llovido intensamente hasta el río Tana, que estaba al borde del desierto, y que había seis safaris aislados y que no podrían moverse durante varias semanas. Eso dejaba mi sueño en una pequeñez, tal y como él pretendía. Yo sabía que mi sueño había quedado archivado para comprobarlo, pero pensé que debía reforzarlo. Así que le dije, y esto sí que era verdad, que había soñado que ahorcábamos al informador. Al contarle esto le expliqué el proceso con todo detalle: dónde, cómo, por qué, cómo se lo había tomado él y cómo nos lo habíamos llevado, después, en el coche de caza para que se lo comieran las hienas.
Keiti odiaba al informador y eso desde hacía muchos años y le encantó aquel sueño, pero tuvo cuidado de hacerme saber que él por su parte no había soñado en absoluto con el informador. Yo sabía que eso era importante, pero le proporcioné algunos detalles más acerca de la ejecución. Estaba encantado de oírlos y dijo añorante, pero con toda conciencia:
—No debes hacerlo.
—No puedo hacerlo. Pero tal vez mi sueño sí.
—No debes hacer uchawi.
—No hago uchawi. ¿Me has visto alguna vez hacer daño a un hombre o a una mujer?
—Yo no he dicho que seas mchawi. Solo he dicho que no debes serlo y que no puede ser ahorcar al informador.
—Si deseas salvarlo puedo olvidar el sueño.
—Buen sueño —dijo Keiti—. Pero puede traer demasiados problemas.
El día siguiente a una fuerte lluvia es un día espléndido para difundir los principios religiosos en tanto que el tiempo durante el que llueve parece alejar la mente de los hombres de la belleza de su fe. Ya había dejado de llover del todo y yo me hallaba sentado junto al fuego tomando té y contemplando la tierra empapada. Miss Mary seguía durmiendo profundamente porque no hacía sol para despertarla. Mwindi vino hasta la mesa junto al fuego con una tetera de té caliente recién preparado y me sirvió una taza.
—Mucha lluvia —comentó—. Ahora acabado.
—Mwindi —le dije—. Tú sabes lo que dijo el Mahdi. «Vemos claramente en las leyes de la naturaleza que la lluvia baja de los cielos en tiempo de necesidad. El verdor y la lozanía de la tierra dependen de la lluvia del cielo. Si cesa por un tiempo, el agua de las estratos altos de la tierra se seca gradualmente. Así vemos que hay una atracción entre las aguas celestiales y las terrenales. La revelación guarda la misma relación con la razón humana que las aguas celestiales con las aguas terrenales».
—Demasiada lluvia para campi. Muy bueno para shamba —anunció Mwindi.
—«Al igual que con el cese del agua celestial el agua terrenal comienza a secarse gradualmente; así también es el caso de la razón humana, la cual sin la revelación celestial pierde su pureza y su fuerza».
—¿Cómo sé que es el Mahdi? —preguntó Mwindi.
—Pregúntale a Charo. Mwindi dio un gruñido. Sabía que Charo era muy devoto pero que no era teólogo.
—Si ahorca informador deja policía ahorcar también —dijo Mwindi—. Keiti me dijo que lo diga.
—Solo fue un sueño.
—Sueños puede ser muy fuerte. Puede matar como bunduki.
—Contaré sueño a informador. Entonces ya no tiene poder.
—Uchawi —dijo Mwindi—. Uchawi kubwa sana.
—Hapana uchawi.
Mwindi se interrumpió y me preguntó casi bruscamente si quería más té. Estaba mirando hacia las líneas con su antiguo perfil chino y vi lo que quería que viera. Al informador. Había venido mojado y nada contento. No había perdido su estilo y su galanura, pero se le habían empapado. Tosió su tos de inmediato para que no cupiera duda de que su tos era auténtica.
—Buenos días, hermano. ¿Cómo habéis tú y mi señora resistido el tiempo?
—Ha llovido un poco por aquí.
—Hermano, yo soy un hombre enfermo.
—¿Tienes fiebre?
—Sí. No mentía. Tenía el pulso a ciento veinte.
—Siéntate y bebe una copa y tómate una aspirina y yo te daré medicinas. Vete a casa y métete en la cama. ¿El coche de caza puede pasar por la carretera?
—Sí. Hay arena hasta la shamba y el coche puede rodear los charcos.
—¿Qué tal la shamba?
—Él no necesitaba la lluvia porque él está irrigado. La shamba está triste con el frío de la Montaña. Hasta las gallinas están tristes. Una chica ha venido conmigo que su padre necesita medicina para el pecho. Tú la conoces.
—Enviaré medicinas.
—Ella no está feliz porque tú no venías.
—Tengo obligaciones. ¿Se encuentra bien?
—Ella está bien pero triste.
—Dile que iré a la shamba cuando sea mi deber.
—Hermano, ¿qué es eso del sueño que yo soy ahorcado?
—Es un sueño que he tenido pero no debo contártelo antes de haber desayunado.
—Pero otros lo han oído antes.
—Es mejor que tú no lo oigas. No era un sueño oficial.
—Yo no puedo soportar que yo sea ahorcado —dijo el informador.
—Yo no te ahorcaré nunca.
—Pero otros pueden comprender mal mis actividades.
—Nadie te ahorcará a no ser que trates con otra gente.
—Pero yo debo tratar constantemente con otra gente.
—Ya entiendes en qué sentido hablo. Ahora vete junto al fuego del campamento y caliéntate y yo te prepararé la medicina.
—Tú eres mi hermano.
—No —le dije—. Soy tu amigo.
Se fue hacia el fuego y abrí el botiquín y saqué Atabrine y aspirinas y linimento y unas sulfas y unas pastillas para la tos y confié en haber dado un pequeño golpe al uchawi. Pero recordaba todos los detalles de la ejecución del informador en creo que la tercera de mis pesadillas y estaba avergonzado de tener semejante imaginación nocturna. Le dije qué medicinas tomar y cuáles dar al padre de la chica. Luego fuimos juntos hasta las líneas y le di a la chica dos latas de bocaditos de arenque y un tarro de cristal de caramelos y le dije a Mthuka que los llevase en el coche a la shamba y que después volviese inmediatamente. La chica me había traído cuatro mazorcas de maíz y no levantó la vista ni un instante cuando le hablaba. Puso la cabeza contra mi pecho como hacen los niños y cuando se subía al coche por el lado de fuera donde nadie podía verla bajó el brazo y con toda la mano me apretó los músculos del muslo. Yo le hice lo mismo cuando ya estuvo en el coche y ella no levantó la vista. Entonces pensé al diablo con todo y la besé en lo alto de la cabeza y se echó a reír con tan poco pudor como siempre y Mthuka sonrió y se marcharon. La pista estaba blanda y con un poco de agua encharcada, pero debajo estaba firme, y el coche de caza desapareció entre los árboles y nadie miró atrás.
Les dije a Ngui y a Charo que haríamos un reconocimiento rutinario hasta donde fuera posible llegar hacia el norte en cuanto miss Mary se hubiera despertado y desayunado. Ya podían sacar las armas para limpiarlas después de la lluvia. Les dije que se asegurasen de dejarles el ánima bien limpia de aceite. Hacía frío y soplaba el viento. El sol estaba oculto. Pero la lluvia había pasado, salvo algún posible chaparrón. Todo el mundo estaba muy atareado y todo iba muy en serio.
Mary estaba contenta en el desayuno. Había dormido bien después de despertarse por la noche y había tenido sueños felices. El sueño malo había sido que a Pop, a G. C. y a mí nos habían matado a todos. No se acordaba de los detalles. Alguien había traído la noticia. Creía que en una emboscada de algún tipo. Quería preguntarle si había soñado con el ahorcamiento del informador, pero pensé que eso sería una interferencia y que lo importante era que se hubiera despertado contenta y encarase bien el día. Pensé que yo era lo bastante bruto y lo bastante inútil como para involucrarme en cosas de África que no entendía, pero no quería implicarla a ella. Ya se involucraba bastante ella sola yendo hasta las líneas y aprendiendo la música y los ritmos de los tambores y las canciones, tratando a todo el mundo tan bien y con tanta amabilidad que se enamoraban de ella. Sé que en los viejos tiempos Pop nunca hubiera permitido eso. Pero los viejos tiempos habían pasado. Nadie lo sabía mejor que Pop.
Cuando ella terminó de desayunar y el coche de caza hubo vuelto de la shamba, Mary y yo hicimos un viaje lo más lejos que el terreno permitía llegar en coche. La tierra se secaba rápido pero todavía resultaba traidora y las ruedas patinaban y se hundían en sitios donde al día siguiente podrían pasar con seguridad. Esto sucedía incluso en el terreno duro y donde habíamos afirmado y endurecido la pista. Hacia el norte donde estaba la arcilla se patinaba y no se podía pasar.
Se veía brotar la hierba nueva verde brillante a través de las charcas y la caza andaba dispersa y no nos prestaba mucha atención. Todavía no había habido gran movimiento de animales, pero vimos huellas de elefantes que habían cruzado la pista por la mañana temprano después de dejar de llover y que iban hacia el pantano. Era el grupo que habíamos visto desde el avión y el macho dejaba una huella muy grande aun contando con el ensanchamiento debido a la humedad del barro.
El día era gris y frío y ventoso por todo el llano y en las rodadas y fuera los chorlitos corrían y comían afanosamente y luego salían volando con su chirlar agudo y montaraz. Había de tres clases diferentes, pero solo los de una eran realmente comestibles. Pero los hombres no los comían y pensé que dispararles sería malgastar un cartucho. Sabía que seguramente habría zarapitos más arriba en la ciénaga, pero con ellos ya probaríamos otro día.
—Podemos seguir un poco más allá —dije—. Hay un buen resalte de terreno bastante alto donde podemos dar la vuelta —le confié a Mary.
—Pues sigamos.
Entonces empezó a llover y pensé que sería mejor dar la vuelta donde pudiésemos y volver al campamento antes de quedarnos atascados en algún sitio blando.
Cerca del campamento, que apareció felizmente entre los árboles y la bruma, con el humo que se alzaba de los fuegos y las tiendas verdes que se veían confortables y hogareñas, había gangas bebiendo en las pequeñas pozas de agua de la pradera abierta. Me bajé con Ngui a cazar algunas para comer nosotros mientras Mary seguía hacia el campamento. Estaban muy agachadas junto a los charcos y desperdigadas por la hierba corta entre la que crecían cardos. Se alzaron con revuelo y no era difícil abatirlas si tirabas rápidamente cuando se levantaban. Eran gangas de tamaño mediano y eran como torcaces pequeñas y regordetas disfrazadas de perdiz. Me encantaba su vuelo extraño, que era como de paloma o de cernícalo, y la forma maravillosa en que usaban sus largas alas echadas hacia atrás una vez estaban en pleno vuelo. Levantarlas de este modo no era como tirarles cuando venían al agua por la mañana en grandes bandadas e hileras en la estación seca cuando G. C. y yo elegíamos solo los pájaros que pasaban más alto y los que llegaban alto y pagábamos un chelín de multa cada vez que abatíamos más de un pájaro por tiro disparado. Al levantarlas en mano te perdías el ruido gutural del arrullo de toda la bandada cruzando por el cielo. No me gustaba tirar tan cerca del campamento así que disparé solo cuatro pares, que darían para al menos dos comidas para nosotros dos o para una buena comida si se presentaba alguien.
Al equipo del safari no les gustaba comerlas. A mí tampoco me gustaban tanto como la avutarda menor, la cerceta, el andarríos o la avefría de espolones. Pero eran muy sabrosas y estarían buenas para cenar. Nuevamente había dejado de llover, pero la neblina y las nubes bajaban hasta el pie de la Montaña. Mary estaba sentada en la tienda comedor con un Campari con soda.
—¿Cazaste muchas?
—Ocho. Ha sido un poco como tirar a los pichones en el Club de Cazadores del Cerro.
—Salen mucho más rápido que los pichones.
—Creo que solo lo parece por el aleteo y porque son más pequeñas. Nada sale tan rápido como un pichón de tiro que sea fuerte.
—Vaya, me alegro de que estemos aquí en vez de tirando en el Club.
—Yo también. Me pregunto si puedo volver allí.
—Volverás.
—No lo sé —dije—. Pienso que tal vez no.
—Hay un gran número de cosas a las que no sé si podré volver.
—Desearía que no tuviéramos que volver para nada. Desearía que no tuviésemos ninguna propiedad ni posesiones ni responsabilidades. Me gustaría que solo tuviésemos un equipo de safari y un buen coche de caza y un par de buenas camionetas.
—Yo sería la anfitriona bajo lonas más popular del mundo. Sé exactamente cómo sería. Llegaría la gente en sus aviones particulares y el piloto saldría y abriría la puerta al hombre y el hombre diría: «Apuesto a que no sabe quién soy. Apuesto a que no se acuerda de mí. ¿Quién soy?». Alguna vez alguien dirá eso y yo le pediré a Charo mi bunduki y le meteré una bala a ese tipo directamente en medio de los ojos.
—Y Charo puede hacer el halal.
—No comen hombres.
—Los wakamba lo hacían. En la época que Pop y tú llamáis siempre los buenos tiempos.
—Tú tienes parte de kamba. ¿Te comerías a un hombre?
—No.
—¿Sabes que yo no he matado a un hombre en toda mi vida? ¿Te acuerdas de cuando quería compartirlo todo contigo y me sentía tan mal porque nunca había matado a un alemán y lo preocupado que se puso todo el mundo?
—Me acuerdo muy bien.
—¿Debo hacer el discurso de cuando mate a la mujer que me robe tu afecto?
—Si me preparas un Campari con soda también.
—Te lo haré y te haré el discurso. Sirvió el rojo Campari amargo y le puso un poco de Gordon’s y luego un chorro de sifón.
—La ginebra es el premio por escuchar el discurso. Ya sé que es un discurso que has oído muchas veces. Pero me gusta hacerlo. Soltarlo es bueno para mí y oírlo para ti.
—Muy bien. Empieza.
—¡Ajá! —dijo miss Mary—. Así que te crees que puedes ser mejor esposa para mi marido que yo. ¡Ajá! Así que crees que estáis perfectamente hechos el uno para el otro, la pareja ideal, y que para él tú eres mejor que yo. ¡Ajá! ¿Así que te crees que tú y él llevaréis juntos una existencia perfecta y que por lo menos tendrá el amor de una mujer que entiende de comunismo, de psicoanálisis y sabe el auténtico significado de la palabra amor? ¿Qué sabrás tú de amor, pingo arrastrado? ¿Qué sabrás tú de mi marido y de las cosas que compartimos y las que tenemos en común?
—Oigan, oigan.
—Déjame seguir. Escucha, especie de harapo, flaca donde tendrías que tener carne y reventando de grasa por donde tendrías que dar muestras de un poco de raza y crianza. Óyeme, mujer. Yo he matado un macho de ciervo inocente a una distancia de trescientos metros bien calculados y me lo comí sin remordimientos. He cazado el kongoni y el ñu, al que te pareces. He disparado y matado a un órice grande y hermoso que es más hermoso que cualquier mujer y tiene unos cuernos más decorativos que los de ningún hombre. He matado más cosas que tú insinuaciones y te digo que o desistes y dejas de poner tanta miel y decirle tanta palabra melosa a mi marido y te marchas de esta tierra o te mato bien muerta.
—Es un discurso maravilloso. No lo habrás hecho nunca en swahili, ¿verdad?
—No hace ninguna falta decirlo en swahili —dijo miss Mary. Después de su discurso siempre se sentía un poco Napoleón en Austerlitz—. Es un discurso solo para mujeres blancas. Desde luego no es aplicable a tu novia. ¿Desde cuándo un esposo bueno y amante no tiene derecho a tener una novia si la novia solo aspira a ser una esposa suplementaria? Es una posición honorable. Este discurso se dirige contra cualquier blanca cochina que se crea que ella puede hacerte más feliz que yo. Las advenedizas.
—Es un discurso precioso y cada vez te sale más claro y convincente.
—Es un discurso auténtico —dijo miss Mary—. Es verdad cada una de sus palabras. Pero he intentado quitarle cualquier amargura y cualquier clase de vulgaridad. Espero que no hayas pensado que lo de la miel tiene que ver con la comida.
—No lo he pensado.
—Estupendo. Esas cosas de comer que te trajo eran realmente buenas. ¿Crees que una vez podremos asarlas en las brasas del fuego? Me encantan así.
—Por supuesto que podemos.
—¿Significa algo especial que te trajera cuatro?
—No. Dos para ti y dos para mí.
—Ojalá que alguien estuviera enamorado de mí y me trajera regalos.
—Todo el mundo te trae regalos cada día y lo sabes. La mitad del campamento corta cepillos de dientes para ti.
—Es verdad. Tengo montones de cepillos de dientes. Hasta tengo todavía muchos de Magadi. De todos modos, me alegro de que tengas una novia tan buena. Ojalá todo fuera siempre tan sencillo como es aquí al pie de la Montaña.
—En realidad no es nada sencillo. Solo que tenemos suerte.
—Ya lo sé. Y tenemos que ser buenos y amables entre nosotros para merecer toda esa suerte. ¡Oh!, espero que mi león venga y yo sea suficientemente alta para verlo con claridad cuando llegue el momento. ¿Sabes cuánto significa eso para mí?
—Creo que sí. Todos lo sabemos.
—Algunos creen que estoy loca, ya lo sé. Pero en los viejos tiempos la gente iba en busca del Santo Grial y del Vellocino de Oro y no se les consideraba chiflados. Un gran elán es mejor y más serio que cualquier copa o cualquier piel de oveja. Me da igual lo santos o dorados que fueran. Todo el mundo tiene algo que desea de verdad y para mí mi león lo significa todo. Y sé bien la paciencia que has tenido con él y la paciencia que han tenido todos. Pero ahora estoy segura de que después de esta lluvia me lo encontraré. Casi no puedo ni esperar a la primera noche que lo oiga rugir.
—Tiene un rugido maravilloso y lo oirás pronto.
—La gente de fuera nunca lo entenderá. Pero él lo compensará todo.
—Ya lo sé. ¿Tú no lo odias, verdad?
—No. Lo amo. Es maravilloso y es inteligente y no tengo que decirte por qué tengo que matarlo.
—No. Ciertamente no.
—Pop lo sabe. Y me lo explicó. Me contó también lo de aquella mujer terrible que todo el mundo disparó a su león cuarenta y dos veces. Es mejor que no hable de ello porque nunca lo entiende nadie.
Nosotros lo entendíamos porque una vez habíamos visto juntos las huellas de nuestro primer gran león. Tenían un tamaño doble del que debían tener las huellas de un león y estaban sobre tierra escasa sobre la que acababa de llover solo lo necesario para mojarla, de modo que eran una impresión perfecta. Yo había estado batiendo el monte tras un kongoni para hacer carne para el campamento y cuando Ngui y yo vimos las huellas las señalamos con tallos de hierba y vi que se le venía el sudor a la frente. Esperamos a Mary sin movernos y cuando ella vio las huellas respiró hondo. Para entonces ya había visto muchas huellas de león y varios leones muertos, pero aquellas huellas eran increíbles. Ngui no dejaba de menear la cabeza y yo me notaba el sudor en los sobacos y en la ingle. Seguimos las huellas como sabuesos y vimos que había bebido en un manantial lodoso y después había subido el barranco hacia la escarpadura. Nunca jamás había visto huellas semejantes y en el barro del manantial estaban aún más claras.
Yo no sabía si volver en busca del kongoni y correr el riesgo de disparar y hacer quizás que con el ruido del disparo del rifle se marchase de aquel territorio. Pero necesitábamos carne y en aquel territorio no había mucha carne y toda la caza andaba loca porque había tantos depredadores. Nunca matabas a una cebra que no tuviera surcos negros de cicatrices de garras de león en el cuero y las cebras estaban tan asustadizas e inabordables como un órice del desierto. Era tierra de búfalos, rinocerontes, leones y leopardos y a nadie le gustaba cazar allí más que a G. C. y Pop y a Pop lo ponía nervioso. G. C. tenía tantos nervios que había acabado por no tener nervios y nunca admitía la presencia del peligro hasta que había salido de él a tiros. Pero Pop había dicho que él nunca había cazado en aquel territorio sin tener complicaciones y lo había batido bien, haciendo el camino a través de las ciénagas mortales por la noche para evitar el calor, que podía ser de cincuenta grados centígrados a la sombra, muchos años antes de que G. C. estuviese allí o de que los vehículos de motor hubiesen llegado al África oriental.
Estaba pensando en esto cuando vimos las huellas del león y después, cuando empezamos a maniobrar sobre el kongoni, solo pensaba en ello. Pero el rastro del león seguía en mi pensamiento como si lo hubieran estampado allí y sabía que Mary, que había visto otros leones, se lo debía de haber imaginado avanzando por la senda. Habíamos matado el kongoni, muy comestible, de cara de caballo, torpe y oscuro, que era tan inocente, o más inocente, como podía serlo cualquier cosa, y Mary lo había rematado con un tiro justo donde el cuello se une a la cabeza. Lo había hecho ella para mejorar su puntería y porque era necesario y alguien tenía que hacerlo.
Allí sentado en la tienda pensé en lo aborrecible que sería eso para los vegetarianos auténticos, pero cualquiera que haya comido carne alguna vez tiene que saber que alguien la ha matado y, puesto que Mary se había implicado en lo de matar y quería matar sin infligir sufrimiento, era preciso que aprendiese y practicase. Quienes nunca han cogido peces, ni siquiera una lata de sardinas, y que pararían el coche si hubiera langostas en la carretera, y nunca han comido ni siquiera caldo de carne, no deben condenar a quienes matan para comer y a quienes la carne les pertenecía antes de que el hombre blanco les robara su tierra. ¿Quién sabe lo que siente una zanahoria, o un rabanito, o la bombilla eléctrica usada, o un disco de fonógrafo gastado, o el manzano en invierno? ¿Quién conoce los sentimientos del aeroplano demasiado viejo, del chicle, de la colilla o del libro desechado comido por la carcoma? En mi ejemplar de las normas del Departamento de Caza no se trata ninguno de esos casos ni hay regulación alguna sobre el tratamiento del pian o de las enfermedades venéreas, que era una de mis obligaciones diarias. No había regulación sobre ramas de árboles caídas ni el polvo ni las moscas que pican, aparte de la tse-tsé; ver Áreas de la Mosca. Los cazadores que sacaban licencias de caza estaban autorizados mediante un permiso válido para cazar durante un tiempo limitado en algunos de los territorios de los masáis que anteriormente habían sido reservas y que ahora eran áreas controladas y llevaban un cuadro de los animales que tenían permitido cazar y luego pagaban una tasa casi nominal que más tarde les pagaban a los masáis. Pero a los wakamba, que solían cazar en el territorio masái para tener carne con gran riesgo de sí mismos, ahora no les permitían hacer eso. Eran perseguidos como furtivos por los Exploradores de Caza, que eran también, en su mayoría, wakambas, y G. C. y Mary creían que los Exploradores de Caza eran más queridos que ellos.
Los Exploradores de Caza eran casi todos ellos de un tipo muy alto de soldados que procedían de los cazadores wakamba. Pero las cosas se estaban poniendo muy difíciles en Ukambani. Habían cultivado su tierra por su cuenta y a su manera tradicional pero abortando el barbecho que debía durar una generación pues los wakamba crecían y su tierra no y se había ido erosionando como todo el resto de África. Sus guerreros siempre habían luchado en todas las guerras en que había participado Gran Bretaña y los masáis en ninguna. A los masáis los habían mimado, preservado, tratado con un temor que nunca deberían haber inspirado y habían sido adorados por todos los homosexuales como Thessinger, que había trabajado para el Imperio en Kenia o Tanganyika porque allí los hombres eran tan bellos. Los hombres eran muy bellos, extremadamente ricos, eran guerreros profesionales que, ahora ya por mucho tiempo, nunca luchaban. Siempre habían sido aficionados a las drogas y ahora se estaban convirtiendo en alcohólicos.
Los masáis nunca mataban caza sino que solo se cuidaban de su ganado. Los problemas entre masáis y wakambas siempre eran por robo de ganado, nunca por matar caza.
Los wakamba odiaban a los masáis por presumidos y ricos y protegidos por el gobierno. Los despreciaban por ser hombres cuyas mujeres les eran totalmente infieles y casi siempre con sífilis y ser hombres que no podían rastrear porque tenían los ojos destrozados por enfermedades sucias transmitidas por las moscas; porque sus lanzas se doblaban después de usarse una sola vez; y finalmente, y sobre todo, porque solo eran valientes bajo el efecto de drogas.
Los wakamba, que amaban la lucha, la lucha auténtica, no la lucha a lo masái que es, generalmente, una histeria masiva que no surge si no es bajo la influencia de las drogas, vivían por debajo del nivel de subsistencia. Siempre habían tenido sus cazaderos y ahora no tenían ningún sitio donde cazar. Les gustaba beber y la ley tribal controlaba estrictamente la bebida. No solían emborracharse, y la embriaguez se castigaba severamente. La carne era la base de su dieta y ahora se había acabado y les prohibían cazarla. Entre ellos los cazadores furtivos eran tan corrientes como los contrabandistas en Inglaterra en sus buenos tiempos y como la gente que introducía licor del bueno en Estados Unidos en los tiempos de la prohibición. La cosa no estaba tan mal cuando yo vine hace muchos años.
Pero tampoco estaba bien. Los wakamba eran totalmente leales a los británicos. Hasta los hombres jóvenes y los chicos malos eran leales. Pero los jóvenes andaban inquietos y las cosas no eran nada sencillas. El Mau-Mau resultaba sospechoso porque era una organización kikuyu y a los wakamba les repelían los juramentos. Pero algo de infiltración había habido. En la Ordenanza de Protección de los Animales Salvajes no se decía nada de esto. G. C. me había dicho que usase el sentido común, si tenía, y que solo los mierdas se metían en líos. Como yo sabía que algunas veces podía entrar en esa categoría, intenté emplear el sentido común lo más concienzudamente que podía y evitar estupideces tanto como pudiera. Durante mucho tiempo me había identificado con los wakamba y ahora había traspasado la última barrera importante, así que la identificación era completa. No hay otra manera de llevar a cabo esa identificación. Todas la alianzas entre tribus se sellan tan solo de una manera.
Ahora, con la lluvia, sabía que todos estarían menos preocupados por sus familias y si conseguíamos algo de carne estarían felices. La carne hacía fuertes a los hombres: hasta los ancianos lo creían. De los viejos del campamento pensaba que Charo era el único que puede que fuera impotente y tampoco estaba seguro. Se lo podía preguntar a Ngui y me lo hubiera dicho. Pero no era correcto preguntar una cosa así y Charo y yo éramos muy viejos amigos. Los hombres kamba, si tienen carne para comer, mantienen su capacidad de hacer el amor hasta mucho más allá de los setenta. Pero para un hombre hay ciertas clases de carne que son mejores que otras. No sé por qué he empezado a pensar en esto. Empezó con la caza del kongoni el día que vimos por primera vez las huellas del enorme león de la escarpadura de Rift Valley y desde entonces había circulado por allí como un cuento ancestral.
—¿Qué te parecería salir a pillar una pieza de carne, miss Mary?
—Necesitamos un poco, ¿verdad?
—Sí.
—¿En qué estabas pensando?
—En el problema kamba y en la carne.
—¿Un problema kamba grave?
—No. En general.
—Mejor. ¿Qué has decidido?
—Que necesitábamos carne.
—Bien ¿vamos a buscarla?
—Es buena hora para empezar. Si te gusta andar.
—Me encanta andar. Cuando volvamos me daré un baño y me cambiaré y ya estará el fuego.
Habíamos encontrado el rebaño de impalas por donde solían estar, cerca de donde la carretera cruza el río, y miss Mary había cazado un macho viejo que solo tenía un cuerno. Estaba muy gordo y en buena forma y yo tenía la conciencia limpia de escogerlo para carne, pues nunca hubiera servido para proporcionar al Departamento de Caza un trofeo digno de exhibir y, como lo habían sacado de la manada, ya no servía para procrear. Mary le había disparado un tiro impecable, que le dio en el hombro, exactamente adonde había apuntado. Charo estaba muy orgulloso de ella y había podido degollarlo con toda legalidad en quizás una centésima de segundo. La puntería de Mary en estos momentos se consideraba ya completamente en manos de Dios y, dado que teníamos dioses diferentes, Charo se adjudicó todo el mérito del disparo. Pop, G. C. y yo ya habíamos visto todos a miss Mary disparar de forma perfecta y hacer blancos asombrosos y tiros primorosos. Ahora le tocaba el turno a Charo.
—Memsahib piga mzuri sana —dijo Charo.
—Mzuri. Mzuri —le dijo Ngui a miss Mary.
—Gracias —le dijo ella—. Ahora ya son tres —me dijo a mí—. Estoy contenta y ahora me siento segura. Es extraño esto de tirar, ¿verdad?
Yo estaba pensando en lo extraño que era y me olvidé de contestarle.
—Es perverso matar cosas. Pero es estupendo tener buena carne en el campamento. ¿Cuándo se hizo la carne una cosa tan importante para todo el mundo?
—Siempre lo ha sido. Es una de las cosas más antiguas y más importantes. África tiene hambre de carne. Pero si matasen la caza del modo que lo hicieron los holandeses en Sudáfrica ya no quedaría nada.
—Pero nosotros ¿conservamos la caza para los indígenas? ¿Para quién cuidamos la caza en realidad?
—Para sí misma y para que el Departamento de Caza gane dinero y para que siga funcionando la banda de los cazadores blancos y para ganar un dinero extra para los masáis.
—Me encanta lo de proteger la caza para ella misma —dijo Mary—. Pero todo lo demás es como grosero.
—Todo está muy mezclado —expliqué yo—. Pero ¿tú has visto alguna vez un país más mezclado?
—No. Pero tú y tu pandilla también estáis muy mezclados.
—Ya lo sé.
—¿Pero tú lo tienes bien claro en la cabeza, realmente?
—Todavía no. De momento estamos en el día a día.
—Bueno, de todos modos me gusta —dijo Mary—. Después de todo nosotros no hemos venido aquí a África a traer el orden.
—No. Vinimos a hacer unas fotos y escribir unos pies para ellas y además divertirnos y aprender lo que pudiésemos.
—Pero no hay duda de que nos hemos mezclado en ello.
—Es cierto. Pero ¿te diviertes?
—Nunca he sido más feliz. Ngui se había detenido y señalaba hacia el lado derecho de la carretera:
—Simba.
Las huellas eran grandes, demasiado grandes para creérselo. El pie trasero izquierdo mostraba claramente la vieja cicatriz. Había cruzado la carretera tranquilamente más o menos a la hora en que Mary mataba el impala. Se había metido en el terreno de matorral quebrado.
—Es él —dijo Ngui.
No había la menor duda. Con suerte nos lo podíamos haber encontrado en la carretera. Pero seguramente había sido cauto y nos dejó pasar. Era un león muy inteligente y reposado. El sol estaba casi abajo y con las nubes dentro de cinco minutos no habría luz para disparar.
—Ahora las cosas no son tan complicadas —dijo Mary muy contenta.
—Vete al campamento a por el coche —le indiqué a Ngui—. Nosotros volveremos para esperar con Charo y con la carne.
Esa noche, cuando nos habíamos ido a la cama pero todavía no estábamos dormidos, oímos rugir al león. Estaba al norte del campamento y el rugido llegaba bajo e iba subiendo de tono y después terminaba con un suspiro.
—Voy contigo —dijo Mary. Nos tumbamos juntos en la oscuridad bajo el mosquitero con mi brazo alrededor de ella y volvimos a oírlo rugir.
—No hay duda de que es él —declaró Mary—. Me alegro de que estemos juntos en la cama cuando lo oímos. Se desplazaba hacia el norte y el oeste, gruñía roncamente y después rugía.
—¿Está llamando a la leona o es que está enfadado? ¿Qué está haciendo en realidad?
—No lo sé, querida. Creo que está rabioso porque se ha mojado.
—Pero también rugió cuando estaba seco y le seguimos el rastro en el matorral.
—Era una broma, querida. Solo le oigo rugir. Podré verlo cuando se asiente y mañana ya verás dónde rompe la tierra.
—Es demasiado grande para hacer bromas.
—Tengo que hacer bromas acerca de él si voy a cubrirte. No querrás que empiece a preocuparme por él, ¿verdad?
—Escucha —dijo Mary.
Escuchamos tumbados los dos juntos. No se puede describir el rugido de un león salvaje. Solo se puede decir que estabas escuchando y el león rugió. No es en absoluto como el rugido del león que sale al empezar las películas de la Metro-Goldwyn-Mayer. Cuando lo oyes, primero lo notas en el escroto y luego te sube a través de todo el cuerpo.
—Me hace sentirme hueca por dentro —dijo Mary—. Es realmente el rey de la noche. Seguimos escuchando y rugió otra vez, todavía moviéndose hacia el noroeste. Esa vez el rugido terminó con una tos.
—Confiemos en que cace —le dije yo—. No pienses demasiado en él y duerme bien.
—Tengo que pensar en él y quiero pensar en él. Es mi león y lo amo y lo respeto y tengo que matarlo. Para mí significa más que nada, excepto tú y nuestra gente. Tú sabes lo que significa.
—Lo sé demasiado bien —dije—. Pero tienes que dormir, querida. Tal vez ande rugiendo para tenerte despierta.
—Bueno, entonces deja que me tenga despierta —repuso Mary—. Si voy a matarlo, tiene derecho a tenerme despierta. Me gusta todo lo que hace y todo lo que se refiere a él.
—Pero tienes que dormir un poquito, querida. No le gustará que no duermas.
—A él no le importo lo más mínimo. Él me importa a mí y por eso lo mato. Tienes que entenderlo.
—Lo entiendo. Pero ahora debes dormir bien, gatita. Porque mañana por la mañana empezamos.
—Dormiré. Pero quiero oírle hablar una vez más.
Estaba muerta de sueño y pensé que aquella chica, que había vivido toda su vida sin haber deseado jamás matar nada hasta caer entre mala gente en la guerra, llevaba demasiado tiempo implicada en la caza de leones de manera sistemática, cosa que, sin un profesional que la respaldase, no era una ocupación ni un oficio sensato y podía ser muy malo para uno, como obviamente lo era en ese momento. Entonces el león rugió de nuevo y tosió tres veces. Las toses llegaban directamente a la tienda desde la tierra donde andaba.
—Ahora me dormiré —dijo miss Mary—. Espero que no haya tosido porque lo necesitara. ¿Pueden coger resfriados?
—No lo sé, querida. ¿Ahora dormirás un buen sueño?
—Ya estoy dormida. Pero tienes que despertarme mucho antes de la primera luz por muy dormida que esté. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Después se durmió y yo seguí acostado pegado a la pared de la tienda y la sentía dormir suavemente y cuando el brazo izquierdo empezó a dolerme lo retiré de debajo de su cabeza y miré que quedase cómoda y luego me instalé ocupando un trozo pequeño del gran catre y después me puse a escuchar al león. Estuvo callado hasta más o menos las tres en que mató. Después de eso todas las hienas empezaron su cháchara y el león comió y de tanto en tanto se le oía gruñir broncamente. No llegaba ninguna voz de leona. Una que yo conocía estaba a punto de tener cachorros y no querría tener nada con él y la otra era su amiga. Pensé que todavía estaría demasiado mojado para encontrarlo cuando hubiera luz. Pero siempre habría una posibilidad.