CAPÍTULO XIII
Cuando Mwindi trajo el té por la mañana yo ya estaba levantado y vestido y sentado junto a las cenizas de la hoguera con dos jerseys y una chaqueta de lana. Se había puesto muy frío por la noche y me preguntaba qué significaría eso de cara al tiempo para hoy.
—¿Quiere fuego? —preguntó Mwindi.
—Pequeño fuego para hombre solo.
—Yo mandar —dijo Mwindi—. Tú mejor come. Memsahib marcha, tú olvida comer.
—No quiero comer antes de cazar.
—Tal vez caza muy larga. Come ahora.
—Mbebia no está despierto.
—Todos hombres viejos despiertos. Solo hombres jóvenes dormir. Keiti dice que tú come.
—Muy bien, comeré.
—¿Qué quiere comer?
—Huevas de bacalao y patatas salteadas.
—Tú come hígado de tommy y beicon. Keiti dice memsahib dice que dice que tú toma píldora para fiebre.
—¿Dónde están las píldoras para la fiebre?
—Aquí. —Y sacó el frasco—. Keiti dice que yo vigila que tú come.
—Bueno —dije yo—. Me las como.
—¿Qué pone? —preguntó Mwindi.
—Botas de media caña y cazadora abrigada para empezar y la camisa de piel con munición para cuando haga calor.
—Yo avisa preparar otra gente. Hoy día muy bueno.
—¿Sí?
—Todos piensan eso. También Charo.
—Muy bien. Yo también espero un buen día.
—¿Tú no tiene algún sueño?
—No —le dije—. La verdad es que no.
—Mzuri —dijo Mwindi—. Decir a Keiti.
Después de desayunar salimos directo hacia las Chulus por la pista buena que iba al norte por el territorio de los gerenuks. La pista desde la vieja manyatta a las colinas donde debían de estar ahora los búfalos en su regreso hacia la ciénaga estaba gris de barro y era traidora. Pero la seguimos hasta donde pudimos y entonces dejamos allí a Mthuka con el coche porque sabíamos que se iría secando con el sol. El sol ya torraba la llanura y lo dejamos y tomamos hacia arriba de los pequeños cerros empinados y cortados cubiertos de rocas de lava y con la hierba nueva espesa y mojada por la lluvia. No queríamos matar a ningún búfalo, pero era preciso tener dos rifles porque en esas colinas había rinocerontes y el día anterior habíamos visto tres desde el Cessna. Los búfalos debían de estar de camino hacia los ricos pastos nuevos en las orillas de la ciénaga de papiros. Quería contarlos y fotografiarlos si era posible y localizar al enorme macho viejo de cuerna maravillosa que hacía más de tres meses que no veíamos. No queríamos asustarlos ni que supiesen que los seguíamos, sino solamente controlarlos para poder fotografiarlos bien fotografiados cuando Mary volviese.
Encontramos la gran manada de búfalos que iba avanzando más abajo de nosotros. Estaban los orgullosos toros de la manada, las grandes vacas viejas, machos jóvenes, y las hembras jóvenes y los terneros. Veíamos la curvatura de las cuernas y las acusadas arrugas, el barro seco y las placas gastadas de la piel, el denso negro en movimiento y la enorme masa gris y los pájaros, pequeños y de pico afilado y atareados como estorninos en un prado. La manada se movía despacio, comiendo mientras avanzaba, y tras ellos la hierba desaparecía y hasta nosotros llegaban el fuerte olor a ganado y tras él las moscas. Yo me había puesto la sahariana por encima de la cabeza y conté ciento veinticuatro reses. El viento era favorable, de modo que a los búfalos no les llegaba nuestro olor. Los pájaros no nos veían porque estábamos más altos que ellos y las únicas que nos encontraban eran las moscas; pero, como es evidente, no les iban con el cuento. Era casi mediodía y hacía mucho calor y no lo sabíamos pero la suerte la teníamos aún por delante. Tomamos el coche y recorrimos las tierras del parque y todos íbamos observando cada árbol probable. El leopardo que perseguíamos era un leopardo que causaba problemas y la gente de la shamba nos había pedido que lo matáramos porque les había matado dieciséis cabras y yo lo cazaba en nombre del Departamento de Caza y por eso estaba permitido usar el coche para perseguirlo. El leopardo, que oficialmente antes era una alimaña pero ahora era Caza Real, nunca había sabido de su recalificación y ascenso, porque si no nunca hubiera matado esas dieciséis cabras que lo convertían en criminal y lo devolvían a la categoría más baja del escalafón. Dieciséis cabras eran demasiadas cabras para matar en una noche, sobre todo si lo más que podía comerse era una cabra. Y encima, además, ocho de las cabras pertenecían a la familia de Debba.
Llegamos a un claro muy bonito y a la izquierda había un árbol grande, una de cuyas ramas grandes se extendía a la izquierda en una paralela perfecta y otra más frondosa en línea recta a la derecha. Era un árbol verde y tenía una copa de follaje muy tupido.
—Ese es un árbol ideal para leopardos —le dije a Ngui.
—Ndio —repuso muy quedo—. Y hay un leopardo en ese árbol.
Mthuka nos había visto mirar y, aunque no nos podía oír ni podía ver al leopardo desde su sitio, detuvo el coche. Me bajé con el viejo Springfield que llevaba sobre las rodillas y cuando estuve bien plantado en tierra vi al leopardo estirado con todo su peso en la rama alta de la derecha del árbol. Todo su largo cuerpo moteado estaba pintado por las sombras de las hojas que se movían con el viento. Estaba a veinte metros de altura en un sitio ideal para pasar aquel hermoso día y el mayor error de su vida había sido matar innecesariamente aquellas dieciséis cabras.
Levanté el rifle aspirando aire una sola vez y soltándolo despacio y apunté con mucho tiento al punto en el que el cuello le abultaba detrás de la oreja. Estaba alto y preciso y aplastado, largo y pesado, contra la rama y saqué el casquillo del cartucho y le tiré al hombro. Se produjo un fuerte impacto y cayó en semicírculo. La cola para arriba, la cabeza para arriba, el lomo para abajo. Cayó con el cuerpo curvado como una luna creciente y se dio contra el suelo con un golpe pesado. Ngui y Charo me daban palmadas en la espalda y Charo me estrechaba la mano. El porteador de armas de Pop me estrechaba la mano llorando porque la caída del leopardo había sido algo emocionante. Y me daba también el apretón de manos secreto de los kamba una y otra vez. Al instante recargué el arma con la mano libre y Ngui, muy excitado, llevaba el 577 en vez de la escopeta cuando nos acercamos con mucho cuidado a ver el cuerpo del azote asesino de las dieciséis cabras de mi padre político. El cuerpo del leopardo no estaba allí.
En el suelo se detectaba el hueco del impacto, y el rastro de la sangre, brillante y a goterones, conducía a un bosquete espeso de matorral a la izquierda del árbol. Era tan tupido como las raíces de un manglar y ya nadie me daba el apretón de manos secreto de los kamba.
—Caballeros —dije en español—. La situación ha cambiado radicalmente.
Desde luego que había cambiado. Yo ya me sabía las instrucciones que me había enseñado Pop, pero cada leopardo herido dentro de un matorral espeso es un leopardo herido diferente. No hay dos que actúen de la misma forma, salvo que siempre vienen y vienen en serio. Por eso le había apuntado a la base de la cabeza y el cuello primero. Pero ahora era demasiado tarde para autopsias y tiros fallidos.
El primer problema era Charo. Los leopardos le habían herido dos veces y era un hombre viejo, nadie sabía cómo de viejo, pero sin duda lo bastante como para ser mi padre. Estaba tan excitado como un perro de caza antes de soltarlo.
—Tú quítate de aquí rápido y quédate en el jodido coche.
—Hapana, bwana —respondió.
—Ndio demonios claro que ndio —le dije yo.
—Ndio —contestó, pero no decir «ndio bwana» era un insulto.
Ngui había cargado el calibrador del Winchester 12 con SSG, que es posta gruesa en cristiano. Nunca habíamos tirado a nada con SSG y yo no quería líos, así que tiré del expulsor y lo llené con cartuchos para pluma de perdigón del 8 recién salidos de la caja y me llené los bolsillos con el resto de la munición. A poca distancia una carga de perdigón fino con una escopeta bien cebada es tan sólida como una bala y recordé haber visto los efectos en un cuerpo humano con el pequeño agujero azul negro por los bordes en la espalda de la cazadora de cuero y toda la carga dentro del pecho.
—Kwenda —le dije a Ngui, y empezamos a seguir el reguero de sangre.
Yo iba cubriendo a Ngui, que rastreaba, con la escopeta y el porteador de Pop se había quedado en el coche con el 577. Charo no se había subido al techo sino que se había instalado en el asiento de atrás con la mejor de las tres lanzas. Ngui y yo íbamos a pie siguiendo el rastro de sangre.
Recogió una esquirla afilada de hueso con una mancha de sangre y me la pasó. Era un trozo de clavícula y me lo puse en la boca. Es algo que no tiene explicación. Lo hice sin pensar. Pero eso nos ligaba más de cerca al leopardo y lo mordí y noté el sabor de la sangre fresca que sabía como la mía y comprendí que el leopardo no había perdido solamente el equilibrio. Ngui y yo seguimos las trazas de sangre hasta que se metieron en el manglar que era aquel bosquete de arbustos. Las hojas del matorral eran muy verdes y brillantes y el rastro del leopardo, que estaba hecho de saltos de longitud irregular, penetraba allí y había sangre en las hojas de abajo, a la altura del hombro, donde se había arrastrado para adentrarse.
Ngui se encogió de hombros y meneó la cabeza. Ahora los dos estábamos muy serios y no había ningún Hombre Blanco que hablara en voz baja y suficiente desde la altura de sus grandes conocimientos, ni había ningún Hombre Blanco que diera órdenes enfurecido y atónito ante la estupidez de sus «chicos» y los insultara como a perros indecisos. No había más que un leopardo herido con muy pocas probabilidades a su favor al que habían herido en lo alto de una rama de un árbol, había sufrido una caída a la que ningún ser humano podría sobrevivir y se había asentado en un lugar donde, si conservaba su magnífica e increíble vitalidad de felino, podría lesionar o herir gravísimamente a cualquier ser humano que entrase en su busca. Deseé que nunca hubiera matado aquellas cabras y que yo nunca hubiera firmado un contrato para cazar y ser fotografiado por ninguna revista nacional de gran tirada y mordí con satisfacción el trozo de clavícula e hice señas con el brazo al coche. La punta afilada del hueso astillado me había hecho un corte en el interior de la mejilla y ahora notaba el sabor conocido de mi propia sangre mezclada con la sangre del leopardo y empleando el plural mayestático dije:
—Twendi kwa chui. Vayamos a por el leopardo.
No nos resultaba muy fácil ir a por el leopardo. Ngui tenía el Springfield 30-06 y tenía también buena vista. El porteador de armas de Pop llevaba el 577 que lo tiraría de culo si lo disparaba y tenía tan buena vista como Ngui. Yo llevaba el amado, quemado una vez, reculatado tres, suavizado por el uso. El viejo Winchester de émbolo modelo 12, que era más rápido que una serpiente y que después de treinta y cinco años de estar juntos era casi tan íntimo como un amigo y compañero cuyos secretos compartía y cuyos triunfos y desastres no revelaba sino a ese amigo que un hombre tiene para toda la vida. Cubrimos los sarmientos enlazados y entrecruzados del matorral a partir de la entrada del rastro de sangre a la izquierda, el extremo oeste desde donde veíamos el coche por un ángulo, pero no lográbamos ver al leopardo. Entonces volvimos atrás reptando y atisbando entre la oscuridad de las raíces hasta llegar al otro extremo. No habíamos visto al leopardo y volvimos a reptar hasta las hojas verde oscuro donde había sangre aún fresca.
El porteador de armas de Pop estaba parado detrás de nosotros con el calibre grande preparado y yo me senté y empecé a disparar cartuchos del 8 a la maraña de raíces atravesándolas de izquierda a derecha. Al quinto tiro el leopardo lanzó un enorme rugido. El rugido venía de muy adentro de la espesura y un poco a la izquierda de las hojas con sangre.
—¿Tú lo ves? —pregunté a Ngui.
—Hapana.
Cargué de nuevo el largo tubo del cargador y rápidamente disparé dos veces hacia donde había oído el rugido. El leopardo volvió a rugir y después tosió dos veces.
—Piga tu —le dije a Ngui y él disparó hacia donde venía el rugido.
El leopardo rugió otra vez y Ngui dijo:
—Piga tu.
Disparé otros dos tiros en dirección al rugido y el porteador de armas de Pop dijo:
—Ya lo veo.
Nos pusimos de pie y Ngui lo veía pero yo no.
—Piga tu —le dije, y él contestó:
—Hapana. Twendi kwa chui.
Así que volvimos a entrar pero esta vez Ngui sabía adónde íbamos. Solo pudimos entrar alrededor de un metro, pero había una elevación en el terreno del que salían las raíces. Ngui me dirigía dándome golpecitos en las piernas a un lado o a otro según íbamos arrastrándonos. Entonces vi una oreja del leopardo y las pintas pequeñas de lo alto del bulto de su cuello y el hombro. Apunté a donde se unían hombro y cuello y volví a disparar y no hubo rugidos y volvimos a salir reptando y los tres juntos rodeamos la isleta de espesura por el extremo del oeste hasta donde estaba el coche en el lado más alejado.
—Kufa —dijo Charo—. Mzuri kufa sana.
—Kufa —replicó Mthuka. Los dos podían ver al leopardo pero yo no. Se bajaron del coche y todos nos acercamos allí y le indiqué a Charo que se mantuviese detrás con la lanza. Pero él me dijo:
—No. Está muerto, bwana. Yo lo vi morir. Cubrí a Ngui con la escopeta mientras se abría camino golpeando con el panga las raíces y la maleza como si fueran nuestros enemigos o todos nuestros enemigos y luego entre él y el porteador de armas de Pop arrastraron el leopardo hasta sacarlo y lo cargamos en la trasera del coche. Era un buen leopardo y lo habíamos cazado muy bien y alegremente como hermanos sin cazadores blancos ni rangers de caza ni exploradores de caza y era un leopardo kamba condenado por hacer matanzas inútiles en una shamba kamba ilegal y todos éramos wakambas y estábamos sedientos.
Charo fue el único que examinó de cerca el leopardo porque había sido herido por leopardos en dos ocasiones y me mostró dónde le había metido la carga de postas desde cerca casi al lado de la primera herida de bala en el hombro. Yo ya sabía que sería así porque las raíces y el montículo habían desviado los otros tiros, pero yo me sentía feliz y orgulloso de todos nosotros y de nuestro día y de regresar al campamento y la sombra y la cerveza fría.
Llegamos al campamento haciendo sonar el claxon del coche y todo el mundo salió y Keiti estaba contento y yo creo que orgulloso. Salimos todos del coche y Charo fue el único que se quedó para mirar el leopardo. Keiti se quedó con Charo y el desollador se hizo cargo del leopardo. No le hicimos ninguna fotografía. Keiti me preguntó «¿Piga picha?» y yo le dije «Piga mierda».
Ngui y el porteador de armas de Pop llevaron las armas a la tienda y las pusieron sobre la cama de miss Mary y yo llevé las cámaras y las colgué. Le dije a Msembe que pusiera la mesa fuera debajo del árbol y trajera sillas y toda la cerveza fría y coca-cola para Charo. Le dije a Ngui que no se molestase en limpiar ahora las armas y que fuera a buscar a Mthuka; que beberíamos cerveza ceremonial.
Mwindi dijo que debía darme un baño. Tendría el agua lista en un instante. Le dije que me bañaría en la tina y que, por favor, me buscase una camisa limpia.
—Tú debes dar baño grande —me dijo.
—Ya me daré baño grande más tarde —repuse.
—¿Dónde viene toda la sangre? ¿De chui?
Eso era una ironía pero cuidadosamente encubierta.
—De ramas de árboles.
—Lava bien con jabón azul. Yo pone la cosa roja.
Siempre usábamos mercurocromo en vez de yodina si lo encontrábamos, aunque algunos africanos preferían el yodo porque hacía daño y por tanto lo consideraban una medicina más poderosa. Me lavé y froté los arañazos abiertos y los limpié y Mwindi me los pintó con cuidado.
Me puse la ropa limpia y sabía que Mthuka, Ngui, el porteador de armas de Pop y Charo estaban poniéndose ropa limpia.
—¿El chui vino?
—No.
—¿Entonces por qué todos estar felices?
—Un safari muy divertido. Caza muy divertida toda la mañana.
—¿Por qué tú quiere ser africano?
—Voy a hacerme kamba.
—Puede ser —dijo Mwindi.
—Puede ser por cojones.
—Aquí viene tus amigos.
—Hermanos.
—Hermanos puede ser. Charo no tu hermano.
—Charo muy buen amigo.
—Sí —dijo Mwindi con tristeza alargándome un par de zapatillas que sabía que me apretaban un poco y observando el daño que me hacían al ponérmelas—. Charo buen amigo. ¿Tiene mucho mala suerte?
—¿Cómo?
—De todos modos. Y un hombre afortunado.
Salí a unirme a los demás, que estaban de pie ante la mesa y Msembi con la túnica verde y el gorro verde preparado con la cerveza en el gastado cubo de lona verde. Las nubes estaban muy altas en el cielo y el cielo era el cielo más alto del mundo y volví la vista a la tienda y vi la Montaña alta y blanca por encima de las nubes.
—Caballeros —dije, e hice una inclinación y todos nos sentamos en las sillas de los bwanas y Msembi sirvió cuatro vasos altos de cerveza y la coca-cola de Charo.
Charo era el más viejo, de manera que le cedí la vez y Mwindi sirvió primero la coca-cola. Charo se había cambiado el turbante por otro ligeramente menos gris y llevaba una guerrera azul con botones de latón abrochada en el cuello con un broche de capa que yo le había dado hacía veinte años y unos elegantes pantalones cortos bien arreglados.
Una vez servidas las bebidas me puse de pie y pronuncié el brindis:
—Por la reina.
Bebimos todos y luego dije:
—Por el señor Chui, caballeros. Es Caza Real.
Bebimos de nuevo con gravedad y protocolo pero con entusiasmo. Msembi rellenó los vasos esta vez empezando por mí y terminando por Charo. Sentía un gran respeto por los mayores pero le resultaba difícil guardar el respeto a la bebida gaseosa frente a la cerveza Tusker.
—A noi —dije haciéndole una reverencia a Ngui, que había aprendido italiano en los burdeles conquistados en Addis Abeba y de las amantes abandonadas precipitadamente por un ejército en desbandada. Y añadí—: Wakamba rosa é la liberta, wakamba rosa trionferá.
Apuramos los vasos hasta el final y Mwindi los llenó de nuevo.
El siguiente brindis fue un poco grosero pero, dada la tendencia de los tiempos y la necesidad de dotar a nuestra nueva religión de algún tipo de programa realizable que más adelante se pudiera dirigir hacia los más altos y nobles fines, pronuncié: «Tunaua».
Este lo bebimos con solemnidad aunque noté ciertas reservas en Charo y cuando nos sentamos dije: «Na jehaad tu», para tratar de ganarme el voto musulmán. Pero es un voto difícil de ganar y todos sabíamos que él solo estaba con nosotros en la hermandad y en el ritual de la cerveza y que nunca estaría con nosotros en lo de la nueva religión o la política.
Msembi se acercó a la mesa y nos sirvió otra vez y dijo que la cerveza ya estaba quisha y yo dije que aquello era una mierda de organización y que a ensillar y a irnos inmediatamente a Laitokitok a por más cerveza. Mthuka dijo: «Kwenda na shamba». Así que decidimos ir a la shamba y recoger unas pocas botellas de cerveza si tenían para mantener el grupo hasta que llegásemos a otra shamba donde hiciesen cerveza o a Laitokitok. Ngui dijo que yo debía recoger a mi novia y a la Viuda y que Mthuka y él estaban de acuerdo en la tercera shamba masái de la carretera. El porteador de armas de Pop dijo que por él estaba bien y que él sería el protector de la Viuda. Queríamos llevarnos a Msembi, pero éramos cuatro y con la Viuda y mi novia seis y no sabíamos con qué masáis nos podíamos topar. Laitokitok siempre estaba lleno de masáis.
Me fui hasta la tienda y Mwindi tenía el arcón de hojalata abierto y había sacado la vieja chaqueta de tweed de Hong Kong donde tenía el dinero guardado en los bolsillos interiores con solapa abotonada.
—¿Cuánto dinero quiere? —preguntó.
—Cuatrocientos chelines.
—Mucho dinero —dijo—. ¿Qué hace tú? ¿Compra esposa?
—Comprar cerveza, tal vez posho, medicinas para la shamba, regalos de Navidad, una lanza nueva, llenar el coche de gasolina, comprar whisky para mtoto de policía, comprar bocaditos de arenque.
Se rio con lo de los bocaditos de arenque.
—Coge quinientos —dijo—. ¿También quiere chelines duros?
Los chelines duros se guardaban en una bolsa de cuero. Contó treinta y me los dio y preguntó:
—¿Pone chaqueta buena?
La chaqueta que más le gustaba que me pusiera era una especie de chaqueta de montar que también procedía de Hong Kong.
—No. La cazadora de cuero. Coge la de cuero con cremallera.
—Lleva también lana. Baja frío de Montaña.
—Vísteme como quieras —le dije—. Pero ponme las botas muy fáciles.
Tenía preparados unos calcetines de algodón recién lavados y me los puse y me calzó las botas dejándolas abiertas sin subir las cremalleras de los lados. Ngui entró en la tienda. Llevaba pantalones cortos limpios y una camisa deportiva nueva que no le había visto nunca. Le dije que solamente llevaríamos el 30-06 y me dijo que ya tenía munición. Pasó un trapo al arma grande para limpiarla y la puso debajo del catre. No la habíamos disparado y como con el Springfield habíamos tirado con detonantes no corrosivos se podía limpiar por la noche.
—Pistola —dijo serio y yo metí la pierna derecha por el lazo del extremo de la pistolera y él me abrochó la correa grande a la cintura.
—Frasco Jinny —dijo Mwindi y le alargó a Ngui el grueso cesto español de cuero.
—¿Dinero? —preguntó Ngui.
—Hapana —contesté yo—. Dinero kwisha.
—Demasiado dinero —dijo Mwindi.
Él tenía la llave con la que había cerrado el arca de metal donde guardaba el dinero.
Salimos hacia el coche. Keiti seguía benevolente y le pregunté muy serio qué aprovisionamientos necesitaba. Dijo que trajese un saco de posho si había del bueno que traían en el correo de Kajiado. Parecía triste cuando nos marchamos y la cabeza le caía un poco hacia adelante y a un lado aunque sonreía con su sonrisa quebrada.
Lamenté la equivocación de no haberle preguntado si quería venir pero ya estábamos de camino hacia la shamba. Era una carretera ya muy gastada y lo estará aun más antes de que esto se acabe, pensé.