Capítulo XVIII

LOS MONSTRUOS HUMANOS

La voz de Lianna lo volvió en sí, aturdido y atontado por el choque. La muchacha se inclinaba hacia él desde la silla a la que estaba atada con una expresión de inquietud.

—¡Zarth, por un momento he creído que estabas gravemente herido! El sillón ha sido arrancado del suelo.

—Estoy bien ya —consiguió responder Gordon penosamente, recorriendo el lugar de la escena con la vista—. ¡Hemos aterrizado, por fin!

Pero el Dendra no era ya una nave sideral; no era más que una masa informe de planchas, hierros y maquinaria, que no recorrería nunca más el espacio.

Las paredes estaban desgarradas como si hubiesen sido de papel. El casco y los remaches habían sido arrancados como alambres por el impacto del choque. Por una ancha grieta de la pared del camarote entraba una luz cobriza que relucía intensamente cerca del radiante borde. Los restos de la nave yacían en medio de una selva ocre de extraños árboles cuyas hojas brotaban directamente del tronco. Algunos árboles, arbustos de flores negras y amarillas y parte de la vegetación había sido aplastada por la caída de la nave. Una especie de polen dorado flotaba bajo los rayos metálicos del sol y unas extrañas aves de alas casi transparentes revoloteaban por el aire amarillento.

En el interior de la nave, cerca de ellos, se oía todavía zumbar los generadores atómicos y las turbinas.

—Los hombres de Durk Undis están tratando de hacer funcionar los generadores, al parecer —dijo Lianna— por lo visto no estaban tan averiados.

—Van a mandar un mensaje pidiendo ayuda a la Nebulosa —murmuró Gordon—. ¡Shorr Kan va a mandan otra nave!

El oficial Linn Kyle entró en el camarote sin usar ya el traje del espacio.

—Puedes quitar los trajes de los prisioneros —le dijo al soldado—, pero mantenlos atados.

Gordon se sintió aliviado de liberarse del traje y del pesado casco. Encontró el aire respirable pero cargado de extraños y picantes olores.

Al otro lado del corredor se encontraba la sala de transmisores telestereópticos. Al poco rato el transmisor empezó su agudo puntilleo y la voz sombría de Durk Undis llegó a sus oídos.

—¡Cuartel general de Thallarna… oiga! ¡Aquí Dendra al habla!

—¿No van a llamar la atención? —preguntó Lianna—. Si los oyen las naves del Imperio, desde luego.

—¡No! —respondió Gordon sin la menor esperanza—. Durk Undis ha hablado de una onda secreta que poseen. Sin duda esto debe permitirles llamar a Thallarna sin ser oídos de otras partes.

Las llamadas se repitieron durante largo tiempo. Después Durk Undis dio orden al operador de cortar.

—Probaremos más tarde —le oyeron decir—. Tenemos que insistir hasta que nos oiga el cuartel general.

Dando unas imperceptibles sacudidas a su cuerpo, Gordon consiguió situar su sillón de manera que podía ver, a través del corredor, la sala de transmisiones, cuya puerta había sido arrancada de sus goznes. Dos horas después vio en ella al oficial y al operador intentar ponerse de nuevo al habla con Thallarna. En el momento en que los generadores empezaron a zumbar, el operador manipuló los botones de mando del aparato mientras observaba las agujas que se movían en las esferas del cuadro de registros.

—Mantente exactamente en la onda —le advirtió Durk Undis—. Si estas malditas naves del Imperio tienen la menor sospecha de nuestra llamada tenderán una línea de alcance y estarán aquí inmediatamente dispuestos a darnos caza.

De nuevo empezaron una serie de llamadas, pero esta vez obtuvieron una respuesta.

—¡El Dendra al habla! ¡Capitán Durk Undis al aparato! —dijo con calor, inclinado sobre el micrófono—. No puedo utilizar el estéreo por falta de energía. Aquí está mi identificación.

Empezó a dictar una serie de números que eran probablemente una clave preconvenida de identificación. Después transmitió rápidamente las coordenadas espaciales del planeta, situado en el interior de la nebulosa donde se hallaban los restos de la nave y dio parte de la batalla y sus resultados.

La sonora voz de Shorr Kan se dejó oír en el altavoz.

—¿Conque Zarth Arn ha tratado de sabotear la misión? ¡No lo creía tan imbécil! Mando otro crucero-fantasma a buscaros en el acto. Guardad silencio hasta que llegue, porque la flota del Imperio debe saberos por estos parajes.

—Supongo que no debemos proseguir nuestra misión hacia Tierra, ¿verdad? —preguntó Durk Undis.

—¡De ninguna manera! —saltó Shorr Kan—. Volverás a traer a Zarth Arn y la muchacha a la Nebulosa. Es por encima de todo indispensable que no pueda dar noticia alguna a Throon.

El corazón de Gordon se quedó helado dentro de su pecho. Lianna lo miró sin decir nada. Durk Undis y los demás oficiales estaban encantados. Gordon oyó al fanático capitán dar órdenes.

—Pondrás centinelas alrededor de la nave. No sabemos qué clase de seres habitan estas selvas. Linn Kyle, hazles cargo de la primera guardia.

La noche cerró sobre las selvas de ocre cuando el sol de cobre desapareció en el horizonte. El perfume de la selva se hizo más penetrante y acre. La noche no era en realidad completamente tal, porque el cielo nebuloso emitía una irradiación que envolvía la selva y el casco de la nave. De la selva iluminada por la nebulosa llegó a ellos un instante después el eco de un lejano grito. Era un grito bestial, gutural, pero con un cierto timbre humano en su tono. Gordon oyó la aguda voz de Durk Undis.

—Debe ser un animal de un cierto tamaño. Abre bien los ojos.

—Se cuentan cosas muy extrañas sobre estos mundos perdidos de la Nebulosa —dijo Lianna con un estremecimiento—. Son pocas las naves que se atreven a penetrar en estos parajes.

—Pues las habrá que penetrarán en ellos si puedo atraerlas —murmuró Gordon—. ¡Es necesario que no volvamos a la Nebulosa!

Había descubierto algo que le daba una vaga esperanza. El sillón giratorio al que estaba atado no solamente se había soltado del suelo como consecuencia del aterrizaje, sino que el brazo al que sujetaron su muñeca se había rajado. La raja no era importante ni profunda, pero ofrecía un borde cortante y acerado y contra este reborde Gordon comenzó disimuladamente a frotar sus ligaduras de plástico.

Gordon se daba cuenta de cuan improbable era que la abrasión llegase a cortar aquellas cintas de plástico, pero era por lo menos una posibilidad y siguió haciéndolo con un imperceptible movimiento hasta que le dolieron los músculos.

Por la mañana fueron despertados de su especie de sopor por la terrorífica y gutural llamada de la selva. Así transcurrieron un día, dos, tres, esperando. Pero la tercera noche el horror estalló en torno a ellos.

Poco después de cerrada la noche un espantoso grito de uno de los centinelas fue seguido del disparo de una pistola automática.

—¿Qué es esto? —gritó Durk Undis.

—¡Seres que parecen hombres… pero se funden bajo el disparo! —gritó otra voz—. ¡Desaparecen como por arte de magia!

—¡Aquí va otro! ¡Y más aún! —gritó otra voz—. ¡Mira!

Los disparos de las armas atómicas resonaban en la noche. Durk Undis daba órdenes a gritos.

Lianna había hecho girar su sillón sobre el pedestal y miraba por la ventana.

—¡Zarth! ¡Mira! —gritó.

Gordon consiguió hacer girar también su sillón. Abrió los ojos ante el increíble espectáculo que veía por la portilla.

Fuera de la nave, grupos de seres de aspecto humano salían de la selva dirigiéndose a la nave. Tenían el aspecto de hombres altos de una materia flexible. Sus ojos relucían al atacar.

Los disparos de las pistolas atómicas se sucedían y la luz deslumbradora de los proyectiles ensombrecía el tenue resplandor de la nebulosa.

Pero cuando los proyectiles alcanzaban a los extraños invasores, los cuerpos de goma se fundían como una gelatina viscosa que retrocedía deslizándose lentamente hacia la selva.

—¡Vienen por el otro lado también! —advirtió Linn Kyle gritando.

La voz de Durk Undis resonó imperativa:

—¡Las pistolas no los detendrán por mucho tiempo! Linn, toma dos hombres y pon en marcha los generadores. Enfoca un cable de chorro hacia ellos y los regaremos con rayos a presión.

El horror se pintó en los ojos de Lianna al ver la horda de goma apoderarse de dos hombres y arrastrarlos hacia la selva.

¡Zarth, son monstruos, ni hombres ni bestias!

Gordon se dio cuenta de que la lucha se presentaba mal. La extraña horda había empujado a los hombres de Durk Undis hacia la nave. Parecía que aquellos extraños seres fuesen invulnerables, porque los que eran alcanzados se limitaban a fundirse y se deslizaban hacia atrás.

Los generadores de la nave comenzaron a zumbar con fuerza. Linn Kyle y dos hombres más salieron de la nave arrastrando un pesado cable al extremo del cual conectaron uno de los eyectores de rayos a presión que ordinariamente propulsaban la nave.

—¡Pronto, pronto! —gritó Durk Undis—. ¡Son demasiados para nosotros!

—¡Atención! —gritó Linn Kyle.

Enchufó el eyector en el tubo y cegadores chorros de luz salieron con fuerza, alcanzando la horrenda horda. El suelo se convirtió en el acto en un horrible charco de gelatina repugnante que serpenteaba deslizándose como un arroyo.

Los monstruos atacantes retrocedieron en seguida. Y la viscosa sustancia que cubría el suelo se retiró también hacia el refugio de la selva. De las profundidades ocres salió un enfurecido coro de inhumanos, extraños y guturales gritos.

—¡Pronto, otros eyectores! —ordenó Durk Undis—. ¡Es lo único que los detiene! Necesitamos uno en cada lado de la nave.

—Pero ¿qué diablos son estas cosas? —preguntó Linn Kyle con la voz saturada de horror.

—¡No hay tiempo para especular sobre esto! ¡Pronto, estos eyectores! —respondió secamente el oficial.

Media hora más tarde Gordon y Lianna fueron testigos de otro ataque, pero esta vez cuatro eyectores a presión recibieron la horda elástica. Los atacantes desistieron.

—¡Se han ido! —exclamó uno de los hombres—. ¡Pero se han llevado a dos de los nuestros!

En el momento en que los dos generadores pararon, Gordon oyó como un nuevo sonido a distancia.

—Lianna, ¿has oído esto?

Era como un intermitente redoble de lejanos tambores. Venía de la parte oeste de la selva, iluminada por la nebulosa.

Entonces, rompiendo el acompasado ritmo, llegó a ellos una angustiosa serie de gritos humanos que se desvanecieron en un triunfante alarido de aullidos guturales. Después, todo cesó.

—Los dos hombres que han capturado —dijo Gordon—. ¡Sabe Dios lo que puede haber sido de ellos!

—¡Zarth, esto es un mundo de horror! —dijo Lianna, pálida—. ¡No es extraño que el Imperio lo haya dejado sin colonizar!

Aquella amenaza redoblaba los temores de Gordon. Para asegurar la seguridad de Lianna contra los horrores de aquel planeta hubiera estado casi dispuesto a regresar a la Nebulosa. Pero su determinación volvió a él. Habían huido, pero no para volver a caer en manos de Shorr Kan si podían evitarlo.

Siguió haciendo los lentos y disimulados movimientos que iban segando las ligaduras de materia plástica contra el borde mordiente del brazo de su sillón. Finalmente, el cansancio lo rindió y se quedó dormido. Se despertó pocas horas después del alba.

Bajo la dorada luz del sol la amarillenta selva tenía un engañador aspecto pacífico. Pero cautivos y raptores sabían ya por un igual que el más espantoso horror reinaba en el seno de aquellas doradas y, en apariencia, tranquilas profundidades.

Durante todo el día Gordon siguió frotando y buscando la abrasión de la ligadura. Desistía sólo cuando los ojos del guardián se posaban sobre él.

—¿Crees poder liberarte? —preguntó Lianna, esperanzada.

—Esta noche podré acabar de desgastarlo —murmuró él.

—Y entonces, ¿qué haremos? ¡No podemos refugiarnos en la selva!

—No, pero podemos pedir ayuda. Se me ha ocurrido un camino.

Llegó la noche y Durk Undis dio órdenes severas a sus hombres.

—Dos hombres en cada uno de estos eyectores dispuestos a repeler esos seres si vienen. Mantendremos los generadores en marcha constantemente.

Aquello eran buenas noticias para Gordon. Facilitaba la realización del difícil plan que había trazado.

Le parecía que la correa plástica había sufrido ya una abrasión de la mitad de su grueso, pero era todavía demasiado fuerte para romperla. Los generadores habían empezado a zumbar y los encargados de la defensa no tuvieron que esperar mucho tiempo el temido ataque. Una vez más, de la selva iluminada por la nebulosa llegaron los aterradores aullidos guturales.

—¡Preparados para el momento en que aparezcan! —gritó Durk Undis.

Con un estruendo de gritos de ferocidad la elástica horda salió en una impetuosa ola de la selva. Instantáneamente los eyectores vomitaron potentes rayos de presión sobre ellos.

—¡Los detiene! ¡Sigue, sigue! —gritó Durk Undis.

—¡Pero no mueren! —gritó otra voz—. Se funden y se escurren hacia atrás.

Gordon comprendió que aquélla era su oportunidad. Todos los hombres estaban ocupados defendiendo la nave y los generadores funcionaban.

Tiró de sus músculos para tratar de romper su ligadura, pero había calculado mal sus fuerzas. La cinta de plástico aguantó. Probó de nuevo, con una fuerza feroz. Esta vez la ligadura se rompió. Precipitadamente se liberó de las otras.

Se puso de pie y soltó rápidamente a Lianna. Después se apresuró a cruzar el corredor en dirección a la sala de transmisiones que estaba enfrente.

—Vigila y avísame si viene alguien —le dijo a la muchacha—. Voy a tratar de poner en marcha el transmisor.

—¿Pero, sabes lo suficiente para poder mandar un mensaje?

—No, pero si puedo ponerlo en marcha, cualquier onda no registrada llamará la atención hacia estos parajes —le explicó Gordon brevemente.

En medio de la penumbra de la habitación manipuló al azar los mandos que, según había observado, manejaba el operador para poder hacer las transmisiones.

El transmisor permaneció mudo. No se oía el zumbido de la energía ni se veía el resplandor de los grandes tubos. Una sensación de desfallecimiento se apoderó de él al comprender que su plan había fracasado.