Capítulo V

LA MÁGICA IMPOSTURA

Gordon sintió que se tambaleaba. ¿Habría adivinado Arn Abbas la impostura de que estaba siendo víctima? Pero sus siguientes palabras tranquilizaron a Gordon, pese a que fueron dichas en tono furibundo.

—Ningún hijo mío sería capaz de andar rodando fuera de los límites de mi Imperio, viviendo como un ermitaño científico durante meses enteros, cuando yo lo necesito aquí. Tus malditos estudios te han hecho olvidar totalmente tu deber.

Gordon respiró un poco más fácilmente.

—¿Mi deber, padre? —replicó.

—¡Tu deber hacia el Imperio y hacia mí! —rugió Arn Abbas—. ¡Sabes que te necesito aquí! Sabes la situación en que se encuentra la Galaxia y el peligro que amenaza a nuestros mundos estelares.

—Sí, lo sé —asintió Gordon—. Si Shorr Khan se hubiese apoderado de mí hubiera podido utilizarme como rehén.

En el mismo instante se dio cuenta de que acababa de cometer un error. Arn Abbas se quedó mirándolo, y Jhal Arn y Corbulo parecían sorprendidos.

—En nombre de todos los demonios estelares, ¿qué estás diciendo? —preguntó el emperador—. Deberías saber tan bien como yo el motivo por el cual Shorr Khan quería apoderarse de ti. ¡Para conocer el secreto del disruptor!

El disruptor, ¿qué sería aquello? Gordon se dio cuenta, desfalleciendo, de que su ignorancia lo había traicionado una vez más. ¿Cómo podía seguir llevando adelante aquella impostura cuando ignoraba los hechos más elementales de la vida de Zarth Arn y cuanto lo rodeaba? Gordon sentía vivos deseos de proclamar a voces la verdad, pero el recuerdo de la promesa hecha a Zarth Arn lo retenía y le daba fuerzas para continuar.

—El disruptor, desde luego. A esto me refería —se apresuró a añadir.

—¡Pues, desde luego, no lo parecía! —gritó Arn Abbas, lanzando una exclamación de cólera—. ¡Por los cielos que nos rodean, no tengo más que un hijo! El otro no es más que un soñador, de mirada vaga, que no recuerda siquiera la existencia del disruptor.

El monarca se inclinó hacia delante y su colérica actitud se convirtió en una profunda ansiedad.

—¡Zarth, tienes que despertarte! ¿No te das cuenta de que el Imperio está en los bordes mismos de una terrible crisis? ¿No comprendes cuáles son los planes de Shorr Khan? Ha mandado embajadores a los Barones de Hércules, a los reinos de la Polar y del Cisne; incluso al de Formalhaut. Hace cuanto puede por alejar de nosotros a nuestros aliados. Y construye todas las naves de guerra y todas las armas que puede, allí, en el seno de la Nebulosa.

—Es cierto que en el seno de la Nebulosa se están haciendo grandes preparativos —asintió melancólicamente el comandante Corbulo—. Pese a que han conseguido que nuestros instrumentos no puedan penetrar las pantallas de la Nebulosa, sabemos que los científicos de Shorr Kan intensifican su trabajo.

—El sueño de su vida es destruir el Imperio y reducir la Galaxia a un puñado de pequeños reinos guerreros que la Liga podría devorar uno tras otro —prosiguió Arn Abbas—. Mientras nosotros deseamos unificar la Vía Láctea en la paz, él quiere fragmentarla y dividirla. Sólo una cosa mantiene a Shorr Kan a raya, y es el disruptor. Sabe que lo tenemos, pero ignora qué es lo que puede hacer, como lo ignora todo el mundo. Y sabiendo que sólo tú, Jhal, y yo, sabemos el secreto, ha tratado de apoderarse de ti.

La luz se hizo en la mente de Gordon. ¡El disruptor era un arma misteriosa cuyo secreto sólo era conocido de tres hombres de la casa reinante del Imperio! ¡Entonces Zarth Arn conocía el secreto! Pero él no lo conocía, pese a habitar el cuerpo de Zarth Arn, y sin embargo tenía que fingir conocerlo.

—No había comprendido la situación, padre; ahora confieso que es crítica —dijo, vacilando.

—Tan crítica que podemos encontrarnos ante un momento crítico en el plazo de unas semanas —añadió Arn Abbas—. Todo depende de cuántos de nuestros reinos aliados conseguirá apartar Shorr Kan y si osará hacer uso del disruptor. Y por este motivo —añadió con voz taciturna—, te prohíbo que vuelvas jamás a tu repulsiva Tierra, Zarth. Te quedarás aquí y cumplirás con tus deberes como segundo príncipe del Imperio.

Gordon estaba desalentado.

—Pero, padre —dijo—, tengo que volver a Tierra aunque sea por un corto tiempo…

—¡He dicho que te lo prohíbo, Zarth! —rugió el voluminoso monarca con los ojos llameantes—. ¿Osas acaso discutir conmigo?

Gordon sintió derrumbarse todos sus desesperados planes. Era la catástrofe. Si no conseguía volver a Tierra y al laboratorio de la torre, ¿cómo ponerse en contacto con Zarth para el nuevo cambio de sus cuerpos?

—¡No quiero oír más objeciones! —gritó de nuevo el emperador al ver que Gordon se disponía a hablar nuevamente—. Y ahora sal de aquí. Corbulo y yo tenemos cosas de que hablar.

Aturdido, desalentado, Gordon se dirigió hacia la puerta. Con mayor intensidad que nunca tenía la plena sensación de estar encerrado, cogido en una trampa. Jhal Arn lo siguió y al llegar a la antecámara el príncipe heredero puso la mano sobre su brazo.

—No lo tomes tan mal, Zarth —lo alentó—, sé lo amante que eres de los estudios científicos y el golpe que la muerte de Vel Quen ha debido ser para ti. Pero padre tiene razón, tu presencia aquí, en estos momentos críticos, es necesaria.

Incluso en medio de su desfallecimiento, Gordon se veía obligado a elegir sus palabras.

—Sólo quiero cumplir con mi deber, pero, ¿de qué utilidad puedo ser?

—Padre se refiere a Lianna —dijo seriamente Jhal Arn—. Has olvidado tu deber, Zarth. —Y previendo objeciones por parte de su hermano, añadió—: ¡Oh, sé por qué! Se trata de Murn… Pero en estos momentos críticos el reino de Formalhaut es vital para el Imperio. Tienes que cumplir con tu deber.

¿Lianna? ¿Murn? Estos nombres no tenían significado alguno para Gordon. Allí había un misterio, como en todo lo que hacía referencia a su descabellada impostura.

—¿Quieres decir que Lianna?… —comenzó, dejando las palabras en suspenso con la esperanza de que provocasen una revelación en Jhal Arn. Pero Jhal se limitó a asentir.

—Es necesario, Zarth. Padre va a hacer la participación oficial esta noche, durante la fiesta de Lunas. —Dio una palmada en la espalda de Gordon—. ¡Ánimo, no está tan mal como esto! Cualquiera diría que te han condenado a muerte. Te veré esta noche en la fiesta. Alegra para entonces un poco tu cara.

Regresó hacia la habitación interior, dejando a Gordon mirando hacia el vacío. Permanecía de pie, perplejo, preocupado. ¿En qué extrañas complicaciones iba a meterlo aquella involuntaria personificación de Zarth Arn? ¿Hasta cuándo podía esperar mantener aquella situación?

Hull Burrel había entrado en la habitación interior al salir Gordon de ella. En aquel momento, mientras permanecía como helado, el capitán volvió a salir.

—¡Príncipe Zarth, te debo mi fortuna! —exclamó—. Esperaba recibir una reprimenda por parte del almirante Corbulo por haberme apartado del camino de mi patrulla a Sol.

—¿Y no la has recibido?

—¡Sí, desde luego! Pero tu padre ha dicho que en vista de que aquello me permitió acudir en tu salvación, me ha nombrado miembro del Estado Mayor del almirante.

Gordon le felicitó, pero hablaba distraídamente, porque su atención estaba fija en su desesperada situación. No podía soportar estar en aquella habitación por más tiempo. Zarth debía tener su alojamiento en el palacio y sentía deseos de llegar a él. ¡Lo malo del caso es que no tenía la menor idea de dónde estaba!

No podía permitir que se sospechase de su ignorancia, sin embargo. Se despidió, por lo tanto, de Hull Burrel y salió de la antecámara por la puerta opuesta como si supiese perfectamente donde iba.

Se encontró en un corredor movedizo y reluciente. El corredor lo llevó a una gran habitación circular de reluciente plata, brillantemente iluminada por la luz del sol que entraba por los altos ventanales de cristal. Alrededor de las paredes giraban unos bajorrelieves simbolizando una multitud de estrellas muertas, ascuas de incendiados soles y mundos sin vida. Se sentía aplastado por la majestuosidad de aquella habitación dominante y sombría. La cruzó y se encontró en otra vasta estancia, cuyas paredes relucían bajo el brillante esplendor de la nebulosa giratoria.

«¿Dónde pueden estas las habitaciones de Zarth Arn en este palacio?», se preguntó.

Se daba cuenta de su desesperada situación. No podía preguntar a nadie dónde estaban sus habitaciones, ni podía vagar indefinidamente por aquellos corredores, a riesgo de despertar sospechas.

Un sirviente de piel gris, hombre de media edad vestido con la librea de palacio, lo estaba ya mirando con extrañeza desde el Salón de la Nebulosa. Al ver a Gordon dirigirse hacia él le hizo una profunda reverencia.

Había tenido una idea.

—Ven conmigo a mis habitaciones —le dijo—. Tengo algo que encargarte.

—Sí, Alteza —dijo el hombre inclinándose.

Pero permanecía allí, esperando. Esperando que pasase él delante, desde luego. Gordon hizo un gesto de impaciencia.

—¡Ve delante! ¡Te seguiré!

Si el sirviente encontró la cosa extraña, en todo caso no apareció la menor muestra de ello en su rostro de máscara. Dio media vuelta y salió lentamente por otra puerta del Salón de la Nebulosa.

Gordon lo siguió hacia un corredor automático que ascendía como una rampa suave y silenciosa, y siguió haciéndolos avanzar por suntuosos corredores y escaleras.

Dos veces se encontraron grupos de personas que avanzaban en sentido contrario uno de ellos estaba formado por dos muchachas brillantemente enjoyadas y un elegante capitán de la flota sideral; el otro, por dos graves oficiales vestidos de gris. Todos se inclinaron respetuosamente delante de Gordon.

El corredor los dejó frente a una brillante puerta, como de madreperla, que se abrió automáticamente ante ellos. Gordon entró y se encontró en una cámara de alto techo y paredes de un blanco inmaculado. El sirviente de piel gris se volvió interrogativamente hacia él.

¿Cómo librarse de aquel hombre? Gordon solucionó el problema utilizando el método más sencillo.

—Pues, no te necesito, al fin y al cabo —dijo con desenfado—. Puedes marcharte.

El hombre salió después de haberse inclinado y Gordon experimentó un cierto alivio. Un poco trivial, su estratagema, pero por lo menos lo había llevado a la habitación de Zarth Arn que le serviría de refugio temporal. Jadeaba un poco, como si estuviese extenuado por un esfuerzo. Sus manos temblaban. No se había dado cuenta del esfuerzo nervioso que su personificación representaba. Se secó la frente.

—¡Dios mío! ¿Se encontró jamás un hombre en una situación semejante a la mía?

Su mente extenuada se negaba a elucidar el problema en aquel momento. Para eludirlo recorrió lentamente las habitaciones de que se componía su alojamiento. En él había menos suntuosidad de la que había visto en otras dependencias del Palacio. Al parecer, Zarth Arn no era hombre de gustos suntuosos. Las habitaciones eran relativamente austeras.

Los dos saloncitos tenían cortinas de seda y algunos muebles metálicos de bello dibujo. Había una estantería de carretes de ideas y un «lector» de los mismos. Una habitación contigua contenía gran número de aparatos: era en realidad un laboratorio.

Miró el pequeño dormitorio y se asomó a una ventana que daba a una alegre terraza bañada por el sol y cubierta de lujuriante verdura. Salió a la terraza y se quedó helado.

—¡Throon City! ¡Dios mío, quién pudo soñar jamás una ciudad como ésta!

La terraza esta situada en lo alto de la parte oeste del inmenso palacio, y dominaba la ciudad. ¡Ciudad de la gloria del gran Imperio estelar, epítome del esplendor y el poder de este vasto reino formado por miles de mundos estelares! ¡Metrópoli de tan alta grandeza que asombraba y paralizaba los ojos de John Gordon, ciudadano de la diminuta Tierra! El enorme disco blanco de Canopus se dirigía hacia el horizonte lanzando una brillantez sobrenatural sobre la escena. En medio de aquella radiante transfiguración, los picos escarpados de las Montañas de Cristal elevándose sobre el mar, formaban con el crepúsculo estandartes y pendones de exaltada gloria.

Haciendo palidecer incluso la maravillosa gloria de los picos de cristal, relucían las mágicas torres de la ciudad. Cúpulas, alminares, graciosos pórticos estaban adornados con relucientes cristales. Alzándose por encima de todas las estructuras se elevaba el gigantesco palacio en una de cuyas altas terrazas Gordon se encontraba ahora. Rodeado de lujuriantes jardines, contemplaba maravillado la gran metrópoli y el océano de plata que se extendía más lejos.

Bajo el radiante crepúsculo revoloteaban cerca del horizonte un enjambre de diminutas naves como una nube de moscas encendidas. Del puerto sideral situado al norte de la ciudad, media docena de poderosas naves se elevaban majestuosas y desaparecían en el cielo que iba ensombreciéndose.

La grandeza y amplitud de aquel imperio estelar daba martillazos en la mente de Gordon. Porque esta ciudad era el latiente corazón de aquellos vastos espacios vacíos y de las relaciones estelares y los mundos a través de los cuales había venido.

—«¡Y yo paso por ser un miembro de la casa real de este reino! —pensó, aturdido—. No puedo comprenderlo. Es demasiado vasto, demasiado avasallador…».

El enorme sol se puso mientras él seguía reflexionando, Las sombras violetas se iban convirtiendo en un terciopelo oscuro que se extendía sobre la ciudad. Las luces iban encendiéndose temblorosas por las calles de Throon y en las terrazas inferiores del majestuoso palacio.

Dos lunas de oro se elevaban por el cielo, y huestes de incontables estrellas aparecían con toda la gloria formando constelaciones desconocidas que rivalizaban con las suaves y temblorosas luces de la ciudad.

—¡Alteza, va siendo tarde!

Gordon dio media vuelta, sorprendido, asustado. Un grave sirviente de piel azulada se inclinaba respetuosamente.

Uno de los servidores personales de Zarth Arn, pensó. ¡Tenía que andarse con cuidado con este hombre!

—Sí, ¿qué ocurre? —preguntó con fingida impaciencia.

—La fiesta de las Lunas empezará dentro de una hora —le recordó el sirviente—. Tienes que estar a punto.

Gordon recordó súbitamente lo que le había dicho Jhal Arn acerca de una fiesta. Supuso que se trataba de un banquete oficial que debía celebrarse aquella noche. ¿Qué era lo que Jhal le había dicho que el emperador tenía que anunciar? ¿Y qué le había dicho acerca de «Murn» y «Lianna» y su deber?

Gordon temblaba ante la perspectiva del suplicio. Asistir a un banquete representaba estar expuesto a las miradas de huestes de gentes, todos los cuales, sin duda, conocerían a Zarth Arn y notarían el menor tropiezo. Pero tenía que ir.

—Muy bien, voy a vestirme —dijo. Fue en todo caso de gran ayuda para él que el sirviente sacase y dispusiese las ropas que debía ponerse. Consistían en chaqueta y pantalones de seda negra y un manto del mismo color pendiente de sus hombros.

Una vez se hubo vestido, el criado prendió de su pecho el cometa-emblema hecho de maravillosas joyas verdes. Supuso que debía ser la insignia de su real rango en el Imperio.

Al contemplar su desconocida silueta en el alto espejo, Gordon sintió nuevamente la sensación de irrealidad apoderarse de él.

—Necesito beber algo —le dijo al sirviente—. Algo fuerte.

El hombre se quedó un instante mirándolo extrañado.

—¿Saqua, Alteza? —preguntó.

Gordon asintió con un gesto de la cabeza.

El licor parduzco que el sirviente le trajo mandó una oleada de fuego por las venas de Gordon. Cuando hubo tomado otro vasito de saqua, su inquietud había casi desaparecido. Sintió renacer en él su habitual osadía y abandonó la habitación.

«¡Qué diantres! —pensó—. ¡Quería una aventura… pues la estoy viviendo!».

¡Más aventura de la que había contado, en verdad! ¡Jamás soñó pasar por una tortura como la que se abría ante él… aparecer ante toda la nobleza de aquel vasto Imperio estelar pasando por su príncipe!

Todo aquel inmenso palacio suavemente iluminado parecía vibrar bajo las risas y la agitación, y hombres y mujeres elegantemente ataviados se dejaban llevar por las alfombras deslizantes de los corredores. Gordon, ante quien todos se inclinaban, se fijó en la dirección que seguía la mayoría y la tomó. Las relucientes alfombras lo llevaron por los amplios corredores hasta un vasto vestíbulo de maravillosas paredes de oro. Cancilleres, nobles, hombres y mujeres que ocupaban una alta posición en el Imperio, se apartaban para darle paso.

Gordon se armó de valor y se dirigió hacia las puertas de oro macizo que se abrieron solas a su paso. Un chambelán vestido de seda se inclinó y con voz de trueno anunció:

—¡Su Alteza Imperial el Príncipe Zarth Arn!