Capítulo III

LOS NAVEGANTES DEL MISTERIO

Hubo una súbita interrupción. Un soldado, más lívido al parecer todavía que sus compañeros, entró precipitadamente en la habitación, excitado.

—El oficial del radar comunica que tres naves del tipo crucero se dirigían a través del espacio hacia este punto de Tierra.

—¡Cruceros del Imperio! —exclamó el oficial—. ¡Pronto, lleváoslo de aquí!

Pero Gordon había aprovechado aquel momento de pánico para defenderse. Con un violento esfuerzo se soltó, y agarrando un pesado instrumento de metal derribó a dos de los soldados. Éstos se encontraban en situación desventajosa, puesto que no podían herirlo ni matarlo, mientras él no tenía tal reparo. Pero el resto de ellos se apoderó de él y le arrancaron el arma de las manos.

—¡A la nave, pronto! —gritó el pálido oficial de la Liga.

Sujeto por cuatro soldados, Gordon fue llevado escaleras abajo y salió al aire helado. Se hallaban a mitad del camino de la reluciente nave cuando vio las siniestras bocas de los cañones elevarse y apuntar al cielo. Nubes de diminutos proyectiles se elevaron por el aire. El oficial lanzó un grito y miró hacia el cielo. John Gordon pudo ver tres grandes naves pisciformes avanzar en dirección a ellos. Se produjo una inmensa explosión que alcanzó a Gordon y sus raptores como una mano gigante y los levantó en vilo.

Medio aturdido, Gordon oyó el ensordecedor rugido de la nave dirigiéndose hacia el suelo. En el tiempo de ponerse de pie todo había terminado. Tan fulminante fue el ataque.

La nave de la Liga era un montón de metal fundido. Los tres cruceros que la habían aniquilado estaban aterrizando, mientras sus pequeños cañones seguían vertiendo mortíferos proyectiles, aniquilando los sorprendidos soldados que trataban todavía de luchar. Gordon, manteniéndose de pie, vio los cuerpos de los que fueron sus raptores como un montón informe a algunos metros de él, las puertas de los cruceros se abrían y unos hombres con casco y uniforme gris se dirigían corriendo hacia Gordon.

—¡Príncipe Zarth! ¿No estás herido? —preguntó el jefe a Gordon.

Era un hombre corpulento, de cabello encrespado y rostro huesudo, de un color ligeramente cobrizo. Sus ojos relucían, al parecer, de satisfacción.

—¡Capitán Hull Burrel, comandante de las patrullas del sector de Sirio! —dijo, presentándose—. Nuestro radar descubrió una nave que se dirigía a Tierra sin autorización y la hemos seguido para venir a tu encuentro en este laboratorio. —Miró el montón de muertos—. ¡Hombres de la Nebulosa, a fe mía! ¡Shorr Khan ha osado mandar sus hombres a raptarte! ¡Esto podría ser el origen de una guerra!

John Gordon tomó rápidamente su decisión. Aquellos excitados oficiales del Imperio lo tomaban, naturalmente, también por el hijo del rey. ¡Y él no podía decirles la verdad, no podía explicarles que era John Gordon en el cuerpo de Zarth Arn! Porque Zarth Arn le había hecho jurar que no lo diría a nadie, advirtiéndole que hacerlo podía acarrear un desastre. Tenía que seguir manteniendo aquella extraña impostura hasta que pudiese desembarazarse de ellos.

—No estoy herido —dijo Gordon—. Pero dispararon contra Vel Quen y temo que esté muerto. Lo vi caer mortalmente herido.

Corrieron hacia la torre y Gordon subió precipitadamente la escalera y se inclinó sobre el cuerpo de Vel Quen. Una mirada bastó. La explosión del proyectil atómico había producido un enorme agujero en el cuerpo. Gordon estaba aturdido. La muerte del anciano científico significaba que se hallaba para siempre más en su propio y desconocido universo del futuro.

¿Podría jamás volver a recuperar su cuerpo y su tiempo? Vel Quen le había explicado minuciosamente el funcionamiento y principio del aparato de proyección mental. Acaso fuese capaz de manipularlo si conseguía ponerse en contacto telepático con el verdadero Zarth Arn. Gordon tomó rápidamente su decisión. Era esencial para él permanecer en aquella torre en contacto con el único aparato que podía devolverle su cuerpo y su tiempo.

—Tengo que comunicar en seguida este ataque a tu padre, príncipe Zarth —dijo el oficial llamado Hull Burrel.

—No hay necesidad —contestó rápidamente Gordon—. El peligro ha terminado. Guarda el hecho confidencial.

Esperaba que su autoridad como hijo del soberano se impondría al capitán, pero éste, con la sorpresa pintada en rostro cobrizo, insistió:

—Sería faltar a mi deber no dar cuenta de un raid de la Liga de esta importancia —protestó. Se dirigió al telestéreo y manipuló los interruptores. En el acto la imagen de un oficial de uniforme apareció en la pantalla.

—Jefe de Operaciones de la Flota al habla desde Throon —dijo la imagen secamente.

—Capitán Hull Burrel de la patrulla del sector Sirio comunica una noticia de la más alta importancia a Su Alteza Arn Abbas —dijo el cobrizo capitán.

—¿No puede el asunto ser sometido al comandante Corbulo? —preguntó el oficial.

—No, su importancia y urgencia son demasiado grandes. Asumo la responsabilidad de insistir en su audiencia.

Hubo una pequeña pausa y en la pantalla del telestéreo apareció la imagen de otro hombre. Era una figura gigantesca de un hombre de media edad, con pobladas y erizadas cejas y unos ojos grises y penetrantes. Llevaba un manto ricamente bordado y la cabeza gris descubierta.

—¿Desde cuándo un mero capitán de navío se permite…? —comenzó colérico. Pero de repente su vista se fijó en John Gordon y su tono cambió—. ¿Se trata de ti, Zarth? ¿Qué ocurre?

Gordon comprendió que aquel hombre de ojos avizores era Arn Abbas, soberano del Imperio de la Galaxia Media y padre de Zarth Arn…, ¡su padre!

—No es nada grave… —comenzó Gordon, pero Hull Burrel lo interrumpió.

—Que tu alteza me perdone, príncipe Zarth, pero es grave. —Nuevamente se dirigió al emperador—. Un crucero fantasma perteneciente a la Liga se ha dirigido a Tierra tratando de raptar al príncipe. Por casualidad mi patrulla estaba haciendo una parada prevista en Sol y al descubrirlo por radar lo hemos seguido, llegando aquí a tiempo para destruirlo.

—¿Una nave de guerra de la Liga violando el Imperio del Espacio? ¿Y tratando de raptar a mi hijo? —exclamó Arn Abbas con un rugido de cólera—. ¡Maldito sea Shorr Khan por su insolencia! ¡Esta vez ha ido demasiado lejos!

—No nos ha sido posible coger vivo a ningún hombre de la nebulosa —añadió Hull Burrel—, pero el príncipe puede darte detalles de la tentativa.

Gordon deseaba ante todo quitar importancia a lo ocurrido y terminar aquel terrible esfuerzo, agotador de sus nervios, de tener que mantener su impostura.

—Puede tratarse de un ataque de iniciativa privada —dijo—. No volverán a intentarlo. Todo peligro se ha alejado.

—¿Alejado? ¿Qué estás diciendo? —Gruñó Arn Abbas colérico—. ¡Sabes tan bien como yo la razón por la cual Shorr Kan quería apoderarse de ti y lo que hubiera hecho si lo hubiese conseguido! ¡No puedes seguir en Tierra por más tiempo, Zarth! —Siguió el emperador, dictando órdenes—. Estoy ya cansado de saberte en este viejo planeta detrás de tus alocados estudios científicos. ¡Éste es el resultado! No quiero correr más riesgos. ¡Vas a regresar a Throon inmediatamente!

John Gordon se sintió desfallecer. ¿A Throon, el planeta real del sol Canopus, que se halla a medio camino de la Vía Láctea? ¡No podía ir allá! No podía seguir haciendo la mascarada en el cuerpo de Zarth Arn, en el seno mismo de la corte. Y si abandonaba el laboratorio no tendría la posibilidad de ponerse en contacto con Zarth Arn y proceder al recambio de cuerpos.

—No puedo ir a Throon ahora —protestó Gordon desesperadamente—. Mis trabajos están en buen camino y necesito tres días para llevarlos a cabo.

Arn Abbas lanzó un rugido de cólera.

—¡Haz lo que te digo, Zarth! ¡Vas a venir a Throon, y en seguida! —Y el encolerizado emperador se volvió hacia Hull Burrel, añadiendo—: Capitán, trae inmediatamente al príncipe en tu crucero. Si se resiste, te autorizo a emplear la fuerza.