Capítulo XIV
LA AMENAZA DEL MUNDO SOMBRÍO
Gordon volvió lentamente a la realidad con un fuerte dolor de cabeza. Toda la caballería del infierno parecía estar galopando dentro de su cerebro y sentía náuseas. Sintió que un vaso frío se ponía en contacto con sus labios y una voz que con insistencia le decía:
—¡Bebe esto!
Gordon consiguió beber un sorbo de un líquido áspero y notó que sus náuseas desaparecían y el dolor de cabeza era menos violento.
Siguió inmóvil durante algún tiempo hasta que se aventuró a abrir los ojos. Seguía acostado sobre la mesa, pero el aparato cónico y todos los demás instrumentos no estaban a la vista. Sobre él se inclinaba el ansioso rostro de uno de los científicos. Las marcadas facciones del rostro de Shorr Kan aparecieron en su campo de visión.
—¿Puedes sentarte? —le preguntó el científico—. Te ayudará a rehacerte más rápidamente.
Rodeando sus hombros con el brazo, el científico ayudó a Gordon a bajar de la mesa y sentarse en una silla. Shorr Kan se acercó, colocándose frente a él, con una expresión perpleja e interesada.
—¿Cómo te encuentras, John Gordon? —preguntó.
Gordon tuvo un sobresalto y miró fijamente al emperador de la Liga.
—¿Entonces lo sabes? —murmuró.
—¿Por qué crees que hemos detenido el registrador? Si no hubiese sido por esto serías en este momento una ruina mental.
Movió pensativamente la cabeza y prosiguió:
—Es verdaderamente increíble, pero un registrador de cerebros no puede mentir. Y cuando desde el principio apareció que eras John Gordon en el cuerpo de Zarth Arn y que, en efecto, no sabías el secreto del disruptor, paramos inmediatamente el instrumento. ¡Y yo que creí tener por fin el secreto en mi mano! —añadió contrariado—. ¡Todo el trabajo que me he tomado para hacer caer a Zarth Arn en mis redes, para nada! Pero, ¿quién podía pensar en una cosa así? ¿Quién podía imaginar que un hombre del pasado vivía en el cuerpo de Zarth Arn?
¡Shorr Kan sabía! Gordon trató de reunir sus aturdidas facultades para enfocar la situación bajo este nuevo aspecto. Por primera vez un ser perteneciente al universo futuro estaba al corriente de la extraordinaria impostura que había llevado a cabo. ¿Qué consecuencias tendría para él? Shorr Kan andaba de una a otra parte.
—¡John Gordon de la antigua Tierra, doscientos mil años en el pasado, residiendo en el cerebro y el cuerpo del segundo príncipe del Imperio! ¡No tiene sentido!
—¿No te ha dicho el registrador cómo ocurrió? —preguntó Gordon débilmente.
—Sí, las líneas generales del hecho aparecieron claramente a los pocos minutos porque todos los detalles de tu impostura dominaban los demás pensamientos de tu cerebro. ¡Este loco de Zarth Arn! —exclamó con cólera—. ¡Cambiando el cuerpo con otro hombre a través del tiempo! ¡Dejar que su loca curiosidad científica por el pasado lo lleve a siglos pretéritos en los precisos momentos en que el Imperio está en peligro! ¿Por qué, por mil diablos, no me lo dijiste? —añadió fijando en Gordon su mirada.
—Intenté decírtelo, pero no conseguí nada —le recordó Gordon.
—Es cierto —asintió Shorr Kan—. No te creí. ¿Quién podía creer una cosa semejante, sin la confirmación del registrador de cerebros? Gordon, has destruido todos mis bien urdidos planes —añadió, sin dejar de pasearse y mordiéndose los labios—. Estaba seguro de tener contigo el secreto del disruptor.
El cerebro de Gordon trabajaba ahora con gran actividad a medida que iba recobrando las fuerzas. El descubrimiento de su verdadera personalidad cambiaba totalmente la situación. ¡Podía darle una remota esperanza de huir! Una posibilidad de llegar con Lianna al Imperio y delatar la traición de Corbulo y el peligro inminente en que se encontraban. Aunque muy vagamente, Gordon creía ver un camino. Con voz taciturna se volvió hacia Shorr Kan.
—Eres el primero en poseer mi secreto. He engañado a todos los demás… Arn Abbas, Jhal Arn, la princesa Lianna. Ni han soñado la verdad.
—Gordon, ¿no te gustaría ser príncipe del Imperio?… —dijo Shorr Kan entornando ligeramente los ojos.
—¿A quién no le gustaría? —dijo Gordon, echándose a reír—. En mis tiempos no era nadie, un pobre ex soldado. Después, una vez realizado el extraño intercambio de cuerpos, me encontré miembro de la familia real de uno de los más poderosos reinos estelares del universo. ¿Quién no quisiera cambiar?
—Pero por lo que ha revelado el registrador, prometiste regresar a Tierra y proceder nuevamente al intercambio con Zarth Arn —hizo ver Shorr Kan—. Tendrías que renunciar a todo tu pasajero esplendor…
Gordon le dirigió una mirada en la que trató de poner todo el cinismo que se creía capaz de fingir.
—¿Qué diablos? —respondió desdeñosamente—. ¿Crees realmente que pensaba cumplir mi promesa?
El emperador de la Liga se quedó mirándolo fijamente.
—¿Pensabas, pues, engañar a Zarth Arn y conservar su identidad y su cuerpo?
—¡Espero que no vendrás ahora a hablarme de derechos y lealtades! —saltó Gordon—. ¡Es exactamente lo que hubieras hecho en mi lugar, como sabes muy bien! ¡Verme convertido en uno de los hombres más grandes del universo y casado con la mujer más hermosa que he visto en mi vida! Nadie podía dudar jamás de mi identidad. Me bastaba con olvidar la promesa hecha a Zarth Arn. ¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar?
—¡John Gordon! —estalló Shorr Kan con una explosión de risa—. ¡Eres el aventurero de mi corazón! ¡Pardiez, veo que criaban hombres osados también en los antiguos tiempos de Tierra!
Le dio un golpe en la espalda como si hubiese recobrado su buen humor.
—No te desalientes porque sepa tu secreto, Gordon. No lo sabe nadie más que estos dos científicos, que no hablarán jamás. Puedes todavía seguir viviendo toda tu vida como príncipe Zarth Arn.
—¿Quieres decir que no me delatarás? —preguntó Gordon, fingiendo morder, codicioso, el anzuelo.
—Exactamente —respondió Shorr Kan—. Es necesario que tú y yo nos ayudemos mutuamente.
Gordon sentía que aquel formidable cerebro que se ocultaba tras aquellos ojos negros y penetrantes trabajaba a pleno rendimiento. Comprendía que tratar de engañar a aquel astuto maquinador era la tarea más difícil que jamás se había impuesto, pero si no lo conseguía la vida de Lianna y la suerte de todo el Imperio estaban condenados. Shorr Kan lo ayudó a levantarse.
—Ven conmigo y hablaremos. ¿Te sientes capaz de andar?
Durk Undis, de guardia en la puerta, miró a Gordon como si viera un hombre levantarse de la tumba. Gordon sabía que aquel fanático patriota no pudo esperar jamás verlo salir vivo y cuerdo de aquella estancia. Shorr Kan le dirigió una sonrisa.
—Está bien, Durk. El príncipe Zarth va a colaborar conmigo. Iremos a mis habitaciones.
—¿Entonces posees ya el secreto del disruptor? —preguntó Durk con la ansiedad en la voz.
La mirada que Shorr Kan le dirigió frunciendo el ceño lo detuvo.
—¿Me estás interrogando acaso? —dijo.
El cerebro de Gordon estaba absorbido por los planes a elaborar, mientras seguían avanzando. Lo alentaba la esperanza de que el esquema trazado pudiese convertirse en realidad. Pero tenía que obrar con cautela, mucha cautela… Shorr Kan era el último hombre del universo a quien era fácil engañar. Gordon sudaba con la sensación de que estaba caminando por el filo de una espada sobre un abismo.
Las habitaciones de Shorr Kan eran tan austeras y desnudas como el despacho donde lo había recibido por primera vez. Había algunas sillas duras, los suelos sin alfombras, y en un dormitorio contiguo una cama de aspecto sumamente incómodo.
Durk Undis había permanecido fuera de la puerta. Cuando Gordon dio media vuelta vio nuevamente la sonrisa irónica en los labios de Shorr Kan.
—Miserable antro para ser vivienda del señor de la Nebulosa, ¿verdad? —dijo—. Pero me ayuda a impresionar a mis fieles adeptos. Los he inducido a intentar el ataque al Imperio exagerando la pobreza de nuestros mundos, la dureza de nuestras vidas, de manera que no me atrevo a vivir mejor.
Ofreció una silla a, Gordon, se sentó a su vez, y le miró fijamente.
—¡Es todavía muy difícil de creer! —confesó—. ¡Hablar con un hombre del remoto pasado! ¿Cómo eran aquellos tiempos tuyos, cuando los hombres no habían salido todavía ni de la diminuta Tierra?
—No era tan diferente, en el fondo —respondió Gordon con indiferencia—, había guerras y conflictos, una y otra vez. Los hombres no han cambiado mucho.
—La muchedumbre sigue siendo estúpida —confesó el gobernante de la Liga con énfasis—. Algunos millones de hombres luchando en tu viejo planeta, o diez mil mundos estelares enfrentados unos con otros en el universo…, en el fondo es lo mismo. Gordon, me gustas —continuó—. Eres inteligente, osado y valiente. Puesto que eres inteligente, comprenderás que no dejaré que un mero afecto pasajero me influencie en tu favor, pero es mi propio interés lo que me influye. Gordon, creo que podemos ayudarnos mutuamente. No eres Zarth Arn —siguió inclinándose hacia él—, pero nadie, fuera de mí, lo sabe. De manera que en la Galaxia eres Zarth Arn. Y como tal, puedo utilizarte como pensaba utilizar al verdadero Zarth Arn, como pelele gobernante, una vez la Liga haya conquistado la Galaxia.
Era lo que Gordon había esperado. Pero fingió una alarmada sorpresa.
—¿Pretendes acaso nombrarme gobernante nominal de la Galaxia?
—¿Por qué no? Como Zarth Arn, poseyendo en tus venas sangre real del Imperio, puedes servirme todavía para sofocar las rebeliones una vez el Imperio haya sido conquistado. Desde luego, seguiré ostentando el verdadero poder, como te he dicho. Bajo cierto punto de vista —añadió en tono de franqueza—, convienes más a mis propósitos que el verdadero Zarth Arn. Hubiera podido sentir escrúpulos, crearme dificultades. Pero tú no debes lealtad alguna a este universo y puedo confiar en que sigas a mi lado por mero interés.
Gordon experimentó una súbita oleada de triunfo. Era exactamente lo que había querido que pensase Shorr Kan; que él, Gordon, no era más que un aventurero sin escrúpulos, ambicioso del pasado y dispuesto a dejarse seducir por sus promesas.
—Tendrás cuanto puedas desear —prosiguió Shorr Kan—. En apariencia, serás el gobernante de toda la Vía Láctea. Tendrás a la princesa Lianna por esposa, poder, riquezas y lujo por encima de todos tus sueños.
Gordon fingió quedar maravillado y emocionado ante la perspectiva.
—¿Yo, emperador de la Galaxia? ¿Yo, John Gordon?
Y entonces súbitamente, sin prevenirlo, el plan que tan laboriosamente estaba tratando de llevar a cabo, se escapó de su mente y la voz del tentador susurró en su oído.
¡Podía hacer todo aquello si quería! ¡Podía ser, por lo menos nominalmente, el soberano supremo de toda la Galaxia, con sus miles y miles de poderosos soles y mundos circundantes! ¡El, John Gordon, de Nueva York, podía gobernar un universo con Lianna a su lado!
Lo único que tenía que hacer era ponerse al lado de Shorr Kan y unir su lealtad a la Nebulosa. ¿Y por qué no tenía que hacerlo? ¿Qué lo ligaba al Imperio? ¿Por qué no tenía que luchar por su propia cuenta, por la conquista de un poder y un esplendor que jamás hombre en la historia humana pudo nunca soñar en alcanzar?