Capítulo I
JOHN GORDON
La primera vez que John Gordon oyó aquella voz en su mente creyó que se estaba volviendo loco. Le ocurrió una noche en el momento en que se quedaba dormido. A través de sus soñolientas ideas, la voz habló clara y escuetamente:
—¿Me oyes, John Gordon? ¿Oyes mi llamada?
Gordon se sentó en la cama, súbitamente despierto y un poco asustado. Había algo extraño e inquietante en todo aquello. Después se encogió de hombros. El cerebro gasta a veces extrañas bromas cuando un hombre está agotado y medio dormido. No debía tener importancia.
Lo olvidó hasta la noche siguiente. Entonces, y en el momento en que empezaba a sumergirse en el reino de los sueños, oyó de nuevo la voz.
—¿Me oyes? Si me oyes, trata de responder a mi llamada.
De nuevo Gordon se incorporó; esta vez un poco preocupado. ¿Ocurría algo anormal en su cerebro? Siempre había oído decir que era mal síntoma empezar oír voces. Había regresado de la guerra sin un rasguño, pero acaso todos aquellos años de volar sobre el Pacifico habían perturbado su cerebro. Quizá sería uno de aquellos casos de psiconeurosis retardada.
¡Qué diablos, me excito por nada! Todo esto no son más que nervios y cansancio, se dijo vagamente. ¿Cansado? Sí, realmente lo estaba. Lo había estado desde que llegó a Nueva York al terminar la guerra. Es posible coger un contable de una compañía de Seguros de Nueva York y hacer de él un piloto de guerra que maneja un bombardero de treinta toneladas con la misma facilidad que sus cifras. Es posible hacerlo, porque lo habían hecho con John Gordon. Pero al cabo de tres años, no es tan fácil desmovilizarlo diciéndole «Gracias» y dándole una condecoración, mandarlo de nuevo a su oficina. También esto lo sabía Gordon, por amarga experiencia.
Era curioso. Durante el tiempo que estuvo sudando sangre y jugándose el pellejo sobre el Pacífico, no dejó nunca de pensar cuan agradable sería volver a su oficina y a su modesto alojamiento. Había regresado y todo estaba igual que antes. Pero él no era el mismo. El John Gordon que había regresado era el hombre aguerrido de las batallas, el peligro y la muerte súbita, pero incapaz de estar sentado en su escritorio y sumar cifras.
Gordon no sabía lo que quería, pero no era un empleo en una oficina de Nueva York. Trató de quitarse esta idea de la cabeza. Había luchado por volver a seguir su vieja rutina y esta lucha no había hecho sino aumentar su inquietud. ¡Y ahora aquella extraña voz dentro de su cráneo! ¿No significaría aquello que su estado nervioso se iba apoderando de él y perdía la cabeza?
Pensó en ir a consultar un psiquiatra, pero rechazó la idea. Le parecía mejor luchar solo. Y así la noche siguiente Gordon se dispuso a esperar la voz decidido a convencerse de que era una ilusión. Ni aquella noche ni la siguiente oyó la voz y se dijo que el asunto había terminado, pero la tercera noche la oyó más fuerte y distante que nunca.
—John Gordon, ¡escúchame! No te hagas ilusiones. Soy otro hombre que hablo contigo gracias a los medios de una ciencia que poseo.
Gordon yacía en un estado de semisomnolencia y la voz le pareció de una autenticidad sorprendente.
—¡Contéstame, te lo ruego, John Gordon! No con palabras, sino con el pensamiento. El camino está abierto; puedes contestarme si quieres.
Medio dormido, John Gordon lanzó una respuesta mental a las tinieblas.
—¿Quién eres?
La respuesta llegó rápida, clara, con un latido de afán y triunfo.
—Soy Zarth Arn, príncipe del Imperio de la Galaxia Media. Te hablo desde doscientos mil años de tu futuro.
Gordon estaba como entumecido. ¡No podía ser verdad! Y, sin embargo, la voz resonaba de una forma clara e inconfundible en su mente.
«¿Doscientos mil años? Es imposible, es una locura hablar a través de un tiempo como éste. Estoy soñando», se dijo.
—Te aseguro que no es un sueño y que soy tan real como tú, aunque nos separen dos mil siglos —dijo rápidamente la respuesta de Zarth Arn—. El tiempo no puede ser franqueado por nada material —prosiguió la voz—, pero el pensamiento no es material. El pensamiento puede franquear el tiempo. Tu propia mente viaja hacia atrás cada vez que recuerdas algo.
—Aunque fuese verdad, ¿por qué tendrías que llamarme? —preguntó Gordon dudando.
—Muchas cosas han cambiado en doscientos mil años —dijo Zarth Arn—. Hace mucho tiempo, durante la primera era, la raza humana a la cual tú perteneces, se extendió por las otras estrellas de la Galaxia. Hoy existen grandes reinos estelares y de ellos el mayor es el mío, el Imperio de la Galaxia Media. Soy un alto personaje en este Imperio, soy un científico y un investigador de la verdad por encima de todo. Durante años enteros, un colega y yo estuvimos analizando el pasado mandando mi mente hacia atrás a través de los siglos, estableciendo contacto con los cerebros de hombres cuyos espíritus son afines al mío.
La voz prosiguió:
«He cambiado temporalmente mi cuerpo con muchos de estos hombres del pasado. La mente es una telaraña de energía eléctrica habitada por el cerebro. Puede ser arrancada por fuerzas adecuadas a este cerebro e instalar otra telaraña, otra mente, en su lugar. Yo puedo realizarlo mandando toda la fuerza de mi mente, en lugar de mandar un mero mensaje mental al pasado. Así mi mente ha ocupado el cuerpo de un hombre de los siglos pasados mientras sus mentes eran mandadas simultáneamente a través del tiempo a ocupar mi cuerpo. De esta forma he vivido y explorado la historia de muy diferentes eras de la historia humana. Pero no he ido jamás tan lejos en el pasado como tu remota era. Quiero explorar tu tiempo, John Gordon. ¿Quieres ayudarme? ¿Consientes en un cambio temporal de cuerpos con el mío?»
La primera reacción de Gordon fue rehusar, presa de pánico.
—¡No, sería horrible, alocado!
—No habría peligro —insistió Zarth Arn—. Pasarías meramente algunas semanas en mi cuerpo y en mi tiempo y yo en el tuyo. Y entonces Vel Quen, mi colega en este mundo, efectuaría de nuevo el cambio. ¡Piensa, John Gordon! De la misma manera que esto me permitiría explorar tu era, de tantos años muerta, te daría a ti la oportunidad de ver las maravillas de mi tiempo. Conozco tu espíritu inquieto, ansioso de lo nuevo y lo desconocido. A ningún hombre de tu tiempo le ha sido dada la oportunidad de sumergirse en el gran abismo del tiempo del futuro. ¿La rechazarás?
Súbitamente Gordon se sintió cautivado por el atractivo de la idea. Era como una llamada de corneta invitándonos a una aventura hasta entonces jamás soñada. ¿Un mundo y un universo de dos mil siglos en el futuro, con la gloria de una civilización conquistadora de estrellas… contemplar todo aquello con sus propios ojos?
¿Valía la pena arriesgar la vida y la razón por ello? Si todo aquello era verdad, ¿no le estaban ofreciendo una suprema oportunidad de aventura por la cual estaba con tanta inquietud suspirando? Y, sin embargo vacilaba todavía.
—No sabría nada de tu mundo cuando me despertase en él —le dijo a Zarth Arn—. Ni siquiera tu lenguaje.
—Vel Quen estaría allí para enseñártelo todo. Desde luego, tu era me sería igualmente desconocida a mí.
Por esta razón, si estás de acuerdo, quisiera que preparases algunos «carretes de ideas» por los cuales pueda aprender vuestro lenguaje y costumbres.
—¿«Carretes de ideas»?, ¿qué es esto? —preguntó Gordon intrigado.
—¿No están inventados todavía en tu tiempo? —dijo Zarth Arn—. En este caso, déjame algunos libros de dibujos de los que dais a los niños y discos para aprender vuestro lenguaje y saber cómo se habla. No tienes que decidirte en seguida, John Gordon —continuó—. Mañana te llamaré de nuevo y me dirás tu decisión.
—¡Mañana pensaré que todo eso no ha sido más que sueño y desvarío! —exclamó Gordon.
—Debes convencerte de que no es sueño —dijo Zarth Arn con calor—. Me pongo en contacto con tu mente cuando está medio dormida, porque cuando estás descansado es más receptiva. Pero no es un sueño.
Cuando Gordon se despertó por la mañana todo aquel increíble fenómeno invadió su mente como un alud.
«Ha sido un sueño —se dijo, perplejo—. Zarth Arn dijo que no lo era, pero que lo parecía. Desde luego un hombre dado a los sueños lo hubiera creído».
Cuando se fue a su trabajo, Gordon no había conseguido todavía decidir si todo aquello era un sueño o no. Jamás aquella compañía de seguros le había parecido tan sucia y maloliente como aquel día. Jamás sus rutinarias ocupaciones le parecieron más monótonas y vulgares. Y durante todo el día Gordon estuvo soñando en visiones de esplendor y en la mágica maravilla de aquellos vastos reinos estelares situados a cien mil años en el futuro, en aquellos mundos nuevos, extraños, seductores.
Al final del día su decisión estaba tomada. Si toda aquella increíble oferta era verdad, haría lo que Zarth Arn le proponía. Cuando, mientras se dirigía a su casa, se detuvo para comprar libros infantiles, textos del lenguaje y discos de gramófono para la enseñanza del inglés, se sentía un poco desconcertado. Pero aquella noche se fue pronto a la cama. Poseído del más alto grado de febril excitación se metió en la cama y esperó a que Zarth Arn lo llamase.
Pero no compareció, porque a Gordon le fue imposible conseguir siquiera un ligero sopor. Durante horas enteras dio vueltas y más vueltas en la cama. Era casi el alba cuando cayó en una especie de ligera somnolencia. Estaba demasiado excitado para dormir. Entonces, en el acto, la voz mental de Zarth Arn resonó en su mente.
—¡Finalmente puedo ponerme en contacto contigo! Dime, John Gordon, ¿cuál es tu decisión?
—Acepto, Zarth Arn —respondió Gordon—. Pero tenemos que hacerlo en seguida, porque si paso más días pensando en todo esto creo que me volveré loco.
—Puede hacerse en seguida —contestó Zarth Arn con calor—. Vel Quen y yo tenemos los aparatos dispuestos. Habitarás mi cuerpo durante seis semanas. A la expiración de este plazo todo estará dispuesto para el recambio. Pero tienes que hacerme primero una promesa —continuó Zarth Arn rápidamente—. Nadie de esta era, a excepción de Vel Quen sabrá el intercambio de mentes. No debes decir a nadie de aquí, de mi tiempo, que eres extranjero en mi cuerpo. Hacerlo podría ser catastrófico para ambos.
—Lo prometo. Tendrás cuidado con mi cuerpo, ¿verdad? —añadió apresuradamente.
—Tienes mi palabra —respondió Zarth Arn—. Y ahora descansa, a fin de que tu mente no ofrezca resistencia a la fuerza que la arrastrará a través de la dimensión-tiempo.
Era más fácil de decir que de hacer. El descanso no es precisamente a lo que se siente inclinado el hombre cuya mente está a punto de ser arrebatada a su cuerpo. Pero Gordon trataba de obedecer, se hundía más y más profundamente en una especie de estado hipnótico. No era una sensación física, era más bien una fuerza magnética que se iba apoderando de él.
Un terror como jamás había experimentado penetró en la mente de John Gordon, mientras se desvanecía por los abismos de una plúmbea obscuridad.