3. «El Mourinho A se comió al Mourinho B»
Mourinho nunca quita el pie del acelerador. Vive en la pelea constante, parece que sin el enfrentamiento le es imposible cargar las pilas. Los entrenamientos, el partido, la rueda de prensa previa, la rueda de prensa de después, las flash interviews… Siempre está mandando mensajes, agitando. Vive metido dentro de una batidora. Y se lleva todo por delante. Y sin embargo hay momentos en los que también se relaja. En las noches previas a los partidos, en los hoteles de concentración, es habitual verle pasear en calcetines. «Cuando está relajado se quita las zapatillas. Se te sienta al lado y empieza a hablarte de todo. Durante horas. Y todo es todo, no solo fútbol. Es la mejor versión de Mourinho, la del José tranquilo. “¿Por qué no muestras este lado bueno que tienes?”, llegué a preguntarle varias veces en uno de esos momentos. “Porque en el fútbol son todos unos hijos de puta y porque siempre me ha ido bien así”, me contestaba». Lo cuenta un empleado del club que, como tantos otros que tienen voz en este libro, ha puesto como condición mantener el anonimato.
Así que habla de «hijos de puta» e «hipócritas». Lo de la hipocresía, Mourinho lo ha repetido muchas veces aunque con diferentes matices. En Italia, por ejemplo, hablaba de prostitución intelectual para referirse a una opinión pública, según él, manipulada. «Ese no es mi mundo, lo será mientras trabaje en el fútbol, pero mi mundo es otro. A mí no me gusta la prostitución intelectual, a mí me gusta la honestidad intelectual», dijo en una de sus ruedas de prensa más polémicas en Italia. En España no llegó a inventarse ningún término. Pero siempre que podía se explayaba a gusto en las entrevistas, y también en las ruedas de prensa. En France Football llegó a declarar que vivía en un mundo cohibido. «Vivo y trabajo en un mundo en el que no puedes decir lo que piensas. No ser hipócrita, no ser diplomático, no ser pelota, ese es mi mayor defecto. Lo peor es que si te comparas con gente que lo es, tú pierdes siempre en la comparación». Lo volvió a repetir en una de sus ruedas de prensa en la que se quejaba de los arbitrajes. «Este es un mundo hipócrita. Toda la gente sabe lo que es verdad y mentira. Yo antes que ser hipócrita prefiero ser el punching ball de todos los cobardes. Pero nací así, crecí así y voy a morir así. Con la cabeza alta. Contento. Y sin miedo a decir las verdades. Sin miedo a que mañana una banda de cobardes vengan todos juntos a atacarme a mí. ¿Qué puedo hacer yo? Yo no tengo miedo a decir las verdades».
«Yo tengo mi teoría», explica el mismo empleado del club que habla de las charlas en los hoteles de concentración. «Él siempre que habla nunca puede hacerlo desde su experiencia de futbolista, porque no lo fue. De hecho en una de las discusiones que tuvo con Sergio Ramos, Sergio le dijo: “¡Qué vas a hablar tú de sensaciones si nunca te has vestido de corto!”. Se auto-exige mucho para demostrar al mundo que a pesar de no haber sido futbolista es muy buen entrenador. No sé si tiene complejos, pero saca esa careta de personaje. Puede que el personaje haya podido a la persona. Pero a lo mejor a él le interesa seguir vendiéndolo porque gracias a ese personaje cobra 10 millones de euros al año. Es un negocio». Otra fuente del club comparte la misma opinión: «Él entiende que su comportamiento de cara al exterior debe ser el que es, el que fue. Está convencido de que tiene que afianzar y cultivar ese personaje, que eso ayuda en su actividad profesional. Aparte de que le es rentable. Es una máquina de hacer pasta. Si cambias, dejas de facturar lo que facturas…». Mourinho pasó de facturar 60 euros diarios en sus comienzos —«se alojó gratis en una habitación de un hotel mío, el Arenas, porque apenas tenía dinero para vivir. Le habíamos ofrecido 10.000 pesetas (unos 60 euros) al mes; más tarde, cuando se demostró que era algo más que un traductor le subimos un poco el sueldo», declaró Joan Gaspart, expresidente del Barcelona— a facturar algo más de 10 millones netos al año. Los que le paga ahora el Chelsea.
La profesión de Mourinho nunca fue la de jugador. Nunca llegó a triunfar como futbolista. Pero creció en una familia de futboleros. Su padre, Félix, fue portero del Vitória de Setúbal y su abuelo, presidente del Vitória de Guimaraes. Él quiso hacer carrera como central en el modesto Sesimbra. No lo consiguió. «Era muy malo. Su vocación siempre fue la de entrenador», ha confesado su padre, al que, con apenas quince años, ya le elaboraba los informes de los rivales. No paró de hacerlo, primero con su padre, luego como ayudante de Bobby Robson en el Sporting y en el Oporto, hasta que acabó llevándoselo al Barça. Era un Mourinho completamente diferente al de ahora el que aterrizó en Barcelona en 1996, con treinta y tres años, de la mano de Robson. Era simplemente José, un tipo afable al que le gustaba la compañía de los periodistas y que incluso salía de juerga con ellos, compartiendo copas y confidencias. La noche antes de los partidos, cuando el Barça jugaba fuera de casa, no era raro verle salir con los utileros y el cuerpo técnico. «Era todo lo contrario a lo que es ahora, un tipo cariñoso, hasta tímido. Tanto que recuerdo que cuando llegó a Barcelona conseguí su teléfono, le llamé, y me colgó porque no sabía qué decirme. Cuando nos reunimos poco tiempo después para una charla con él y Robson, ni abrió la boca. La mala hostia que se le ve ahora, en aquella época era desconocida. Quizás porque no mandaba. No tenía poder. Era el ayudante de…», me contó un día Miguel Rico, periodista del diario Mundo Deportivo. Fue el «ayudante de» durante un tiempo, el tiempo que invirtió en recorrer los campos de toda Europa para hacer informes. Mientras, se había licenciado en Educación Física en la especialidad de Metodología del Fútbol. Fue incansable hasta conseguir entrenar a su primer equipo: el Benfica. Era el año 2000; había rechazado la propuesta de Bobby Robson de seguirle en el Newcastle y regresó a Portugal. Fueron solo unos meses los que se pasó sentado en el banquillo del Benfica (septiembre-diciembre de 2000). Luego llegaría el Leiria (abril 2001-enero 2002), más tarde el Oporto (2002-2004), Chelsea (2004-septiembre 2007) e Inter (2008-2010). En estos últimos tres equipos comenzó a nacer y a alimentarse el personaje-negocio.
Mourinho empezó a forjarlo en el Oporto —«quiero ser campeón», dijo en su primera rueda de prensa—, terminó explotándolo en el Chelsea —histórica fue la frase con la que se presentó en Stamford Bridge: «I’m the special one», que ha cambiado al regresar a Londres por la de: «I’m the happy one»—. Un negocio que alargó en su etapa en el Inter (en el que se presentó diciendo que no era ningún pirla, palabra típica de la jerga milanesa que viene a significar idiota o tontaina) y siguió manteniendo en el Real Madrid. Las mismas frases, las mismas quejas, las mismas formas de expresar que era víctima de los árbitros, los mismos mensajes desafiantes, los mismos desprecios a los otros entrenadores, pero en idiomas diferentes. «Hay un reglamento para mí y otro para los demás técnicos», espetó después de que la UEFA le sancionara por el circo de las tarjetas que montó en el Ámsterdam Arena (en noviembre de 2010 mandó a Dudek a hablar con Casillas detrás de la portería para que el capitán avisara a Sergio Ramos de que había llegado el momento de hacerse autoexpulsar para llegar limpio a la siguiente fase). «Todo lo que hago es negativo», aseguraba. En enero de 2011 se fue corriendo a celebrar el gol de Kaká (4-2 y remontada) delante del banquillo del Villarreal. Levantando los brazos hacia la grada. «Todo lo que hago siempre se interpreta de manera negativa. Contra el Levante hago un cambio preparado tres días antes, el de Pepe y Carvalho, y fui insultado. Tengo que pedir permiso a mis adversarios para hacer los cambios que quiero. Sobre lo de la celebración, juro por mi hijo que he ido a celebrar el gol con él, que se sienta detrás del banquillo visitante. Todo lo que hago yo siempre tiene una interpretación negativa. No puedo hacer nada. Se lo he dicho al banquillo del Villarreal. Si no me quieren creer es problema suyo. Me gustan mis hijos y juro que lo celebré con mi hijo», dijo. Nunca antes lo había hecho.
También dijo no saber quién era Gregorio Manzano —que se había atrevido a escribir en una columna de un periódico que el Madrid padecía falta de conceptos en ataque—; acusó a Manolo Preciado de regalar los partidos cuando se enfrentaba al Barcelona; aseguró que él, si el Madrid llegaba a echarle, nunca iría a entrenar al Málaga (como Manuel Pellegrini, su antecesor en el banquillo blanco) sino a un grande de Italia o de Inglaterra; llamó «Pito» a Tito Vilanova después de meterle un dedo en el ojo y argumentó que el fútbol era para hombres. Y cuando tuvo que pedir disculpas por ese gesto, afirmó que, si acaso, solo se disculparía ante el madridismo y no ante el «pseudo-madridismo». Hizo de menos a David Villa —cuando todos preguntaban por la baja forma y la sequía goleadora de Benzema— diciendo, sin citarle, que no le marcaba un gol a nadie y eso que había costado mucho dinero y no entendía cómo nadie hablaba de ello. También hizo de menos públicamente a Pedro León —«habláis de él como si fuera Zidane o Maradona y hace dos días jugaba en el Getafe»—. Llamó cinco veces payaso a Jordi Alba en Mestalla por, según él, tirarse. Era el Mourinho en estado puro. El Mourinho personaje que tanto preocupaba en los despachos del Bernabéu antes de que empezara su andadura en el Madrid. Nadie en el club, o eso parecía, estaba dispuesto a permitirle las salidas de tono, las polémicas que creaba día sí y otro también en el Calcio, ni su forma de ser tan volcánica. Y, sin embargo, pese a que multiplicara esa faceta por tres, nadie ha sabido o querido frenar al Mourinho personaje. Cuando Florentino Pérez quiso darse cuenta era demasiado tarde. Ya le había plantado en la gala del Balón de Oro (enero 2013) y en la inauguración de la nueva residencia de la cantera en Valdebebas (noviembre 2012). Tenía trabajo que hacer.
«Mourinho piensa que generando tormentas salen cosas buenas. Eso puede funcionar con algunos futbolistas pero no en un equipo de trabajo», explica otro empleado del club que también vivió el día a día con el técnico. «Yo nunca he huido de la responsabilidad, ni de la presión. Lo mejor para el futbolista es sentir que la presión la tiene el mánager. Y así ellos tienen más libertad para expresar su talento». Era su frase. Su tarjeta de presentación. «Creó un personaje para defender su teoría de centrarlo todo en él para proteger a los jugadores y desviar la atención, pero llegó un momento en que eso le superó y no pudo o no quiso dar marcha atrás. Llegó un momento en el que el Mourinho A se comió al Mourinho B», añade otro empleado del club. Eso es lo que ocurrió en su último año en Chamartín.
Que se vio superado se notó en algo que nunca había hecho. Mourinho siempre había presumido de cerrar filas, de no criticar nunca públicamente a sus jugadores. Los reproches, aseguraba, eran territorio del vestuario, debían quedarse dentro de sus paredes. «Cuando perdemos pierdo yo, pero fuera. Dentro del vestuario perdemos todos, dentro es cosa nuestra y dentro soy muy acusador», confesó en una entrevista en Informe Robinson a la que se presentó en chándal. Y, sin embargo, en el Madrid sí criticó públicamente a sus jugadores. Ya no solo en el ajuste de cuentas que montó en las últimas semanas —tuvo no solo para Casillas, sino también para Pepe y Cristiano—, sino desde el principio de la temporada. La que iba a ser su última temporada. Tras las derrotas contra Getafe, Sevilla y Betis se quejó de no tener equipo, ni cabezas comprometidas. «Hemos hecho un partido inaceptable. Hemos trabajado más que nunca la organización defensiva en las jugadas a balón parado. A nivel de organización no tenemos nada más que mejorar, pero si algún jugador no cumple con su misión es algo que está fuera de mi control. Reconozco que tanto el gol del día del Valencia como el primero de este partido eran evitables», dijo en el campo del Getafe señalando a sus defensas. Él había hecho su trabajo, los que no habían cumplido eran sus jugadores. «Hemos jugado un partido pésimo. Es un estado de espíritu que no es colectivo porque hay jugadores a los que puedo separar, pero son pocos. Tengo pocas cabezas comprometidas y concentradas para las que el fútbol sea lo prioritario en su vida. Si no estamos comprometidos es complicado y si no estamos comprometidos es mi culpa. En el descanso he hecho dos cambios pero habría hecho siete si hubiera podido. Esa es la imagen de un equipo sin concentración, sin disposición mental para sufrir», dijo tras perder en el Sánchez Pizjuán. Empezaba a sentirse la única cabeza comprometida. «Cuando veo a Stepanek con treinta y cuatro años que se muere para ganar tres partidos en tres días por su país en la Copa Davis, cómo no van a poder jugadores de veintitrés, veinticuatro, veinticinco, jugar miércoles y sábado… El deporte tiene que ver también con tu cabeza y tu corazón», lamentó tras otra derrota contra el Betis. No solo no había cabezas comprometidas ya, sino que, según él, sus jugadores pasaban de pelear y dejarse el alma.
Si era una estrategia para motivar al grupo, no funcionó. No hubo reacción. Es más, los capitanes le acusaron de jugar sucio. Le dijeron que ellos de puertas afuera siempre le habían mostrado su apoyo y que él estaba haciendo todo lo contrario. «La forma de gestionar el vestuario que ha tenido Mourinho en el Madrid ha sido la misma que en sus anteriores equipos. La última temporada fue una hecatombe porque el equipo se había perdido, se veía que se había perdido el rumbo. Los jugadores empezaron a desmotivarse muy pronto, es normal cuando no se gana. Su habilidad es el vestuario, y él sabe perfectamente si va a tener éxito o no en un club y por eso tiene un recorrido tan corto en los equipos. El primer año les ilusiona, el segundo les exprime y el tercero es: o me siguen el ritmo o me tengo que marchar. Y no lo siguieron. La gente saltó del barco demasiado pronto y todo porque los internacionales españoles vinieron crecidos por ganar otra Eurocopa. A la vuelta de Polonia y Ucrania en agosto de 2012, no todos seguían a rajatabla los planes de trabajo en la gira por Estados Unidos. Alguno que si decía que estaba cansado, otro que si este ejercicio que lo hagan los chavales. Y ahí, en la pretemporada, es cuando a Mourinho se le escapa de las manos. Lo que dice es que en el fútbol no se vive del pasado sino del presente y si el año pasado fuiste campeón lo tienes que volver a demostrar, no sirve decir: soy campeón», recuerda un empleado del club. Los proyectos del portugués siempre se han sostenido en las victorias, sin ellas, no hay Mourinho. Sin capacidad de motivar, tampoco. Y en su último año la perdió desde la pretemporada.
«A principio de temporada Mourinho ya sabía que se iba a marchar. Nunca me lo dijo claramente, pero por su forma de ser y de hablar, yo lo intuía. Ya estaba decidido, había conseguido la Liga el año anterior y el único objetivo que le quedaba era la Champions. Cada vez que hablaba con él me daba a entender que este era su último año. Y tenía claro que se volvería a Inglaterra. Creo que el presidente también sabía que se marcharía», dice un periodista portugués muy buen amigo suyo desde hace más de quince años.
En el club hay personas que aseguran que Mourinho se marcha como perdedor y no solo por los pocos títulos que cosechó en sus tres años en el Madrid. Nada más terminar la Liga, concedió, de hecho, una entrevista al periódico portugués Jornal de Noticias en la que reflexionó sobre su nueva condición. «La derrota para mí está lejos de ser un drama. He entendido que no ganar forma parte de mi vida profesional», dijo. Atento, como siempre, a las palabras. En vez de decir «perder», utilizó la fórmula «no ganar», como si le costara menos asumirlo. Lo que le había hecho grande en Oporto, Chelsea e Inter, la gestión del grupo, su capacidad de motivar y de hacer creer a los jugadores que eran mucho mejores de lo que se pensaban, terminó empequeñeciéndolo en el Madrid. Mourinho tiró la toalla cuando supo que su mensaje ya no llegaba. Cuando se dio cuenta de que no conseguía hacer mella. Ni que los demás le siguieran. De repente, se vio incapacitado para liderar el grupo. A su manera lo confesó en la misma entrevista en el Jornal de Noticias. «La nueva dificultad de la sociedad y el fútbol actual son los grupos de trabajo. El éxito depende de los objetivos de un grupo que es capaz de identificarse con ellos y luchar por ellos. En la actualidad, es cada vez más difícil hacer que un grupo funcione como grupo. Los valores se han perdido, la educación y la capacidad de las personas es cada vez peor. Los principios morales se están perdiendo. Las escuelas son diferentes, las familias son diferentes y los niños son diferentes», contaba. Los clubes, también. Y más el Madrid que, a diferencia de Oporto, Chelsea e Inter, no llevaba años sumido en la nostalgia por el pasado. El vestuario que heredó Mourinho en Madrid era un vestuario con unos campeones del Mundo, con jugadores hechos y jugadores ganadores como Cristiano; un vestuario en el que no había que hacer terapia. Un vestuario, además, que se había ganado el cariño de la prensa. Si en Italia, por ejemplo, a Mourinho los medios le perdonaban cualquier salida de tono, en España la prensa estaba del lado de los jugadores, que habían convertido a la Selección en campeona del mundo.
Más que el club y su historia lo que le vino grande a Mourinho fue el grupo. Quizás no se esperaba que dejaran de seguirle tan pronto. Él sabía que mantener el nivel de exigencia y competitividad que le habían permitido ganarle al Barcelona la Liga de los récords era difícil de conseguir sin el esfuerzo de todos. Y todos le seguían viendo como el líder. O eso parecía. «Mourinho es la persona ideal para conseguir que el equipo no afloje», aseguró Sergio Ramos en agosto de 2012 desde la pretemporada de Estados Unidos, cuando le preguntaron cómo conseguirían mantener la exigencia de la campaña de los 100 puntos y 121 goles. Pero el equipo aflojó. Antes de poder alcanzar la Décima Copa de Europa y de seguir rompiendo la hegemonía de un Barça sin Pep Guardiola. «Mourinho se sintió traicionado por los jugadores y también por los portugueses como Cristiano y Pepe. Traicionado y desilusionado porque sabe que los jugadores son los que le dan la victoria. Y si tú no estás comprometido con tu entrenador, si no vas a muerte con tu entrenador… pues el entrenador sabe que tarde o temprano eso le acaba pasando factura», asegura un empleado. ¿Y si se dio cuenta de que no tenía el apoyo del vestuario, por qué no quiso dar marcha atrás o cambiar de estrategia? ¿Por qué no buscó una alternativa a la que había sido su forma de gestionar el grupo en los últimos quince años? Cuesta creer que una persona tan inteligente y con las respuestas siempre muy bien preparadas no haya sabido encontrar un plan B.
«Mourinho se resume en una frase: el fin justifica los medios. Lo ves con los jugadores. Es su personaje y le interesa seguir vendiéndolo. El personaje es lo único que conocéis los periodistas, al Mourinho persona nunca llegaréis a conocerlo porque no forma parte de ese negocio por el que se venden periódicos, se abren informativos y por el que se desembolsan 10 millones de euros. ¡Es rentable! ¿Cómo no lo va a mantener?», cuenta un empleado que tuvo varios enfrentamientos con él y que desvela que en privado sí sabe reconocer los errores. A su manera. «No te pide disculpas, pero sí tiene detalles. Estás hablando con él, tienes una discusión por el motivo que sea y en ese momento no te reconoce nada. Y a lo mejor pasan tres días, te lo encuentras delante del comedor y delante del grupo te coge, te da un abrazo y te dice:“Pues va a ser verdad lo que me dijiste el otro día”. Y ahí queda. No dice nada más, pero eso es inteligencia emocional y él la maneja muy bien: han pasado cuarenta y ocho o setenta y dos horas, lo ve más claro y lo que hace es ganarte de la mejor forma, delante del grupo, sin que nadie sepa, además, por dónde van los tiros».
Dicen que el Mourinho persona es un tipo normal que ha elegido a sus amigos y que disfruta de la familia. No hace vida pública. No soporta el centro de las ciudades (en Italia vivía cerca del Lago de Como, en Londres en el rico barrio de Heaton Square, y en Madrid en una mansión en La Finca), cada vez que puede se escapa a Setúbal (ciudad de unos 122.000 habitantes) donde nació y creció, a hacer compras, a ver a su familia y a disfrutar de la intimidad de la vida de pueblo. «En Setúbal todo sigue igual que cuando me fui. Allí la gente me ve no como quien soy, sino como quien era yo. Me ven como una persona normal y allí puedo salir por la calle con un tipo de tranquilidad que no puedo tener en ningún otro lado». Es un tipo que lleva más de diez años trabajando con el mismo cuerpo técnico, que tiene a dos empleadas brasileñas que se encargan de las tareas de casa y que le siguen desde sus tiempos en el Chelsea, dos chóferes (uno para él y el hijo —el que fue chófer de Raúl antes de que se marchara— y otro para su mujer y la hija) y un guardaespaldas de sesenta años que se encarga de vigilar las casas de sus padres y de los de su mujer y que va y viene de Setúbal.
Mourinho es un tipo al que, cuando le preguntan qué sería de él sin fútbol, contesta como cualquier otra persona que ha terminado sus estudios. «Estaría trabajando como profesor, muy probablemente como profesor de INEF en la universidad. Con una vida tranquilísima, con una vida familiar y privada mucho más rica». Un padre que se emociona cuando habla de una placa que le ha regalado su hijo y en la que pone «el mejor padre del mundo». Un padre que lamenta no poder comerse tranquilamente un helado con sus hijos y su mujer, no tener privacidad. Un tipo que confiesa que solo le tiene miedo a Dios. «Soy un católico profundo, creo tanto en su poder y en su justicia, que hasta me da un poco de miedo». Un tipo que dice que el fútbol es parte importante de su vida, pero que su vida, la de verdad, son los que están en casa. Un tipo que cuando le preguntan qué es para él lo más importante contesta que el amor de la familia; que para su mujer y sus hijos no es «ni un mal tipo ni un buen tipo», sino «el tipo más normal del mundo». Un tipo que en su despacho tiene un póster enorme de sus dos hijos colgados de su cuello y abrazándole fuerte tras un triunfo con el Oporto. Un tipo que ha acabado por tatuarse el nombre de su mujer y sus hijos en la muñeca —una «pequeña celebración que se han ganado después de veinticinco años de matrimonio», dijo—. Una persona que dice que odia su vida social porque le impide hacer una vida familiar normal. «Odio no ser un padre normal, que va con su hijo al partido y no poder verlo con los otros veinte padres que están allí», confesó en una entrevista en la CNN.
«Es una maravilla de tío. Una persona aguda, inteligente, desafiante, divertida, que se ríe de todo, que siempre te está haciendo una broma más que tú. Es una persona con la que se está muy a gusto», dice una fuente del club. «Mourinho es una persona normal, como tú y como yo, la única diferencia es que él, cuando sale de la puerta de su casa, se convierte en el personaje. ¿Que se ha equivocado en las formas?, seguro. Pero no sé cuánto hay de provocación y cuánto de personaje que le ha dominado», dice un empleado del club. ¿Sigue disfrutando de ese personaje? «Tiene ojeras, canas, bolsas y ha engordado mucho. Tener que estar poniendo permanentemente en vida al personaje no te deja relajarte y eso desgasta. Pero este tipo de personas hacen de su profesión su vida y todo lo que envuelve el fútbol, va en su profesión», contesta. «Si le preguntas te admite que se ha equivocado. Muchas veces viendo sus ruedas de prensa te recuerda a aquellas películas donde el acusado hace de abogado defensor. Parece que él tenía que defenderse a sí mismo de todos los ataques», contó Álvaro Arbeloa, el jugador que más fiel le ha sido, cuando Mourinho dejó el Madrid.