2. «Yo soy José Mourinho»
17 de mayo de 2013. El Madrid de José Mourinho pierde contra el Atlético la final de Copa. Tras el pitido final, el técnico se marcha a buscar al árbitro, Clos Gómez. No lo encuentra, pregunta por él. «¿Está ya aquí dentro en su vestuario?». Sí, le contestan. «¡Vaya! Pensé que estaría celebrándolo en el vestuario del Atlético», suelta. Enfadado, sarcástico, derrotado. Frustrado. Y de nuevo expulsado. Cierra su última temporada en el Real Madrid, la tercera, sin títulos. La cierra con la enésima queja arbitral. Es el colofón a tres años de polémicas. Cincuenta y seis horas después, Florentino Pérez anunciaría la marcha del técnico portugués. «Por la presión», dijo el presidente. Por haber llegado al límite. Porque tres años habían sido suficientes. Es el fin del Mourinho que todos habíamos conocido. Del Special One, del Mourinho duro, fuerte, con carácter, inmune a las críticas, a gusto con la presión. Del Mourinho desafiante, irónico. Del Mourinho motivador y gestor de grupos. Del Mourinho experto en hacer piña de puertas adentro, de llevar el peso de todo para liberar a sus jugadores. Del Mourinho ganador. De repente, The Special One, el mánager que se había hecho con todo el poder en el club, aparece como un entrenador vulnerable. Y solo.
«Nunca me he escondido. Mourinho siempre ha dado la cara: en tres temporadas, en todas las derrotas del Madrid, Mourinho ha estado aquí. En estos tres años nunca me he escondido después de una derrota», dijo en su última rueda de prensa cuando le preguntaron si había fracasado en el Real Madrid. Hubo que preguntárselo dos veces porque la primera acusó a un periodista de emplear un vocabulario con connotaciones negativas. La palabra esconderse, no le había gustado a Mou. Esconderse. Lo había hecho la última vez veinticuatro horas antes, cuando dejó la rueda de prensa previa a la final en manos de Sergio Ramos. «He fracasado esta temporada», admitió, con ese matiz temporal, después de caer en Copa contra el Atlético, que no le ganaba al Madrid desde hacía catorce años. Recordó una vez más su palmarés en un intento de no perder esa aura de ganador que siempre le ha acompañado. Que ha hecho de él The Special One. A falta de títulos —la Supercopa la había ganado en agosto de 2012—, Mourinho destacó el mérito de haber llegado a las semifinales de Champions por tercer año consecutivo, de haber conseguido otra final de Copa, de haber quedado segundo en Liga (aunque a 15 puntos del Barcelona).
Era un Mourinho derrotado. Casi patético. Él, que siempre había presumido de Copas de Europa (dos, con dos equipos diferentes), de haber hecho grandes a clubes que hacía décadas que no lo eran (Oporto, Chelsea, Inter), estaba presumiendo de semifinales y segundos puestos. Irreconocible. Desgastado. Con canas, ojeras, cara de enfadado con el mundo. Ahí, pasada la medianoche, sentado en la misma sala de prensa que solo tres años antes (el 31 de mayo de 2010) había sido el escenario de su presentación. Una sala de prensa que entonces estaba llena a reventar, en la que no quedaban asientos vacíos. Aquel día habló durante una hora, al lado de Jorge Valdano. Había hasta directores de periódicos sentados en primera fila, que no disimulaban su orgullo por tenerle en la Liga española. Menos de diez días antes había ganado la Copa de Europa con el Inter. En vez de subirse al avión del equipo para celebrar el título en San Siro (un título que los neroazzurri no ganaban desde hacía cuarenta y cinco años) junto a unos 50.000 aficionados que le esperaban de madrugada, se subió al coche de Florentino Pérez para negociar su fichaje por el club blanco.
El día de su presentación, en esa sala de prensa llenísima, le pregunté: «Ahora que es entrenador del Real Madrid, ¿qué tal le sentaría si, después de ganar la Copa de Europa, alguno de sus jugadores no se subieran al avión junto a usted y al resto del equipo para celebrarlo?». «¡Lo importante es ganar un título, no cómo se celebra!», me contestó. Un directivo me confesó varias semanas después que ese día, al terminar la rueda de prensa, Mourinho le preguntó: «¿Y esa periodista quién es?». Meses más tarde llegó a decirme —y también a algunos otros compañeros— que mis preguntas tenían una connotación negativa, que si ponía en duda según qué cosas tendría que asumir las consecuencias… «Es lo que tú quieras, tú siempre haces tus valoraciones y tus preguntas en el mismo tono. Haz la valoración que tú quieras», contestó a un compañero un día en que, tras haber hecho tres cambios antes del descanso, le preguntó si era un problema de planteamiento o de que sus jugadores no entendían las consignas.
La imagen de ese Mourinho arrollador de mayo de 2010 —ese que dijo que el miedo no era una palabra de su diccionario futbolístico y que tampoco lo iba a ser de sus jugadores; ese que dijo que para nada era antibarcelonista, que le preocupaba la construcción de un gran Madrid, no el Barcelona; ese que dijo que para ganar títulos había que ser fuertes psicológicamente para así imponerse en los partidos decisivos— choca con la imagen del Mourinho impotente de mayo de 2013. Y apenas habían pasado tres años. El entrenador portugués había llegado al Bernabéu a bordo de un Ferrari negro. Era su día. Le había dicho a Florentino Pérez que nada de palco, nada de presentaciones hollywoodienses, que eso era para los jugadores. A él le valía con sentarse en la sala de prensa. Ese era su sitio. Ahí, decía, empezaban sus partidos. Y sin embargo, de ese sitio acabó huyendo. Ya había pasado por Valdebebas a echar un vistazo a las instalaciones y a montar su cuartel general. Incluso le había dado tiempo a reunirse con Raúl, que meditaba marcharse. «Yo prometerte jugar no voy a poder prometértelo, pero quiero que seas mi capitán en el vestuario», le dijo. «Hizo lo que siempre hace cuando llega a un equipo. Coge a un grupo de profesionales con cierto peso para que sean sus vocales dentro del vestuario. Como es un tipo que se moja, busca a gente comprometida, que pueda estar a muerte con él. Lo quiso hacer con Raúl. Quería que Raúl encabezara su proyecto. Por entonces Cristiano Ronaldo era demasiado joven (tenía veinticinco años y llevaba una temporada en el Madrid)», cuenta un empleado del club que ha vivido el día a día en Valdebebas con el técnico portugués.
Mourinho se presentó con las tareas hechas ante los medios. No le hizo falta estudiar castellano porque ya lo había aprendido en su anterior etapa en el Barcelona (aunque seguía yendo a clase para refrescarlo). El José Mou-rinho que estaba sentado en la sala de prensa del Bernabéu ese 31 de mayo era un Mourinho chisposo. Irónico. Seguro de sí mismo —tanto que habló varias veces de él en tercera persona— y de su gran capacidad de cautivar. Cómodo ante la prensa con la que siempre ha jugueteado. Nada que ver con el Mourinho que estaba sentado delante de unos veinticinco periodistas el 17 de mayo de 2013. Esa noche, tras perder la Copa, despachó a los medios en menos de diez minutos. Había pasado ya la medianoche desde hacía un buen rato. «Últimas dos preguntas», tronó uno de los jefes de prensa. Es de las frases que más se ha escuchado en estos últimos tres años. Menos el día de su presentación. El aviso, ese día, llegó pasada una hora.
El día de su presentación Mourinho llegó al Bernabéu radiante. Elegante, con su traje azul oscuro. Sonriente. Diez años más joven. Sin cansarse de contestar preguntas de periodistas españoles, italianos, ingleses y portugueses. La marca Mou seguía moviendo a todos los extranjeros que ya lo habían vivido. «Yo soy José Mourinho, uno que ha venido aquí con todas sus cualidades y todos sus defectos. No puedo hacer promesas. Solo prometo que no cambio», dijo. No ha cambiado su forma de ser. Ni de actuar. Pero sí ha sufrido un gran desgaste en tres años. El que le ha supuesto tener que acostumbrarse a manejar la derrota. En el Madrid ha sido incapaz de aceptarla. Y eso ha hecho de Mourinho un técnico más vulnerable. Un técnico que tuvo que convivir con una prensa mucho más crítica que en Inglaterra e Italia. Un técnico que acabó tan desquiciado con el Barcelona que dejó imágenes como la del dedo en el ojo a Tito Vilanova. Un técnico que llegó a sacar una hoja de errores arbitrales y a arremeter contra el club (es decir, contra Jorge Valdano, entonces director general deportivo, hombre de confianza de Florentino Pérez y hombre símbolo del Real Madrid en el que fue jugador entre 1984-1987 —85 partidos y 40 goles—; entrenador —el que hizo debutar a Raúl en La Romareda—; director general deportivo y director general de presidencia) por dejarle solo en su defensa contra las supuestas conjuras de los árbitros y del calendario. Un técnico que llegó a criticar a la afición por no seguir al equipo fuera de casa y por no animar en su estadio. «Quiero agradecer el apoyo de los que están detrás de la portería (el grupo radical Ultras Sur) porque si no es por ellos me voy pensando que el estadio estaba vacío», dijo después de golear a Osasuna en noviembre de 2002. Un técnico que decidió no salir a las ruedas de prensa porque no le daba la gana. Un técnico que acabó encerrando a un periodista en un cuarto para recriminarle las informaciones que daba. «Yo soy un entrenador top y tú un periodista de mierda», le espetó. Un técnico (el primero en la historia del Madrid) que escenificó un plebiscito en una noche helada de invierno —en diciembre de 2012, en plena crisis de resultados y de juego, citó a los aficionados cuarenta minutos antes de que empezara el derbi para que hicieran público su malestar pitándole a él, desahogándose con él para luego apoyar al equipo durante el partido—, que montó el club a su medida y que empezó a ver fantasmas muy pronto. Llegó a revisar los móviles de algunos jugadores para descubrir quién filtraba las alineaciones. Un técnico que llegó a calificar de «pseudo-madridistas» a los que no pensaban como él. Un técnico que en su último partido en el Bernabéu se despidió únicamente de los Ultras Sur. A ellos les dio un abrazo y los recibió a pie de campo —«gracias por luchar contra viento y marea», fue la pancarta que le dedicaron—; al resto de madridistas le dedicó un escueto comunicado de tres líneas en la página del club en el que les deseaba «muchas alegrías en el futuro» y «mucha salud».
Un técnico, sobre todo, que acabó solo. Que vivió sus últimos doce meses en el club como una travesía. Él, que siempre había considerado al grupo como su otra familia, terminó arrinconado. Cansado de pelear. Víctima de su propia estrategia. Tan arrinconado que en los últimos partidos importantes —como el del Borussia en la vuelta de las semifinales de Champions o el de la final de Copa de 2013— ni siquiera se subió al autocar del equipo. Iba al hotel de concentración en su coche. En las últimas semanas en Valdebebas ni siquiera dirigía los entrenamientos. Lo hacía solo en los quince minutos en los que había cámaras, luego se metía en el vestuario y dejaba las tareas en manos de Aitor Karanka, su segundo, el hombre del club que tres años antes había elegido como mano derecha.
En todos sus equipos, Mourinho siempre se ha apoyado en un hombre de la casa, era lo primero que pedía al llegar. Quería alguien a su lado que conociera bien el club, su idiosincrasia, su funcionamiento. Lo hizo en el Chelsea con Steve Clarke (defensa que había jugado con los blues entre 1987 y 1998); en el Inter con Beppe Baresi (zaguero neroazzurro entre 1977 y 1992) y lo hizo en el Madrid con Karanka, el hombre que el club le eligió. «Por prudente y porque tiene cierta experiencia», explicó en su día Miguel Pardeza, director de fútbol del Madrid. Karanka, que trabajaba en la Federación como técnico de las categorías inferiores, lo dejó todo para regresar al club en el que jugó entre 1997 y 2002 y con el que ganó tres Copas de Europa. Fue el hombre más fiel de Mourinho en el Madrid. «Llegué aquí con una familia de cuatro, cuatro personas que trabajan juntas desde hace años. Ahora tenemos una familia de cinco. Karanka forma parte de esa familia y el día que yo me vaya su futuro en este club es muy simple: si el Madrid quiere que se quede, le diré que siga porque esta es su casa y es historia del club; si por alguna razón no pasa eso, continuará trabajando conmigo vaya donde vaya», afirmó Mourinho el 1 mayo de 2012. No ocurrió ninguna de las dos cosas. Dos semanas después de ese 1 de mayo de 2012, Mourinho dio una rueda de prensa acompañado por todos sus ayudantes. Estaba sentado a su lado cuando arrancaron con el ya famoso: «Karanka portugués, Karanka portugués, Karankaaaaa portugués». Prudente, esa calidad que destacaba Pardeza, Karanka no llegó a serlo. Con Mourinho esa opción quedaba descartada. Recuerdo todavía su rueda de prensa en el Camp Nou en mayo de 2011, en la previa de la vuelta de las semifinales de Champions contra el Barcelona. Mourinho estaba sancionado y Karanka se encargó de defender al madridismo; al madridismo tal y como lo entendía Mou. «Después de la resolución de la UEFA de hoy (el organismo europeo había desestimado el recurso presentado por el Madrid sobre el comportamiento antideportivo de algunos jugadores del Barcelona; según el club blanco Busquets había llamado mono a Marcelo), el tema del partido queda en un segundo plano. Un organismo que proclama respeto y fair play deja sin sanción a los jugadores que tuvieron un comportamiento antideportivo, con insultos racistas, tapándose la boca para que no se les viese. Y que dos jugadores (Pepe y Ramos) que no hicieron nada de eso, no estén mañana en el campo... (…) El primer plano es que la UEFA ha dejado sin sancionar algo que estaba tipificado en su reglamento y sí sancionó al Real Madrid después del partido de Ámsterdam (donde Xabi Alonso y Ramos forzaron su expulsión). Son hechos evidentes y una vez más se demuestra que hay diferentes varas de medir», lamentó. El que fue hombre de confianza de Mourinho, el que repetía en sala de prensa lo que le mandaba el jefe —«como ya dijo el míster» fue la frase que más le escuché— el que no podía ocultar su incomodidad cuando se sentaba delante de los medios —se cogía siempre las manos, nervioso, y hacía muecas extrañas— ahora ya no tiene sitio en el Madrid. Tampoco al lado de Mourinho en el Chelsea, ya que no le quiso seguir. Tenía tres años más de contrato (hasta 2016) con el club blanco, pero la dirección deportiva se lo rescindió en verano. Después de haber dado ochenta y nueve ruedas de prensa, más que en todos sus años de jugador.
«He sido el que más he conocido al Mourinho persona y, si ya ha sido un privilegio trabajar con él, ni te cuento poder presumir de ser amigo suyo», declaró Karanka en una entrevista en la revista DT en junio de 2013. Fue pocas semanas después de que Mourinho vaciara su despacho en Valdebebas. Era el 30 de mayo. No había nadie allí. A las personas de las que el técnico portugués se quiso despedir —Sergio Ramos aseguró que no hubo charla de adiós en el vestuario después de que Florentino Pérez comunicara que se le había rescindido el contrato— les envió un SMS: «Estoy en Madrid hasta finales de junio. ¿Nos vemos? Me gustaría despedirme». Una faceta, la del Mourinho entrenador, que choca con el Mourinho persona. «Habéis conocido al Mourinho entrenador pero no al Mourinho persona», afirman varios empleados del club. ¿Y por qué en él, que dice que vive el fútbol las veinticuatro horas, se ha acentuado tanto esa dicotomía?