XII
El 5 de octubre se dijo en Ixtepec: «Hoy leen las sentencias… Hoy entra Abacuc… Hoy hace algo Isabel…». El día creció iluminado por esas frases, el cielo se volvió redondo y el sol brillo perfecto. Gozosos por la luz radiante nos fuimos a esperar a la plaza y a rondar los balcones del hotel. Vimos como salieron los militares muy temprano y se encaminaron de prisa hacia el curato. Parecían atemorizados. Confiados, comentamos su paso y comimos jícamas y cacahuates. El día desplegado sobre el valle parecía domingo, lleno de camisas rosa y alfajor de coco. Ocupamos las bancas de la plaza, hicimos grupos y nos desperezamos en el aire apacible de la mañana. Sobre las copas de los tamarindos las horas corrieron sin esfuerzo y las sombras le dieron la vuelta a los arboles. Al mediodía los cacahuates nos habían dado sed y los pies empezaban a impacientarse en la espera de Abacuc. Miramos hacia el portón y las ventanas cerradas del Hotel Jardín y el nombre de Isabel se cargo de violencia. Hacia las dos de la tarde las frases y la ira se fueron deshaciendo en el calor y el día dejó de ser domingo.
«¡El padre Beltrán condenado a muerte!».
La sentencia cayó sobre la plaza con el furor estúpido de una roca abatiéndose sobre una choza. Nos miramos asustados y buscamos el lugar que ocupaba el sol. «No importa, todavía es temprano»… Aguzamos el oído en busca del galope de los caballos de Abacuc. Nos respondió el silencio. La sierra estaba lejos, quizá el calor los hacía caminar despacio, pero llegarían. No podían abandonarnos en ese día tan desgraciado.
«¡El doctor Arístides Arrieta condenado a muerte!».
Volvimos a esperar, sin palabras y sin amenazas, aquel galope que tardaba tantos años en llegar.
«¡Joaquín Meléndez condenado a muerte!».
¿Y si Isabel nos traicionaba?… ¿Y si no llegaban los nuestros? ¿Y quiénes eran los nuestros si éramos unos huérfanos a quien nadie oía? Habíamos vivido tantos años en la espera que ya no teníamos otra memoria.
«¡Nicolás Moncada condenado a muerte!».
¿También Nicolás debía morir? Nos volvimos a mirar las ventanas del Hotel Jardín, inmóvil y ajeno a nosotros. Parecía muy lejano con sus muros rosa y sus rejas negras. Era un extraño adentro de las calles de Ixtepec. Hacía mucho que se había convertido en enemigo y su presencia era un agravio a nuestras penas. Adentro estaba Isabel, otra extranjera. Las mujeres se pusieron a llorar; los hombres, con las manos en los bolsillos, dieron patadas en el polvo y miraron al cielo para disimular su congoja.
«¡Rosario Cuellar, cinco años de cárcel!».
«¡Carmen B. de Arrieta, libre bajo fianza!».
«¡Juan Cariño, libre por no gozar de sus facultades!».
Todo había terminado de acuerdo con la voluntad de los extranjeros y nosotros no nos íbamos de la plaza. Seguíamos esperando.
El sol se incendió detrás de mis montes y los pájaros que viven en los tamarindos comenzaron su algarabía nocturna. En cualquier día de mi pasado o de mi futuro siempre hay las mismas luces, los mismos pájaros y la misma ira. Años van y años vienen y yo, Ixtepec, siempre esperando.
Los militares salieron del curato, sacaron indiferentes sus pañuelos, se limpiaron el sudor y se fueron tranquilos al hotel. ¿A quien le importaba nuestra ira o nuestras lagrimas? No a ellos que se movían tan apacibles como si estuvieran solos. En silencio, la faldas moradas y las camisas rosas se fundieron en las sombras naranjas de la noche.
Si la memoria me devolviera todos los instantes contaría ahora como nos retiramos de la plaza y como cayó polvo sobre el pan caliente de Agustina y cómo esa tarde no hubo nadie que lo comiera.
Diría también como fue la luz de duelo de esa noche y que formas tuvieron sus árboles violetas, pero no lo recuerdo. Quizá la plaza se quedó vacía para siempre y sólo Andrés, el peluquero, siguió bailando muy abrazado a su mujer. Tanto, que ella lloraba al compás de la música y nosotros mirábamos asombrados aquel abrazo. Pero el cinco de octubre no era domingo ni jueves y no hubo serenata ni Andrés bailó con su mujer. Sólo hubo desidia y el nombre de Nicolás Moncada vagando cada vez en voz más baja. Queríamos olvidarlo, no saber nada de él ni de sus hermanos. Nos daba miedo recordarlo y saber que esa misma tarde habíamos renunciado a vivir adentro del paisaje de sus ojos. Ahora sentado en esta aparente piedra, me preguntó una y otra vez: ¿Qué será de ellos? ¿En qué se transformo la tierra que devoro nuestros ojos retratados en ellos?
Después de esta tarde llegó una mañana que ahora esta aquí, en mi memoria, brillando sola y apartada de todas mis mañanas. El sol esta tan bajo que todavía no lo veo y la frescura de la noche puebla los jardines y las plazas. Una hora más tarde alguien atraviesa mis calles para ir a la muerte y el mundo se queda fijo como en una tarjeta postal. Las gentes vuelven a decirse «buenos días», pero la frase se ha quedado vacía de sí misma, las mesas están avergonzadas y sólo las últimas palabras del que se fue a morir se dicen y repiten y cada vez que se repiten resultan mas extrañas y nadie las descifra.
Al amanecer de ese día señalado para los fusilamientos los vecinos salieron a la plaza y a las bocacalles a esperar el cortejo. Se había dicho que a las cuatro de la mañana sacarían a los presos y los llevarían al camposanto, el lugar escogido para la ejecución. La plaza estaba quieta, los almendros del atrio inmóviles, la gente callaba y miraba al suelo que empezaba a volverse ligeramente rosa. Ya todo estaba dicho.
En su cuarto Francisco Rosas con el torso desnudo se reconocía frente al espejo. Una cara extraña lo miraba desde el fondo del azogue. El general paso la brocha de afeitar sobre la superficie del espejo para partir en dos la imagen que tenía frente a sí, pero el rostro, en lugar de deformarse y desaparecer como se descompone y desaparece un rostro reflejado en el agua, siguió mirándolo impasible. El espejo le devolvía una imagen desconocida de sí mismo: sus ojos amarillos eran manchas de aceite que lo miraban desde un mundo vegetal; la luz de la lámpara lo hacía surgir de un rincón sombrío en cuyo fondo brillaba impávida la cal. Se enjabono nerviosamente las mejillas para disfrazar la cara que lo miraba y puso un interés minucioso en afeitarse.
Desde la cama, Isabel medio desnuda lo veía hacer.
—¿Por qué te levantas tan temprano?
Se sobresalto. Las palabras de la joven lo sacaron del mundo cadavérico del espejo. Se cortó el labio superior y la espuma del jabón se volvió rosada como la crema de un helado de fresa. La cara grotesca del espejo lo miró.
—¡Qué preguntas haces! —contestó furioso.
—¿Es cierto lo que va a suceder?
Las palabras de Isabel entraron al espejo como injurias.
—Ya lo sabes… Ya lo sabías —respondió el hombre con brutalidad.
Isabel guardó silencio. Rosas se volvió al espejo para terminar de afeitarse, luego se vistió muy despacio, se hizo la corbata con esmero, eligió dos pañuelos que humedeció en agua de colonia y se los guardó preocupado en el bolsillo de atrás del pantalón. La joven, fascinada, seguía sus movimientos. La sombra alta de Francisco Rosas corría por las paredes imitando sus gestos; el ir y venir de sus botas sobre las losetas resonaba en la bóveda del cuarto. De la calle no llegaban ruidoso Aun no amanecía.
—Yo no tengo la culpa…
Los pasos se detuvieron un instante y el hombre se volvió a mirarla.
—Tampoco yo…
—Yo no soy la única culpable…
—¿Y cuál es mi culpa? ¿Haberte llamado esa noche en los portales? Tú ya te habías ofrecido. No me digas que eres inocente. Sabías lo que querías y me trajiste a tu infierno… ¿Me oyes? ¡A tu infierno!…
Y Francisco Rosas, lívido y amenazante, se acercó a la joven con el puño en alto, dispuesto a deshacerle el rostro a golpes. Los ojos de Isabel, ajenos a su cólera, lo detuvieron.
—Quiero ver a Nicolás. El sabe que yo no invente estas muertes…
—¡Cállate! No quiero oír nombrar más a los Moncada… ¡Nunca más!… Cuando bailaste conmigo lo sabías todo…
—Ya habías matado a Juan cuando me llamaste. —Isabel saltó y acercó su voz al rostro de Francisco Rosas. El general se dejó caer sobre una silla y se cogió la cabeza entre las manos. Era verdad que lo sabía y que sólo por eso la había llamado en los portales. ¿Por qué lo hizo? Nunca lo sabría. Isabel se acercó a él y se inclinó sobre su oído.
—Quiero a Nicolás —ordenó en voz muy baja.
Francisco Rosas levantó los ojos y miró su cara de muchacho.
—Quiero a Nicolás —repitió la cara de Isabel cada vez más parecida a la cara de su hermano.
De afuera llegaron los pasos de los ayudantes acercándose a la puerta del cuarto de su jefe, ya listos para ir a los fusilamientos. Francisco Rosas los oyó llegar y le dio miedo que la joven los oyera. Se levantó, quitó el biombo que cubría la entrada y cerró la puerta. Isabel se precipitó sobre su traje rojo y empezó a vestirse. El general la tomó por los hombros.
—Isabel, óyeme, si, sabía que tu hermano Juan estaba muerto…
La muchacha lo miró. Tiritaba como si tuviera mucho frío.
—Si lo sabía —insistió Rosas.
—Por eso me llamaste. Siempre supe que lo harías…
—Yo no —dijo él, desalentado. Soltó a la joven y se refugió en un rincón del cuarto. De espaldas le llegó el estrépito del furor de Isabel que abría los cajones de la cómoda y revolvía la ropa, lanzando las camisas, los frascos y las corbatas al suelo mientras buscaba algo sin hallarlo.
—¿Qué buscas? —preguntó asustado.
—No sé… No sé lo que busco —dijo ella con un frasco en la mano y dándose cuenta de que no buscaba nada.
El general se acercó a ella, le quitó el frasco de la mano y luego lo dejó caer al suelo.
—No busques, no hay nada… Todavía no lo sabes, pero no hay absolutamente nada.
—¿Nada?
—Nada —repitió Francisco Rosas, seguro de su afirmación.
—Nada —repitió Isabel, mirando su traje rojo a medio abrochar.
El general se sintió aliviado. «Nada son cuatro letras que significan nada», y la nada era estar fuera de ese cuarto, de esa vida, era no volver a caminar el mismo día durante tantos años: el sosiego.
—Pues dame a Nicolás…
—Me lo hubieras pedido antes —gimió Rosas, sintiendo que todavía había algo y que el seguiría rebotando de día en día como una piedra lanzada en una barranca sin fondo.
—Antes… —repitió abrazándose a Isabel como si se afianzara a cualquier mata para detenerse en la caída. Ella, ahogada por el abrazo, siguió tiritando largo rato junto al pecho de su amante.
En el corredor los oficiales evitaban mirarse; hubieran preferido no escuchar la voz quebrada de su jefe, ni la voz desordenada de Isabel. Don Pepe Ocampo se les acercó solicito.
—Ahora les traen un cafecito caliente.
Los oficiales no contestaron; miraron al suelo con pesadumbre y se ajustaron los cinturones. El capitán Flores sacó de uno de los bolsillos de su pantalón una botella de coñac, la pasó a sus compañeros y bebieron un trago.
—Es menester…
—Sólo así se va viviendo —comentó sin verlos. La mañana lo había encontrado en la desgracia. Cada día que pasaba se sentía mas desdichado. El, como Francisco Rosas, esperaba la nada que se obstinaba en disfrazarse de muertes, de barajas, de cantos y de gritos. La compañía de sus amigos ya no lo consolaba. En ese momento las sombras del corredor le servían para esconder sus lágrimas. Les dio la espalda a sus amigos y vio a Luisa envuelta en su bata azul de pie en la puerta de su cuarto. Sumiso se acercó a la mujer.
—Después de este día no esperes nada —dijo Luisa y cerró la puerta de un golpe. Flores se quedó unos instantes frente a las maderas cerradas. No sabía que decir ni qué actitud tomar. El no esperaba nada. Avergonzado, volvió junto a los oficiales.
—Capitán, no debería usted permitirle esos modos. Las mujeres están para obedecer.
Los oficiales sonrieron: Justo Corona siempre decía lo mismo. Hasta hoy, este cinco de octubre, día en que iban a fusilar a un sacerdote y a un joven de veinte años hermano de la querida de su general…
—Mala suerte tiene el hombre con las buscadas y mala con las ofrecidas —comentó Pardiñas, haciendo alusión al retraso de Francisco Rosas.
—A Cruz también se le sublevaron las gemelitas. Todavía no sale. Vaya a llamarlo, Pardiñas, se está haciendo tarde —dijo Justo Corona mirando su reloj pulsera a la luz de la lámpara.
Pardiñas se acercó a la puerta del cuarto de Cruz y llamó con energía; le llegó la voz consternada del teniente coronel.
—¿Quién?
—Mi teniente coronel, ya son las cuatro de la mañana.
—Ya voy —respondió Cruz.
Adentro, Rafaela y Rosa rezaban en voz baja; Cruz, de pie frente a ellas, vestido y afeitado, trataba de obtener su perdón.
—¿Que quieren que haga? No me puedo oponer a las órdenes… «¿Quieren que me fusilen a mi? Oigan, ¿eso es lo que quieren?… ¡Si, quieren verme tirado, despanzurrado a balazos! ¿Y para eso me fingieron afecto? Si lo único que han querido es verme muerto. ¡Niñas, óiganme! Yo soy un hombre que ama a la vida. Soy muy distinto de un cura… ¿Para qué sirve un cura? No ama a las mujeres ni a la vida. Para él es igual morir que vivir… y ahora que lo matemos se va al cielo… En cambio yo no gozo de otra vida ni de otro cielo que el que ustedes me regalan…».
Las hermanas, arrodilladas, continuaron el rezo.
—Está bien, me voy… —dijo Cruz acercándose a la puerta.
Esperó unos instantes y al ver que sus amigas no cambiaban de actitud, dio un puñetazo en el muro.
—¡Quieren verme batido en mi propia sangre pero no lo van a lograr! —Y salió dando un portazo.