I
Después volví al silencio. ¿Quién iba a nombrar a Julia Andrade o a Felipe Hurtado? Su desaparición nos dejó sin palabras y apenas si nos dábamos los buenos días.
Nos faltaba Julia: las serenatas se volvieron muy oscuras sin el resplandor de sus trajes; sus collares de oro no iluminaron más a los arboles de la plaza; a su caballo Cascabel el general le dio de tiros y nada nos quedó de su hermosura. «¡Qué vida, mejor se acabara!» y caminábamos los días que ya no eran nuestros.
Había que olvidar también a Felipe Hurtado, borrar la huella de su paso por Ixtepec; sólo así nos evitaríamos mayores males. «¡Ese hombre era un mago!», se decía don Pepe Ocampo, y receloso sacaba su silla a los portales, la recargaba contra la pared y sentado vela pasar la tarde y sus paseantes. Estaba enojado.
—¡Quítense de mi vista! —decía rencoroso a las pocas gentes que de cuando en cuando se le acercaban. ¿Qué iba a decirles? ¿Qué Rafaela y Rosa ya no cantaban? ¿Qué Luisa y Antonia también guardaban silencio? ¿Y que las cuatro mujeres encerradas en sus nombres vulgares evitaban un encuentro con Francisco Rosas? La insignificancia de sus secretos lo ponía de mal humor. Callado, reconstruía la tarde pasada con el forastero. «¡Me hipnotizó!», se repetía al no recordar las palabras de Felipe Hurtado. Había dejado escapar al único secreto que rozó su vida de hotelero de un pueblo del Sur en donde sólo cae polvo y llegan personajes de última categoría. «¡Y pensar que la tuve aquí mismo tanto tiempo y nunca pude arrancarle una palabra!».
Y recordaba uno a uno los gestos y las sonrisas de Julia; con paciencia descubriría el misterio. «Aquí hubo un milagro y no lo vi…», y las tardes pasaban iguales las unas a las otras delante de sus ojos.
—Por un tiempo es mejor no visitar a Matilde… ¿No te parece?
—Sí, mamá —respondía Conchita apesadumbrada.
Extrañaba el pabellón y el corredor de doña Matilde. El teatro y las pláticas habían terminado, nunca se repetirían aquellas noches. La voluntad del general Francisco Rosas era que Conchita estuviera triste.
—Les va a caer una desgracia. Ni creas que Rosas les perdone lo de Hurtado.
Doña Elvira vaticinaba al oscurecer, asomada a su ventana y mirando con nostalgia las persianas cerradas de los Meléndez.
Doña Matilde clausuró el pabellón y ella y su marido se encerraron en su casa. Sólo su hermano Martín venía a visitarla.
Se decía que don Joaquín estaba muy enfermo, pero nadie se acercaba a informarse de su salud. Sus sobrinos guardaron los trajes de teatro sin terminar y una mañana se fueron a Tetela sin decir adiós a nadie. Pasó mucho tiempo antes de que Nicolás y Juan volvieran a Ixtepec.
Francisco Rosas vagaba sin rumbo por el pueblo. Los amaneceres lo veían volver borracho y los vecinos lo oían arrastrar sus botas sobre el empedrado de mis calles. Del general sólo quedaban sus pasos tambaleantes estrellándose contra sus días. Por las mañanas las criadas comentaban:
—¿Lo oyeron anoche? Iba a casa de las cuscas.
La Luchi temía su presencia: llegaba sombrío y sin la compañía de sus amigos, se dejaba caer en una silla y con un vaso de coñac en la mano esperaba que avanzara la noche. Le daba miedo volver al cuarto del Hotel Jardín en donde encontraba el eco de la voz y la huella del cuerpo de Julia. Cualquier palabra que aludiera a algo sucedido antes de Felipe Hurtado le ponía en guardia y de un puñetazo hacía saltar las mesas y las copas.
La presencia del señor presidente lo incomodaba. Le molestaba la sonrisa y los ojos del loco observándolo. El capitán Flores, amigo de Juan Cariño, trataba de convencerlo.
—Retírese, señor presidente, ya es muy tarde para usted…
—El joven general no debe gritar de esa manera. Me falta al respeto y no tendré más remedio que destituirlo… ¡Señor general, preséntese mañana en mi oficina! Su conducta deja mucho que desear.
Y Juan Cariño abandonaba con dignidad el saloncito de la Luchi. Los asistentes de Rosas lo rodeaban fingiendo estar alegres. Un continuo «¡Mi general!». «¡Mi general!» llenaba las lenguas solicitas. El se quedaba muy quieto, mirándolos con indiferencia, y seguía solo, entregado a sus pensamientos.
—De seguro la niña Julia no le dio la tisana y lo dejó desgraciado para siempre… ¡Ojalá que no acabe como Juan Urquizo! —repetía Gregoria cada vez que se cruzaba con Rosas en los patios del Hotel Jardín y recordaba la noche en que curó a Julia y lo vio llorar atribulado.
Pasaba el tiempo y no nos consolábamos de haber perdido a Julia. Su belleza crecía en nuestra memoria. ¿Qué paisajes andaban mirando aquellos ojos que ya no nos veían? ¿Qué oídos escucharían su risa, que piedras de que calle retumbaban a su paso, en que noche distinta de nuestras noches espejeaba su traje? Nosotros, como Francisco Rosas, la buscábamos y la llevábamos y la traíamos por parajes imaginarios. Tal vez escondida en la noche nos miraba buscarla. Tal vez veía su banco de la plaza abandonado debajo de los tamarindos y escuchaba a la Banda Militar tocar marchas para ella. Tal vez se escondía en los almendros del atrio y sonría al ver pasar a las mujeres enlutadas entrar a la iglesia y después salir buscando la gracia de su escote. Los que salían de Ixtepec volvían siempre con noticias de ella: uno la había visto paseándose por México. Iba del brazo de Hurtado, riéndose como en aquellas noches en que Francisco Rosas la llevaba a caballo hasta Las Cañas. Otro contaba en voz baja haber visto el brillo de su traje en la feria de Tenango y como cuando él se acercó a saludarla se le hizo perdidiza.
—¡De seguro de miedo a que yo le dijera al general su paradero! Otros más creían en su muerte y oían por las noches la risa de Julia rodando por las calles como un fantasma.
—Anoche oímos su risa subiendo y bajando la calle del Correo hasta que se metió por la rendija del portón de los Meléndez, penó por el jardín y luego se encerró en el pabellón. Allí se paso la noche con el riéndose de Rosas y de verlo tan desgraciado por ella.
Y mirábamos al general pensando que Hurtado tenía más poder que el. Francisco Rosas sentía que lo mirábamos y se alejaba como los tigres antes de saltar.
—¡Pobre hombre!
Ana Moncada dejó caer el bordado para espiar detrás de los visillos el paso de Francisco Rosas. Iba ahora con la camisola militar abierta y los ojos cerrados sobre sí mismo.
—¡Míralo, Isabel, ahí va! ¡El solo se castigó! La joven se acercó al balcón y por encima del hombro de su madre vio la figura alta del general, inmóvil en su desdicha, andando calles para ir a la cantina a emborracharse.
—¡Pobrecito!
Isabel volvió a ocupar su silla y clavo ferozmente la vista en el rostro impasible de su madre: «Ya sé lo que piensas, que es justo que expié su pecado»… Desde la noche en que desaparecieron Julia y Felipe Hurtado, Isabel daba vueltas por el corredor y las habitaciones de su casa pisando sombras resbaladizas que la obligaban a dejarse caer de silla en silla. No quería visitar a sus tíos: temía encontrarse con la invisible presencia del forastero flotando en el jardín. Tampoco quería ver el pabellón en donde el escenario envejecía con rapidez. Los restos de aquel mundo que apareció mágicamente la noche de la lluvia, y desapareció la noche en que Francisco Rosas se presentó a reclamar a su rival, la arrojaban a un rincón de polvo. Si estuvieran con ella sus hermanos, su vida seria soportable; no necesitaría hablar; bastaba el principio de una frase:
—Nico, estoy muy triste…
Y detrás de aquellas palabras Nicolás adivinaba el naufragio de los sueños que habían inventado juntos. Con sus padres había que explicarse, dar razones que nunca eran suficientes y sus consejos no la aliviaban. Se habían acostumbrado a la fealdad e inventaban un mundo irreal. Detrás de la apariencia de ese mundo estaba el mundo verdadero, el que ella, Juan y Nicolás buscaban desde niños.
Por las noches, sentada en el salón, no hablaba. Veía a Félix detener los relojes, y aquel gesto ilusorio para escapar al tiempo cotidiano la llenaba de piedad por su padre, preso en un sillón leyendo los periódicos. Su madre, colocada cerca de la luz de un quinqué, continuaba el bordado y alternaba la costura con sorbitos de café que Félix servía de tiempo en tiempo.
—Los políticos no tienen delicadeza.
—¿Delicadeza?
—Sí. ¿Cómo se atreven a creerse indispensables?
Isabel sonrió. Sólo su madre era capaz de decir que Calles no tenía delicadeza, cuando estaba fusilando a todos los que parecían un obstáculo para su permanencia en el poder.
—Es algo más grave que una falta de delicadeza…
Y Martín Moncada continuó la lectura del diario. En aquellos días empezaba una nueva calamidad política; las relaciones entre el Gobierno y la Iglesia se había se habían vuelto tirantes. Había intereses encontrados y las dos facciones en el poder se disponían a lanzarse en una lucha que ofrecía la ventaja de distraer al pueblo del único punto que había que oscurecer: la repartición de las tierras.
Los periódicos hablaban de la «fe cristiana» y los «derechos revolucionarios». Entre los porfiristas católicos y los revolucionarios ateos preparaban la tumba del agrarismo. Hacia menos de diez años que las dos facciones habían acordado los asesinatos de Emiliano Zapata, de Francisco Villa y de Felipe Ángeles, y el recuerdo de los jefes revolucionarios estaba fresco en la memoria de los indios. La Iglesia y el Gobierno fabricaban una causa para «quemar» a los campesinos descontentos.
—¡La persecución religiosa!
Martín Moncada leyó la noticia en el periódico y se quedó cabizbajo. El pueblo hostigado por la miseria entrada en esa lucha.
Mientras los campesinos y los curas de pueblo se preparaban a tener muertes atroces, el arzobispo jugaba a las cartas con las mujeres de los gobernantes ateos.
—¡Esto es muy triste!
Y el padre de Isabel arrojó con violencia el periódico que hablaba del «progreso de México». Su tarea era sembrar la confusión y lo lograba.
—¿Qué te parece? —preguntó doña Ana, para ver si su hija podía decirle algo que la sacara de su estupor. Isabel no contestó; cansada y distraída, escuchaba las noticias del periódico. ¿Qué podía importarle a ella que siguieran lloviendo desdichas si ella era ya tan desdichada? Apática, dio las buenas noches.
—Papa, ¿cuando vienen mis hermanos? —dijo desde la puerta.
—¡Déjalos allá! —respondió impaciente su madre. A Isabel no le interesaba nada; sólo pensaba en ella misma.
—¡Estoy muy solita! —dijo con rencor.
Su padre la miró inquieto. Le preocupaba el descontento permanente de su hija.
Isabel, descorazonada, entró en su habitación, deposito la luz sobre su mesita de noche y se desvistió en silencio. Estada siempre sola. El rostro que aparecía en sus sueños era un rostro que no la había mirado nunca. Melancólica, cuidó que el ropero y la cómoda quedaran bien cerrados; después contó las silabas de la última frase dicha por su madre: «Déjalos allá». ¡Cinco silabas!, y trató de llegar a su cama de cinco zancadas. El último tramo lo hizo de un salta y cayó en la cama enredándose en el velo del mosquitero. Así se evito oscuras desdichas que la acechaban en el porvenir. En ese mismo cuarto había dormido muchos años con sus hermanos; cuando crecieron, su madre se los llevó a otra habitación. Ahora que Isabel estaba sola sentía mucho miedo, como cuando era niña y entraba debajo del mosquitero blanco que flotaba en la noche como un fantasma en un mar oscuro. El quinqué encendido era el único faro. Se vio de niña llamando a Nicolás.
—¡Nico!…
Su voz atravesaba el cuarto y vagaba en las tinieblas de los rincones intactas a la luz del petróleo.
—¿Tienes miedo, Isabel? La voz de su hermano le llegaba protectora desde la cama vecina.
—Son las velas… ¿Crees que mi cabito ya se está acabando?
Y Nicolás e Isabel bajaban de la mano hasta el cuento de Dorotea. Asustados, se encontraban debajo de la bóveda subterránea donde se guardan las vidas de los hombres. Ardían millones de velas de distintos tamaños; algunas eran ya pabilos chisporroteantes. La mujer negra que se paseaba entre ellas se acercaba y las apagaba de un soplo. Entonces los dueños de las velas morían sobre la tierra. Nicolás salía del cuento con la voz insegura.
—Tú vela está del mismo tamaño que la mía…
Doña Ana entraba en la habitación.
—¡No dejan dormir a su hermano!
Descorría el pabellón de Nicolás, se inclinaba y le daba un beso. Después iba hacia ella, que rehusaba la caricia; después hacia Juan.
—¡Sueñen con los ángeles!
Su voz era distinta. Daba unos pasos por el cuarto, se inclinaba sobre el quinqué y lo apagaba de un soplo. Los tres niños quedaban en sus navíos, solos, rumbo a la noche.
—Nicolás, ¡no quiero a mi mamá!
—Ya sé que nunca la quieres en la noche —respondía el niño.
«¿Cuándo volverán mis hermanos?…». Y por la cabeza de Isabel Moncada cruzaron pensamientos sombríos que ennegrecieron la noche.
—¿Tu entiendes algo de lo que pasa en México…? ¿Qué quieren estas gentes del Gobierno?
—No sé, mamá —contestó Conchita, que pensaba en Nicolás Moncada y en sus días gastados uno a uno entre las paredes de su casa.
—¿Ves? Nadie entiende nada.
Doña Elvira arrojó los periódicos al suelo y se meció con impaciencia en su sillón. ¿Qué otra cosa podía hacer? Había voluntades extrañas a la suya destruyendo uno a uno los pequeños placeres cotidianos. «¡No se acaban nunca los Justinos!», pensó sin ningún remordimiento por bautizar así a los tiranos con el nombre de su marido.
Ella no pedía nada: oír cantar a sus canarios, guardar las fiestas, mirar al mundo adentro de su espejo y platicar con sus amigos. Y no lo lograba: enemigos lejanos convertían en crimen todos los actos inocentes. Nunca volverían los días tranquilos ni las fiestas. Rencorosa, miró los periódicos tirados por el suelo.
—¡Inés, recoge los periódicos! Este salón parece una garita.
Entró Inés sin hacer ruido, el traje violeta y las trenzas negras impasibles, se inclinó y luego tendió los diarios a la señora. Doña Elvira buscó curiosa las fotografías.
—¡Qué carita! ¡Qué carita! ¿Ven? Nunca sonríe. Está hecha para leer sentencias de muerte.
Inés y Conchita se inclinaron sobre su hombro para mirar la cara del Dictador repetida varias veces en los diarios.
¿Qué puede esperarse de un turco como Calles?…
—¿Y qué me dicen del manco? —agregó señalando la cara regordeta de Álvaro Obregón.
—No van a tener buen fin —dijo Inés convencida de sus palabras.
—Pero antes, nosotras tendremos días peores.
—Sí, pero de que acaban mal, ¡acaban! —insistió Inés sin inmutarse.
Tiempo después, la muerte de Álvaro Obregón, ocurrida de bruces sobre un plato de mole, en la mitad de un banquete grasiento, nos produjo una gran alegría a pesar de que estábamos ocupados en la más extrema violencia.