II

Caía la tarde. El grito de los voceadores de los diarios que anunciaba la suspensión de los cultos religiosos atravesó mis calles, se introdujo en los comercios, penetró en las casas y puso en movimiento al pueblo. La gente salió a la calle, formó grupos y se dirigió al atrio de la iglesia.

—¡A ver si nos dejan sin santos!

Bajo la luz violeta de la tarde, la muchedumbre fue creciendo.

—¡Vamos a ver quién desmadra a quien!

Encerrados en una ira en voz baja, los pies descalzos curtidos por las piedras y las cabezas descubiertas, los pobres se agruparon bajo las ramas de los almendros.

—¡Virgen de Guadalupe, ayúdanos a chingar a estos cabrones!

Los gritos se sucedían de cuando en cuando, luego volvía el silencio. Mientras esperaban, los hombres fumaban cigarrillos baratos y las mujeres cuidaban a sus hijos. ¿Qué esperábamos? No lo sé, sólo sé que mi memoria es siempre una interminable espera. Llegaron las señoras y los señores de Ixtepec y se mezclaron con los indios, como si por primera vez el mismo mal los aquejara.

«¿Qué pasa?» era la pregunta que estaba en los labios de todos. A las siete de la noche aparecieron los primeros soldados: llevaban el rifle al hombro con la bayoneta calada. Impasibles, tomaron posiciones para cerrar la posible retirada de los invasores del atrio. Se extendió un gran murmullo; los soldados oyeron llegar hasta ellos la marejada del rencor y permanecieron inmóviles. Las sombras calientes de la noche bajaron de las copas de los almendros y cubrieron el atrio.

Don Roque, el sacristán, se abrió paso entre la muchedumbre. Venía lleno de polvo y con el pelo en desorden.

—¡Váyanse a sus casas!

La multitud permaneció sorda a la voz de don Roque y el atrio se llenó de fogatas, de cirios encendidos y de rezos. Al amanecer llegaron los habitantes de los pueblos vecinos y la muchedumbre aumento, se levantó una gran polvareda que se confundió con las preguntas, el humo de las fogatas, los ¡arre burro!, y los olores de la comida preparada al aire libre. Grupos de borrachos dormían tirados en el polvo; las mujeres envueltas en sus rebozos reposaban inmóviles.

Los años han pasado y aquella inmensa noche en que velamos a la iglesia se aparece en mi memoria con la claridad de una luciérnaga; también como una luciérnaga se me escapa.

Apareció la raya naranja que anuncia la mañana; la luz subió por el cielo y nosotros seguíamos en el atrio; teníamos sueño y sed pero no queríamos abandonar a la iglesia en las manos de los militares. ¿Qué haríamos sin ella, sin sus fiestas, sin sus imágenes que escuchaban pacientes los lamentos? ¿A que nos condenaban? ¿A penar entre las piedras y a trabajar la tierra seca? ¿A morir como perros callejeros, sin una queja, después de llevar su vida miserable?

—¡Vale más morir peleando! —gritó un hombre arrojando su sombrero al aire. Los demás contestaron a su grito con ayes prolongados que corearon después con «hijos de la chingada» todas las voces de Ixtepec.

Alrededor de la iglesia abundaban los vendedores de aguas frescas y de tacos olorosos a cilantro. Los soldados, siempre en su puesto, veían de perfil, con un solo ojo ávido las golosinas inalcanzables para la disciplina militar. Don Roque anunció que antes de la suspensión de los cultos el señor cura daría la bendición a los que la pidieran y bautizaría a los inocentes que no habían recibido el sacramento. Las palabras del sacristán sonaron graves y la gente guardó silencio. El padre Beltrán apareció en la puerta de la iglesia y se formaron colas pacientes que avanzaron de rodillas hasta el sacerdote. El día también avanzó despacio, llovía polvo y el sol pegaba ardiente sobre las cabezas. El padre oficiaba entre cenizas; parecía muy viejo metido en su sotana de cura de treinta años. ¡Ah, si Dios quisiera oírlo y quitar un poco de desdicha de las espaldas de aquellos desgraciados! Sintió que en esos momentos vivía los innumerables días que no había de vivir. Charito, con la banda azul de Hija de María cruzada al pecho, gritaba:

—¡Correrá la sangre de los mártires!

Sus gritos confundidos con los gritos de los vendedores de golosinas no distraían al padre de su súbita vocación. De pie, imbuido de unos poderes desconocidos, vio avanzar el día sin alejarse de la puerta de la iglesia. Cuando oscureció, de la Comandancia Militar llegó la orden de desalojar el templo a las doce de la noche. Nos quedaban cuatro horas para despedirnos de un lugar que nos había recibido desde niños. La gente se arremolino: todos querían entrar a la iglesia por última vez. El padre abandono la puerta y muy pálido se colocó al pie del altar mayor.

Bajo la nave central, en medio de la multitud, Dorotea se encontró con Isabel y su madre. Las tres llevaban las caras sudorosas y los velos negros ajados.

—Debemos salir antes de las doce —dijo la señora Moncada.

—Voy a ver al general —anunció Dorotea mientras una marejada de fieles la separaba de sus amigas.

—¡Voy con usted!

Doña Ana se abrió paso entre la gente para llegar hasta donde estaba Dorotea y juntas salieron a la calle. Isabel se quedó sola esperando la vuelta de su madre. La muchedumbre la traía y la llevaba como el agua mece a una planta acuática. Fascinada, se dejaba llevar de un lado a otro. Sintió que un poder ajeno a ella la apartaba de la gente y la llevaba a un lugar desconocido donde se encontraba sola.

—¡Hijo de siete madres no verá la luz del día!

La amenaza corrió de boca en boca, Isabel la oyó llegar y alejarse girando entre los pilares de la nave. Francisco Rosas atravesó mares de centellas y abajo, muy abajo, quedaron las palabras dichas en la iglesia. «No nos teme», se dijo la joven, y la imagen del general surgió sobre las cabezas de los fieles. Francisco Rosas vivía en un mundo diferente del nuestro: nadie lo quería y el no quería a nadie; su muerte no significaba nada, ni siquiera para el mismo: era un desdichado. Tal vez como ella y sus hermanos tampoco había encontrado el secreto que buscaba desde niño, la respuesta que no existía.

«… Isabel, ¿crees que los montes existen?».

La voz niña de Nicolás llegó a sus oídos y desde la iglesia en llanto se fue a la mañana en que ella y sus hermanos se escaparon de su casa y un arriero los devolvió a sus padres ya muy entrada la noche. Habían subido a un monte espinoso lleno de iguanas y cigarras. ¡Eso no era un monte! Desde sus tierras pedregosas veían los montes verdaderos: azules, hechos de agua, muy pegados al cielo y a la luz de los ángeles. Los vecinos comentaron delante de sus caras rojas por el sol y sus lenguas hinchadas por la sed: «¡Los Moncada son malos!».

Tal vez Francisco Rosas era malo porque había buscado aquel monte de agua sin hallarlo. Sintió compasión por el general. Miró a las gentes agrupadas a su alrededor y no se reconoció en ellas. ¿Qué hacía allí? Apenas creía en Dios y la suerte de la iglesia la dejaba indiferente. Vio a su madre que se abría paso entre la muchedumbre para acercarse a ella. «Ahí viene, muy afligida y siempre está hablando mal de los curas…».

—¡No nos recibió!

Las palabras de su madre no la afectaron y la figura afligida de Dorotea la dejó indiferente. Sabía que para la vieja la iglesia era su casa y los santos su única familia; hablaba de ellos como de sus conocidos. «Dorotea es prima de la Virgen y amiga intima de San Francisco», decía riendo Nicolás. En ese momento el desconsuelo de su amiga le produjo un goce extraño. Si pudiera daría el salto para colocarse al lado de Francisco Rosas: quería estar en el mundo de los que están solos; no quería llantos compartidos ni familiares celestiales. Su madre la llamó varias veces; sintió que la tomaban del brazo y con firmeza la conducían entre la gente. Se encontró con el aire perfumado del atrio y con la cara de su madre que la miraba de muy cerca. Luego en silencio cruzaron mis calles apagadas y llegaron a su casa.

—Es un hombre muy extraño… Tan joven…

Isabel no respondió al comentario de su madre. Doña Ana se desprendió el velo negro y se miró indiferente en el espejo. Su hija sentada en el borde de la cama no dio importancia ni a sus palabras ni a sus gestos. Anda muy lejos su cuarto caminando un porvenir que empezaba a dibujarse en su memoria.

—Va a haber muertos —agregó la señora.

Cayó el silencio entre las dos. Se oía el tictac del reloj puntual como una hormiga que corriera sobre un mueble.

Félix había olvidado detener el tiempo y la joven se dejaba llevar por sus pasos precisos a un futuro que lucidez. Su madre abrió el ropero para guardar el chal y un olor a naftalina y a perfume se escapo de sus puertas. Su padre entro en la habitación. El no había ido al templo; delante de él Isabel bajo los ojos, se sintió culpable. Lejanas llegaron las doce campanadas de la torre de la iglesia y los Moncada se miraron y esperaron. Unos minutos más tarde se oyeron los primeros disparos; parecían cohetes.

—Va a haber muertos… —insistió Ana.

La calle se llenó de carreras y quejidos. Dispersaban a la gente y ésta huía despavorida ante las descargas cerradas de los máuseres. Don Martín encendió un cigarrillo y volvió el rostro a la pared. Le pareció que la cal del muro se salpicaba de sangre.

—¡Papa, papa! A mí no me entiende nadie… ¡Nadie! —gritó Isabel abrazándose a él.

—¡Cálmate! —dijo su padre alisándole los cabellos.

—¡Nadie! —insistió Isabel sacudida por los sollozos.

—Estas muy nerviosa…

Y doña Ana se fue a la cocina a preparar una bebida de tila para la niña Isabel.

A las cuatro de la mañana los últimos invasores del atrio abandonaron sus puestos. Bajo los almendros quedaron mujeres con las cabezas rotas a culatazos y hombres con las caras destrozadas a puntapiés. Sus familiares los arrastraron fuera de allí y los soldados victoriosos cerraron las puertas de la iglesia y echaron cadenas y candados a las rejas del atrio. Luego, excitados por la pelea, cazaron a balazos algunos perros callejeros que husmeaban la comida abandonada por los católicos. En la mañana el orden tan querido por los gobernantes se había restablecido: bajo el sol brillante, los cadáveres de los perros, los rebozos ensangrentados, los huaraches impares perdidos en la huida y las ollas de comida rotas eran despojos de la batalla de los pobres. Cordones de soldados vigilaban el destrozo.

Ese día Ixtepec no abrió ni sus balcones ni sus comercios. Nadie caminó mis calles y Francisco Rosas se encerró en el hotel. Por la tarde apareció Dorotea con sus guirnaldas de flores. Iba como siempre, de prisa y hablando sola. Al llegar al atrio, ignoró los montones de basura que estorbaban el paso y la presencia de las tropas; con mano segura intento abrir las rejas cerradas con candado. Los soldados la detuvieron.

—¡Eh, señora!

—¡Hombres de Dios! —respondió la vieja.

Los soldados se echaron a reír, se acercaron a ella, le arrebataron las guirnaldas y las lanzaron lejos. El golpe de las flores sobre las piedras levantó miles de moscas que zumbaron enojadas alrededor de los cadáveres de los perros. Luego los hombres hicieron como si la fueran a ensartar con la punta de su bayoneta y sus risotadas estallaron feroces en el atrio vado. Dorotea, vencida, se sentó a llorar en medio de la calle. Parecía una piedrita mas tirada junto a los montones de basura.

—¡Váyase a su casa, abuelita! —Le suplicaron los soldados cuando la vieron llorar. Sus ruegos sonaron huecos en el pueblo callado y Dorotea, sentada en medio de la calle, lloró hasta muy entrada la noche.

Siguieron unos días callados y luego volvieron los motines inútiles y sangrientos. Me invadió un rumor colérico. Yo ya no era el mismo con la iglesia cerrada y sus rejas vigiladas por soldados que jugaban en cuclillas a la baraja. Me preguntaba de donde vendrían aquellas gentes capaces de actos semejantes. En mi larga vida nunca me había visto privado de bautizos, de bodas, de responsos, de rosarios. Mis esquinas y mis cielos quedaron sin campanas, se abolieron las fiestas y las horas y retrocedí a un tiempo desconocido. Me sentía extraño sin domingos y sin días de semana. Una ola de ira inundo mis calles y mis cielos vacíos. Esa ola que no se ve y que de pronto avanza, derriba puentes, muros, quita vidas y hace generales.

«¡No hay mal que dure cien años!…». «¡El que al cielo escupe a la cara le cae!», gritaban desde los arboles y los tejados. Francisco Rosas oía los gritos y disminuía el paso. «¡Mira, Francisco, te vale que soy mansito!». El general, sonriente, buscaba la cara del que profería la amenaza. Parecía que había olvidado a Julia y que ahora era a nosotros a quien buscaba. Si tuvo miedo no lo demostró pues a los pocos días convirtió al curato en Comandancia Militar y una tarde señalada mando hacer una hoguera con las imágenes del templo. Así fue como vi arder a la Virgen y vi también su manto convertido en una larga llamarada azul. Cuando esto sucedía los militares entraban al curato y volvían cargados de papeles que arrojaban a la hoguera sin ningún sobresalto. En la plaza quedó un montón de cenizas que se disperso poco a poco.

El padre Beltrán desapareció. Decían que había huido. ¿Por dónde? ¿Por el camino de Tetela, por el de Cocula? Yo no lo vi salir ni sabía que anduviera por mis montes. Se decía también que estaba detenido en Ixtepec y que los militares pensaban matarlo cualquier noche. Nosotros preferíamos creerlo andando por un camino seguro, lejos de Rosas, con su larga sotana flotando entre las milpas verdes.

«Fue a avisar lo que sucede y vendrán fuerzas a salvarnos». Y mientras esperábamos, aparecieron los primeros carteles pegados en las puertas de las casas y del curato. En los carteles estaba el Paño de la Verónica con el Rostro de Cristo y una misteriosa leyenda: «¡Viva Cristo Rey!». También empezaron los balazos nocturnos. Amanecían soldados muertos en el mercado; algunos llevaban en sus dedos engarruñados por la muerte la cuchara de plomo con la que cenaban pozole perfumado de orégano. Los hombres de Ixtepec desaparecían y en las mañanas encontrábamos los cuerpos de algunos, mutilados y tirados en los llanos que me rodean. Otros más se nos perdían para siempre o se iban a no sabíamos donde. Se prohibió el uso de las linternas sordas para ayudarse a caminar en lo oscuro. «¡No aluce, cabrón!» y un balazo callaba la luz. Empecé a tener miedo del castigo y miedo de mi cólera. En las noches encerrados en las casas espiábamos.

—«¿Vendrán?».

No. Nadie venía. Nadie se acordaba de nosotros. Sólo éramos la piedra sobre la cual caen los golpes repetidos como una imperturbable gota de agua.

Era viernes. La noche estaba inmóvil, se oía el respirar pesado de las montanas secas que me encierran, el cielo negro sin nubes había bajado hasta tocar tierra, un calor tenebroso volvía invisibles los perfiles de las casas. La calle del Correo callaba, ninguna raya de luz rompía sus tinieblas. Tal vez serían las dos de la madrugada cuando se escuchó una carrera que resonó en Ixtepec como el redoble de un tambor. Otras carreras la siguieron, los zapatos restallaron en el empedrado como latigazos rápidos. Alguien huía y muchos pasos frenéticos lo seguían de cerca. La primera carrera se detuvo en seco. Se oyó su respiración jadeante; los otros pasos también se detuvieron y entonces se oyeron voces sofocadas.

—¡Dale! ¡Dale!

Cayeron piedras que retumbaron sobre las piedras y se estrellaron en las maderas de las ventanas; otras rodaron frenéticas y sacaron chispas al empedrado de la calle. Adentro de las casas la gente se quedó quieta: estaban matando a alguien.

—¡Dale! ¡Dale más!

Las voces pedían más piedras. Un hombre pidió auxilio.

—¡Ábranme, padrecitos! ¡Socórreme, Jesús bendito!

Las voces asesinas cayeron roncas sobre la suya.

—¡Ahora te socorremos, cabrón!

Una lluvia de piedras cayó sobre su suplica. La voz prendida a los barrotes del balcón de doña Matilde gimió:

—Virgen purísima…

Una última piedra estallo sobre ella y la apago.

—¡Vámonos! —dijeron las voces sanguinarias.

—Sí, luego venimos a recogerlo.

—¿Cómo que luego? Hay que llevárselo ahorita.

—Nos va a ensuciar de sangre —dijo una voz quejumbrosa.

—Es cierto. Mejor esperamos al rato, que ya no cuele.

Se oyó el ruido de un zaguán que crujía y de unas trancas cayendo.

Las voces guardaron silencio. Cruzaron la calle, se replegaron en el portón del Correo y desde allí espiaron. ¿Quién era el piadoso? Doña Matilde en camisón salió a la calle llevando en la mano un quinqué encendido. Avanzó tentaleando entre las sombras que su luz no alcanzaba a romper.

—¿Dónde? ¿Donde, hijo mío?…

Los asesinos echaron a correr y la señora al oír la carrera se detuvo. «Van a dar la vuelta a la manzana para caerme al llegar a la esquina» y no pudo avanzar. Los pasos se alejaron veloces y la noche volvió al silencio. Pegada al suelo por el miedo, la señora miraba sin mirar la oscuridad que la rodeaba y que su pequeña luz no deshacía.

Sintió que los segundos caían sobre ella como enormes cenizas. Desde la acera de enfrente las Montúfar la miraban a través de los visillos. También ellas estaban mudas por el miedo y fascinadas veían a doña Matilde que levantaba y bajaba el quinqué como si estuviera conjurando las sombras. «Apenas tengo tiempo» y trató de avanzar, pero el suelo se hundió bajo sus pies. Nunca se había dado cuenta de lo alejado que quedaba su balcón de la entrada de su casa. Cuando llegó a su ventana encontró el silencio que se produce en el lugar donde se ha cometido un crimen; el cuerpo no estaba y la sangre huía rápida entre las piedras. «Se lo llevaron», y doña Matilde miró interrogante los barrotes y el muro ensangrentado. De la acera de enfrente los Montúfar le hacían señas que ella no veía. «Ojalá que Nico y Juan lleguen a su casa»… Un grupo de ojos ardientes la espiaban desde la contraesquina de las calles de Alarcón y del Correo. Los asesinos habían dado la vuelta a la manzana y la miraban ávidos desde lo oscuro. Doña Matilde giró sobre sí misma, buscando; luego rehízo su camino, entró a su casa y cerró el portón. La noche sin aquel círculo de luz volvió a las sombras. El racimo de ojos asesinos se desplazó cauteloso hasta el lugar del crimen.

—¡Ora si! —dijo una voz muy baja.

—¿Qué pasa? —preguntó la voz quejumbrosa, casi en un suspiro.

—¡Quién sabe! —respondieron dos voces atemorizadas.

—Esto de meterse con Dios no es bueno… volvió a decir la voz apesadumbrada.

—Se nos fue el difunto…

—Vámonos de aquí…

Y las voces quedas se alejaron de la casa de doña Matilde.

La noche volvió al silencio. Media hora después, del otro lado de Ixtepec, cerca de las Trancas de Tetela se oyeron los cascos de cuatro caballos.

—Algo pasó…

—Si… no vinieron. Vamos a entrar —ordenó Nicolás en voz muy baja.

Su hermano y dos caballerangos que acompañaban a los jóvenes tomaron el camino de la casa de los Moncada. Un grupo de soldados les salió al paso y los detuvo.

—¿Quién vive?

—¡Gente de paz! —respondió Juan Moncada.

—Está prohibido caminar a estas horas.

—No lo sabíamos. Venimos llegando de Tetela —volvió a contestar Juan Moncada.

—Pues quedan detenidos.

—¿Detenidos? —gritó colérico Nicolás.

—Sí, no vaya a ser que sean de los que andan cazando soldados en la noche.

Unos de los hombres cortaron cartucho y se echaron el rifle al hombro, mientras otros arrebataron las riendas de las manos de los Moncada. Luego los encaminaron al curato convertido en Comandancia Militar. Al cruzar el patio sembrado de naranjos, un fuerte olor a alcohol se mezcló con el perfume de las ramas de los arboles. Los condujeron a una habitación que había sido del padre Beltrán. El orden antes implacable de aquel cuarto había sido trocado por un desorden de colillas, de papeles y de huellas groseras en el encalado de los muros. Los clavos que sostuvieron imágenes santas suspendían ahora el rostro torvo del Jefe Máximo de la Revolución, título que se había otorgado el Dictador, y la cara regordeta de Álvaro Obregón.

—¿Y el padre? —preguntó Juan Moncada.

—Anda huido… —contestó un soldado.

—Ahora es ley que los padres andén detenidos, por eso se huyó —agregó otro de los hombres.

—¿A qué horas nos van a soltar? —dijo Nicolás impaciente.

—Nomas que llegue el general. El nunca se tarda cuando se trata de colgar pelados.

Los hermanos guardaron silencio y los hombres se pusieron a jugar a los naipes. El cuarto se llenó de humo de cigarrillos amargos y de gritos.

—¡Tercia de espadas!

—¡Caballo de oros!

—¡Rey de copas!

Los nombres de las cartas brillaban unos segundos en el cuarto sucio. Cada reina, cada caballo derribaba los muros manchados y dejaba entrar a los personajes luminosos de la noche.

—Un «Farito», joven… —ofreció humilde uno de los soldados. Nicolás aceptó sonriente el tabaco.

—Para espantar el sueño —agregó el hombre a guisa de excusa.

Nicolás encendió los cigarrillos y los dos se miraron a los ojos.

—La vida no es como uno quisiera que fuera —dijo soldado bajando los parpados, avergonzado.

Fumaron en silencio. Nicolás a horcajadas en la silla y con la mirada huraña; el otro buscándole los ojos.

—Hay que escoger entre el placer de uno y… el de los otros —dijo el hombre en voz muy baja.

Nicolás sonrió ante la delicadeza del hombre que cambiaba la palabra vida por la palabra placer. Y el soldado supo que no quedaba rencor entre los jóvenes y sus aprehensores.

Del patio de naranjos llegaron voces y pasos.

Los soldados se pusieron de pie, guardaron los naipes y se alisaron las mechas negras.

—¿En dónde están los conjurados?

—Por aquí, mi general.

La puerta se abrió de golpe y Francisco Rosas apareció frente a los hermanos. Se detuvo y los miró con fijeza. Observó sus botas sucias, sus pantalones arrugados por el viaje y sus caras tostadas por el sol. A un lado estaban sus morrales; sobre una mesa, sus pistolas.

—Buenas noches… ¿De dónde vienen a estas horas?

—De Tetela. Preferimos viajar de noche para evitar el calor. —Contestó Juan Moncada.

El general los miró unos segundos y luego se volvió a sus hombres.

—¿No ven que son los Moncada?

Los soldados se quedaron impasibles.

—Ya pueden irse —dijo Rosas, disgustado.

Juan y Nicolás recogieron sus morrales.

—Dejen aquí las armas —ordenó el general suavizando la voz para no suavizar su poder.

—Buenas noches.

Y los Moncada se dispusieron a partir.

—¡Oigan!… En sus andanzas ¿no se encontraron con Abacuc? —preguntó Francisco Rosas fingiendo indiferencia.

Abacuc era un antiguo zapatista. Cuando Venustiano Carranza asesinó a Zapata, Abacuc guardó silencio, dejó las armas y se dedicó al pequeño comercio. Viajaba de pueblo en pueblo, montado en una mula, vendía baratijas y se negaba a hablar del gobierno carrancista. Enigmático, vio como después Obregón asesinó a Carranza y tomó el poder para más tarde pasárselo a Calles. El, Abacuc, siguió vendiendo sus collares de papelillo, sus arracadas de oro y sus pañuelos de seda, mientras el grupo en el Gobierno asesinaba a todos los antiguos revolucionarios. Al empezar la persecución religiosa, Abacuc y su mula cargada de fantasías desaparecieron de los mercados. Se decía que se había ido a la sierra y que desde allí organizaba la sublevación de los «cristeros».

—No lo vimos, general —respondió muy serio Nicolás.

—Se le está juntando mucha gente —dijo Rosas con desgano.

—Parece.

Francisco Rosas levantó una mano en señal de despedida.

—Nos vemos, Moncada…

Y Rosas les dio la espalda. Los hermanos salieron del curato. Rayaba el día cuando cruzaron el portón de su casa.