XI
El día amaneció radiante y nuevo. Las hojas fortalecidas por la lluvia brillaban en todos los tonos del verde. Del campo llegaba un olor a tierra nueva y de los montes húmedos se desprendía un vapor cargado de esencias. El río, crecido después de tantos meses de sequía, avanzaba por su cauce amarillo llevando ramas rotas y animales ahogados. Por el aire fresco de la mañana corrió la voz: «Anoche el general mató al capitán Álvarez». Había quien oyó un grito en medio de la lluvia: «¡Vuélvete Damián Álvarez, que no quiero matarte por la espalda!», que pero no podía jurar que era la voz de Rosas.
—Yo no sé nada. El llegó borracho y abrió la puerta de su cuarto de un puntapié. Luego me pareció que lloraba… pero nada de lo que digo me consta. Ya era muy tarde y no sé si lo oí… También pude soñarlo —decía don Pepe Ocampo.
No supimos quien recogió el cuerpo de Damián, pues cuando amaneció ya estaba tendido en la Comandancia Militar. Nosotros pasamos frente al edificio y frente a los balcones del hotel, pero no logramos oír nada. En los dos lugares se guardaba el secreto y lo único que supimos era lo que ya sabíamos: que Damián Álvarez había muerto esa noche cerca de la entrada del Hotel Jardín. Por orden de Francisco Rosas los militares con una cinta negra en la manga de la guerrera hicieron guardia ante el cuerpo del oficial.
A eso de las cuatro de la tarde Rodolfito Goríbar cruzo el pueblo acompañado de sus pistoleros y entro a la Comandancia. Iba de negro a presentar sus condolencias.
—«¡Mejor hubieras sido tu!», dijimos a su paso. «¡Hierba mala nunca muere!», nos contestamos viendo la seguridad con que entraba al recinto vedado a nosotros. Desde la muerte de Ignacio, su figura delicada aparecía poco en mis calles. No había vuelto a mover las mojoneras. Tal vez tenía miedo y prefería esconderse cerca de su madre. Al oscurecer, en la capilla de doña Lola empezó el novenario por el descanso del alma del capitán Álvarez. El rosario lo llevaba la señora y lo contestaban su hijo, los pisto1eros y los criados. A nosotros no nos invitaron.
En el hotel no se oyeron las voces de los amantes ni se abrieron las puertas de su cuarto. Se hubiera dicho que también ellos habían muerto. Ya de noche Francisco Rosas, muy pálido, se presento en el velorio para hacer una guardia frente al cuerpo del oficial. Las gemelas aprovecharon su ausencia para ir al cuarto de Antonia.
—¡Pobrecito, morir a los veintitrés años!
Antonia las miró asustada. Le parecía increíble que el recuerdo tibio del cuerpo de Damián fuera ya solo un recuerdo y que nadie, nunca más, volviera a sentir aquel calor que la acompaño a ella toda una noche.
—¿Y por qué fue? —preguntó la jovencita con miedo.
—¿Tu tampoco lo sabes? —dijeron perplejas las hermanas.
—No… No lo sé —murmuró Antonia. Y de verdad no lo sabía.
Las tres jóvenes se quedaron absortas buscando él porque de la muerte de Damián Álvarez.
—Fue por Julia —afirmo Luisa desde la puerta, pero ni ella ni las otras creyeron sus palabras. La muerte enigmática del capitán ensombreció los cuartos en los que vivían secuestradas las mujeres.
Al amanecer volvieron los militares a cambiarse de ropa y a afeitarse. Venían hoscos. Tomaron un café caliente y después se presentaron de nuevo en la Comandancia Militar donde los esperaba Damián Álvarez metido en su uniforme atravesado por las balas y todavía húmedo por la lluvia que lo acompaño en su muerte. Muy temprano fue el entierro y ese lunes quedó en mi memoria como «el lunes que enterraron a Damián Álvarez». Se le tributaron honores y su nombre estuvo en boca de todos.
Después de unos días empezamos a olvidar a aquel que murió por causa de Antonia, la hija del gachupín Paredes. Justo Corona no lo olvido. Tiró su pistola al río, y a nadie le dijo nunca que hizo la noche de la muerte de Damián, pues volvió al hotel cuando ya rayaba el día.
Ya no volvimos a ver el agua. Un calor blanquecino y ardiente devoraba las matas de los montes y volvía invisible el cielo. Ardían los jardines y las cabezas de los hombres.
—Ya se sabe que cuando el calor sube así ocurren desgracias —decía don Ramón para no salir de su casa. Pensaba que el tiempo borraría su humillación y para guardar su prestigio, cuando menos dentro de su casa, agregaba:
—¡Esos tiros eran para mí! Yo vi claramente que Rosas iba a matarme, pero mi valor y cierta astucia me salvaron de esa situación desagradable. El general es un hombre primario al que se desconcierta con la inteligencia.
—Y ya ves, ese pobre de Damián Álvarez recibió la muerte que era para ti —contestaba su mujer compadecida.
—Debemos ir a México a darle las gracias a la Virgen de Guadalupe que ilumino a mi papacito en esas horas de peligro —agregaban sus hijas, llenas de admiración por el valor de su padre.
Don Ramón las escuchaba sin oírlas. Se sentía solo y aterrado. Recordaba al coro de jóvenes riendo mientras el barría la cantina y un calor extraño le devoraba las orejas. «Todos deben saberlo», se decía con amargura y maldecía al pueblo y a sus conocidos, testigos de su humillación.
—¡A este pueblo lo deberían incendiar, arrasar, hasta que no quedara piedra sobre piedra! —decía indignado mientras el rencor le roía las horas del sueño y las comidas y sus semanas y su casa caían desmenuzadas por las lenguas que comentaban risueñamente su aventura. «¡Vaya, hasta que Francisco Rosas hizo algo bueno! ¡Hacer trabajar a Ramón Martínez!».
También para mí aquellos días eran amargos. Es curiosa la memoria que reproduce como ahora tristezas ya pasadas, días lisonjeros que no veremos más, rostros desaparecidos y guardados en un gesto que acaso ellos no se conocieron nunca, palabras de las cuales no queda ya ni el eco. En su primera noche en Ixtepec, Felipe Hurtado había dicho a sus huéspedes: «Lo que falta aquí es la ilusión». Sus amigos no lo entendieron pero sus palabras quedaron escritas en mi memoria con un humo incandescente que aparecía y desaparecía según mi estado de ánimo. La vida en aquellos días se empanaba y nadie vivía sino a través del general y su querida.
Habíamos renunciado a la ilusión.
¿Donde quedaba mi cielo siempre cambiante en sus colores y sus nubes? ¿Dónde el esplendor del valle amarillo como un topacio? Nadie se preocupaba de mirar al sol que caía envuelto en llamaradas naranjas detrás de los montes azules. Se hablaba del calor como de una maldición y se olvidaba que la belleza del aire incendiado proyectaba los rostros y los arboles humeantes en un espejo purísimo y profundo. Ignoraban las jóvenes que el reflejo de sus ojos era el mismo que el de la luz inmóvil de agosto. En cambio, yo me veía como joya. Las piedras adquirían volúmenes y formas diferentes y una sola me hubiera empobrecido con sólo moverse de lugar. Las esquinas se volvían de plata y oro. Los contrafuertes de las casas se abultaban en el aire de la tarde y se afilaban hasta volverse irreales en la luz del amanecer. Los arboles cambiaban de forma. Los pasos de los hombres sacaban sonidos de las piedras y las calles se llenaban de tambores. ¿Y qué decir de la iglesia? El atrio crecía y sus muros no pisaban tierra. La sirena de la veleta apuntaba con su cola de plata hacia el mar, nostálgica del agua. Un canto de chicharras inundaba el valle, se levantaba de las bardas, aparecía cerca de las fuentes inmóviles; las chicharras eran las únicas que agradecían al sol que llegara a la mitad del cielo. Nadie miraba las lagartijas tornasoles. Todo mi esplendor caía en la ignorancia, en un no querer mirarme, en un olvido voluntario. Y mientras tanto mi belleza ilusoria y cambiante se consumía y renacía como una salamandra en mitad de las llamas. En vano cruzaban los jardines nubes de mariposas amarillas: nadie agradecía sus apariciones repentinas. La sombra de Francisco Rosas cubría mis cielos, empañaba el brillo de mis tardes, ocupaba mis esquinas y se introducía en las conversaciones. Quizá el único que me apreciaba era Felipe Hurtado y el único también que sufría por la inercia en que habían caído mis gentes. Tal vez por eso, ayudado por Isabel, inventó la obra de teatro. Su fe en la ilusión convenció a don Joaquín y éste le prestó el pabellón en que vivía para representar una obra.
En la obra, Isabel dejaba de ser ella misma y se convertía en una joven extranjera. EL era el imprevisto viajero y las palabras formas luminosas que aparecían y desaparecían con la magnificencia de los fuegos de artificio.
Juan y Nicolás trabajaron para arreglar el escenario. El pabellón con las ventanas abiertas al «Jardín de los helechos» daba la impresión de ser mucho más amplio de lo que era. Ana Moncada llevó sus sillas para acomodar a los espectadores y entre ella y su cuñada prepararon los disfraces. Conchita iría de blanco; Isabel de rojo.
—Es la luna, la misma luna la que sale en este minuto en escena —les repetía Hurtado, mitad en serio, mitad en broma.
Ellas asentían convencidas y repetían los versos una y otra vez. En Ixtepec corrió la voz del teatro mágico en casa de doña Matilde. Isabel y Conchita, arrobadas ante su propia belleza, atravesaban mis calles como dos reflejos más en el lujoso espectáculo de agosto. «Está pasando algo», se decían los jóvenes sin saber que era lo que pasaba. Juan y Nicolás fabricaban cetros y espadas y se probaban las capas azules que llevarían en la pieza.
El escenario estaba casi terminado. Los jóvenes, apenas subían sus gradas, alcanzaban un reino diferente en que danzaban y hablaban también de una manera diferente. Las palabras se llenaban de paisajes misteriosos y ellos, como en los cuentos de hadas, sentían que de sus labios brotaban flores, estrellas y animales peligrosos. La escena consistía en unas tablas mal clavadas y sin embargo para ellos era el mundo entero con sus variedades infinitas. Bastaba que Nicolás dijera: «Frente a este mar furioso…» para que de un misterioso rincón del escenario surgiera el mar con sus olas altas y su espuma blanca y para que una brisa desconocida soplara en el cuarto inundándolo de sal y yodo.
—¡Tenía tantas ganas de conocer el mar! —gritó Isabel cuando su hermano termino el parlamento.
Todos rieron. Doña Ana Moncada estaba contenta; cuando sus hijos subían a escena una luz inesperada iluminaba sus ojos. Por primera vez los veía tal como eran y en el mundo imaginario que deseaban desde niños.
—Decía usted la verdad. En Ixtepec faltaba la ilusión —y también ella se echó a reír. Luego se quedó pensativa y escuchó a Hurtado que se lamentaba en escena. De pronto sus palabras prestadas dejaron de aludir a aquellos amores teatrales y sonaron como si fueran palabras del general a Julia.
—¡Que triste es todo! —interrumpió Isabel.
Felipe Hurtado calló y todos volvieron del mundo ilusorio. Su frase los devolvió a la figura patética del general, y a Julia impávida escondida detrás de sus pestañas. «¡Mírame Julia!» decían que le pedía. Y Julia se asomaba a sus ojos almendrados y le regalaba una mirada ciega. Isabel rompió el silencio. Empezó despacio su respuesta y a la mitad de la frase se detuvo y miró asustada a sus hermanos.
Ahora, después de muchos años, los veo a todos esa noche. A Isabel en mitad del tablado, a Hurtado junto a ella, como aturdido por un recuerdo súbito y doloroso; a Nicolás y a Juan, con los ojos interrogantes y listos para entrar en escena; a Conchita sentada entre la madre y la tía de los jóvenes, jugando con un cordelito y esperando ser llamada. Recorro la casa y encuentro en el salón de doña Matilde los lazos de colores, las capas hilvanadas, el manto de Isabel. Vuelvo al pabellón y escucho todavía flotantes las palabras dichas por Isabel y que provocaron su interrupción: «¡Mírame antes de quedar convertida en piedra!…».
Las palabras de Isabel abrieron una bahía oscura e irremediable. Aun resuenan en el pabellón y ese momento de asombro allí sigue como la premonición de un destino inesperado. Los tres hermanos se miraron a los ojos como si se vieran de niños corriendo en yeguas desbocadas cerca de las tapias del cementerio cuando un fuego secreto e invisible los unía. Había algo infinitamente patético en sus ojos. Parecieron siempre mejor dotados para la muerte. Por eso desde niños actuaron como si fueran inmortales.
—¿Qué pasa? —preguntó la madre asustada por el silencio súbito y el aire sonámbulo de sus hijos.
—Nada… Pensé algo horrible —contestó Isabel… Y miró a sus hermanos que seguían inmóviles sin apartar los ojos de ella.
—Paso una bruja y su cortejo —dijo doña Matilde santiguándose.
—Nos echó un maleficio —contestó la joven con voz blanca.
Después siguieron ensayando hasta muy tarde.