II

Cuando el general Francisco Rosas llegó a poner orden me vi invadido por el miedo y olvide el arte de las fiestas. Mis gentes no bailaron más delante de aquellos militares extranjeros y taciturnos. Los quinqués se apagaron a las diez de la noche y ésta se volvió sombría y temible.

El general Francisco Rosas, jefe de la Guarnición de la Plaza, andaba triste. Se paseaba por mis calles golpeándose las botas federicas con un fuete, no daba a nadie el saludo y nos miraba sin afecto como lo hacen los fuereños. Era alto y violento. Su mirada amarilla acusaba a los tigres que lo habitaban. Lo acompañaba su segundo, el coronel Justo Corona, también sombrío, con un paliacate rojo atado al cuello y un sombrero tejano bien ladeado. Se decían gente del Norte. Cada uno llevaba dos pistolas. Las del general tenían sus nombres en letritas de oro rodeadas de aguilillas y palomas: Los ojos que le vieron y La Consentida.

Su presencia no nos era grata. Eran gobiernistas que habían entrado por la fuerza y por la fuerza permanecían. Formaba parte del mismo ejército que me había olvidado en este lugar sin lluvias y sin esperanzas. Por su culpa los zapatistas se habían ido a un lugar invisible para nuestros ojos y desde entonces esperábamos su aparición, su clamor de caballos, de tambores y de antorchas humeantes. En esos días aun creíamos en la noche sobresaltada de cantos y en el despertar gozoso del regreso. Esa noche luminosa permanecía intacta en el tiempo, los militares nos la habían escamoteado, pero el gesto más inocente o una palabra inesperada podía rescatarla. Por eso nosotros la aguardábamos en silencio. En la espera yo estaba triste, vigilado de cerca por esos hombres taciturnos que surtían a los arboles de ahorcados. Había miedo. El paso del general nos producía temor. Los borrachos también andaban tristes y de cuando en cuando anunciaban su pena con un grito alargado y roto que retumbaba en la luz huidiza de la tarde. A oscuras su borrachera terminaba en muerte. Un círculo se cerraba sobre mí. Quizá la opresión se debiera al abandono en que me encontraba y a la extraña sensación de haber perdido mi destino. Me pesaban los días y estaba inquieto y zozobrante esperando el milagro.

También el general, incapaz de dibujar sus días, vivía fuera del tiempo, sin pasado y sin futuro, y para olvidar su presente engañoso organizaba serenatas a Julia, su querida, y deambulaba en la noche seguido de sus asistentes y de la Banda Militar. Yo callaba, detrás de los balcones cerrados y el Gallo pasaba con su cauda de cantos y balazos. Temprano en la mañana aparecían algunos colgados en los arboles de las trancas de Cocula. Los veíamos al pasar, haciendo como si no los viéramos, con su trozo de lengua al aire, la cabeza colgante y las piernas largas y flacas. Eran abigeos o rebeldes, según decían los partes militares.

—Mas pecados para Julia —se decía Dorotea cuando muy temprano pasaba cerca de las trancas de Cocula para ir a beber su vaso de leche al pie de la vaca.

—¡Dios los tenga en su Santa Gloria! —agregaba mirando a los ahorcados, descalzos y vestidos de manta, que parecían indiferentes a la piedad de Dorotea. «De los humildes será el Reino de los Cielos» recordaba a la vieja, y la Gloria resplandeciente de rayos de oro y nubes blanquísimas aparecía ante sus ojos. Bastaba extender la mano para tocar ese momento intacto. Pero Dorotea se guardaba de hacer el ademan: sabía que una fracción mínima de tiempo contenía al abismo enorme de sus pecados y la separaba del presente eterno. Los indios colgados obedecían a un orden perfecto y estaban ya d entro del tiempo que ella nunca alcanzaría. «Están ahí por pobres». Vio sus palabras desprenderse de su lengua y llegar hasta los pies de los ahorcados sin tocarlos. Su muerte nunca sería como la de ellos. «No todos los hombres alcanzan la perfección de morir; hay muertos y hay cadáveres, y yo seré un cadáver», se dijo con tristeza; el muerto era un yo descalzo, un acto puro que alcanza el orden de la Gloria; el cadáver vive alimentado por las herencias, las usuras, y las rentas. Dorotea no tenía a quien decirle sus pensamientos, pues vivía sola en una casa medio en minas, detrás de las tapias de la casa de doña Matilde. Sus padres fueron los propietarios de las minas La Alhaja y La Encontrada, allá en Tetela. Cuando ellos murieron, Dorotea vendió su casa grande y compró la que había sido de los Cortina y en ella vivió hasta el día de su muerte. Una vez sola en el mundo, se dedicó a tejer puntillas para el altar, bordar ropones para el Niño Jesús y encargar alhajas para la Virgen. «Es una alma de Dios», decíamos de ella. Cuando llegaban las fiestas, Dorotea y doña Matilde se encargaban de vestir las imágenes. Las dos mujeres encerradas en la iglesia cumplían su cometido con reverencia. Don Roque, el sacristán, después de bajar a los santos se alejaba respetuoso y las dejaba solas.

—¡Queremos ver a la Virgen desnuda! —gritaban Isabel y sus hermanos al entrar a la iglesia corriendo y por sorpresa.

Las mujeres cubrían con rapidez las imágenes.

—¡Por Dios, niños, estas cosas no las deben ver sus ojos!

—¡Vayan se de aquí! —suplicaba su tía Matilde.

—¡Tía, por favor, solo una vez!

De buena gana Dorotea se hubiera reído de la curiosidad y la carrera de los niños, ¡lástima que reírse hubiera sido un sacrilegio!

—Vengan a mi casa; les voy a contar un cuento y verán por qué los curiosos viven poco —prometía Dorotea.

La amistad de la vieja con los Moncada duro siempre. Los niños le limpiaban el jardín, le bajaban los panales de abeja y le cortaban las guías de las buganvilias y las flores de las magnolias, pues Dorotea, cuando el dinero se acabó, sustituyó el oro por las flores y se dedico a tejer guirnaldas para engalanar los altares. En los días a que ahora me refiero, Doro tea era ya tan vieja que se olvidaba de lo que dejaba en la lumbre y sus tacos tenían gusto a quemado. Cuando Isabel, Nicolás y Juan llegaban a visitarla, le gritaban:

—¡Huele a quemado!

—¿Ah? Desde que los zapatistas me quemaron la casa se me queman los frijoles… —respondía ella, sin levantarse de su sillita baja.

—Pero tú eres zapatista —le decían los jóvenes riendo.

—Eran muy pobres y nosotros les escondíamos la comida y el dinero. Por eso Dios nos mandó a Rosas, para que los echáramos de menos. Hay que ser pobre para entender al pobre —decía sin levantar la vista de sus flores.

Los muchachos se acercaban a besarla y ella los miraba con asombro, como si de día en día cambiaran tanto que le fuera imposible reconocerlos.

—¡Cómo crecen! ¡Ya vayan entrando en orden! ¡No se dejen llevar por el rabo del demonio!

Los jóvenes se reían mostrando sus dientes parejos y blancos.

—Doro, ¿me dejas ver tu cuarto? —pedía Isabel.

La única habitación que ocupaba Dorotea tenía las paredes tapizadas de abanicos que habían pertenecido a su madre. Había también imágenes santas y un olor a pabilo y a cera quemada. A Isabel le asombraba aquel cuarto siempre recogido en la penumbra. Le gustaba contemplar los abanicos con sus paisajes menudos iluminados por la luna, las terrazas oscuras en las que parejas desvanecidas y minúsculas se besaban. Eran imágenes de un amor irreal, minucioso y pequeñísimo, encerrado en aquellas prendas guardadas en la oscuridad. Permanecía largo rato mirando esas escenas intrincadas e invariables a través de los años. Los demás cuartos eran muros negros por los que pasaban gatos furtivos y entraban las guías de los mantos azules.

—¡Nicolás, cuando yo sea muy vieja tendré un cuarto así!

—¡Cállate, muchacha, tú no estás hecha para quedarte sola…! Ya sabes que cuando te cases te llevas los abanicos que más te gusten.

Nicolás se ensombrecía, el pelo negro y los ojos se le enturbiaban.

—¿Te vas a casar, Isabel?

Apoyado en un pilar del corredor, Nicolás vela salir a Isabel del cuarto de Dorotea con el rostro transfigurado, perdida en un mundo desconocido para él, Lo traicionaba, lo dejaba solo, rompía el lazo que los unía desde niños. Y él sabía que tenían que ser los dos: huirían de Ixtepec; los esperaban los caminos con su aureola de polvo reluciente, el campo tendido para ganar la batalla… ¿Cuál? Los dos debían descubrirla para que no se les fuera por alguna grieta. Después se encontrarían con los héroes que los llamaban desde un mundo glorioso de clarines. Ellos, los Moncada, no morarían en su cama, en el sudor de unas sabanas húmedas, pegándose a la vida como sanguijuelas. El clamor de la calle los llamaba. El estruendo lejano de la Revolución estaba tan cerca de ellos que bastaba abrir la puerta de su casa para entrar en los días sobresaltados de unos años antes.

—Prefiero morir en mitad de la calle o en un pleito de cantina —dijo Nicolás con rencor.

—Siempre estás hablando de tu muerte, muchacho —respondió Dorotea.

Nicolás ocupado en mirar a su hermana, no contestó. Era verdad que había cambiado; sus palabras no le hicieran ningún efecto. Isabel pensaba irse, pera no con él, «¿Cómo será su marido?», se preguntó asustado. Isabel pensaba lo mismo.

—Nico, ¿cree que en este momento ya nació?

—¡No seas estúpida! —exclamó. Su hermana lo irritaba.

—En este momento debe estar en algún lugar, respondió ella sin inmutarse. Y se fue a buscarlo a lugares desconocidos y encontró a una figura que la ensombreció y que pasó junto a ella sin mirarla.

—No, no creo que yo me case…

—No se imaginen cosas que no existen, que no van a acabar bien —les recomendó la vieja cuando los jóvenes se disponían a irse.

—Doro, lo único que hay que imaginar es lo que no existe —le contestó Isabel desde el zaguán.

—¿Que quieres decir con esa tontería?

—Que hay que imaginar a los ángeles —gritó la joven y beso a la vieja que se quedó pensativa en su puerta, mirando cómo se alejaban, en la calle empedrada, los tres últimos amigos que le quedaban en el mundo.