XIV
Julia no volvió al hotel por donde había venido. Para su viaje de regreso buscó calles extraviadas. Iba despacio, caminando muy cerca de los muros de las casas. Parecía muy asombrada. Entre las dos luces de la noche las gentes que la cruzaban no la reconocían. Detrás de ella iba quedando sus fantasmas se deshacía de sus memorias y sobre las piedras de la calle iban cayendo para siempre sus domingos de fiesta, los rincones iluminados de sus bailes, sus trajes vacíos, sus amantes inútiles, sus gestos, sus alhajas… Sintió que le estorbaban los tacones, se quitó los zapatos, y cuidadosa los colocó en el umbral de una casa. Llegó descalza a los portales, caminando frente a un futuro que se alzaba delante de sus ojos como un muro blanco. Detrás del muro estaba el cuento que la había guiado de niña: «Había una vez el pájaro que habla, la fuente que canta y el árbol que da los frutos de oro». Julia avanzaba segura de encontrarlo. En la puerta del hotel, alto, sombrío, obstruyendo la entrada, estaba francisco Rosas esperándola. Julia lo vio sin reconocerlo.
—¿De dónde vienes? —preguntó el hombre en voz baja.
—No vengo… Voy a ver algo —dijo Julia con el cuerpo y la cara que tuvo a los doce años. Rosas vio sus cabellos infantiles revueltos, con mechas que le caían sobre los ojos y sus pies descalzos. La cogió por los hombros.
—¿Que algo? —preguntó sacudiéndola con fuerza. Sintió bajo sus manos a una criatura desconocida y volvió a sacudirla con furia.
—Un árbol —respondió Julia.
—¿Un árbol?
Y Francisco Rosas la zarandeó con odio como si fuera ella el árbol que a él le cubría el mundo.
Don Pepe Ocampo, oculto detrás de un pilar, espiaba a la pareja. «Ya sé lo que hiciste, cusca desgraciada…».
Rafaela y Rosa estaban encerradas en su cuarto. Antonia, sentada en el borde de la cama, respondía con «sí» y «no» al interrogatorio cerrado a que la sometía Justo Corona. Luisa echada en su cama con los quinqués apagados, no se movía. Desde la salida de Julia, en el hotel reinaba un silencio asombroso. Nadie oyó que Francisco Rosas y Julia Andrade entraron a su cuarto.
Doña Matilde echó los cerrojos y las trancas del portón y soltó a los perros. Los criados se agruparon cabizbajos en la cocina y en silencio hicieron los preparativos para el viaje nocturno de Felipe Hurtado. El joven seguía encerrado en el pabellón y no contestaba a los llamados de Tefa. La noche caía sobre el jardín y la casa asustada se replegaba sobre ella misma.
Llamaron al portón de entrada y los criados y la señora se precipitaron al zaguán.
—¿Quién es? —preguntó doña Matilde acercándose mucho a la puerta, como quien espera a un enemigo.
—¡Yo! Joaquín… —contestó el señor desde el otro lado de la puerta, asustado por el tono de voz de su mujer.
«Ya sucedió», se dijo. Los criados quitaron las trancas y corrieron los cerrojos.
—¡Joaquín, sucedió algo terrible!
El señor palideció. En su paseo por Ixtepec se había enterado de la visita de Julia y sabía que el pueblo esperaba una desgracia.
«No podía acabar bien», repetía Ixtepec a coro. Los vecinos habían echado las persianas, se habían recogido muy temprano y las calles estaban quietas.
Los esposos entraron en la habitación de la señora. Al poco rato don Joaquín salió del cuarto y se dirigió al pabellón a llamar a la puerta. Estuvo largo rato golpeando las maderas, pero nadie contestó. Quería convencer a Felipe Hurtado de que huyera; Cástulo lo llevaría a Tiztla y allí lo tendría escondido hasta que pasara el peligro; luego se iría a donde mejor quisiese. Pero el huésped no quería oír razones. Sumido en la oscuridad de su cuarto, permaneció sordo a los golpes dados en su puerta y a la voz amiga que lo llamaba. Quién sabe qué pensaría el forastero, a solas consigo mismo, tendido en su cama, sin moverse.
Los perros presentían el miedo de sus amos y vigilaban el jardín inquietos. Los criados sentados en círculo en la cocina hablaban en voz baja, fumaban con calma y atisbaban los ruidos de la noche. De cuando en cuando llegaban hasta ellos los golpes cautelosos que don Joaquín seguía dando en la puerta del cuarto del joven. Cástulo, con el morral de la comida listo y la «víbora» bien llena de pesos, esperaba que el huésped saliera para emprender el viaje.
—Al joven Hurtado no le gusta la vida.
—¿Cómo quieres que se vaya, si vino por ella? —respondió Cástulo seguro de sus palabras.
Como a las diez de la noche Francisco Rosas, con la guerrera abierta, la cara y los cabellos llenos de polvo, atravesó el pueblo silencioso. Sintió que lo espiaban detrás de cada persiana.
«¡Ahí va!». «¡Ahí va!», corrió de balcón en balcón. Francisco Rosas siguió su camino sin hacer caso de las sombras que lo veían pasar arrastrando las botas. Atravesó la plaza a esa hora agrandada por el silencio, empujo la puerta de resorte de la cantina de Pando y se sentó solo a una mesa. Tenía los ojos muy cansados y los gestos ausentes. Los militares no se atrevieron a dirigirle la palabra; cabizbajos bebieron su coñac y evitaron mirarlo. El cruzó los brazos sobre la mesa e inclino la cabeza. Parecía dormir.
Desde su balcón doña Elvira hizo señas: «¡Ahí va!». Doña Matilde se alejo de las persianas y se dirigió al jardín. Encontró a su marido sentado en el quicio de la puerta del pabellón: seguía llamando a Felipe Hurtado.
—Ya es tarde… Anda por ahí… —murmuro la señora.
—Sólo nos queda encomendarnos a la voluntad de Dios.
Y los esposos volvieron a su cuarto, apagaron el quinqué y se quedaron al amparo de las veladoras.
—Pobre muchacho, tan bueno como es… —dijo la señora sentada en el borde de una silla.
—¡Desvístete! No conviene que nos encuentre así… Sospecharía algo extraño —ordenó el señor.
En ropas de dormir esperaron en las tinieblas de su cuarto apenas rotas por la luz de las veladoras. El camisón blanco de la señora se lleno de colores. Las luces cambiaban del naranja al verde para entrar al azul, después al rojo y volver con violencia al amarillo. Los reflejos alargaban el tiempo. En los rincones se instalaron formas extravagantes y el olor de las cucarachas gigantes llegó a través de las rendijas de las puertas. Una humedad viscosa se unto a las paredes y a las sabanas. Afuera se oían caer las hojas podridas de los arboles. El ir y venir de los insectos produjo un ruido sofocante. La noche de los trópicos devorada por miles de alimañas se agujereaba por todos los costados y los esposos oían mudos la invasión de agujeros.
—Tengo miedo… Pobre muchacho, tan bueno como es.
—¿Por qué no dices tan bueno como era? —respondió su marido con violencia.
—Sí… Tan bueno como era.
A eso de las once de la noche una absurda tranquilidad sucedió al desasosiego de una hora antes. Quizá todo era el resultado del miedo que el general les inspiraba, quizá no era tan temible como lo imaginaban y todo saldría a pedir de boca. Los relojes marcaron los minutos con orden y la noche empezó a correr con su velocidad acostumbrada. Los ruidos que agujereaban a las sombras cesaron y la intensidad de los olores se disolvió en perfumes suaves. Los esposos se tendieron en la cama y escucharon las doce campanadas.
—¡Dios nos oyó! —dijeron.
Felipe Hurtado, a oscuras y a solas con sus pensamientos, esperaba. Doña Matilde trató de imaginarlo solo frente a la noche.
—Es muy hombrecito. No aceptó dejarla sola. Prefirió correr su misma suerte —dijo don Joaquín.
Los esposos trataron de imaginar al joven: ¿en qué pensaría a esas horas? Estaría entregado al recuerdo de Julia, revisando las huellas dejadas por su paso… Tal vez lloraba por ella.
—¿Tú crees que la quiera más que el general? —preguntó la señora.
—No se… Tú que los viste juntos ¿qué piensas?
Doña Matilde no supo que contestar y los dos callaron avergonzados de su repentina curiosidad: violaban la confianza de su amigo; el misterio del amor debía quedar en el secreto. Un sueno ligero les nublo la vista y los dos se durmieron apacibles.
Pasada la una de la madrugada se oyó a la Banda Militar. Sin dar ningún rodeo por el pueblo bajo directamente por la calle del Correo, rumbo a la casa de don Joaquín Meléndez.
—¡Ahí viene ya! —gritó doña Matilde despertándose sobresaltada.
Su marido no contestó. Un sudor frío le corrió por la nuca. Cerró los ojos y esperó.
Los vecinos espiaban por las rendijas de las persianas. El general venía a caballo. Se oían los cascos del animal caracoleando sobre las piedras, abriéndose paso entre la música. Lo seguían más jinetes. Se oían voces aisladas. La procesión se detuvo ante las rejas del cuarto de doña Matilde. En medio de la música alguien llamó a su marido por su nombre completo y golpeó las maderas con fuerza.
—¡Don Joaquín Meléndez, ábrale usted a un cristiano!
Era la voz del general Francisco Rosas. La señora, paralizada por el terror, no se movió. Su marido saltó de la cama y avanzó sin rumbo por el cuarto. Había oído la cabalgata y la música y estaba sin habla, con la absurda esperanza de que todo fuese un error, de que no fuese su casa la que esos hombres terribles buscaban. Adentro los perros ladraban y cruzaban vertiginosos el corredor. Seguían golpeando las maderas, la ventana se sacudía con estrépito. La voz se escuchaba en todo Ixtepec.
—¡Abra, don Joaquín!
El señor se dirigió al balcón. Su mujer trató de detenerlo, pero ella aparto con violencia.
—Te vas a llevar tú la primera balacera…
—¡Va voy, mi general! ¿Que lo trae por aquí tan a deshoras?… —Y don Joaquín abrió decidido las maderas.
—¡Cómo le agradezco su música, mi general! —agregó haciendo un esfuerzo por parecer cordial y buscando con ojos ansiosos el rostro del general en medio de la noche.
Francisco Rosas, sin apearse de su montura, se agarro a los barrotes del balcón.
—Ya ve usted, señor Meléndez, vengo aquí en busca de un conejo.
Don Joaquín se echó a reír.
—¡Ah, que mi general! Pero no vaya a ser que con tantas dianas se le escape entre las matas.
El general, sin soltar los barrotes, se bamboleó como si fuera a caerse. Iba borracho.
—¡Qué esperanza!
—¿Y de qué conejo se trata, mi general?
Francisco Rosas lo miró desdeñoso y se afirmo con brío en su caballo.
—De uno muy mentado que se ha metido en su honorable casa.
—¡Ah, que caray! ¡Matilde, trae la botella de coñac, vamos a beber un trago mi general y yo! Don Joaquín quería distraerlo; pensaba que una actitud amistosa lo desarmaría.
El general se volvió a agarrar a los barrotes e inclinó la cabeza. Parecía muy cansado y con ganas de llorar.
—¡Corona! ¡Pásame el Hennessy!
Con la botella en la mano, el coronel surgió a caballo de la noche.
Rosas cogió la botella que le tendía su segundo y se echó un trago; después se la paso a don Joaquín.
—¡Muchachos, échense «Las Mañanitas» pa’ despertar a un cabrón!
La Banda Militar obedeció la orden del general.
Y éstas son las Mañanitas
que cantaba el Rey David
y a las muchachas bonitas
se las cantamos así.
Despierta mi bien, despierta…
Francisco Rosas, a caballo, escuchaba la música sin hacer caso a don Joaquín.
—¡Salud, mi general! —gritó con fuerza el señor.
—¡A la suya! —respondió el militar. Recogió la botella de las manos del señor Meléndez y volvió a beber.
—No es justo andar desgraciado por una mujer —se quejo Francisco Rosas, mientras apuraba más coñac.
—¡Vístase!… Vamos a pasearnos juntos y a tronar a ese conejo —ordenó de pronto.
—Pero, mi general, ¿por qué no platicamos un ratito?
—¡Vístase! —repitió el general con ojos turbios.
Don Joaquín entró a su cuarto y empezó a vestirse con pesadumbre. Doña Matilde se dejó caer en una silla y miró atónita como se iba vistiendo su marido. En el corredor las criadas rezaban en voz alta. «¡Animas benditas! ¡Socórrenos, María Santísima!». No se atrevían a encender los quinqués y a oscuras se oían los suspiros y los lloros. Los jaboneros, que dormían en los cuartos del corral, estaban en el «Jardín de los helechos».
—Desde hace muchas horas la casa está cercada por soldados —anunciaron con miedo.
Sólo el cuarto de Felipe Hurtado permanecía silencioso, extrañamente ajeno a lo que sucedía en la casa.
En la calle continuaban los gritos y la música. La voz del general se oyó de nuevo.
—¡Dígale que se vista! ¡No me gusta tronarlos encuerados!
—Algún nombre tendrá el conejo, mi general —respondió don Joaquín con frialdad para obligarlo a pronunciar el nombre de su rival.
—¡Oye tu, Jerónimo! ¿Cómo dices que lo nombran? —gritó el general a uno de sus asistentes.
—¡Felipe Hurtado, mi general! —contestó con rapidez el aludido desde la otra acera y, dando rienda a su caballo, se acercó a los balcones de don Joaquín. Éste se puso una pistola al cinto y apareció en la ventana.
—¿Otro trago, general?
—¿Por qué no? —respondió Rosas llevándose la botella a la boca, para luego pasársela a don Joaquín.
Doña Matilde llegó hasta la puerta del pabellón y llamó con suavidad. El extranjero apareció; en lo oscuro se adivinaban sus ojos tristes. Quedó frente a la señora que se echó a llorar.
—Ya ve, hijo… Vienen a buscarlo…
El huésped desapareció en su cuarto, para volver a aparecer con su maleta en la mano. La voz apesadumbrada del general llegó hasta él y doña Matilde.
—Mire, don Joaquín, no quiero matarlo adentro de su casa.
Felipe Hurtado abrazó a la señora.
—Adiós, doña Matilde, y muchas gracias. Perdone, perdone tantas molestias por alguien que ni siquiera sabe usted quién es.
A la mitad del corredor se detuvo.
—¡Dígale a Nicolás que estrene la obra de teatro!
Los criados lo miraban irse a través de sus lágrimas. Estaban a medio vestir, con los cabellos revueltos y las caras ansiosas. «Nunca se perdonarían haber murmurado de él y haberlo servido de tan mala gana». Ixtepec entero estaba como ellas, desesperado por la suerte de un forastero que se nos iba tan misteriosamente como había llegado. Y era verdad que no sabíamos quién era aquel joven que había venido en el tren de México. Sólo ahora se nos ocurría pensar que nunca le preguntamos cuál era su tierra, ni que lo había traído por aquí. Pero ya era tarde. Se iba en mitad de la noche. En la calle Francisco Rosas hacia caracolear a su caballo. Un soldado llevaba otra montura por las riendas: era para don Joaquín. A Hurtado lo llevaban en medio de las patas de los animales. La Banda seguía tocando. La noche esperaba a su víctima. El forastero se despidió de los criados; a ninguno dejó de darle la mano. Ellos miraban al suelo dejando correr su llanto.
—¡Vamos! No hagamos esperar al general —le gritó a don Joaquín.
Francisco Rosas lanzó su animal al galope y rayó al caballo frente al portón de la casa. Un galope nutrido lo siguió. La Banda, siempre tocando, se lanzó en su busca.
Don Joaquín trató de detener a Hurtado.
—¡Que nos mata a todos! —suplicó el viejo.
EL forastero lo miró con aquella mirada suya, llena de paisajes extraños. Los dos estaban en el zaguán y oían las voces enemigas.
El joven levantó los cerrojos, quitó las trancas, abrió el portón y salió. Don Joaquín iba a seguirlo, pero entonces sucedió lo que nunca antes me había sucedido; el tiempo se detuvo en seco. No sé si se detuvo o si se fue y sólo cayó el sueño: un sueño que no me había visitado nunca. También llegó el silencio total. No se oía siquiera el pulso de mis gentes. En verdad no sé lo que paso. Quedé afuera del tiempo, suspendido en un lugar sin viento, sin murmullos, sin ruido de hojas ni suspiros. Llegue a un lugar donde los grillos están inmóviles, en actitud de cantar y sin haber cantado nunca, donde el polvo queda a la mitad de su vuelo y las rosas se paralizan en el aire bajo un cielo fijo. Allí estuve. Allí estuvimos todos: Don Joaquín junto al portón, con la mano en alto, como si estuviera haciendo para siempre aquel gesto desesperado y desafiante; sus criados cerca de él, con las lagrimas a la mitad de las mejillas; doña Matilde santiguándose; el general montando al Norteño y el Norteño encabritado con las patas delanteras en el aire, mirando con ojos de otro mundo lo que pasaba en éste; los tambores y cornetas en actitud de tocar alguna música; Justo Corona con el fuete en la mano y el sombrero bien ladeado; Pando en su cantina casi vacía inclinado sobre un cliente que recogía unas monedas de plata; las Montúfar espiando detrás de sus balcones con las caras pálidas de miedo; y como ellas los Moncada, los Pastrana, los Olvera, todos. No sé cuánto tiempo anduvimos perdidos en ese espacio inmóvil.
Un arriero entró al pueblo. Contó que en el campo ya estaba amaneciendo y al llegar a las trancas de Cocula se topó con la noche cerrada. Se asusto al ver que sólo en Ixtepec seguía la noche. Nos dijo que es más negra rodeada por la mañana. En su miedo no sabía si cruzar aquella frontera de luz y sombra. Estaba dudando cuando vio pasar a un jinete llevando en sus brazos a una mujer vestida de color de rosa. El iba de oscuro. Con un brazo detenía a la joven y con el otro llevaba las riendas del caballo. La mujer se iba riendo. El arriero les dio los buenos días.
—¡Buenas noches! —gritó Julia.
Supimos que era ella por las señas del traje rosa, la risa y las cuentas de oro que llevaba enroscadas al cuello. Iban al galope.
Al salir de la noche se perdieron por el camino de Cocula, en el resplandor de la luz rosada del amanecer. El arriero entró al pueblo y nos contó como todo Ixtepec dormía redondo y negro con las figuras inmóviles en las calles y en los balcones.
—Era un mar negro, rodeado por los albores del campo —dijo. Nunca más volvimos a oír de los amantes.