IX
—¡Martín, quiero saber que fue de mis hijos!
Ana Moncada se escuchó repitiendo esas palabras. Su madre había dicho la misma frase en una casa de techos altos y puertas de caoba. Un olor a leña ardiendo y un viento helado colándose por las rendijas de la ventana se confundió en su memoria con la habitación en la que parpadeaba una veladora. La Revolución acabo con su casa del Norte… Y ahora ¿quién acababa con su casa del Sur? «Quiero saber que fue de mis hijos», decían las cartas de su madre. Las muertes de sus hermanos le llegaron a Ana en fechas escritas por la mano de Sabina, su hermana más joven.
—¡Martín, quiero saber que fue de mis hijos! —repitió mientras miraba a su marido y a su cuarto con extrañeza. No podía explicarse el olor a nieve y a leña que flotaba a su alrededor.
¿Y si estuviera viviendo las horas de un futuro inventado? Se levantó de su cama y se dirigió al balcón. Abrió las maderas. Quería recibir el aire helado de la Sierra de Chihuahua y se encontró con la noche caliente y empedrada de Ixtepec. El horror del paisaje la lanzo sollozando sobre su cama. Su marido la dejó llorar. El ir y venir del sillón en el que se mecía Martín repetía una y otra vez el nombre de Isabel.
—¡Es mala!… ¡Es mala!… —gritó Ana Moncada sintiéndose culpable de la maldad de su hija. Miró su cama con miedo y se oyó diciendo: «¿Vienes?». Con esa misma palabra había llamado Rosas a Isabel y su hija se fue con él en la oscuridad de los portales.
Ella, después del nacimiento de Nicolás, había llamado a su marido cada noche: «¿Vienes?». Recordó aquellas noches; endulzaba la voz como Francisco Rosas y llamaba a Martín: «¿Vienes?». Y su marido sonámbulo avanzaba hasta su cama, hechizado por aquella Ana desconocida, y juntos veían aparecer el alba.
«¡Qué viva! ¡Qué bonita! ¡Se ve que la hicieron con gusto!», oyó decir a la comadrona que bañaba a Isabel recién nacida. «Las niñas hechas así, así salen», agregó la mujer.
Ana enrojeció desde su cama. Martín le lanzó una mirada de codicia. Todos sabrían su lujuria gracias a la viveza de su hija. Se mordió la boca con ira. Isabel había venido al mundo a denunciarla. Se juro corregirse y lo cumplió, pero Isabel siguió pareciéndose a aquellas noches. Nadie podía quitarle los estigmas. Su marido se consoló de su cambio de conducta refugiándose en su hija. La veía como si estuviera hecha de lo mejor y de lo peor de ellos mismos, como si la niña fuera la depositaria de todos sus secretos. Por eso a veces la temía y se quedaba triste. «Esta niña nos conoce mejor que nosotros mismos», y no sabía como tratarla ni que decirle. Avergonzado, bajaba los ojos frente a ella.
El ramillete pálido de siemprevivas, las fotografías enmarcadas en terciopelo rojo, los candelabros de porcelana y el costurero cerrado, oían indiferentes el ir y venir del sillón en el que se mecía Martín Moncada. La luz de la veladora daba reflejos fugaces al traje blanco de Ana Moncada, que sollozaba sobre la cama. Su marido permanecía inconmovible ante el llanto de su mujer. Enfundados en sus trajes de fiesta, parecían actores envejeciendo sin papel mientras en escena se desarrollaba una tragedia. Esperaban la llamada, y en la espera sus trajes y sus rostros se cubrían de arrugas y de polvo.
El tictac del reloj, sostenido por dos ángeles desnudos, había marcado el final de una noche, la carrera de un día y la vuelta de una segunda noche y la espera y el mal que los aquejaba seguían invariables e intactos.
Un nuevo ritmo presidía la casa: el aire estaba hueco, los pasos inaudibles de las arañas se mezclaban al impasible tictac que corría sobre la cómoda. Una presencia inmóvil dejaba quietos los muebles y muerto el gesto de los personajes en los cuadros.
En el salón las consolas quedaron en suspenso y los espejos impávidos se vaciaron de sus imágenes. Nunca más la casa de los Moncada escaparía a ese hechizo. El tiempo sin pianos y sin voces empezaba. En la cocina los criados velaban al silencio con silencio.
A las tres y media de la mañana llamaron a la puerta de entrada. Los golpes cayeron en el patio y en las habitaciones. Pasaron unos minutos y Félix se presentó en el cuarto de sus amos acompañado de Cástulo.
—Señor, aquí esta Cástulo —murmuró Félix sin atreverse a cruzar la puerta de la habitación de los esposos.
Martín Moncada no se movió del sillón mecedor ni su mujer levantó la cara de la almohada.
—Señor, aquí esta Cástulo. Viene de la Comandancia…
La señora se incorporó en la cama mientras su marido seguía meciéndose en el sillón.
—Vengo a avisar… —empezó Cástulo con torpeza y no sabiendo que hacer con su sombrero—. Vengo a avisar… que a las cuatro entregan los cuerpos…
Martín Moncada no hizo ningún gesto. La señora lo miró con los ojos muy abiertos.
—¿Qué cuerpos? —preguntó con inocencia.
—Los de Dorotea, la Luchi y… el niño Juan… —aclaró Cástulo bajando los ojos.
—¿El cuerpo del niño Juan? —repitió la madre.
—Si, señora, allí está… Lo acabo de ver… —Y Cástulo se enjugó una lagrima.
—¿Y el del niño Nicolás no lo van a dar? —preguntó Ana Moncada.
—El salió vivo… Está detenido… —contestó Cástulo contento de dar una buena noticia.
—Vamos —dijo el padre poniéndose de pie.
Y seguido de los criados salió de su casa y se dirigió a la Comandancia Militar.
Al amanecer los criados de doña Matilde levantaron el cuerpo de Dorotea. Sobre los ladrillos polvorientos del zaguán quedó una mancha oscura. Los militares dieron permiso para recogerlo pero no para velarlo en su propia casa, y Cástulo, ayudado por Tefa, envolvió al cadáver en una sabana y salió con él en brazos a buscar asilo en la casa de las hermanas de Charito. Allí lo amortajaron y le pusieron un manojo de banderitas mexicanas en las manos. Cuando el sol empezó a calentar, las moscas vinieron a pararse en el rostro de la difunta y Cástulo, con una bandera más grande, ahuyentaba a los insectos al mismo tiempo que contestaba los rezos dichos con precipitación. Tenían órdenes de llevarla al camposanto antes de las nueve de la mañana.
En casa de la muerta seguían viviendo cuatro soldados y seguía levantada la trampa abierta en una de las habitaciones quemadas, tal como la había dejado Corona. Allí había vivido don Roque desde el momento en que el padre Beltrán lo recogió mal herido, cuando fracasó su primer intento de fuga y los Moncada los esperaron en vano en las trancas de Tetela. El padre lo había esperado esa noche acechando detrás del zaguán de Dorotea y había oído sus gritos; mientras los soldados dieron la vuelta a la manzana, el aprovechó la salida de doña Matilde y fue a recogerlo.
En la trampa estaban todavía las vendas y las medicinas con las que el doctor Arrieta había curado sus heridas. Por el monte los soldados buscaban ahora al sacristán que se había vuelto a escapar. «No tardara en caer. El monte está seco y no encontrará sino iguanas y víboras».
El pequeño cortejo que acompaño a Dorotea al cementerio se cruzó con el entierro de la Luchi. Las muchachas iban serias y de prisa; querían que todo terminara pronto; con la luz del sol la muerte de la joven se volvía más terrible de lo que ellas habían imaginado en las dos noches que esperaron su vuelta. El cielo azul, las ramas verdes y el vapor que empezaba a levantarse de la tierra chocaban con la sed del cuerpo de la Luchi aprisionado en el féretro de sedas baratas y brillantes. Las muchachas querían deshacerse de la presencia nauseabunda de su patrona y en el fondo agradecían a los militares la orden de enterrarla antes de las nueve de la mañana.
Al regresar del camposanto dos de ellas tomaron el camino de Las Cruces. Querían rezar un poco en el lugar en que había muerto su amiga. Una vez desembarazadas de su presencia, se sintieron llenas de piedad por la muerta. Subieron la cuesta llena de piedras y de espinas. El sol estaba ya muy alto cuando encontraron a dos soldados vigilando un paraje desamparado.
—¿Aquí fue? —preguntó una de ellas con la boca seca por el calor y el polvo.
Los hombres se rieron con cinismo. Uno de ellos cortó una hierba seca y antes de contestar la mordió repetidas veces.
—Aquí mero —dijo mirándolas de soslayo.
—Aquí los agarramos a todos como a pajaritos —dijo su compañero.
—Alguien se chiveó —contestó una de las cuscas con rencor.
—Yo diría que sí. —Y el hombre siguió mascando la hierba y ensenando desdeñoso sus dientes blancos.
—Desde las cinco de la tarde estábamos escondidos en la nopalera. A eso de las diez de la noche, vimos como llegaban los Moncada. Venían desde Tetela y traían los caballos para el padre y para don Roque. Luego vimos llegar a la señorita Chayo con las canastas de comida. Después al sacristán, seguido por el padre y por la Luchi. Cuando estaban montando sus caballos, el teniente coronel Cruz nos dio la orden de detenerlos… En la balacera cayeron dos y se escapo el sacristán… El soldado interrumpió su relato. Las cuscas se sentaron sobre unas piedras y miraron con ojos secos el lugar en que habían muerto la Luchi y Juan Moncada. El cielo alto y redondo estaba inmóvil. Se oían los cantos de las cigarras y nada indicaba que allí hubiera ocurrido una tragedia.
—¡Aquí merito cayó la Luchi! —dijo un soldado golpeando con la bota un lugar espinoso.
—¡Y acá cayó Juan Moncada! —dijo el otro señalando con el pie un lugar más alejado.
—Nosotros no sabemos quién sopló. Sólo sabemos que soplaron —dijo el que mascaba la hierba y miraba con codicia a las mujeres.
Su compañero les ofreció cigarrillos y ellas aceptaron desganadas.
Los hombres se miraron y se acercaron a las mujeres con ojos equívocos.
—¡Ora! —dijo una de ellas quitándose con violencia la mano del hombre que había caído insolente sobre su escote.
—¿Te vas a hacer la delicada? —exclamó el soldado mirándola con una rabia súbita.
—¡Fíjate que si! —Y la mujer se levantó con desgano y se alejó del hombre moviendo las caderas. Su amiga la imitó y las dos encaramadas en sus tacones altos bajaron la cuesta con precaución.
Arriba quedaron ellos despechados, mirándolas irse entre las piedras. Lejanas les llegaron las risas burlonas de las dos mujeres.
—¡Par de putas! —exclamó el soldado escupiendo con ira la hierba que mascaba.
Hostigado por el calor, pálido y con la camisa sucia, Martín Moncada caminaba de prisa por mis calles. Lo seguían sus criados y algunos sirvientes de su hermana Matilde. «Vengo de enterrar a Juan… Vengo de enterrar a Juanito…», se repetía el señor a cada paso, como si tratara de convencerse de que era real la diligencia que acababa de cumplir. Mis casas rosas y blancas se fundían en la luz radiante de la mañana y Martín las miraba sin verlas, como si ya sólo fueran un montón de polvo brillante que se esfuma en el aire caliente de la mañana. El mismo era un montón de ruinas y sus pies caminaban desprendidos del resto de su cuerpo. «Vengo de enterrar a Juan… Vengo de enterrar a Juanito…». La cara sorprendida de su hijo se le aparecía hundiéndose poco a poco en una tierra negra como se hunde una hoja en el agua. La certeza de la mala calidad de la tierra del cementerio y el recuerdo del féretro negro le vaciaba el cuerpo de toda sensación.
No era él, no era Martín Moncada el que caminaba las calles de Ixtepec. Había perdido la memoria de sí mismo, y era un personaje desconocido que perdía los miembros de su cuerpo en las esquinas derruidas de un pueblo en ruinas. Pasó de largo frente al portón de su casa.
—Aquí es, señor…
Félix tomó a su amo por el brazo y con suavidad lo introdujo en su casa. Tras él, se cerraba solemnemente la puerta, se cerraba para siempre. Nunca más volvimos a verlo por mis calles.
A la misma hora en que se cerró la puerta de los Moncada, el general Francisco Rosas empezó el interrogatorio de los presos.
El sol entraba alegre en su despacho iluminando los cálices y los misales encontrados en casa de Dorotea. En la habitación contigua estaban las armas y los carteles cristeros hallados en las casas de los invitados. Francisco Rosas, enfundado en su uniforme de gabardina clara, fumaba distraído mientras Corona ordenaba los papeles de su escritorio y el taquígrafo afilaba las puntas de los lápices. Estaba preocupado. El triunfo no le había producido la alegría que esperaba. La presencia de Isabel en su cuarto había arruinado el éxito. Francisco Rosas se acercó al balcón, miró la plaza y buscó con los ojos el hotel, situado enfrente de la Comandancia Militar. «Allí está», se dijo con rencor. ¿Por qué se había ido con él? Cuando la llamó en los portales y se la llevó a su cuarto a sabiendas de que Juan estaba muerto y Nicolás en la cárcel de la guarnición, pensó en el triunfo total sobre Ixtepec. Ni siquiera sabía cómo era la joven que caminaba junto a él a medianoche. Al entrar a su cuarto y mirarla de cerca, le molestaron sus ojos obstinados y su traje rojo. A él le gustaban las mujeres suaves, envueltas en colores claros. La silueta rosada de Julia se interpuso entre él y la joven que lo miraba rencorosa, adivinando sus pensamientos. Aturdido, su primer movimiento había sido decirle: «Vete, vete a tu casa», pero se contuvo. Quería saber y hacer saber a Ixtepec que en Ixtepec sólo contaba la voluntad del general Francisco Rosas. ¿Acaso no se reían de él desde hacía meses? Todos habían sido cómplices de Felipe Hurtado. Cogió una botella de coñac y bebió con generosidad; luego se volvió a Isabel que esperaba muda y de pie en el medio del cuarto. «Ahora van a saber que lleno mi cama con la que más les duele», se dijo.
—¡Desvístete! —ordenó sin mirarla.
Isabel obedeció sin replicar y Rosas, intimidado, apagó el quinqué de un soplo; en la cama se encontró con un cuerpo extraño que le obedecía sin decir una palabra. La luz de la mañana lo encontró desamparado. A su lado, Isabel dormía o fingía dormir. Rosas se escabulló de la cama y se afeitó tratando de no hacer ruido. Quería salir de la habitación que se le había vuelto asfixiante. Cuando Leonardo se presentó con el café caliente, el general se llevó un dedo a los labios en señal de silencio, bebió el café de prisa y salió de su cuarto. Lo reconfortó el aire de la mañana perfumado de magnolias. No volvió al hotel en todo el día. Por la noche su asistente fue a buscarle ropa limpia, se la trajo a su despacho y allí se cambió. Estaba de mal humor. Había tenido que bañarse junto al pozo, pues en el curato no había baño. «¡Estos curas retrógrados!», se había dicho mientras el agua helada del pozo resbalaba sobre sus espaldas. Después, más risueño, se fue con sus ayudantes a cerrar la fiesta de doña Carmen. Volvió al hotel muy tarde y se encontró con los ojos obstinados de Isabel. Había tratado de imaginar que no era ella la que lo esperaba sino la otra, y desconsolado apagó la luz y se metió en la cama. La joven lo imitó y el cuarto se llenó de lianas y de hojas carnosas. No quedaba lugar para él, ni para su pasado, se ahogaba… «Ocupa todo el cuarto», se dijo, y en ese momento se dio cuenta de que había cometido un error irreparable.
El coronel Corona y el taquígrafo esperaban sus órdenes. Rosas siguió mirando hacia el hotel. «¡Allí está!», se repitió con violencia. «Al volver le diré que se vaya, y si se opone yo mismo la sacaré a la calle… ¡Repudiada!». La palabra lo hizo sonreír. Imaginó las caras alarmadas de los vecinos ante su nuevo escándalo, y los ojos obstinados de Isabel le volvieron a la memoria. No era ella la que podía sustituir a Julia. El nombre de su amante lo llevó a un pasado de vainilla. La dulzura de la piel de Julia se presentó aguda en las yemas de sus dedos y oyó su voz llamándolo. Asustado por el recuerdo, se volvió hacia Corona.
—¡Qué pase el primero de esos pendejos! —dijo al mismo tiempo que se prometía lleno de ira: «Llegando al hotel, la saco…». Los detenidos pasaron uno por uno ante su presencia. Cuando llegó el turno del padre Beltrán, el general sonrió. La vista del sacerdote luciendo la levita y el pantalón rayado del loco le produjo alegría.
—Sí, señor, se le dará ropa interior limpia, pero seguirá usted vestido como está. Es una prueba…
El sacerdote no contestó. Rojo de ira, firmó sus declaraciones y salió del despacho de Rosas sin despedirse.
Entró Juan Cariño. Francisco Rosas, tratándolo con deferencia, se puso de pie y lo escuchó como si realmente fuera el presidente de la república. El loco pareció satisfecho, pero al oír que tendría que asistir al juicio vestido con la sotana del sacerdote, estalló en cólera:
—¿El general ignora que desde 1857 existe la separación entre la Iglesia y el Estado?
—No, señor, no lo ignoro —contestó humildemente el general.
—Entonces, ¿cómo se atreve a volver permanente este fortuito cambio de investiduras? ¡Quiero hacer constar mi protesta por este nuevo atropello! —Y Juan Cariño ordenó al taquígrafo que hiciera valer su protesta y la mala fe de su adversario el usurpador Francisco Rosas. Cuando el loco abandonó el despacho del militar, éste dejó de reír al saber que era Nicolás Moncada el que entraba a prestar su declaración. En presencia del joven, el general quedó pensativo: Nicolás se parecía demasiado a su hermana.
—¡Me voy!… Corona, continúe usted el interrogatorio —dijo poniéndose de pie y salió a la calle sin saber a dónde dirigir sus pasos. Dio varias vueltas a la plaza y se volvió a la Comandancia Militar. Uno de sus asistentes fue al hotel a buscarle la comida y Francisco Rosas comió en su cuarto alejado del ir y venir de los militares. Corona entró a tomar el café con su jefe.
—¿Qué dijo? —preguntó Rosas preocupado y evitando nombrar al hermano de Isabel.
—¡Todo! —respondió Corona satisfecho.
—¿Sabe la suerte de sus hermanos?
—Me parece que sí, pero es muy hombrecito.
—¡Todas las mujeres son unas putas! —sentenció Rosas con ira. Corona aceptó la afirmación de su jefe.
—¡Todas!… —Y dio una larga chupada a su cigarro.