XIII

Desde aquí veo la casa de Gregoria y me parece que ella está llegando esa noche, abriendo su puerta y santiguándose antes de entrar. Adentro están sus botes, que fueron de petróleo, cubiertos de geranios y de tulipanes. En el jardín crecen las hierbas para olvidar, para quererse y para salvarse de la ira o de un enemigo. No se vaya a creer que Gregoria fuera bruja. No, ella no era como Nieves que llegó a darme mala fama. Desde muy lejos venían a verla, le traían pedazos de trajes, mechas de pelo y fotografías de los futuros embrujados. ¿Cuántos años hará desde el día en que la costeña Marta llegó a Ixtepec con Juan Urquizo? Hasta acá lo trajo para que Nieves le diera su bebedizo. Años fueron y vinieron. Marta murió en su tierra, nosotros lo supimos por Juan Urquizo que a pie, y con la cara de tonto que le puso Nieves, pasó por Ixtepec de ida para México. Desde entonces se presentó en mis calles dos veces por año: una cuando iba para México y otra cuando regresaba. Sus viajes tenían por objeto estar en la costa el día de la fecha de la muerte de Marta. Hada seis meses de ida y seis meses de vuelta, siempre a pie. Cuando lo veíamos de regreso sabíamos que había pasado un año justo.

Así vivía tranquilo sin darse cuenta de su desgracia. Había sido comerciante, sus mulas iban cargadas de mercancía, y la gente, al verlo con los huaraches rotos, las ropas desgarradas, la piel renegrida por el sol y los ojos mas azules que nunca, le tenía compasión. Nadie conocía a su familia, porque Juan Urquizo era español. Al pasar por Ixtepec, don Joaquín lo recibía en su casa, ordenaba que le pusieran jabones y toallas en el baño de ladrillos rojos y le daba ropa limpia. Juan Urquizo aceptaba la caridad con beneplácito. Se quedaba una noche y un día en el pueblo y de madrugada emprendía la ruta hacia México o hacia la costa, según fuera de ida o de venida. Doña Matilde le suplicaba:

—Mire, don Juan, repósese aquí unos días.

Juan Urquizo no podía aceptar reposo.

—Doña Matilde, es usted buenísima, pero no puedo faltarle a Marta. Un día que pierda y no llegó a la costa el 14 de noviembre. ¿No sabe, doña Matilde, la desgracia que me ha ocurrido?… Marta murió en esa fecha y no puedo dejarla sola… Es el único día que tengo para hablar con ella… ¿La recuerda, doña Matilde?

Y Juan Urquizo seguía llorando hasta que la señora, que sabía lo que sabíamos todos, le decía:

—No llore, don Juan, ya no está lejos el 14 de noviembre.

Hace quince años que dejó de hacer su viaje circular. Hay quien dice que murió en unos llanos cerca de Tiztla. Ya era tan viejo que apenas le quedaban unos cuantos pelos blancos, y de seguro ese día el sol pegó muy fuerte.

Nunca supimos si Julia le dio la bebida al general. Era reservada y se presentó siempre como extranjera, sin dársenos, encerrada en su sonrisa, que fue cambiando según fue cambiando su suerte. Y los días siguieron cayendo iguales los unos a los otros. Se comía a las doce y media, a las tres de la tarde eran pocos los que se atrevían a cruzar mis calles. Los vecinos dormían la siesta en sus hamacas y esperaban a que el calor bajara. Los jardines y la plaza estallaban en un polvillo inmóvil que volvía el aire irrespirable. Los perros, echados a la sombra de los almendros del atrio, apenas entreabrían los ojos, las cocinas se apagaban y no volvían a encenderse hasta las seis de la tarde. Los Selim, los turcos del almacén de ropa La Nueva Elegancia, dormitaban detrás de un mostrador con las tijeras sobre el pecho. Sus hijos les traían tacitas de café renegrido. «Muy bueno para el calor. Allá en su tierra con eso se aliviaban del sueño y del sofoco».

En la plaza, Andrés se refugiaba debajo de su tendido de dulces y con un plumero color de rosa espantaba las avispas y las moscas que se posaban ávidas en su alfajor de coco.

—A mi no me importa lo que le pase a la cusca de Julia. Las que son buenas son las otras, las cuatitas. ¡Qué suerte la del teniente coronel, encontrar dos mujeres bonitas y a las dos al mismo tiempo! —decía. Y cuando Rosa y Rafaela le compraban dulces, Andrés les daba las golosinas casi regaladas.

—¿Y dónde la agarró? —Le preguntaban las gemelas siempre espantadas por la fuerza del animal.

—Muy alto, niñas, muy alto, donde se encuentra todo lo bueno.

La refresquera Juana, sentada detrás de su puesto, con los dedos rosas remojados a fuerza de rayar limones sobre su teja, dejaba de insultar a los «guachos» que venían a beberle los refrescos de colores y dormitaba con los parpados a medio cerrar.

Javier no jugaba más con los montones de canastas. Se bajaba bien el sombrero de paja y, tendido en un petate, espiaba las piernas de las pocas mujeres que acertaban a pasar cerca de su puesto.

Los cocheros sentados al pescante se quedaban quietos y sólo se oían las patadas de los caballos espantándose los tábanos. Las tardes se repetían iguales. El doctor Arrieta era el único que seguía trajinando a aquella hora, traído y llevado por las fiebres que en tiempo de calor y secas abundan en Ixtepec.

Fue una tarde así cuando Julia salió del Hotel Jardín. A esa hora las queridas hacían la siesta. Las persianas echadas hacían presentir brazos desnudos y cabellos húmedos.

Don Pepe Ocampo trató de detenerla.

—¡Por favor, señorita Julia, no salga!

—¡Muy mi gusto! —dijo Julia, despectiva.

—El general no debe tardar. No se fíe de sus palabras. Estoy seguro de que va a volver antes de la hora que dijo.

—Pues ahí me lo entretiene usted un rato.

—¡Señorita Julia! —suplicó el viejo yendo de un lado al otro del zaguán para impedirle el paso. Julia lo miró con frialdad y se detuvo a esperar que el viejo terminara sus carreras.

—Tenga usted compasión de mí. No puedo dejarla salir, piense en las consecuencias… si llega a enterarse.

—No le diga nada. Yo vuelvo en seguida. —Y Julia empujó a don Pepe y salió a la calle. Iba sin pintar, con los cabellos muy cepillados y los labios apenas rosa. Su presencia en las aceras hizo que los mercaderes de la plaza se pusieran de pie.

—¡Mira tú quién viene ahí! —exclamó Andrés sobresaltado.

—¡Y viene sola! —contestó Javier saliendo debajo de su sombrero.

—¿Qué pasa con esa desafiadora, a la que le veo mal fin?

Y Juana, boquiabierta, contempló a Julia que venía con un traje de muselina clara. En su rostro pálido todavía estaba la huella oscura del golpe de rebenque recibido unas noches antes. A la luz del sol parecía más endeble. Cruzó la plaza y bajó por la calle del Correo.

—Va a casa de él.

—Ya lo decía yo que había venido por ella.

—¡Lastima de mujer, tan bonita, y ya no la veremos mucho por aquí! —Y Javier se ladeó el sombrero.

—Anda caminando su última tarde —concluyó Juana.

Los cocheros, desde sus pescantes, siguieron dando noticias del camino que llevaba la joven. Julia iba a buen paso, sin medias, meciéndose sobre sus tacones altos.

—Pasó frente al portón de los Pastrana.

La figura de Julia se fue haciendo más pequeña y acabo por perderse en las sinuosidades de la calle. Pasó frente al portón de los Montúfar, se cruzó a la otra acera y se detuvo en la puerta de la casa de don Joaquín. Dio varios aldabonazos y esperó sosegada. Adentro no esperaban visitas. Los golpes se perdieron en la espesura del jardín. Después de un rato largo, Tefa abrió el portón.

—¿Está la señora? —preguntó Julia con aquella su voz tan peculiar.

—Un momentito… —dijo Tefa, asustada por la aparición de la joven.

Julia esperó en la calle, bajo el rayo del sol, sin atreverse a entrar. Volvió Tefa, sofocada por la carrera.

—Pase usted, señorita.

Entró Julia a la casa, mirando a todos lados con sus ojos de almendra; buscaba a alguien escondido en la sombra. Doña Matilde apareció en el corredor. Venía asustada, con los parpados hinchados por el sueño y una mejilla roja con las marcas del encaje de la almohada. Julia se quedó aturdida, como si de pronto su visita no tuviera objeto.

—Perdone, señora, ¡perdóneme, por favor! Soy Julia Andrade…

—Va tenía el gusto… es decir, la conocía de lejos… —interrumpió turbada la señora.

Con un gesto le indicó que la siguiera por el corredor sombrío. Las dos mujeres avanzaron con aire de misterio. Los pasos sonaban huecos sobre las losetas rojas. «¿A que habrá venido esta muchacha?… ¡Ojalá que todo esto no acabe mal!…». Se iba diciendo la señora, mientras Julia olvidaba las palabras que había preparado para explicar su situación. «No diré nada… No podre…», se repitió Julia cuando llegaron a la puerta de la sala. Entraron solemnes al cuarto fresco y profundo. Pocas veces se utilizaba aquella sala habitada por pastores de porcelana que se vigilaban sobre consolas negras y por mujeres pompeyanas tendidas en terrazas, con los cabellos coronados de rosas y a sus pies tigres mansos dorados. Había abanicos, espejos, ramilletes de flores y en lo alto del muro principal una imagen de bulto del Sagrado Corazón con unas veladoras encendidas. Sobre un sillón estaban los trajes terminados de Isabel y Conchita. Doña Matilde los recogió.

—Perdone, son los trajes de teatro. —Y sonrió mortificada por la palabra. ¿Qué pensaría su visita? ¡Trajes de teatro en una casa decente!

—Son mis sobrinos que van a hacer una representación para nosotros, la familia…

Las dos mujeres tomaron asiento en el estrado del salón y se miraron desconcertadas. Julia, ruborizada, trató de sonreír, miró a la señora y luego se miró las puntas de los dedos. No podía hablar. Doña Matilde a su vez, no sabía que decir y esperaba turbada que la visita hablara la primera. Así estuvieron unos minutos atreviéndose apenas a mirarse, sonriéndose furtivas, las dos tímidas y asustadas.

—Señora, dígale a Felipe que se vaya… El general se fue hoy a Tuxpan y no vuelve hasta muy tarde Por eso vine a avisarle…

En el primer momento doña Matilde no supo de quien le hablaba. Después recordó que Felipe era el nombre de pila de su huésped y se quedó boquiabierta, asaltada por un tropel de pensamientos confusos. «¿Por qué debe irse Felipe?… ¿Por qué vino Julia a avisar?…».

—Lo va a matar… —le susurró Julia acercando las palabras a su oído.

Doña Matilde la miró con miedo. Hubiera querido que Julia no se presentara nunca ante la puerta de su casa y ya que estaba adentro le gustarla que se fuera en seguida. Pero ¿cómo decírselo? La miró y pensó que a la primera que mataría el general sería a ella por haberlo traicionado.

—¿Y usted? —preguntó.

—¿Yo? No lo sabrá nunca —dijo Julia sin convicción.

—No faltara quien se lo diga.

Y la señora pensó que quizás estaba viendo a Julia por última vez. La miró fascinada. «¿Sera capaz de hacerle algo?». Le pareció estar frente a una criatura que lleva la violencia en su misma fragilidad. Había entrado a su casa como el heraldo de la desdicha. Su presencia irreal era más peligrosa que la de un ejército. Examino su escote delicado, sus clavículas quebradizas, su traje de muselina rosa y sus manos olvidadas sobre la falda. El parpadeo de las veladoras daba reflejos naranjas a su piel dorada. Los ojos de la joven crecieron al llenarse de lagrimas, una sonrisa húmeda avanzó por sus labios. Una ráfaga violenta de granizos cruzó el salón.

—¿Puedo verlo?

La voz de Julia le llegó a doña Matilde desde el centro de una tempestad que partía del cuerpo luminoso de la joven. Su imagen brillante se escindió y cayó en trozos de cristal. La señora sintió un vértigo.

—… Sólo unos minutos —insistió la voz de Julia, ahora muy cerca de los oídos de doña Matilde. Corrieron vientos fríos y los granizos desaparecieron. La señora podía verla, muy quieta, con las manos entrelazadas sobre la falda, mirándola con sus ojos oscuros y alertas como los de una gacela. Felipe Hurtado apareció en el marco de la puerta. Julia se puso de pie y fue a su encuentro, caminando muy despacio y los dos desaparecieron por el corredor. Doña Matilde se echó a llorar. La sorpresa de esa tarde y las visiones provocadas por la presencia de Julia no hallaron más camino que el de las lágrimas o tal vez se sintió muy vieja.

Julia y Hurtado cruzaron el jardín y entraron en la habitación del forastero. Iban enlazados, al paso, mirando los helechos, como si pertenecieran a un orden diferente. Los criados los espiaban desde lejos.

—¡Vino Julia!

—Dijo bien don Cástulo, adelante de los pasos de un hombre van los de una mujer. —Y buscaron en el aire las huellas brillantes que habían traído a Felipe Hurtado hasta Ixtepec.

El grupo de los sirvientes se quedó debajo del arco que comunicaba con la cocina mirando con fijeza hacia el pabellón cerrado. Adentro estaban los amantes. ¿Que estarían diciéndose? El pabellón había entrado en una gran quietud, el jardín también estaba placido y hasta la cocina llegaba el beneficio de los sueños. La torre de la iglesia dio las cinco de la tarde, el cielo empezó a cambiar de color y las ramas de los arboles se hicieron más oscuras. Los pájaros guardaron silencio y los primeros perfumes del crepúsculo se esparcieron por la casa. Pasaba el tiempo y el pabellón seguía quieto.

—Lo pagan con la vida…

Los criados se quedaron tristes al ver la mancha del traje de Julia reaparecer en el jardín. Felipe Hurtado se le emparejó. Los amantes venían imperturbables, con los gestos en paz.

—¡Lástima!… ¡Lástima!…

Los jóvenes volvieron a la sala donde doña Matilde los esperaba inmóvil. Al verlos tuvo una reacción de pánico. Se hubiera dicho que los había olvidado.

—¡Criatura! ¿Por qué vino?…

—Para decirle que se fuera…

—Sí, sí, que se vaya… Ahora mismo preparo su viaje…

La señora salió a dar voces a las criadas. «Tengo mucho que hacer, mucho que hacer…», se repitió mirándose las manos, de pie en el corredor.

La primera impresión que le produjo la llegada de Hurtado había sido que el forastero venía a alterar el orden implacable de su casa, como si una arenilla se hubiera introducido en la maquinaria de un reloj y alterara los segundos de una manera imperceptible y segura. Hoy, en esa tarde que huía entre los arboles del jardín, sus horas y sus gestos contados de antemano saltaron hechos pedazos y cayeron a sus pies en el desorden imprevisto que producen las catástrofes. «¿Qué tengo que hacer?». Sus palabras carecían de sentido, su vida entera hecha de naderías se le presentó como una maquina rota. «Tiene razón mi hermano Martín en vivir fuera del tiempo», se dijo sin entender lo que decía. Todos sus cálculos habían resultado inútiles. Los criados esperaban sus órdenes.

—Hay que preparar el viaje del joven —dijo sin saber de qué viaje hablaba ni que era lo que había que preparar.

—¿Ya llegó Joaquín?

—No, señora.

«¿Por qué andaría en la calle a esas horas?». Le pareció que la cuarteadura invisible que se produjo en su vida con la llegada del forastero se abría en ese momento con estrépito y que el edificio entero se iba por esa grieta negra que avanzaba con la velocidad del rayo.

—Ya oscureció —dijo Julia con voz extraña, y a la señora le pareció que la voz de la joven acumulaba en su casa todas las sombras de Ixtepec. Miró a Felipe Hurtado, reconoció su rostro amable a esa hora sombrío y como la primera vez que lo vio se reconcilió con el desconocido. «El destino siempre escoge un rostro imprevisto», se dijo resignada.

—Yo le ayudare a seguirlo —prometió a sabiendas de que ya nada podía separar su suerte de la de los jóvenes.

Julia se oprimió las manos y se alejó unos pasos. Luego, sin ruido, corrió veloz hacia el zaguán, lo abrió y se fue a la calle.

Felipe Hurtado corrió en su busca, pero el ruido de la puerta que se cerraba de golpe lo detuvo. Se quedó unos instantes indeciso frente al portón cerrado, se pasó la mano por la frente, sacó un cigarrillo, lo encendió y sin decir una palabra cruzó el jardín y se encerró en el pabellón.

—Vayan a decir a mis sobrinos que hoy no hay teatro…

—Y de la señorita Julia, ¡ni una palabra! —gritó con ferocidad doña Matilde y por segunda vez se echó a llorar aquella tarde.