XII
El encantamiento se rompió y por primera vez tuvimos algo que hacer, algo en que pensar que no fuera la desdicha. La magia que invadía al pabellón de doña Matilde invalido en unos cuantos días a Ixtepec. Mis gentes hablaban del «Teatro» con asombro, contaban los días que faltaban para el estreno y se preguntaban por qué antes nos privábamos de esa diversión.
—En todas las ciudades hay teatros que funcionan todos los días —decía doña Carmen con naturalidad.
—Tiene razón, Carmen, no sé cómo no se nos había ocurrido organizar algunas funciones. Hemos vivido como caníbales. ¿Sabes que hay caníbales? ¡Qué horror! Hoy leí en el periódico el caso de los exploradores que se comieron en el Polo Norte. ¡Qué dizque porque tenían frío! Un pretexto. También nosotros porque tenemos calor somos capaces de comernos cualquier día. ¿Lo leíste, Conchita? Doña Elvira de vuelta de los ensayos hablaba alegre, sentada frente al espejo de su tocador.
—No, mamá, no lo leí.
—Léelo, a ver si se te ocurre lo que se me ocurrió a mí.
Y doña Elvira, soñadora, se quedó con el peine en la mano mirando con dulzura su brazo redondo y gordezuelo.
—Debe ser muy azucarada la carne de los güeros… Se me ocurrió que tiene un saborcito a flan…
—¡Mamá!
—¿A que sabrá Tomas Segovia? El, diga lo que diga, es morenito. ¿Te has fijado que no va a los ensayos? Esta celoso de Hurtado porque a él nunca se le ocurrió organizar una troupe de teatro…
Y doña Elvira se durmió sin recordar a Julia, dispuesta a encontrarse con sueños nuevos y ligeros.
Era muy dulce saber que podíamos ser algo más que espectadores de la vida violenta de los militares y casi sin darnos cuenta nos alejamos de los balcones del Hotel Jardín para acercarnos a los de doña Matilde. Aquellos fueron días halagüeños. Los ánimos de los invasores también se calmaron. La misteriosa muerte de Damián Álvarez sirvió de tregua a los celos de Francisco Rosas. Únicamente Julia seguía imperturbable, encerrada en su tristeza.
La aparición de Julia en la serenata, después de varios domingos de no verla, nos devolvió en un instante a los días anteriores al teatro. Olvidamos todo por verla entrar en la plaza. Venía con uno de aquellos trajes suyos de tonos rosa pálido, escarchado de pequeños cristales translucidos, centelleante como una gota de agua, con sus joyas enroscadas al cuello y los cabellos ahumados meciéndose como plumas ligeras sobre la nuca. Dio varias vueltas, apenas apoyada en el brazo de su amante que avanzaba con ella con respeto, como si llevara junto a él a toda la belleza indecible de la noche. Nada podía leerse en su rostro impasible. Las gentes se abrieron para darles paso y ella avanzó como un velero incandescente rompiendo las sombras de los arboles. Francisco Rosas la llevó a su banca de costumbre. Las otras queridas la rodearon y le hablaron con alegría. Ella apenas si contestó. Inmóvil, escrutaba la plaza. El general, de pie detrás de la banca que ella ocupaba, se inclinó hacia Rafaela que le hablaba a gritos para hacerse oír a través de la música.
—¡Que contenta estoy! ¡Ya se fueron los días malos!
Y supersticiosa se inclinó para tocar con los dedos cruzados la madera del tacón de su zapato. Rosas sonrió.
—¡Es tan bonito el mundo! —continuó la gemela viendo el éxito de su primera frase—. ¡Qué bonito es quererse!, ¿verdad?
Francisco Rosas asintió con la cabeza y le ofreció un cigarrillo.
La joven lo tomó con desparpajo y le acarició la mano con un gesto de complicidad. Su hermana también se volvió hacia el general sonriendo generosamente. Francisco Rosas, agradecido, les dio de palmaditas en las mejillas y pidió refrescos para todos. Sólo Luisa parecía enojada con la aparente felicidad de Rosas y cuando éste le pasó un refresco lo rechazó y volvió la cabeza del lado de los paseantes.
—¡Gracias, no tengo sed!
Con la presencia de Julia, la plaza se llenó de luces y de voces. Las mujeres daban vueltas platicando en alta voz, los hombres sin atreverse a mirarla pasaban cerca de ella y aspiraban las ráfagas intensas de jazmín que atravesaban la noche. ¿Y ella, Julia, a quien esperaba? ¿Para quién guardaba aquella sonrisa apenas entrevista?
Escrutó la plaza con disimulo. Buscaba a alguien y se alejaba de la conversación de sus amigos. Acaso llevaría media hora entre nosotros cuando pidió defraudada irse al hotel. Francisco Rosas se inclinó ante ella y con la punta de los dedos le rozó los cabellos. Pareció asentir de buen grado a su deseo.
—¡Si acabas de llegar! —dijeron las gemelas.
—Me voy —respondió Julia. Se puso de pie y se volvió hacia Rosas para decirle algo al oído.
—¡Quédate otro ratito!
—¡Aguafiestas!
—¡Déjenla, sus motivos tendrá! —comentó Luisa.
—Tengo sueño —replicó Julia. Decidida, hizo ademan de dejar a sus amigos.
Un grupo ruidoso atravesó en esos momentos la calle y entró a la plaza: eran los Moncada; riéndose con aquella risa suya sonora y contagiosa, venían acompañados de Hurtado y de Conchita. Recuerdo la frase de Nicolás: «¡Isabel, un peso por una carcajada!» y mostró a su hermana, de risa fácil, una moneda de plata que ella ganó al instante, echando la cabeza hacia atrás y enseñando la fila guerrera de sus dientes.
Julia, indecisa, no acabó de despedirse. Al ver su turbación Rafaela la invitó a sentarse.
—¡Quédate! Mira, ya llegaron esos…
—¿De que hablaran que vienen riéndose? —preguntó su hermana.
—¡Adivinar! Hay veces en que me gustaría conocer a la gente de aquí —contestó Rafaela.
Julia aprovechó el dialogo de las hermanas y volvió a sentarse, aparentando indiferencia.
El grupo de jóvenes pasó frente al de los militares y Hurtado disminuyó el paso y dejó de reír. Se diría que Julia no lo había mirado. El rostro del general Francisco Rosas, unos minutos antes apacible, se descompuso. Entonces, el teniente coronel Cruz intervino en la conversación.
—¿Y para que quieres conocer a unos mocosos y a un merolico?
Dijo esta última palabra con desprecio y mirando de reojo al general, para que éste se diera cuenta de la insignificancia del forastero.
—Pues no lo se… —contestó Rafaelita, que no tenía ningún interés en conocer a aquellas gentes.
—Julia si conoce a uno de ellos… —dijo Luisa malignamente.
Sus palabras produjeron el silencio en el grupo de los militares. Las mujeres se quedaron en suspenso y los hombres miraron a las copas de los arboles. La música se dejó oír ruidosa y la plaza entera pareció girar en torno a Julia que permaneció quieta y pálida. El general se inclinó ante ella.
—Vámonos, Julia.
Julia siguió inmóvil con su abanico en la mano mirando al vacío. Rafaela intervino asustada.
—¡Quédense otro ratito!… La noche está tan caliente que se apetece estar al aire libre.
—¿No oyes, Julia? Siempre tienes que ir en contra de la voluntad del general. —Y Luisa se inclinó sobre la querida de Rosas. Julia ignoró sus palabras. Seguía inmóvil, parecía de cristal, cualquier movimiento podía romperla en mil pedazos. El general la tomó por un brazo y con brutalidad la hizo levantarse de su asiento. Julia cedió sin resistencia.
—Buenas noches —dijo Rosas, trémulo de ira. Sin más despedida cruzó la plaza y atravesó la calle llevándose a la joven.
—¡Le va a pegar!
—¡Si… Le va a pegar!… —repitió Antonia mirando con terror al coronel Justo Corona. Éste, con los brazos cruzados, permaneció impasible. En la manga de su guerrera estaba la cinta negra que Rosas había ordenado que lucieran todos, incluyéndose el mismo, en señal de duelo por la muerte de Damián Álvarez.
—Es muy rejega. Merece unos fuetazos y luego su azúcar, como las yeguas finas.
—¡Ojalá y le dé una buena, a ver si se le quita lo mañosa!
Y los ojos azules de Luisa se volvieron blancos. Su amante, el capitán Flores, se puso de pie.
—Me voy, estoy de guardia.
Salió de la plaza y se encaminó a casa de la Luchi.
—Luchi, ¿tienes envidia de Julia?
La Luchi se quedó pensativa unos minutos.
—¿Por qué me lo preguntas?
—Quiero saber por qué no la quieren las mujeres.
—Tal vez porque a ninguna de nosotras nos quieren como a ella —contestó la Luchi con entereza y luego se abrazo a su cuello.
Las criadas del hotel contaron que el general, al llegar a su cuarto, golpeó a su querida con el rebenque «sin ninguna compasión». Ellas desde el corredor escucharon los golpes y la voz entrecortada del hombre que parecía quejarse. De Julia no se escuchó nada. Luego el general salió a buscar a Gregoria, la vieja ayudante de la cocina, que sabía de muchos remedios.
—No quiero que venga el doctor Arrieta. Le digo que vaya usted a remediar a la señorita Julia.
La voz de Francisco Rosas estaba rota.
A las once de la noche la vieja salió del hotel para ir a su casa en busca de hierbas. A su vuelta, cuando llamó al cuarto de los amantes, el general salió para perderse en las profundidades del jardín. Gregoria preparó cataplasmas y aguas limpiadoras y con ellas curó la piel ensangrentada de la más querida de Ixtepec. Luego hizo también un cocimiento para que Rosas quisiese menos a la joven. Ésta parecía no oír los consejos de la vieja.
—Mire, señorita Julia, échele esto en la copa que se bebe antes de meterse en la cama con usted. Pero no le diga que yo le di la hierba, porque me mata…
Julia, echada en la cama con los ojos cerrados no contestó. Gregoria se empeñaba en consolarla.
—Ya verá, niña. Con el favor de Dios va a dejar de quererla. Cuando un hombre se pone así, hace pagar con la vida a la mujer. Pero primero Dios se va a aliviar hasta más pronto que usted, ya lo verá.
Julia se dejaba curar muy quieta. Temblaba y bebía pequeños sorbitos de coñac para reanimarse. Un trazo violeta en la mejilla la hacía parecer más pálida.
—¡Júreme, señorita Julia, que le va a dar este remedio! Está hechizado.
La joven seguía temblando.
—Y dígame, perdonando la curiosidad, ¿qué hierba le dio usted allá en su tierra para ponerlo así? —preguntó la mujer.
—Ninguna, Gregoria.
—¿A poco él solito se le engrió tanto?
—Sí, Gregoria, él solito.
Ya tarde el general volvió a su cuarto, miró a Julia tendida en la cama, se acercó a ella y con la punta de los dedos le acaricio los cabellos. La joven no se movió y su amante se sentó en una silla llorando. Ella lo dejó llorar.
—Va me voy, niña Julia —dijo Gregoria cohibida.
Los amantes no le contestaron.
—Aquí le dejo su tisanita, niña Julia. También al general dele un trago, le hará bien, parece muy cansado —agregó la vieja haciendo un guiño de complicidad.
Julia guardó silencio. El general con la cara entre las manos no se ocupo ni de dar las buenas noches.