VII

El forastero, que ignoraba esta vida secreta y apasionada, estaba aun hablando con Julia cuando el general llega al Hotel Jardín. Al verlo inclinado sobre ella, contaron después las lenguas, le cruza la cara con el rebenque, mientras trataba a don Pepe de alcahuete. Julia, espantada, salía corriendo hasta la calle. Allí la alcanzó el general y juntos volvieron al hotel y entraron en su cuarto.

—¿Por qué tuviste miedo, Julia?

El general se acerca a su querida y le toma la cara entre las manos para verle los ojos. Era la primera vez que Julia se asustaba ante una de sus caleras. La joven le sonrió y le ofrecía los labios. Nunca le diría a Rosas por qué había tenido miedo al ver la huella morada del golpe en la cara del fuereño.

—Julia, ¿por qué tuviste miedo? —suplicó otra vez el general, pero ella como una gata escondió la cara entre los hombros de su amante y le beso la garganta.

—Dime quién es, Julia…

La joven se desprendió de los brazos de su amante y sin decir una palabra se tendió en la cama y cerró los ojos. El general la contempló largo rato. Las primeras sombras naranjas de la noche entraron a través de las persianas. Los pies de Julia con los últimos reflejos del sol cobraron una vida efímera y translucida, ajenos al cuerpo envuelto en la bata rosa. El calor de la tarde acumulado en los rincones se reflejó en el espejo de la c6moda. En un vaso los jacintos se ahogaban en su perfume, del jardín llegaban aromas pesados y de la calle un polvillo seco. Francisco Rosas salió de puntillas. Se sentía vencido ante el silencio de su amante. Cerró la puerta con precaución y llamó con ira a don Pepe Ocampo. Ese día mi suerte quedo echada.

El forastero recibió los golpes en el rostro y sin decir una palabra cogió su maletín y salió muy despacio del hotel. Lo vi de pie en el portal, impasible. Bajo la calle, llegó a la esquina y torció hacia abajo, rumbo a Guerrero. Iba por la acera angosta, no buscaba nada, parecía reflexionar. Se cruzo con Juan Cariño, que a esa hora salía de la casa de las «cuscas» a dar su paseo diario. El fuereño no se asombró de la levita ni de la banda presidencial cruzada al pecho. Juan Cariño se detuvo.

—¿El señor viene de lejos?

—De México, señor —contestó el forastero con cortesía.

—Señor presidente —corrigió Juan con seriedad.

—Perdón, señor presidente —aceptó el fuereño con rapidez.

—Véame mañana en la Presidencia. Las señoritas encargadas de la audiencia le atenderán.

De los locos que he tenido, Juan Cariño fue el mejor. No recuerdo que haya cometido nunca un acto descortés o malvado. Era dulce y atento. Si los mocosos le tiraban piedras a su sombrero de copa y éste rodaba por el suelo, Juan Cariño lo recogía en silencio y seguía su paseo vespertino con dignidad. Daba limosnas a los pobres y visitaba a los enfermos. Pronunciaba discursos cívicos y pegaba manifiestos en los muros. ¡Qué diferencia con Hupa!… ¡Ése fue un desvergonzado! Tirado días enteros rascándose los piojos y asustando a los paseantes. Se les aparecía a la vuelta de una esquina, los tomaba del brazo y clavándoles las uñas negras y largas les gruñía: «¡Hupa! ¡Hupa!». Mereció la mala muerte que tuvo: unos chiquillos lo encontraron tirado en una zanja, con la cabeza deshecha a pedradas y el pecho cuidadosamente tatuado con una navaja. Era un loco.

Juan Cariño vivió siempre en la casa de las «cuscas». En los muros de su habitación estaban los retratos de los héroes: Hidalgo, Morelos, Juárez. Cuando las muchachas le decían que pusiera el suyo entre ellos, Juan Cariño se enfadaba:

—¡Ningún gran hombre se ha hecho su estatua en vida! ¡Para hacer eso hay que ser Calígula!

El nombre impresionaba a las muchachas y callaban.

Si había riñas entre ellas y los soldados que las visitaban, Juan Cariño intervenía muy correcto.

—¡Niñas, un poco de orden! ¡Qué van a pensar estos extranjeros!

El día que mataron a la Pípila de un navajazo, Juan Cariño organizó las exequias con gran pompa y presidio el entierro que tuvo música y cohetes. Atrás del féretro azul iban las muchachas con las caras pintadas, las faldas cortas de color violeta, los tacones torcidos y las medias negras. «Todos los oficios son igualmente generosos», declare el señor presidente al borde de la fosa abierta. Volvió el cortejo y la casa se cerró los nueve días que duraron los rezos. Juan Cariño le guardó luto un año entero.

Esa tarde trató de ayudar al forastero. Éste agradeció el ofrecimiento y siguió su camino. Juan Cariño reflexiono unos instantes y se volvió para alcanzarlo.

—Joven, no deje de venir mañana. Atravesamos tiempos malos, estamos invadidos por el enemigo y no podemos hacer todo lo que quisiéramos, Pero, en fin, algo se hará por usted.

—¡Gracias! ¡Muchas gracias, señor presidente!

Ambos se hicieron una reverencia y se alejaron. El fuereño dio varias vueltas por mis calles y volvió a la Plaza de Armas. Indeciso, se sentó en una banca. Estaba oscureciendo. Sentado allí parecía un huérfano. Al menos esa fue la explicación que dio don Joaquín a doña Matilde, al llegar a su casa con el forastero.

Don Joaquín poseía la casa más grande de Ixtepec; sus patios y jardines ocupaban casi dos manzanas. El primer jardín sembrado de arboles copudos se defendía del cielo con un follaje sombrío. Ningún ruido llegaba a ese lugar situado en el centro de la casa y cercado por corredores, muros y tejados. Lo cruzaban caminos de piedra bordeados de helechos gigantes crecidos al amparo de la sombra. A la derecha un pabellón de cuatro habitaciones abría su salón a este jardín llamado «el jardín de los helechos». Las ventanas de las habitaciones daban al jardín de atrás llamado «el jardín de los animalitos». Los muros del salón pintados al oleo eran una prolongación del parque: infinidad de bosquecillos en penumbra atravesados por cazadores de chaquetilla roja y cuernos de caza al cinto perseguían a los ciervos y a los conejos que huían entre los arbustos y las matas. Isabel, Juan y Nicolás habían pasado muchas horas de su infancia descifrando aquella cacería minúscula.

—Tía, ¿qué país es éste?

—Inglaterra…

—¿Conoces Inglaterra?

—¿Yo?… —Y doña Matilde se echaba a reír misteriosamente. Ahora que los niños habían crecido el pabellón estaba cerrado y la familia se había olvidado de «Inglaterra».

La oscuridad y el silencio avanzaban por toda la casa. En las habitaciones de muros de piedra reinaba un orden despiadado y campesino. Las persianas estaban siempre echadas y los visillos almidonados, corridos. La casa llevaba una vida acompasada y exacta. Don Joaquín adquiría únicamente las cosas necesarias para hacer más perfecto su funcionamiento extravagante y solitario. Algo en el necesitaba de esa repetición de soledad y silencio. Su habitación era pequeña; apenas cabía la cama y no tenía balcón a la calle: un ventanillo abierto junto al techo era la única salida al exterior. Un tocador de madera blanca en el que relucían una jarra y un lavamanos de porcelana comprobaban aquella austeridad, extrañamente desmentida por el olor del jabón finísimo y las lociones y cremas de afeitar perfumadas, dentro de sus frascos con etiquetas francesas. La habitación se comunicaba con el cuarto de doña Matilde, su mujer. De joven, doña Matilde fue alegre y turbulenta; no se pareció a su hermano Martín. Los años de casada, el silencio y la soledad de su casa hicieron de ella una vieja risueña y apacible. Perdió la facilidad para tratar a las gentes y una timidez casi adolescente la hacía enrojecer y reír cada vez que se encontraba frente a extraños. «Yo ya solo conozco los caminos de mi casa», les decía a sus sobrinos cuando estés se empeñaban en hacerla salir a la calle. Cuando alguien moría, ella no iba al duelo. No sabía porque la cara muerta de sus conocidos la hacia reír.

—Por Dios, Ana, ¿crees que los Olvera me hayan Perdonado la risa que me dio la cara de su padre muerto?

—Sí, no te preocupes, ya lo olvidaron —contestaba su cuñada.

—Estoy tan arrepentida…

Pero la señora, a pesar de su arrepentimiento, no podía recordar aquel rostro compungido, de muerto vestido de negro, con corbata negra y con zapatos negros, sin echarse a reír.

—¡Hazme el favor! ¡Vestir de gala a un pobre difunto!

La inesperada presencia de su marido acompañado del extranjero la turbó y le produjo una especie de vértigo momentáneo: como si toda su soledad y el orden acumulado durante años hubiera sido roto.

—El joven es nuestro huésped por el tiempo que guste —anunció don Joaquín, ignorando el disgusto reflejado en los ojos de su mujer. Ésta, después de cruzar las primeras palabras con el fuereño, olvido su enojo. Estaba acostumbrada a ver llegar a su marido trayendo a toda suerte de animales: por primera vez recogía a un hombre. Fue a la cocina a anunciar a los criados que tenían un huésped, aunque, en verdad, le hubiera gustado decir: «Tenemos un animalito más». Después acompañó a su marido y al extranjero al pabellón. Quería alejarlo de su intimidad.

—Aquí en «Inglaterra» se sentirá usted más independiente…

Y miró con timidez al joven. Tefa, la criada, abrió las puertas del salón de cacería y las de los dormitorios y encendió los quinqués. El fuereño se mostró entusiasmado con su alojamiento. Doña Matilde, ayudada por Tefa, escogió la habitación mas grande, tendió la cama, abrió la ventana que daba al «Jardín de los animalitos» e hizo varias recomendaciones a su huésped sobre cómo debía cerrar el mosquitero para evitar el paso de los murciélagos, que por lo demás eran inofensivos.

El joven se presentó bajo el nombre de Felipe Hurtado y depositó su maletín sobre una mesita. La criada renovó el agua de la jarra, trajo pastillas de jabón francés y colocó toallas limpias en las repisas del baño. Durante la cena la señora se quedó prendada de la sonrisa de su huésped. El joven se retiró a su pabellón. Una vez a solas, don Joaquín le contó a su mujer la escena ocurrida en el Hotel Jardín.

Al pasar por los portales, don Pepe Ocampo se la había relatado.

—¡Ya nos echamos al general de enemigo!

—Ese hombre no puede hacer todas las barbaridades que le vengan en gana.

—¡Pero las hace! —contestó ella risueñamente.

Muy temprano el extranjero despertó sobresaltado.

Una multitud de gatos cayó sobre su cama; los dueños de la casa habían olvidado advertirle que en «el jardín de los animalitos» vivían cientos de ellos y que a esa hora, famélicos, bajaban por los tejados para dirigirse al lugar donde los criados colocaban las cazuelas con leche y los trozos de carne. Hurtado no sabía qué pasaba. Por su ventana abierta los gatos entraban y salían mientras una algarabía de patos avanzaba entre las piedras del jardín; había también ciervos, cabritos, perros y conejos. El extranjero no salía de su asombro. Lo invadió una mezcla de ternura e ironía: se dio cuenta de que los animales eran recogidos como él.

Ya tarde decidió salir de su habitación, El sol estaba alto y apenas se lo adivinaba por entre las espesas enramadas. Se paseo con timidez entre las plantas y los helechos, removió una piedra y encontró una alimaña que lo hizo retroceder con un movimiento de repugnancia.

—¡Es un alacrán! —le dijo Tefa que lo estudiaba desde lejos.

—¡Ah! Buenos días —repuso el fuereño con cortesía.

—¡Mátelo! Son malos. ¿Que en su tierra no hay que no está usted impuesto a verlos? —insistió la criada con malevolencia.

—No, yo soy de tierra fría…

Un vapor se levantaba del jardín. Las plantas despedían olores húmedos y penetrantes. Las grandes hojas carnosas con los tallos llenos de agua se mantenían erguidas a pesar de la violencia del calor. Los macizos de plátanos se llenaban de rumores extraños, la tierra era negra y húmeda, la fuente lucia su agua verdosa y en su superficie flotaban hojas en descomposición y enormes mariposas ahogadas. De allí también surgía un olor descompuesto y pantanoso. El jardín que en la noche era luminoso y negro, cubierto de hojas misteriosas y de flores adivinadas por la intensidad de su perfume, durante el día se infestaba de olores y presencias amenazantes para la nariz del extranjero. Sintió nauseas.

—¿A qué hora vuelve el señor?

—Si no sale —contestó burlonamente la criada.

—¡Ah! Yo creía que iba a trabajar.

—Sí va, pero ahí nomas.

Y la mujer hizo una seña con la cabeza, indicando una puerta abierta en el muro que comunicaba con el «jardín de los animalitos».

—Tal vez será mejor que no lo moleste.

Tefa no contestó. El extranjero sintió la hostilidad de la mujer. De pronto pareció recordar algo.

—Dígame, ¿en dónde vive el señor presidente?

—¿Juan Cariño? En Alarcón, ya casi llegando a las orillas, cerca de la salida de las Cruces —contestó la mujer asombrada. Hubiera querido preguntar algo pero la indiferencia del joven la hizo callar.

—Voy a verlo. Volveré a la hora de la comida —dijo el joven con naturalidad.

Y Felipe Hurtado se dirigió al portón de salida. Tefa lo vio irse y tuvo la impresión de que iba pisando las plantas sin dejar huella.

—¡Quién sabe de dónde venga este hombre! Yo que el señor no andaría recogiendo vagabundos —corrió a decir a los criados que almorzaban en la cocina.

—¿Ya saben lo que hizo en el hotel? —preguntó Tacha, la recamarera.

—Se quiso enredar con Julia y el general a poco lo mata junto con ella y con don Pepe.

—Yo no creo que sea gente de buen vivir. Hoy que fui a hacerle la cama ya la había y estaba leyendo un libro rojo.

—¿Ya yen? ¡Adivinar en lo que pasaría la noche!

—¿Saben a dónde se fue ahora? —preguntó Tefa y, como los de más la miraron interrogativamente, anunció con voz de triunfo:

—¡A casa de las cuscas!

—¡Ándale!

—¡Es tempranero! —dijo Cástulo risueño.

—Yo digo que algo malo lo trajo a Ixtepec —agregó Tefa convencida.

—Adelante de los pasos de un hombre siempre van los pasos de una mujer —sentenció Cástulo con dignidad.

Felipe Hurtado, ajeno a las murmuraciones, atravesó el pueblo y paso frente al hotel. Don Pepe, que lo vio venir desde lejos, se metió apresurado en su zaguán y luego, cuando ya el extranjero había pasado, se empino curiosamente para verlo de espaldas. «¡Descarado, todavía no se repone uno del disgusto y ya anda de nuevo por aquí!», se dijo el viejo con rencor. En efecto, la víspera el general había salido al corredor a interrogarlo. Nunca lo había visto más sombrío.

—¿Quién es ese hombre?

Don Pepe, confuso ante el gesto helado de Rosas, no supo que decir, pues ignoraba quien era el extranjero.

—No sé, mi general, un fuereño que buscaba cuarto. No tuve tiempo de preguntarle nada porque usted llegó en seguida…

—¿Y con qué derecho se atreve usted a alquilar cuartos sin mi permiso? —preguntó Rosas, ignorando que don Pepe Ocampo era el dueño del Hotel Jardín.

—No, mi general, no pensaba alquilárselo. Le estaba diciendo que no tenía habitaciones desocupadas cuando usted llegó…

Luisa, echada en su hamaca, escuchaba atentamente el dialogo.

—General, estuvo más de una hora hablando con Julia.

Se vengaba así de Julia y de don Pepe.

Francisco Rosas no la miró.

—Oí que hablaban de Colima —agregó con maldad.

—¡De Colima! —repitió Rosas, sombrío. Hubiera querido no escucharla. Sin contestar se volvió a su cuarto. Don Pepe miró a Luisa con odio. Ésta siguió meciéndose en su hamaca y después ella también se encerró en su habitación, Con disimulo, el hotelero se acercó a la puerta de los amantes y trató de escuchar el dialogo.

—Dime, Julia, ¿por qué tuviste miedo?

—No sé —contestó ella con voz reposada.

—Dime la verdad, Julia, ¿quién es?

—No sé…

Don Pepe podía verla, acurrucada como una gata, con la cabeza reclinada en un hombro y mirando con sus ojos almendrados al general suplicante. «¡Es malísima! ¡A golpes le sacaría yo la verdad!» pensó el viejo. La entrada del teniente coronel Cruz al hotel lo hizo retirarse con precipitación de su puesto y de sus reflexiones.

—¡Ándele! ¡De escucha! —le dijo riéndose el oficial.

—No se ría… —Y el viejo contó asustado su historia.

El teniente coronel Cruz pareció preocuparse.

—¡Ah, que Julia! —dijo sin ganas de reírse.

Francisco Rosas volvió a salir de su cuarto. Estaba pálido, y se fue a la calle sin llamar a sus amigos. Antes de la medianoche volvió borracho.

—Julia, vamos a Las Cañas…

—No quiero.

Julia se negó por primera vez al capricho de su amante.

El general lanzo el vaso de los jacintos contra el espejo de la cómoda y este cayo hecho añicos. La joven se tapo los ojos.

—¿Qué hiciste? ¡Es de mal agüero!

Los demás huéspedes del hotel escucharon asustados el estrépito.

—¡Dios mío, no se puede vivir tranquila! —gimió Rafaelita.

—¡Quiero irme a mi casa! —gritó Antonia, y el coronel Justo Corona le tapo la boca con las manos.

Felipe Hurtado llegó frente a la casa que buscaba. Supo que era ella porque se separaba de las otras casas como si fuera una imagen reflejada en un espejo roto. Sus muros eran ruinas y, aunque trataban de hacerse muy pequeños, crecían enormes al final de una calle que terminaba en piedras.

—¡Allí es! —Le gritaron unos chiquillos que lo miraban ávidos. El fuereño observó la puerta despintada y el nicho que amparaba a un San Antonio callejero. Tiró de la campanilla.

—¡Pásate, está abierto! —le contesto una voz aburrida.

Hurtado empujó la puerta y se encontró en un vestíbulo con piso de piedra que comunicaba con una habitación que hacía las veces de sala. Unos sillones de terciopelo rojo, unas flores sucias de papel, unas mesas y un espejo ahumado amueblaban el cuarto. Había colillas y botellas esparcidas por el suelo pintado de rojo. La Taconcitos, en ropa interior, desmechada y calzando unas chanclas de tacón torcido, lo recibió.

—Temprano andas pidiendo tu limosna —le dijo la mujer con una sonrisa en la que resplandecía un colmillo de oro.

—Perdone, buscaba al señor presidente.

—Eres fuereño, ¿verdad? Ahora le aviso que tiene antesala.

Y la mujer se fue sin dejar de sonreír. El señor presidente no se hizo esperar. Cordial, ofreció un sillón al extranjero y el ocupo el contiguo.

Apareció la Luchi con una bandeja de plomo en la que había dos tacitas.

—¿Tu eres el amigo de Julia? Vete con cuidado —advirtió la Luchi echándose a reír con desparpajo.

—¿El amigo? —murmuró Hurtado.

Juan Cariño, al ver la turbación del extranjero, se enderezó, tosió un poco y tomó la palabra.

—Sufrimos una ocupación y no podemos esperar nada bueno de los invasores. La Cámara de Comercio, la Presidencia Municipal y la Inspección de Policía están bajo sus órdenes. Yo y mi gobierno carecemos de toda protección. Por eso debe usted cuidar sus pasos.

—Anda enculado y nosotras la pagamos —interrumpió la Luchi.

—¡Niña! ¿Qué lenguaje es ése? —protestó el señor presidente avergonzado, y agregó después de un silencio penoso—. Hay veces en que los caprichos conducen al hombre a la locura. Sin exagerar, podemos decir que la joven Julia ha vuelto loco al general Rosas.

—¿Piensas quedarte tiempo por acá? —preguntó la Luchi.

—No lo sé…

—Pues no te le arrimes mucho.

—Siga usted los consejos de Luchi. Sabrá que cada vez que tiene un disgusto con la señorita Julia nos encarcela y nos ahorca… Menos mal que sus persecuciones todavía no llegan hasta el diccionario…

—El señor presidente es un amigo de los diccionarios —dijo la Luchi con precipitación.

—¿Y cómo no he de serlo, si ellos encierran toda la sabiduría del hombre? ¿Qué haríamos sin los diccionarios? Imposible pensarlo. Ese idioma que hablamos seria ininteligible sin ellos. «¡Ellos!». ¿Qué significa ellos? Nada. Un ruido. Pero si consultamos el diccionario encontramos: «Ellos, tercera persona del plural».

El extranjero se echó a reír. Al señor presidente le gustó su risa y, apoltronado en su sillón astroso, se sirvió varias cucharadas de azúcar y removió su café con parsimonia. Estaba contento: había despistado al extranjero, pues si era cierto lo que había dicho, lo importante era lo que no había dicho: que palabras eran peligrosas porque existían por ellas mismas y la defensa de los diccionarios evitaba catástrofes inimaginables. Las palabras debían permanecer secretas. Si los hombres conocían su existencia, llevados por su maldad las dirían y harían saltar al mundo. Ya eran demasiadas las que conocían los ignorantes y se valían de ellas para provocar sufrimientos. Su misión secreta era pasearse por mis calles y levantar las palabras malignas pronunciadas en el día. Una por una las cogía con disimulo y las guardaba debajo de su sombrero de copa. Las había muy perversas; huían y lo obligaban a correr varias calles antes de dejarse atrapar. Le hubiera sido muy útil una red para cazar mariposas, pero era tan visible que hubiera despertado sospechas. Algunos días su cosecha era tan grande que las palabras no cabían debajo de su sombrero y se veía obligado a salir varias veces a la calle antes de terminar su limpieza. Al volver a su casa se encerraba en su cuarto para reducir las palabras a letras y guardarlas otra vez en el diccionario, del cual no deberían haber salido nunca. Lo terrible era que no bien una palabra maligna encontraba el camino de las lenguas perversas, se escapaba siempre, y por eso su labor no tenía fin. Todos los días buscaba las palabras ahorcar y torturar y cuando se le escapaban volvía derrotado, no cenaba y pasaba la noche en vela. Sabía que en la mañana habría colgados en las trancas de Cocula y se sentía el responsable. Miró atentamente al extranjero. Desde la víspera le había inspirado confianza, y si lo invitó a venir a la Presidencia fue para iniciarlo en el misterio de su poder. «Cuando yo muera alguien tiene que heredar mi misión limpiadora. ¡Si no! ¿Qué será de este pueblo?». Primero había que saber si ese heredero tenía el corazón puro.

—¡Metamorfosis! ¿Qué seria metamorfosis sin el diccionario?… Un montón de letritas negras.

Y estudió el efecto de la palabra sobre el rostro del extranjero: éste se transformó en la cara de un niño de diez años.

—¿Y que sería confeti?…

La palabra produjo una feria en los ojos de Felipe Hurtado y Juan Cariño se llenó de gozo.

La Luchi podía pasar horas escuchándolo. «¡Lástima! Si no estuviera loco tendría mucho poder y el mundo sería tan luminoso como la Rueda de la Fortuna», y la Luchi se quedaba triste al ver a Juan Cariño en la casa de las putas. La joven quería descubrir el momento en que Juan Cariño se había convertido en el señor presidente y no lograba encontrar la hendidura que dividía a los dos personajes: por esa grieta huía la dicha del mundo; de ese error nacía el hombrecito encerrado en el prostíbulo, sin esperanzas de recuperar su brillante destino. «Tal vez dormido soñó que era el señor presidente y ya nunca despertó de ese sueño, aunque ahora ande con los ojos abiertos», se decía la joven recordando sus propios sueños y su conducta extravagante adentro de ellos. Por eso le servía muchas tazas de café y lo trataba con cuidado, como se trata a los sonámbulos, «Si algún día despertara»… y escudriñaba los ojos del señor presidente creyendo descubrir en ellos al mundo asombroso de los sueños: sus espirales al cielo, sus palabras girando solitarias como amenazas, sus árboles sembrados en el viento, sus mares azules sobre los tejados. ¿Acaso ella no volaba en sueños? Volaba sobre unas calles que a su vez volaban persiguiéndola y abajo la esperaban unas frases. Si llegara a levantarse en la mitad de ese sueño, creería para siempre en la existencia de sus alas y las gentes dirían burlonas: «Miren a la Luchi. Esta loca. Se cree pájaro». Por eso espiaba a Juan Cariño, para ver si lograba hacerlo despertar.

—Cuando desee pasar un rato perdido en las palabras venga por aquí; desde este momento pongo a su disposición mis diccionarios —lo oyó decir la Luchi.

—Le advierto que su invitación no caerá en saco roto —contesto risueño el extranjero.

—Poseo hasta tres volúmenes del Diccionario de la Lengua Inglesa. No he podido conseguirlos todos… ¡Es una verdadera desgracia!

Y Juan Cariño cayó en una gran tristeza. ¿Quién estaría haciendo uso de esos libros? No le asombraba la desdicha que reinaba en el mundo.

La Luchi salió del cuarto y volvió al cabo de unos minutos con un diccionario de pastas naranjas y letras de oro. Juan Cariño cogió el libro con reverencia y empezó a iniciar a su amigo en sus palabras predilectas. Las repetía silabeándolas para que su poder bañara a Ixtepec y lo librara del poder de las palabras dichas en la calle o en la oficina de Francisco Rosas. De pronto se detuvo y miró con seriedad a su interlocutor.

—Supongo que va usted a misa.

—Sí… los domingos.

—No nos prive de unir su voz a las palabras de las oraciones. ¡Son tan hermosas!

Y Juan Cariño empezó a recitar las letanías.

—Ya es mas de la una y media y ni siquiera se ha prendido la lumbre —anunció la Taconcitos asomando su cabeza desaliñada por la puerta de la sala.

—¿La una y media? —preguntó Juan Cariño interrumpiendo la oración. Quería olvidar la voz grosera de la mujer que lo devolvía a la miseria de su vida en la casa de paredes y camas sucias.

—¡La una y media! —repitió la mujer y desapareció del marco de la puerta.

—Es una librepensadora… Son ellos los que han vuelto al mundo tan horrible —dijo Juan Cariño con enojo. Se puso de pie y se acercó despacio a Felipe Hurtado.

—Guarde mi secreto. La codicia del general es insaciable. Es un librepensador que persigue a la hermosura y al misterio. Sería capaz de tomar una medida persecutoria contra el Diccionario y provocaría una catástrofe. El hombre se perdería en un idioma desordenado y el mundo caería convertido en cenizas.

—Seriamos como los perros —explicó la Luchi.

—Peor aún, porque ellos han organizado sus ladridos aunque a nosotros nos resulten in comprensibles. ¿Sabe usted lo que es un librepensador? Un hombre que ha renunciado al pensamiento.

Y el señor Presidente acompañó a su huésped hasta la puerta de la calle.

—Mis recuerdos más afectuosos a doña Matilde y a don Joaquín aunque tengo el sentimiento grande de no verlos nunca por ésta su casa.

Juan Cariño se quedó pensativo en el umbral de la puerta de entrada, haciendo señales de adiós al extranjero que se alejo en el resplandor de las dos de la tarde. Luego cerró tristemente la puerta, volvió a la salita sucia y se sentó en el sillón que había ocupado antes. Procuró no ver las colillas y la mugre que reinaban en el cuarto.

—¡Señor presidente, nos cantó el pajarito de la gloria! Al rato le traigo sus taquitos —dijo la Luchi tratando de alegrarlo. A esas horas las demás mujeres apenas estaban levantándose.

En esos días era yo tan desdichado que mis horas se acumulaban in formes y mi memoria se había convertido en sensaciones. La desdicha como el dolor físico iguala los minutos. Los días se convierten en el mismo día, los actos en el mismo acto y las personas en un solo personaje inútil. El mundo pierde su variedad, la luz se aniquila y los mil agros quedan abolidos. La inercia de esos días repetidos me guardaba quieto, contemplando la fuga inútil de mis horas y esperando el milagro que se obstinaba en no producirse. El porvenir era la repetición del pasado. Inmóvil, me dejaba devorar por la sed que roía mis esquinas. Para romper los días petrificados solo me quedaba el espejismo ineficaz de la violencia, y la crueldad se ejercía con furor sobre las mujeres, los perros callejeros y los indios. Como en las tragedias, vivíamos dentro de un tiempo quieto y los personajes sucumbían presos en ese instante detenido. Era en vano que hicieran gestos cada vez más sangrientos. Habíamos abolido al tiempo.

La noticia de la llegada del extranjero corrió por la mañana con la velocidad de la alegría. El tiempo, por primera vez en muchos años, giro por mis calles levantando luces y reflejos en las piedras y en las hojas de los arboles; los almendros se llenaron de pájaros, el sol subió con delicia por los montes y en las cocinas las criadas comentaron ruidosas su llegada. El olor de la tisana de hojas de naranjo llegó hasta las habitaciones a despertar a las señoras de sus sueños inhábiles. La inesperada presencia del forastero rompió el silencio. Era el mensajero, el no contaminado por la desdicha.

—¡Conchita! ¡Conchita!… Matilde tiene a un mexicano. ¡Vístete! —gritó doña Elvira cuando su criada le dio la noticia.

La señora se levantó de un salto. Quería llegar temprano a la misa de siete para tener, la primera, noticias sobre el forastero. ¿Quién era? ¿Cómo era? ¿Qué quería? ¿A que había venido? Se vistió de prisa y se contempló con calma en el espejo. Su cara no le hacía gestos.

—¡Mira que buen color tengo!… ¡Lástima que tu pobre padre no me pueda ver! ¡Le daría envidia, el siempre fue tan amarillo!…

Conchita, de pie junto al tocador, esperó pacientemente a que su madre terminara de admirarse.

—¡Allí está! ¡Allí está, espiándome desde el fondo del espejo, enojado de verme viuda y joven todavía! Ya me voy, Justino Montúfar.

Y la señora le saco la lengua a la imagen de su marido guardado en el azogue del espejo. «Allí se quedó por mirarse demasiado», se dijo en camino a la iglesia. «¡Nunca conocí a un hombre más fatuo!». Y recordó enojada la precisión del planchado de los puños de sus camisas, la perfección de sus corbatas, las valencianas de sus pantalones. Cuando murió no quiso vestirlo: «¡Una simple mortaja!», pidió llorando a sus amigas, contenta de privarlo de los caprichos que la habían tiranizado tantos años. «¡Que aprenda!», se decía mientras sus amigas amortajaban el cuerpo en una sabana cualquiera: en ese momento ya era dueña otra vez de su voluntad y la impuso vengativa sobre el difunto que pálido y contraído parecía revolverse enfurecido contra ella.

—¡Cómo se tarda Matilde!… Las viejas hacen todo despacio —exclamó contrariada cuando vio que su amiga no llegaba todavía al atrio de la iglesia. Mostró su disgusto dando patadas en el suelo. Conchita bajó los ojos. Le parecía que las frases y los gestos de su madre atraían las miradas de los demás que, aunque esperaban también impacientes, lo hacían con mas disimulo.

—Es capaz de no venir. ¡Le gusta tanto hacerse la interesante! Pobre muchacho, no sabe en la casa de locos que ha caído.

Conchita le hizo una seña para que callara.

—¿Por qué me haces señas? Todos sabemos que Joaquín está loco. Se cree el rey de los animales… —Y se echó a reír de su ocurrencia.

No pudo continuar su discurso pues vio venir a su encuentro a doña Lola Goríbar acompañada de su hijo Rodolfo.

—¡Ahí viene esa gorda! —dijo con enojo.

Doña Lola no salía casi nunca de su casa. Tal vez por eso padecía una gordura monstruosa. Tenía miedo. Un miedo distinto del nuestro. «Si uno se quedara sin dinero nadie le tendería una mano», decía con terror y permanecía junto a sus armarios de copete alto en donde los centenarios de oro formaban pilas parejas y compactas. Los sábados y domingos los criados la oían, encerrada en su cuarto, contar las monedas. El resto de la semana patrullaba su casa con ferocidad. «Nunca se sabe que nos guarda Dios», y este pensamiento la aterraba. Existía la posibilidad de que Dios quisiera volverla pobre; y para prevenirse contra la voluntad divina, acumulaba riquezas sobre divina, acumulaba riquezas sobre riquezas. Era muy católica, tenía capilla en su casa y ahí escuchaba misa. Hablaba siempre del «santo temor de Dios» y todos sabíamos que el «santo temor» se refería solo al dinero. «No te fíes, no te fíes», soplaba en los oídos de Rodolfo. Asombrados, la vimos venir apoyada en el brazo de su hijo. «Nos están mirando», dijo la madre en voz baja. Nosotros admiramos el traje de gabardina del joven y el broche de diamantes que fulguraba en el pecho de la señora. El se vestía en México y los criados decían que tenía más de mil corbatas. En cambio, su madre llevaba siempre el mismo traje negro que empezaba a volverse verdoso en las costuras. La señora Montúfar salió a recibirla y doña Lola miró a Conchita con desconfianza: la joven le parecía peligrosa. Rodolfo procuró no verla. «No quería darle esperanzas; con las mujeres nunca se sabe; se valen del menor gesto para comprometer al hombre».

Doña Lola Goríbar temía que el extranjero tuviera intenciones perversas que pusieran en peligro la tranquilidad de su hijo.

—¡Yo digo que no es justo, no es justo! ¡Fito pasa ya tantos desvelos!…

—No te preocupes por mí, mamacita.

Doña Elvira siguió resignada el dialogo sostenido entre la madre y el hijo. La señora Goríbar sentía una admiración ilimitada por Rodolfo: gracias a él sus tierras le habían sido devueltas y el Gobierno le había pagado los daños cometidos por los zapatistas. Era pues justo que en público hiciera testimonio de su agradecimiento. ¿Qué menos podía hacer por él?

—¡Es tan bueno, Elvira!… —Y doña Lola se llevo la mano al broche de diamantes. La señora Montúfar se inclinó a admirar la joya. «Justino también era muy buen hijo…», pensó con ironía. Rodolfo hacia frecuentes viajes a México y al volver a Ixtepec entraba a la Comandancia Militar a conversar con el general Francisco Rosas.

—¡Ya movió las mojoneras! —decíamos al verlo salir sonriente de la oficina del general.

En efecto, después de cada viaje, Rodolfo, ayudado por sus pistoleros traídos de Tabasco, movía las mojoneras que limitaban sus haciendas y ganaba peones, chozas y tierras gratuitas. Bajo uno de los almendros del atrio, esperando la misa de siete, estaba Ignacio, el hermano de Agustina la panadera. Observó largo rato al hijo de doña Lola: luego se acercó cortésmente a él y le pidió un aparte. Se decía que Ignacio era un agrarista. La verdad era que había militado en las filas de Zapata y que ahora llevaba la vida descalza de cualquier campesino. Sus pantalones de manta y su sombrero de palma estaban comidos por el sol y el uso.

—Mire, don Rodolfo, es mejor que deje quietas las mojoneras. Los agraristas dicen que lo van a matar.

Rodolfo sonrió y le volvió la espalda. Ignacio, mortificado, se retiró y desde lejos contempló la silueta menuda de Rodolfo Goríbar. Éste no le concedió ni una mirada más. ¿Cuántas veces lo habían amenazado? Se sentía seguro. El menor rasguño a su persona costaría la vida a docenas de agraristas. El Gobierno se lo había prometido y lo había autorizado para apropiarse de las tierras que le vinieran en gana. El general Francisco Rosas lo apoyaba. Cada vez que ensanchaba sus haciendas, el general Francisco Rosas recibía de manos de Rodolfo Goríbar una fuerte suma de dinero que se convertía en alhajas para Julia.

—«¿Ves cómo una mujer es capaz de dominar a un hombre? ¡Desvergonzada, nos está arruinando!».

Rodolfo besaba a su madre para consolarla de las ofensas que Julia le infligía con su impudor. Y para reparar la ofensa también él le regalaba alhajas a su madre.

—El paga y los indios no trabajan —la oyó decir.

Se acercó a ella. Su voz lo consolaba de la dureza de las palabras de Ignacio. Se sentía unido a su madre por un amor tierno y único y sus mejores ratos los pasaba en la noche cuando de cama a cama, a través de la puerta abierta, sostenía con ella diálogos apasionados y secretos. Desde niño fue el consuelo de su madre, víctima de un matrimonio desgraciado. La muerte de su padre no hizo sino afirmar la delicia del amor exclusivo que los unía, Doña Lola lo veía pequeño y medroso, sediento de mimos, y le prodigaba sus halagos.

—El secreto para conseguir a un hombre escoba y buena cocina… —decía maliciosamente y vigilaba con astucia los caprichos y la comida de su hijo. Cuando era niño y se tropezaba con la silla o con la mesa las mandaba azotar para demostrarle al niño que ellas eran las culpables. «Fito siempre tiene razón», afirmaba muy seria, y justificaba la menor de sus rabietas.

—No sabes, Elvira, la dicha que es tener a un hijo como Fito… No creo que se case nunca. Ninguna mujer comprendería como su madre…

Doña Elvira no tuvo tiempo para contestar. La llegada de doña Matilde la distrajo.

—¿Te fijaste? ¿Te fijaste, que descarada? —preguntó doña Lola refiriéndose a Conchita, apenas la joven y su madre se hubieron alejado.

—Sí, mamá, pero no te preocupes.

—¡Te comía con los ojos!

Doña Matilde atravesó el atrio con su trotecito alegre. Se le había hecho tarde conversando con Joaquín sobre su huésped y venía sofocada por la carrera: quería alcanzar el final de la misa. Al ver a sus amigas esperándola hizo un esfuerzo para no echarse a reír, «¡Las curiosas, tendré que invitarlas!».

Por la noche en casa de don Joaquín se sacaron las sillas al corredor, se encendieron los quinqués y se prepararon bandejas con refrescos y dulces. Hacía ya tanto tiempo que nadie se reunía en Ixtepec que la casa entera se llenó de regocijo, pero apenas llegaron los invitados la alegría desapareció y el grupo de amigos se sintió intimidado frente al forastero. Avergonzados, pronunciaron breves saludos y luego en silencio ocuparon sus sillas y contemplaron la noche. Un calor ardiente flotaba en el jardín, los helechos crecían desmesurados entre las sombras y las formas obtusas de las montañas que me rodean se instalaron en el cielo por encima de los tejados y oprimieron a la noche. Las señoras enmudecieron: sus vidas, sus amores, sus camas inútiles desfilaron deformadas por la oscuridad y el calor inmóvil. El forastero se refugió en el ritmo lúgubre del ir y ven ir de los abanicos para olvidar la extrañeza de hallarse frente a esas caras desconocidas. Isabel y Conchita, condenadas a gastarse poco a poco entre los muros de sus casas, comieron con desgano las golosinas por las que escurría la miel ardiente. Tomas Segovia se esforzó por ensartar frases brillantes como cuentas, pero ante el silencio de sus amigos perdió el hilo y las vio rodar melancólico por el suelo y perderse entre las patas de las sillas. Martín Moncada contemplaba la noche desde un lugar apartado. Hasta el llegaban algunas palabras de Segovia.

—¡Es un hombre muy raro! —susurro doña Elvira al oído del extranjero. Ante el fracaso de la reunión, la señora buscaba el camino de las confidencias. Hurtado la mira sorprendido y la viuda le indica con señas la lejanía voluntaria de Martín Moncada. Hubiera querido decirle la opinión que tenía sobre su amigo, pero temió que Ana la escuchara.

—¡Fue maderista! —comentó en voz muy baja para hacer un resumen de las rarezas de Moncada.

El extranjero sonrió ante la confidencia de doña Elvira y no supo que decir.

—Con Madero empezaron nuestras desdichas… —suspiró la viuda con perfidia. Sabía que una discusión reanimaría la conversación moribunda.

—En el principio de Francisco Rosas está Francisco Madero —sentencio Tomás Segovia.

La figura del general Rosas surgió en el centro oscuro del jardín y avanzó hasta el grupo olvidado en el corredor de doña Matilde: «El es el único que tiene derecho a la vida», se dijeron rencorosos y se sintieron atrapados en una red invisible que los dejaba sin dinero, sin amores, sin futuro.

—¡Es un tirano!

—¿Qué le vas a decir al señor si él le vio con sus ojos?

—Desde que llegó a Ixtepec, no ha hecho sino cometer crímenes y crímenes y crímenes.

En la voz de Segovia había una ambigüedad: casi parecía envidiar la suerte de Rosas, ocupado en ahorcar agraristas en lugar de sentarse en el corredor de una casa mediocre a decir palabras inútiles. «Debe pasar momentos terribles» se dijo, sintiendo una emoción aguda. «Los romanos tampoco tenían la concepción ridícula de la piedad y menos frente a los vencidos, y los indios son los vencidos». Mentalmente hizo con el pulgar la señal de la muerte, tal como la veía en los grabados de su historia romana. «Somos un pueblo de esclavos con unos cuantos patricios», y se sentó en el palco de los patricios a la derecha de Francisco Rosas.

—Desde que asesinamos a Madero no tenemos sino una larga noche que expiar —exclamó Martín Moncada, siempre de espaldas al grupo.

Sus amigos lo miraron con rencor. ¿Acaso Madero no había sido un traidor a su clase? Pertenecía a una familia criolla y rica y sin embargo encabezo la rebelión de los indios. Su muerte no solo era justa sino necesaria. Él era el culpable de la anarquía que había caído sobre el país. Los años de guerra civil que siguieron a su muerte habían sido atroces para los mestizos que sufrieron a las hordas de indios peleando por unos derechos y unas tierras que no les pertenecían. Hubo un momento, cuando Venustiano Carranza traicionó a la Revolución triunfante y tome el poder, en que las clases adineradas tu vieron un alivio. Después, con el asesinato de Emiliano Zapata, de Francisco Villa y de Felipe Ángeles, se sintieron seguras. Pero los generales traidores a la Revolución instalaron un gobierno tiránico y voraz que solo compartía las riquezas y los privilegios con sus antiguos enemigos y cómplices en la traición: los grandes terratenientes del porfirismo.

—Martín, ¿cómo puedes hablar así? ¿Crees sinceramente que nos merecemos a Rosas?

Doña Elvira Montúfar estaba avergonzada de las palabras de su amigo.

—No solo a Rosas sino a Rodolfito Goríbar y a sus matones tabasqueños. Ustedes acusan a Rosas y olvidan a su cómplice que es aun más sanguinario… Pero, en fin, ya otro porfirista facilitó el dinero a Victoriano Huerta para asesinar a Madero.

Los demás callaron. En verdad estaban asombrados de la amistad sangrienta entre los porfiristas católicos y los revolucionarios ateos. Los unía la voracidad y el origen vergonzoso del mestizo. Entre los dos habían inaugurado una era bárbara y sin precedente en mi memoria.

—Yo no creo que ellos hayan pagado para asesinar a Madero —dijo la viuda sin convicción.

—Luján pagó seis millones de pesos a Huerta, querida Elvira —dijo Moncada con ira.

—Tiene razón, Martín, y todavía veremos cosas peores. ¿Para qué creen que Rodolfito trajo a esos pistoleros de Tabasco? ¿Para cazar perros callejeros?

Don Joaquín al decir esto se estremeció pensando en los innumerables perros famélicos y sarnosos que trotaban por mis calles empedradas, perseguidos por la sed, iguales en su miseria y en su condición de parias a los millones de indios despojados y brutalizados por el Gobierno.

«¡Los pistoleros!». La palabra todavía nueva nos dejó aturdidos. Los pistoleros eran la nueva clase surgida del matrimonio de la Revolución traidora con el porfirismo. Enfundados en trajes caros de gabardina, con los ojos cubiertos por gafas oscuras y las cabezas protegidas por fieltros flexibles, ejercían el macabro trabajo de escamotear hombres y devolver cadáveres mutilados. A este acto de prestidigitación, los generales le llamaban «Hacer Patria» y los porfiristas «Justicia Divina». Las dos expresiones significaban negocios sucios y despojos brutales.

—Nos hubiera ido mejor con Zapata. Cuando menos era del Sur —suspiró doña Matilde.

—¿Con Zapata? —exclamó doña Elvira. Sus amigos se habían vuelto locos esa noche o quizá solo querían ponerla en ridículo delante del extranjero. Recordó el alivio de todos cuando supieron el asesinato de Emiliano Zapata. Durante muchas noches les pareció oír el ruido de su cuerpo al caer en el patio de la Hacienda de Chinameca y pudieron dormir tranquilos.

—Matilde habla como un general del Gobierno —dijo Segovia con aire divertido, y pensó en el nuevo idioma oficial en el que las palabras «Justicia», «Zapata», «indio» y «agrarismo» servían para facilitar el despojo de tierras y el asesinato de los campesinos.

—¡Es verdad! ¿Sabes que el Gobierno le va a hacer una estatua? —preguntó doña Elvira con alegría.

—¡Para que no digan que no son revolucionarios…! ¡No tiene remedio, el mejor indio es el indio muerto! —exclamó el boticario recordando la frase que había guiado a la dictadura porfirista y aplicándola ahora con malicia al uso que se pretendía hacer con el nombre del indio asesinado Emiliano Zapata. Los demás festejaron con carcajadas la sutileza del boticario—. Me parece una broma estúpida —contestó Martín Moncada.

—No se enoje, don Martín —suplicó Segovia.

—Todo esto es muy triste…

—Es verdad, aquí la única que gana siempre es Julia —contestó el boticario con amargura.

—Sí, la culpa la tiene esa mujer —exclamó la señora Montúfar.

—¿Y en México no saben lo que pasa por aquí? —preguntó con cautela doña Matilde para ahuyentar al fantasma de Julia.

—¿Y en Ixtepec no hay teatro? —dijo el fuereño cambiando la respuesta por otra pregunta.

—¿Teatro? ¿Quiere usted más teatro del que nos da esta mujer? —repuso la madre de Conchita sobresaltada y mirando con asombro al extranjero.

—¡Es una lástima! —aseguró éste con tranquilidad.

Los demás se miraron sin saber que decir.

—La gente vive más feliz. El teatro es la ilusión y lo que le falta a Ixtepec es eso: ¡La ilusión!

—¡La ilusión! —repitió melancólico el dueño de casa. Y la noche oscura y solitaria cayó sobre ellos llenándolos de tristeza. Nostálgicos, buscaron algo impreciso, algo a lo que no lograban darle forma y que necesitaban para cruzar los innumerables días que se extendían ante ellos como un enorme paisaje de periódicos viejos, en cuyas hojas se mezclan con grosería los crímenes, las bodas, los anuncios, todo revuelto, sin relieve, como hechos vaciados de sentido, fuer a del tiempo, sin memoria.

La fatiga cayó sobre las mujeres y los hombres se miraron inútiles. En el jardín los insectos se destruían unos a otros en esa lucha invisible y activa que llena a la tierra de rumores. «Las ratas están agujereando mi cocina», se dijo doña Elvira Montúfar y se puso de pie. Los demás la imitaron y juntos salieron a la noche. Felipe Hurtado se ofreció a acompañarlos. El grupo avanzó cabizbajo por mis calles silenciosas. Ocupados en evitar los baches y los desniveles de terreno, apenas hablaban. Al llegar a la plaza abandonada vieron la luz que se escapaba por las persianas del balcón de Julia.

—¡Ahí están ésos! —dijo don a Elvira con rencor.

¿Que estarían haciendo? La imagen de una dicha ajena los deja taciturnos. Quizá Francisco Rosas tenía razón. Quizá solo la cara sonriente de Julia ahuyentaba a los días de papel de periódico y en su lugar crecían los días de soles y de lagrimas. Inseguros se alejaron del balcón elegido para perderse por las calles oscuras, buscando sus zaguanes que los veían entrar y salir todos los días idénticos a sí mismos.

En su viaje de regreso, Felipe Hurtado se detuvo frente a los balcones de la querida de Ixtepec. Luego atravesó la calle y se sentó en una de las bancas de la plaza desde donde dominaba la ventana del cuarto de Julia. Con la cabeza entre las manos y entregado a pensamientos infinitamente tristes, esperó a que amaneciera.

En la mañana sus huéspedes lo miraron con extrañeza. Hubieran querido decirle que toda la noche habían esperado su vuelta temerosos de que algo malo le hubiera ocurrido, pero no se atrevieron. El se presentó manso y sumiso como un gato y sus amigos aceptaron su presencia con beneplácito.