VI

Una tarde, un forastero con traje de casimir oscuro, gorra de viaje y un pequeño maletín al brazo, bajó del tren. Parado en el andén de ladrillos rotos parecía dudar de su destino. Miraba a todas partes como preguntándose: ¿qué es esto? Estuvo así unos instantes, viendo como descargaban los fardos de ayate de los vagones. Era el único viajero. Los cargadores y don Justo, el jefe de estación, lo miraron con asombro. El joven pareció darse cuenta de la curiosidad que despertaba y atravesó con paso desganado el trozo de andén que lo separaba de la calle de tierra, la cruzó y siguió en línea recta hasta llegar al río, casi seco. Lo vadeó a pie y se dirigió a la entrada de Ixtepec. Desde allí, como si conociera el camino más corto, entro en el pueblo ante los ojos admirados de don Justo. Parecía que iba sonriendo consigo mismo. Pasó frente a la casa de los Catalán y don Pedro, llamado por mal nombre la «Alcancía» a causa del agujero que una bala le dejó en una de las mejillas, lo vio pasar, mientras descargaba latas de manteca en la puerta de su almacén. Toñita, su mujer, era curiosa y salió a la puerta.

—¿Y éste? —preguntó sin esperanzas de respuesta.

—Parece un inspector… —dijo su marido lleno de sospechas.

—¡No es inspector! ¡Es otra cosa, algo que no hemos visto por aquí! —contestó Toñita con seguridad.

El forastero siguió su camino. Sus ojos se posaban con suavidad en los tejados y en los arboles. Parecía ignorar la curiosidad que levantaba su paso. Dio vuelta en la esquina de Melchor Ocampo. Detrás de las mamparas, las señoritas Martínez comentaron con gritos su aparición; don Ramón, su padre, tenía grandes planes: sustituir los coches de caballos que estaban bajo los tamarindos de la plaza, desde hacia cincuenta años, por coches de motor, instalar una planta eléctrica y asfaltar las calles. Todo esto lo platicaba con sus hijas, sentado en una silla de tule, mientras doña María, su mujer, preparaba cocaditas con piñones, dulces de yema y pabellones, para venderlos a los comerciantes del mercado.

Al oír las exclamaciones de sus hijas, el señor Martínez se acercó al balcón. Solo alcanzó a ver las espaldas del desconocido.

—¡Hombre moderno, de acción! —exclamó entusiasmado. Y en su interior hizo cálculos para contar con su influencia en las mejoras que tenía proyectadas. «¡Era una lástima que el Comandante Militar, como él llamaba al general, fuera tan retrogrado!».

No cabía duda, se trataba de un extranjero. Ni yo ni el más viejo de Ixtepec recordábamos haberlo visto antes. Y sin embargo parecía conocer muy bien el trazo de mis calles; pues sin titubear llegó hasta las puertas del Hotel Jardín. Don Pepe Ocampo, el dueño, le enseñó una amplia habitación con piso de ladrillo, plantas de sombra, cama matrimonial de hierro blanco y mosquitero. El extranjero se mostró contento. Don Pepe fue siempre platicador y obsequioso y la presencia de un nuevo huésped lo entusiasmo.

—¡Hace ya tanto tiempo que nadie pasa por aquí! Es decir nadie que venga de tan lejos. La indiada no cuenta; duerme en los portales o en el atrio. Antes llegaban agentes viajeros, con sus maletas llenas de novedades. ¿De casualidad el señor es uno de ellos?

El forastero negó con la cabeza.

—¡Usted ve señor a lo que he quedado reducido con esta situación política! Ixtepec fue un lugar muy visitado, el comercio fue muy importante, y el hotel estaba siempre lleno. ¡Había que haberlo visto, con sus mesitas en el corredor, y la gente comiendo y hablando hasta muy tarde!… ¡Valía la pena vivir aquel tiempo! Ahora no tengo a casi nadie. Bueno, a excepción del general Rosas, el coronel Corona, algunos militares de menor categoría… y sus queridas…

Dijo esta última palabra en voz muy baja y acercándose al extranjero que lo escuchaba sonriente. El joven sacó dos cigarrillos y ofreció uno al patrón. Según se supo mucho después, don Pepe notó que los había extraído del aire. Simplemente había extendido el brazo y los cigarrillos ya encendidos aparecieron. Pero en ese momento don Pepe no estaba en condiciones de sorprenderse de nada y el hecho le pareció natural. Miraba a los ojos de su cliente, hondos, con ríos y con ovejas que balaban tristes adentro de ellos. Fumaron apaciblemente y salieron al corredor cubierto de helechos húmedos. Allí oyeron el murmullo de los grillos.

La hermosa Julia, la querida del general, envuelta en una bata de fulgurante rosa, con el pelo suelto y los zarcillos de oro enredados en los cabellos, dormitaba en su hamaca, cerca de ellos. Como si sintiera la presencia extraña, abrió los ojos y miró soñolienta y curiosa al extranjero. No pareció sobresaltarse, aunque ella era capaz de disimular más de un sobresalto. Desde la tarde que la vi desembarcar del tren militar me pareció mujer de peligro. Nunca había andado nadie como ella en Ixtepec. Sus costumbres, su manera de hablar, de caminar y mirar a los hombres, todo era distinto en Julia. Todavía la veo paseándose por el andén, olfateando el aire como si todo le pareciera poco. Si alguien la veía una vez, era difícil que la olvidara, de modo que no se si el extranjero ya la conocía; el hecho es que no pareció sorprenderse del encuentro ni de su belleza. Se acercó a ella y platicó largo rato, inclinado sobre la hermosa. Don Pepe no pudo recordar nunca lo que había oído. Julia, tendida en la hamaca, con su bata entreabierta y el cabello revuelto, escuchó al forastero.

Ni ella ni don Pepe parecían darse cuenta del peligro que corrían. El general podía llegar y sorprender aquella charla, el siempre tan celoso ante la sola idea de que un hombre pudiera hablar con su querida, mirar sus dientes y la punta rosada de su lengua cuando sonreía. Por eso, cuando llegaba el general, don Pepe se precipitaba a su encuentro para decirle que la señorita Julia no había hablado con nadie. Par la noche Julia se vestía con un traje de seda rosa cubierto de chaquiras blancas, se adornaba con collares y pulseras de oro y el general, apesadumbrado, la sacaba a dar una vuelta a la plaza. Parecía una alta flor iluminando la noche y era imposible no mirarla. Los hombres sentados en las bancas o paseándose en grupos la veían con miradas nostálgicas. Más de una vez el general dio de fuetazos a los atrevidos y más de una vez abofeteo a Julia cuando devolvía la mirada. Pero la mujer parecía no temerlo y permanecía indiferente ante su ira. Decían que se la había robado muy lejos, ninguno sabía precisar dónde, y decían también que eran muchos los hombres que la habían amado.

La vida en el Hotel Jardín era apasionada y secreta. Las gentes husmeaban por los balcones tratando de ver algo de aquellos amores y de aquellas mujeres, todas hermosas y extravagantes y todas queridas de los militares.

Desde la calle se oían las risas de Rosa y Rafaela, las hermanas gemelas, queridas las dos del teniente coronel Cruz. Eran norteñas y volubles y cuando se enojaban tiraban sus zapatos a la calle. Si estaban contentas se ponían tulipanes rojos en el pelo, se vestían de verde y se paseaban provocando miradas. Las dos eran altas y fuertes y en las tardes, sentadas en su balcón, comían fruta y regalaban sonrisas a los transeúntes. Siempre tenían las persianas levantadas y ofrecían generosas su intimidad a la calle. Allí estaban las dos, tendidas en la misma cama de colcha de puntilla blanca, mostrando sus piernas bien torneadas, y en medio de ellas el teniente coronel Cruz acariciándoles los muslos al mismo tiempo que sonreía con ojos turbios. Cruz era de buen natural y a las dos consentía por igual.

—¡La vida es la mujer y el placer! ¡Cómo quieren que las prive de lo que me piden si ellas no me privan de nada…!

Y se reía abriendo mucho la boca y mostrando sus dientes blancos de caníbal joven. Por mucho tiempo fueron el asombro de Ixtepec los caballos grises con una estrella blanca en la frente que les regalo a las hermanas. El teniente coronel había recorrido todo Sonora para encontrarlos tan iguales.

—¡Lo único que se debe cumplir son los caprichos! Un capricho contrariado, mata. ¡Así me los pidieron mis niñas y así se los di!

Antonia era una costeña rubia y melancólica; le gustaba llorar. Su amante el coronel Justo Corona le llevaba regalos y serenatas, pero nada la consolaba y decían que en la noche padecía terrores. Era la más joven de todas y nunca salía sola a la calle. «¡Es una niña!» exclamaban las señoras de Ixtepec, escandalizadas cuando los jueves y domingos Antonia llegaba a la serenata, pálida y asustada del brazo del coronel Corona.

Luisa pertenecía al capitán Flores y por su mal genio era temida por su amante y por los demás huéspedes del hotel. Era mucho mayor que el capitán, pequeña de estatura, de ojos azules y pelo oscuro; andaba escotada y con los pechos sueltos. Por las noches Julia la oía pelear con Flores y después salir al corredor y arrastrar sus tacones de arriba abajo.

—¡Va anda esa gata en celo, no sé qué le ve Flores! —comentaba el general disgustado. Su instinto le decía la enemistad que Luisa sentía por Julia y la querida de su asistente se le volvía antipática.

—¡Has arruinado mi vida, canalla! —Los gritas de Luisa atravesaban los muros del hotel.

—¡Válgame Dios, ser la vida tan corta y gastarla así! —comentaba Cruz.

—Siempre está celosa —contestaban las gemelas desperezándose en la cama.

Antonia temblaba. Justo Corona bebía un trago de coñac.

—¿Y tú qué dices? ¿También yo arruine tu vida?

Antonia silenciosa se hundía en el rincón más profundo de la cama. Francisco Rosas fumaba mientras duraban los gritos. Echado boca arriba espiaba a Julia, tendida junto a él e impávida. ¿Y si alguna vez ella le hiciera un reproche? Pensó que se sentiría aliviado. Le acongojaba verla siempre tan perezosa, tan indiferente. Era igual que el llegara o que no llegara en muchos días: el rostro, la voz de Julia no cambiaban. Bebía para darse valor frente a ella. A medianoche, conforme se iba acercando al hotel, un temblor siempre nuevo se apoderaba de él. Con los ojos empanados, a caballo, llegaba hasta su habitación.

—Julia, ¿te vienes conmigo?

Su voz cambiaba delante de la mujer. Le hablaba en voz muy baja pues su presencia le ahogaba las fuerzas en la garganta. La miraba a los ojos, quería saber que era lo que ella tenía detrás de los parpados, más allá de ella misma. Su querida se escondía de su mirada, ladeaba la cabeza sonriente, se miraba los hombros desnudos y se recogía en un mundo lejano, sin ruido, como los fantasmas.

—¡Vente, Julia! —suplicaba vencido el general, y ella, a medio vestir y siempre risueña, montaba en el mismo caballo de su amante. Salían al galope por mis calles para irse de lunada hasta Las Cañas, el lugar del agua. De lejos, a caballo también los seguían los asistentes. Ixtepec la oía reír a medianoche, pero no tenía el derecho de mirarla así, corriendo a la luz de la luna, llevada por su amante taciturno.

En el hotel las otras esperaban la vuelta de los hombres. Luisa en camisón, en una mano un quinqué y en la otra un cigarrillo, salía al corredor a golpear las puertas de los cuartos vecinos.

—¡Ábreme, Rafaela!

—¡Déjate de cosas y vete a dormir! —Le contestaban las gemelas.

—Vinieron por Julia y no van a volver hasta que raye el día —suplicaba Luisa pegando los labios a la rendija de la puerta.

—Y a ti que te importa. Duérmete…

—No sé qué me pasa; tengo el estomago frío.

—Pues vete a buscar a Antonia, es mochuelo como tu —contestaban las hermanas con la voz llena de sueño.

Antonia desde el cuarto contiguo escuchaba el dialogo y se hacia la dormida. Oía como Rafaela, al final, encendía el quinqué, y ella se escondía debajo de las sabanas calientes, con los ojos muy abiertos, perdida en aquella oscuridad extraña. «A estas horas ¿que estará haciendo mi papa? De seguro me anda buscando…». Hacía ya cinco meses que el coronel Corona se la había robado allá en la costa.

Luisa llamó a su puerta. Antonia se tapó la boca con la mano para sofocar el grito.

—¡Vente con las muchachas! ¿Qué estás haciendo ahí tan sola?

Ella no respondió. Así llamaron a la puerta de su casa aquella noche: «Anda, Antonia, ve a ver quien llama a estas horas», dijo su padre. Ella abrió la puerta y vio unos ojos fulgurantes que le echaron una cobija a la cabeza, la envolvieron, la levantaron en vilo y la arrancaron de su casa. Eran muchos hombres. Ella oía las voces. «¡Pásamela rápido!». Unos brazos la entregaron a otros, la subieron a un caballo. A través de la manta sintió el calor del cuerpo del animal y del cuerpo del hombre que la llevaba. Partieron a toda carrera. Se iba ahogando debajo de la cobija como ahora que Luisa la llamaba y que ella se cubría la cabeza con las sabanas sin saber por qué. El miedo la había paralizado. No se atrevía a hacer ningún movimiento que le procurara aire.

El hombre detuvo la montura.

—No podemos llevarla cubierta toda la noche, se nos va a ahogar.

—Pues así dijo mi coronel que se la entregáramos —le contestaron.

—Cuando vayamos llegando la volvemos a cubrir —contestó la voz que la llevaba. Y sin apearse le aflojó la manta y le descubrió la cara.

Antonia se encontró con unos ojos jóvenes que la miraron con curiosidad.

—¡Es güerita! —exclamó el hombre asombrado y los ojos cambiaron la curiosidad por la nostalgia.

—¡A poco! ¡Pues claro que sí! Si su papa es el gachupín Paredes —le respondieron. El capitán Damián Álvarez la apretó contra sí.

—No tenga tanto miedo, no le va a pasar nada. La vamos a entregar al coronel Justo Corona.

Antonia se echó a temblar de nuevo. El hombre la estrechó cada vez más profundamente. Cuando apuntaba el día iban ya llegando a Texmelucan en donde el coronel los esperaba.

—No me entregue a el… Mejor lléveme con usted —suplicó. El capitán no respondió. Bajó los ojos sin querer ver los de ella.

—No me entregue a el…

Álvarez la estrechó en silencio y la beso.

—¡Por favor, déjeme con usted! —sollozo Antonia.

Y el sin responder le cubrió la cara con la manta y así se la dio a Corona, sin una palabra. A través de la manta le llegó el olor a alcohol pasado.

—¡Váyanse todos! —ordenó el coronel. Los pasos del capitán Álvarez se alejaron. El olor se volvió insoportable. Nunca había tenido tanto miedo, ni siquiera la noche en que oyó aquella pregunta.

—Antonia, ¿ya se te apareció el Güero Mónico…?

En el corredor oscuro de su casa lleno de ramas y de sombras unas niñas extrañas le pegaban sus caras curiosas y esperaban la respuesta con ojos ansiosos.

—No.

—¡Ja, ja, ja! —Se rieron malévolas—. Ya vas a ver cuando la luna se baje y te de un mordisco entre las piernas. ¡Qué chorrerío de sangre…!

Antonia se quedó aterrada, sin poder moverse, en medio de las sombras espesas de las ramas reflejadas sobre los muros encalados.

—¡El Güero Mónico baja cada luna!

Y las niñas se fueron corriendo.

Nunca tuvo más miedo hasta que se encontró a solas envuelta en la cobija frente al coronel Justo Corona. Éste le bajo la manta, y los ojos oscuros y pequeños de un hombre desconocido se fueron acercando buscándole los labios. Antonia se revolvió en la cama sudando. «¿Dónde está la brisa del mar? En este valle se ahoga una»… En el cuarto contiguo hablaban.

—Vete a buscar a esa güera. De seguro está llorando.

—Yo no voy. Ya sabes los alaridos que da cuando llaman a su puerta.

Luisa, sentada, fumaba nerviosamente y miraba a las hermanas tendidas en la misma cama, medio desnudas, los pechos tiernos y hermosa la piel piñón. Los ojos soñolientos y las bocas a esa hora infantiles hubieran querido que ella, Luisa, se fuera a su cuarto.

—¿Por qué será así? —preguntó Rosa, refiriéndose a Antonia.

—No sé, por más que le digo que se apacigüe y que cuando ella ocupe haga como si se fuera acostumbrando. De ese modo él le dada más tranquilidad —dijo Rafaela pensativamente.

—Al cabo que el mal rato se pasa pronto, y luego hasta le gusta a una —agregó Rosa.

—¡Muy cierto! —exclamó Rafaela, y como si esta idea la reanimara salto de la cama y alcanzó un canasto de fruta.

—Vamos a comer fruta mientras llegan esos…

—¿Qué dirían ellos si nosotras nos fuéramos de juerga? —dijo Luisa, mordisqueando una naranja.

—No se van de juerga. No pueden dejar solo al general. ¿No ves cómo anda? La mañosa de Julia no va a tener buen fin.

Luisa se enderezó llena de cólera.

—¡Ojalá que la mate de una vez! Así andaríamos más en orden.

—¡Cállate, no seas bárbara!

Luisa se sintió sola en medio de sus amigas y pensó con amargura que ella era distinta de aquellas dos mujeres.

—Yo deje a mis hijos por seguirlo. Sacrifique todo por él. No soy como ustedes, que están aquí solo para las gozadas. Yo tenía mi casa. En cambio Julia es una puta y si no me creen pregúntenle al padre Beltrán.

—Muy de acuerdo, pero en esas andamos todas —concedió Rafaela.

—¡Yo no! —contestó Luisa, irguiéndose.

—¡Anda! ¿Y tú eres la esposa legítima? —dijo Rosa risueñamente.

—Yo cometí un error y fue por amor. Me cegué. —¡Y ese hombre no se lo merece!

—Algo se ha de merecer. Tiene muy bonitos ojos, y cuando nos bañamos en la poza he visto que tiene buenos hombros.

Luisa mira a Rafaela con rencor. Era verdad que todas eran unas putas. Una imagen le vino a la imaginación: los hombros de su querido cubriendo los de Rafaela. Se sentía insegura en medio de esas mujeres ávidas de fruta. Le parecieron estúpidas, sentadas casi desnudas sobre la cama revuelta. Quiso irse, mira por las rendijas de la puerta: la mañana clareaba. No tardaría Julia en volver al hotel con su querido y su cauda de hombres.

Durante el día las mujeres quedaban privadas de la compañía de los militares. Entonces se peinaban, se mecían en las hamacas, comían desganadas y esperaban la entrada de la noche, llena de promesas. A veces, en la tarde, paseaban a caballo: Rosa y Rafaela en sus monturas grises, Julia en su alazán, las tres riendo, con los pechos sueltos como pájaros, sus dijes de oro, sus espuelas de plata y un fuete en la mano que les servía para tirar de un golpe los sombreros de los hombres que no se descubrían a su paso. Sus amantes las seguían. Ixtepec, fascinado, las veía pasar mientras ellas nos miraban desde lo alto de sus ojos y se alejaban meciéndose en el polvo, al compás de las ancas de sus caballos.

A Luisa le dolían esos paseos. Ella no sabía montar y ver a Flores en la comitiva que seguía a los jóvenes le producía un llanto amargo. Sentada en el balcón trataba de llamar la atención de los hombres que pasaban. Mostraba sus hombros desnudos, fumaba y lanzaba miradas provocativas.

Un soldado borracho se detuvo.

—¿Cuanto, güerita?

—¡Entra!

El hombre entra al hotel y Luisa llama a los soldados que limpiaban las botas de los militares cerca de la fuente.

—¡Amarren a éste a un pilar y denle de cintarazos! —ordenó. Los soldados se miraron. Luisa se enfurecía y a sus gritos acudía don Pepe Ocampo.

—¡Por Dios, Luisa, cálmese!

—¡Denle de cintarazos o haré que el general los fusile!

Ante la inutilidad de sus ruegos, don Pepe se tapa la cara con las manos. La sangre le producía vértigos. Espantado vio como sujetaban al hombre a un pilar y oyó los latigazos caer sobre el cuerpo de la víctima. Después vio cuando los soldados arrojaban a la calle al hombre ensangrentado. El hotelero se sentía enfermo y se retiró a su cuarto. Por la noche le contó al capitán Flores la escena sucedida durante su ausencia. El joven oficial se mordió los labios y pidió una habitación alejada del cuarto de su querida. Cuando sus asistentes fueron a recoger las ropas del capitán, Luisa salía llorando al corredor. «Pero él se encerró en su cuarto y ella pasa toda la noche gimiendo ante su puerta…», contó después don Pepe a los vecinos de Ixtepec.