12. LA PISTA DECISIVA
1
–¡Por el amor de Jesús, pero qué lástima! ¡El caballero de las flores! ¡El señor Sandino! ¡El príncipe del hampa! —había exclamado Mildred, que entró en su dormitorio con la prensa del día.
En cuanto la puso al corriente su doncella, que había oído la noticia por la radio y parecía más y mejor informada que los periódicos, Eve no dudó. Lo visitaría en el hospital; mejor dicho, antes averiguaría el hospital. Nada ni nadie le impediría visitar a Richard. Y al cuerno las razones que aconsejaban no visitarlo.
De manera que llamó por teléfono a la floristería Villa Sandino; pero una voz masculina repuso, literalmente, que no estaba autorizado para dar esa información y que lo sentía. Eve exigió que la pasara con alguien que sí lo estuviese y le recomendó, en caso contrario, que asumiera las consecuencias. Al poco, oyó otra voz masculina.
—Dígame.
—Soy Eve Paradise. ¿Con quién hablo?
Tras una pausa, fuera quien fuese, vaciló al decir:
—Mi nombre es Sam Cormick.
—Muy bien, escúcheme, Sam Cormick. Necesito el nombre del hospital en donde está internado Richard.
—No puedo facilitárselo, señorita Paradise.
—¡Al cuerno! Quiero ver a mi hermano. ¿Se entera usted?
—¿Su… su hermano?
—Eso es. Mi hermano.
—Espero que no me mienta, señorita, o nos meteremos en un buen lío tanto usted como yo. Deme su número y espere mi llamada.
La llamó un buen rato más tarde, casi una hora después. Columbus Extension Hospital, en la esquina de Lyttle Street y Gilpin Place[6], dijo. Le facilitó un número de teléfono en donde localizaría a su jefe. Gracias, repuso Eve, y cortó.
—¿Richard?
—¿Eres tú, Eva? —preguntó una voz gastada.
—Desde luego que soy yo. ¿Cómo te encuentras?
—Tuve suerte. La suerte de los Villasandino.
—Entonces, empezaré a preocuparme. ¿Qué ha pasado? —Lo estúpida que pudo sentirse. Ni elegir las preguntas sabía. Oyó una respiración pesada.
—Bueno, pues que las balas dumdum se han vuelto contra mí. Las balas dumdum y los periodistas. Desconfía del periodismo, hermana.
—¿Las balas dumdum?
—Déjalo.
—¿Qué son las balas dumdum, Richard?
—Balas que tienen cortadas en la punta de plomo una cruz. Cuando la bala toca la piel, se raja por las estrías para que dañe más. Pero fallaron, hermana. Hubo suerte. Todo superficial.
—¡Dios mío, Richard! ¡Dios mío!
—¿Por qué has dicho quien eras? No debían saber. Nadie debe saber. ¿Sabes a qué me refiero?
—Por favor, dime que puedo ir a verte. Iré cuando tú lo digas. Te debo una explicación. Te debo tantas explicaciones. Debo de estar agotándote.
—Aún no. Prohibido que vengas. Te lo prohíbo.
—Me figuro todo lo que has hecho por mí, Richard. Tenemos que hablar.
—Cuelga. Más adelante, yo me pondré en contacto, Eva.
—Richard…
—Cuelga.
—Está bien, está bien. Hasta pronto, querido. Cuídate Richard.
Y, obedientemente, pero no menos intranquila que antes de hablar con él, colgó el teléfono.
2
Aparte de vista, que perdía de manera irrefrenable, Amós se preguntó si habría perdido también el juicio ya que, en su fuero interno, la decisión estaba tomada y bien tomada.
Desde la misma hora en que había conocido el atentado de Ritchie y se había felicitado de que el azar estuviera de su parte, tomó la decisión; tal vez de forma inconsciente, pero lo hizo. Y con todas las consecuencias, no bajo amenaza. Hasta el punto de que, en lugar de largarse y poner tierra de por medio, se dispuso a esperar los dos días, el plazo que Ritchie había calificado de máximo, y luego…
Porque tampoco habían sido las buenas palabras del gánster ni sus promesas lo que lo impulsó. Dudaba mucho que en un proceso lo declarasen loco, aunque él hiciera todo lo posible con declaraciones contradictorias o confesiones impredecibles, y desde luego no creía que el gánster fuese a contratar, como le había garantizado, a los mejores picapleitos. Todo lo más, contrataría a un abogado mediocre o inexperto para que lo defendiera. ¿Por qué iba a interesarle a Ritchie Sandino poner toda la carne en el asador? Además, su causa estaría perdida de antemano, y pocos profesionales pondrían en juego su reputación.
No, no era la esperanza de salvarse lo que lo movía, sino su guerra contra el miedo, que iba a culminar aquí. Debía mantenerse firme.
Por otro lado, nadie mejor que él para tomar la decisión, pues nadie podía estar más seguro de lo que esperaba a Eva si los temores de su hermano tenían fundamento. Y lo tenían. Había oído hablar a Donovan del detective O’Tooley y circulaban leyendas sobre la inquina que le tenía a las mujeres sospechosas y cierto fatal error que había cometido en el pasado. Mientras que a él, ¿qué le aguardaba? ¿La vida de un perro ciego, muerto de asco en cualquier rincón, despreciándose? ¿La existencia crapulosa de su padre? Le repugnaba la idea de ser una carga para nadie. Y, encima, sentía el profundo deseo de negar lo que era: un hijo de quien un padre no había podido más que avergonzarse. Ojalá su padre estuviera viéndolo ahora. Ojalá apreciara su valor. Un valor que se llevaría consigo. Un valor que nadie podría quitarle. Eso y la imagen de ella, y su voz turbia mientras él la bombardeaba a preguntas por la noche, durante aquellas inconfesables sesiones de hipnosis.
«¿Con quién lo hiciste por última vez? ¿Cuál era su nombre? Cuéntamelo todo. ¿Y después? ¿Cuántas veces? ¿Dónde prefieres? ¿Gozas con ello…? ¿Por qué…? ¿Por qué…? ¿Por qué…? ¿Por qué?».
Si hay horas determinantes, horas que no vuelven y marcan la trayectoria de una vida, supo que estaba ante una de ellas. Supo que el momento de probar que no era lo que siempre había detestado en su padre se acercaba. Que no era un vicioso, que no era un cobarde. Que ni siquiera durante las sesiones de hipnosis con la actriz más deseable de Hollywood había sido eso, y que ahora tenía la oportunidad de darle sentido a aquellas noches, aunque la última sesión, la más importante, resultase inacabada. Como en las buenas películas, el protagonista disponía de una sola oportunidad para darle sentido a todo.
Y, en cualquier caso, siendo así que no había logrado ni lograría nunca que lo amasen, conseguiría, al menos, que lo temieran.
Por lo tanto, Amós esperó ese día y el otro. Esperó el plazo máximo previsto para que la última carta del Segador saliera a la luz y, con arreglo a lo que presintió sobre la gravedad del estado de salud de Ritchie y sus más urgentes prioridades, ni una referencia, ni un solo comentario o titular sobre la carta se filtró en el Tribune. Y lo que es más, Jake Lingle, a falta de material fresco, daba vueltas y más vueltas en sus repugnantes artículos a un discurso que hedía.
Como todo apuntaba a que el gánster aún tardaría un tiempo en recuperarse, y puesto que el tiroteo había tenido lugar poco después de la espantosa charla entre ellos, quedaba claro que la carta no había sido recibida en el Tribune por la sencilla razón de que Ritchie ni siquiera había llegado a componerla. ¿O es que no le había explicado que pensaba confeccionarla siguiendo el modelo de las otras y que después, por la noche, ordenaría que la llevasen al Tribune? ¿O es que no le había dicho que este era su secreto y que sólo ambos conocerían la existencia de la misiva hasta después de publicada?
Sí, todo eso Amós lo recordaba muy bien porque, acto seguido, Ritchie le había augurado que «la policía iría a por él». Que después de publicada, «la policía iría a por él». Por consiguiente, ¿qué pista había pensado introducir en la carta el gánster que no ofreciera dudas a la policía? ¿Qué último indicio habría de arrastrar a los agentes hacia él?
El segundo día del plazo, por la noche, a la vuelta de la función de hipnosis, Amós siguió dándole vueltas a esta última idea. Obviamente, no se trataba ya del indicio que Richard hubiera podido concebir para una carta que no existía, sino de una prueba concluyente, un dato que estuviera al alcance de Amós y que pusiera fin al juego. El dato que probase esta esclarecedora verdad: que él, Amós, lo sabía todo. Una senda sin retorno que condujese al detective O’Tooley, sobre todo al detective O’Tooley, hacia el hombre que debía ser considerado como el autor de cinco ominosos crímenes, entre ellos, el del joven conde ruso Alexei Vasíliev.
En su dormitorio, sentado a la mesa, pluma en mano, intentó recordar pormenorizadamente la sucesión de los hechos; porque se trataba sólo de recordar lo que había ocurrido aquella madrugada hacía más de año y medio en un barrio depauperado a las afueras de Palatine, una casa medio en ruinas. El horror de todo cuanto le habría gustado olvidar —como su Eva, ahora Eve Paradise, relegó al olvido sus nueve primeros años de vida—, y que ahora se alegraba, es curioso, de no haber olvidado.
Recordó lo que, al parecer, había ocurrido. Que empezaba a clarear cuando alguien, un testigo indiscreto, estuvo al borde de descubrir al asesino; pero, quién podía pensar que el joven exiliado, el conde caído en desgracia, recibiera visitas a esas horas. Era una casita de dos plantas. Las ventanas tenían los cristales rotos y estaban más o menos protegidas con cartones.
Señor Lingle, empezó a escribir Amós, nadie, excepto su antigua institutriz visitaba con regularidad al joven Alexei Vasíliev, su ángel custodio, como Liosha llamaba a esa vieja dama. Su amiga y protectora estaba allí puesto que llevaba semanas sin saber del chico, desde que Liosha había resuelto visitar Nueva York. No hacía falta llamar a una puerta que, de todas formas, no cerraba bien. La vieja entró encogida, ataviada con ropas pobres, subió al primer piso y vio el cadáver mutilado, la sangre aún tibia y, entonces… regurgitó involuntariamente sobre el cadáver, señor Lingle. Fue ella quien lo hizo, quien vomitó. Aquella vieja dama zarista vomitó sobre el cuerpo del niño al que había querido y venerado como a un santo y cuyo cadáver no había podido evitar mancillar. Y luego, con un remordimiento candoroso, provista de un pañuelo, trató de limpiar el cuerpo en vano. El único modo de evitar ser descubierto, señor Lingle, fue esconderme entre los maderos y las vigas de la habitación contigua… escribió en el borrador de la quinta y definitiva carta.
Sin embargo, la vieja institutriz afirmó siempre que, cuando llegó, el cadáver mutilado estaba en medio de un charco de sangre y vómitos. Tan sólo un pequeño matiz, que deformaba la rigurosa verdad. Mintió al afirmar eso, pues, realmente, fue ella quién vomitó. A causa de una comprensible vergüenza íntima, o tal vez, en un rasgo de sutil delicadeza, de respeto hacia su querido Alexei Vasíliev, se negó a añadir más oprobio al oprobio ni más horror al horror.
¿Comprende, señor Lingle? Dígale a sus amigos de la policía que le pregunten a ella. Yo estaba allí. Yo lo vi todo. Esta es la prueba.
Van cinco.
Firma: EL SEGADOR DE CHICAGO
Seguidamente, pulió y resumió el texto del borrador cuanto pudo; cogió un periódico, el Chicago Tribune que Ritchie Sandino le había apremiado a conservar y, con muchas dificultades a causa de la vista y del martirio que suponía recortar defectuosamente las letras, esforzarse en no extraviarlas cuando se le caían de la mesa o pegar una tras otra para componer las palabras, acabó confeccionando la carta. La introdujo en un sobre con los datos y una letra tan distinta a la suya como entre sí lo fueron las letras de los cuatro sobres precedentes, según le constaba por Ritchie Sandino.
Durmió unas horas y, por la mañana, ni muy temprano ni tampoco tarde, desayunó, se vistió y, sin ver a Donovan, que tenía por costumbre no madrugar, salió del piso y se dirigió a la estafeta de correos más próxima con la intención de franquear la carta.
La idea era prescindir de las medidas de seguridad que el hermano de Eve le confesó haber observado con las cartas remitidas por correo postal. Es decir; nada de terceros, nada de mendigos, nada de menores de edad a los que ofrecer propinas para que franqueasen las cartas. Lo haría él en persona.
Aunque sólo fuese porque debía tratarse del procedimiento policial corriente, y no porque la policía tuviera esperanzas de que un astuto degenerado como el Segador cayese en la treta, un número indeterminable de agentes estaría vigilando los envíos destinados a un tal Jake Lingle. Hasta puede que hubieran dado órdenes precisas a todos los servicios de correos del condado, no sólo de Cicero o de la capital.
Por eso entró solo en la estafeta. Por eso y porque era su deber. Porque ella estaba enamorada de Donovan, y Donovan lo estaba de ella. Lo hizo porque él no tenía futuro y para que Eve, su pequeña Eva, tuviese otra oportunidad de renacer orgullosa, y porque, si el amor es lo único que de veras redime, ¿por qué no habría de redimir a esa niña que se le aparecería siempre bajo la sombra del viejo árbol, con la palabra MAGIA escrita en la frente, gracias a un carboncillo? Qué no habría hecho por ella.
Algo debió de servirle ver poco y fingir día tras día en el teatro de Madison Street. No demostró inquietud ni suspicacia al intuir que policías vestidos de paisano vigilaban la fila de gente que esperaba turno, y, con naturalidad, se puso en la cola.
Esto ocurrió hacia las diez. Poco después, como era inevitable que sucediese, la misiva fue interceptada. Tras ciertas vicisitudes que acabaron por dejarla en manos del detective O’Tooley, la carta llegó a la mesa de Jake Lingle.
A última hora de la tarde se publicó una edición especial del Tribune, con el siguiente titular de portada: NUEVA CARTA DEL SEGADOR DE CHICAGO.