4. EL RECADO
1
Alguien le había franqueado la entrada al campanario, abierto expresamente para él, a horas intempestivas. En la negra humedad de la noche, no lucía ni una estrella. Todo estaba en penumbras. Tanto mejor.
Para Ritchie, subir un par de veces al año al campanario del Chicago Temple Building, el rascacielos más grandioso de la metrópoli, era un hábito que le gustaba conservar. Aunque el Chicago Temple Building era un templo, sólo las primeras de sus veintitrés plantas se dedicaban a usos de la Iglesia metodista. La mayoría de ellas se aprovechaba para oficinas convencionales.
Esperaba allí a los muchachos, a quienes aguardaba con expresión severa, a pesar de que aún no fuesen las nueve. Había llegado antes a propósito. Le tranquilizaba aquella soledad del campanario, su aire sacro, su altura.
Se asomó a uno de los antepechos, desde el cual se divisaba una parte del Loop, el trajín ya menguante de una ciudad feroz, pero viva como ninguna otra. Los bulevares entrecruzados, los faroles eléctricos, las luces de neón y los rótulos luminosos, la multicolor miríada de reflejos en el río Chicago, el fragor de los tranvías discurriendo por los pasos elevados. Aullaba una sirena de la policía. A quinientos sesenta y ocho pies de altura, el viento resultaba molesto.
El Loop demostraba, como ninguna otra zona de Chicago, la audacia, la imponencia de la ciudad. El amado Loop, que había recibido esa denominación porque los raíles de la tupida red de trenes envolvían como un aro el centro de negocios, con su recorrido a la altura de las primeras plantas de los edificios. Todo se hallaba en el Loop. En pleno Loop, incluso estaba uno de los clubs favoritos de Capone, el Friar’s Inn, que había acogido durante años a los New Orleans Rhythm Kings, banda emblemática formada por músicos blancos.
Desde ahí arriba disfrutaba contemplando el río y el puente de Michigan Avenue, donde el magnate de la goma de mascar, William Wrigley Junior había construido la sede de su empresa: un fastuoso edificio coronado por un rascacielos que se inspiraba en la Giralda de la catedral de Sevilla. Siempre que fijaba la vista en él, Ritchie se preguntaba si Eva habría reparado en la semejanza. Y se preguntaba si la asociación entre ambos edificios estimularía en ella algún recuerdo.
La torre, que rebasaba los cuatrocientos pies de altura, era más alta que la propia Giralda; sin embargo, observada desde el Temple parecía pequeña. Una circunstancia que a él no dejaba de parecerle una metáfora de su propia biografía: la evidencia de haberse superado una y otra vez a sí mismo.
Nada había que ocultar en Chicago, pensaba Ritchie con una sonrisa, todo era exposición, todo grandeza. Hasta en las calles sucias y ruidosas, hasta en el tráfico pesado que cruzaba en todas direcciones, hasta en el cielo salpicado de grasa y humo había grandeza. Y el propio tren urbano, que desde las ventanillas ofrecía a los viajeros las estampas más genuinas, era el mejor ejemplo del espíritu del país, como el paisaje que se divisaba desde la esquina sureste del Union Loop, con los trenes detenidos en la parada State y Van Buren.
Sí, esta era una ciudad con un concepto del destino propio, y la que mejor representaba el sueño americano. Sólo treinta años antes, se hablaba de que Chicago carecía de tradiciones, pero estaba creándolas. Pues bien, treinta años después, superaría a todas las demás en sueños y en tradiciones. Se convertiría en la primera ciudad de América y del mundo. Así pensaban muchos de sus ciudadanos, incluido Ritchie. Y el esfuerzo, la prosperidad de cada uno de ellos, no sólo redundaría en beneficio de sus familias, sino de la gran metrópoli.
Se caló mejor el sombrero, cuyo fieltro tenía como encolada una película de humedad, enderezó la pajarita y se enfundó los guantes de piel. No es que Ritchie fuera un experto en arquitectura, pero sabía, como cualquiera, que para aprovechar mejor los solares del Loop, Chicago era el origen de los rascacielos. De todas formas, con excepción del Temple, ni a él le gustaban en especial los rascacielos, ni el suyo era un pragmatismo de alturas. En su oficio, sólo se llegaba lejos con un pragmatismo a ras de calle.
Esa tarde había leído el artículo de Jake Lingle en el Tribune de hoy, y ya no estaba seguro de haber hecho lo correcto aconsejando a su hermana que no demandase ni al periódico ni a Lingle.
Quedaba patente que el reptil de Lingle gozaba de autonomía para dedicarse a especular en clave, sin dar nombres, sobre el asesinato de Murdoch; con más derecho moral ahora que había sido el receptor de la carta del presunto asesino. Naturalmente, esto a Ritchie no le pilló por sorpresa; de hecho, lo esperaba. Como también esperaba que las cosas dieran un giro espectacular en el futuro. Sin embargo, era suficiente por ahora con leer a ese cerdo entre líneas, o con acudir a sus contactos en la corrupta policía de Chicago para que se afianzase en él la convicción de que la prensa hostigaba a su hermana porque seguía siendo la principal sospechosa.
Por eso había citado a sus torpedos, que estaban al llegar. Quería trasladarles un mensaje inequívoco para que no se llevaran a engaños, para que hicieran bien su trabajo, de la mejor manera. Lo ocurrido en el Columbus Park de Chicago, cuatro años atrás, con James Bewly o Boolly, o algo por el estilo, había sido imprevisible, por consiguiente, era agua pasada; pero, en cuanto a lo de Palatine —¿no se trataba de un marqués ruso o un barón; en cualquier caso, un aristócrata venido a menos?—, Teddy Flowers y el Manco no habían merecido el perdón de Dios; y Ritchie, ya por ese entonces, era menos compasivo que el Todopoderoso.
Teddy Flowers y el Manco habían perdido de vista a Eve en Nueva York durante más de diez días, en el curso de los cuales ignoraron su paradero, quién la siguió y con quién estuvo; por eso el cadáver del joven ruso apareció mutilado en una casa abandonada de Palatine; y por eso y porque sabían demasiado, Ritchie ordenó suprimir a aquellos dos inútiles y dispuso que les dejaran en las manos las temibles monedas de cinco centavos.
Parecía difícil que Sam Cormick y Harry Gusick escapasen a la suerte de sus antecesores, pero no estaba dispuesto a que le fallasen, como sí le habían fallado Teddy Flowers y el Manco.
Se abrió la puerta del fondo y, en la penumbra, distinguió la luz procedente del vano. Volvió a cerrarse y, a distancia, oyó la voz de Harry Gusick:
—Hola, jefe.
Ritchie siguió contemplando la calle.
Sam Cormick y Harry Gusick se detuvieron a su espalda.
—Me tenéis disgustado —dijo Ritchie, y se metió las manos en los bolsillos del gabán haciendo sonar unas monedas.
—Por favor, jefe —replicó Harry—. Disgustado sí que no.
—Cierra la boca —dijo Sam.
—¿Qué significa esa carta? —preguntó Ritchie sin volverse. Era la suya una voz sin inflexiones.
Harry Gusick, que llevaba puestas unas manoplas, se golpeó las manos entre sí.
—¿Qué carta, Ritchie? —preguntó el gordo Sam.
—Me refiero a la carta que hoy ha publicado el Tribune.
—Oye, Ritchie, no pensarás que nosotros… —dijo Sam.
—¿Que nosotros qué? —preguntó Harry mirando al gordo Sam.
El gordo Sam le devolvió la mirada por espacio de un pestañeo, volvió los ojos a la espalda de su jefe y repitió:
—No pensarás que fuimos nosotros.
Ritchie se volvió encarándolos con aire glacial, las manos en los bolsillos.
—Os diré lo que pienso. Pienso que alguien ha escrito una carta revelando el lugar en donde estaba enterrado el cadáver del tipo. Pienso que ese alguien dice ser el autor del crimen. Pienso que airearlo todo perjudica a Eve Paradise. Y pienso que, a la vista del contenido, no sería extraño que hubiera más cartas en un futuro.
—Nos andaremos con cien ojos —aseguró Harry.
—Para eso os llamo.
—Ritchie, lo que no entiendo es quién ha podido escribirla, a no ser… ¿Has pensado que, a lo mejor…? —empezó Sam.
—Calla, Sam. No des lecciones al jefe. El jefe lo tiene todo aquí —soltó Harry, que repiqueteó con los nudillos en el cráneo.
—Sí, es una locura —convino Sam—. Oye, Ritchie. Nadie nos vio. Te lo juro. Sólo había dos coches por allí cerca. El de ellos y el nuestro.
—Bien pudo ser que no miraseis a fondo.
—Imposible —dijo Sam.
—Imposible, no es —dijo Harry mirando a su compañero.
—¿Y si había alguien escondido por los alrededores? —aventuró Ritchie—. Si Eve y el tipo no os vieron a vosotros, si no os esperaban, por qué no pensar que hubiera un tercer auto en las cercanías. Es posible que no estuvierais atentos. Que tampoco vosotros lo esperaseis.
—Joder, nos habríamos enterado, Ritchie —dijo el gordo, que buscaba algo a lo que asirse—. El tercer coche tendría que habernos seguido desde Chicago hasta Highland Park. Nos habríamos dado cuenta.
—Casi que sí —asintió Harry.
—¿Ah, sí? ¿Acaso se dieron cuenta los ocupantes del Cadillac que conducía Murdoch de que los seguíais? —preguntó Ritchie.
—Nosotros somos profesionales, jefe.
—Algo salió mal —dijo Ritchie—. Qué salió mal, podría discutirse; pero lo que me interesa es: ¿volverá a salir mal? Los focos de los moralistas, todos esos bienpensantes que no saben una puta mierda de nada y que personifica Jake Lingle, apuntan hacia Eve Paradise. ¿Os lo traduzco?: pueden hacerle la vida imposible.
—¿Jake Lingle? ¿El periodista de Capone? —preguntó Sam.
—Bingo —repuso Ritchie.
—Que no, jefe. Verá como no es tan grave —dijo Harry negando vertiginosamente con la cabeza mientras cerraba el ojo bueno.
—No la perderemos de vista ni un minuto —dijo Sam, cuyo semblante relucía de sudor pese al frío.
—Quiero que de mi parte le llevéis un recadito a Jake Lingle, para que sepa a qué atenerse. Algo rápido y contundente.
—¿A Jake Lingle? ¿Estás seguro, Ritchie? —preguntó un inquieto Sam.
—No quiero complicaciones. Rápido y contundente, muchachos.
En silencio, los dos hombres volvieron sobre sus pasos. Cuando Sam Cormick puso la mano en el picaporte para salir del campanario, Harry Gusick le soltó casi al oído:
—Le ha dado fuerte al jefe, ¿eh?
El gordo se volvió un instante para comprobar hacia donde miraba Ritchie.
—Un día de estos te voy a coser la boca, Harry. Hablas poco, pero cuando hablas delante de Ritchie, adelgazo un par de libras.
Ritchie, de espaldas, había olvidado a sus torpedos.
Apoyó los antebrazos en el pretil y, a través de la noche, se quedó observando con expresión torturada la parte del Loop que alcanzaba con la vista. El mismo Loop que, por ejemplo, después de una suculenta comida en el Chancy’s con alguno de los peces gordos ofendido por su olfato para prosperar en aguas turbias, podía volverse en su contra, de un día para otro.
2
Unos días después, a primera hora de la tarde, el detective O’Tooley, que había pasado toda la mañana fuera de la comisaría, encontró una nota en su escritorio que rezaba como sigue:
Llamar al señor Lingle, del Tribune. Urgente.
Hubiera apostado la barba a que lo de «señor Lingle» era cosa del gacetillero, y, sin la menor duda, lo de «urgente».
Para fastidiarlo, O’Tooley decidió demorarse. Nada de llamar con urgencia. Se moría de ganas, pero se obligó a no coger el teléfono. Era un modo simbólico de afianzarse en la idea de que no iba a permitir a ese tipo inmoral que lo mangonease, con más razón puesto que Lingle gozaba de una situación de privilegio. Miró su reloj de bolsillo. Que se joda, murmuró contraviniendo sus propios hábitos verbales.
Para hacer tiempo, abrió el cajón muy despacio. Cogió las fotos de Jimmy Bowly y Alexei Vasíliev. Eran varias las fotos que sus colegas de los Departamentos de Policía de Galena y de Palatine, a petición suya, le habían remitido por radiofax. O’Tooley siempre había confiado en la bondad de los conocidos más que en la bondad de las amistades. De vez en cuando comparaba todas esas fotografías con las del cadáver de Mike Murdoch. Sólo cuatro años después de haberse inventado el artilugio, y le parecía un milagro contar con fotos facsímiles enviadas a través de radio.
A menudo había oído decir a los forenses que la autopsia comenzaba en el lugar de los hechos; lo bueno era que, en esta ocasión, también contaba con fotos tomadas en la mesa de autopsia. Pues bien, cotejando las instantáneas, y aunque los restos de Murdoch habían sido hallados bajo tierra once días después de su desaparición, y las fotos de Jimmy Bowly y Alexei Vasíliev habían sido tomadas al cabo de unas horas de los crímenes, los tres cuerpos mostraban huellas de violencia muy semejantes, demasiado como para ser soslayadas.
En ninguno había signos de lucha, como excoriaciones en el rostro y en el cuello. Ni tampoco rastro de las típicas heridas de defensa que se producen por la acción instintiva de la víctima al protegerse cuando sufre el ataque. Nada de heridas en la cara externa de los antebrazos y muñecas, en el dorso o en las palmas de las manos. Tampoco sus vestimentas presentaban desgarros o roturas. Todo inducía a pensar que las víctimas habían sido atacadas con decisión y por sorpresa.
Los tres cadáveres llevaban al menos parte de la ropa puesta, tenían la verga y los testículos seccionados, presumiblemente con un arma de filo cortante, y encajados entre los dientes, con lesiones secundarias en torno a la zona inguinal. El arma homicida, salvo en el caso de Mike W. Murdoch, no había sido encontrada. Los tres presentaban heridas múltiples por arma blanca. Las heridas se localizaban en el tórax y, lo más llamativo, no estaban dispersas, sino agrupadas en torno a la región del corazón, o precordial, como decían los forenses. Las cuchilladas —se determinó que el instrumento punzocortante había sido en los tres casos un cuchillo— se habían asestado siguiendo un patrón uniforme de trayectoria, de arriba abajo, puesto que las lesiones estaban orientadas en la misma dirección descendente. En los tres casos había unas pocas con trayecto doble o múltiple, revelando que el arma había sido retirada en parte y de nuevo hundida en distinta dirección. Y aún había algo más.
La impronta de la empuñadura del arma rodeaba, en los tres casos, muchas de las heridas principales, lo que era tanto como decir que el cuchillo había penetrado en su totalidad en la carne, y que el asesino no era precisamente un ser débil.
También los orificios de entrada revelaban características comunes. Eran heridas, casi todas, con cambio de dirección dentro de los tejidos. El arma blanca, con mucha probabilidad, de apreciables dimensiones en los tres casos —posiblemente mayor en el caso de Alexei Vasíliev— había penetrado con una orientación y retirada con otra distinta, pues las heridas eran de aspecto anguloso y con grandes ramas. Dicho de otra forma, debido, tal vez, más a movimientos voluntarios del agresor que de la víctima —algo consecuente con la hipótesis de que los ataques fuesen, en los tres casos, por sorpresa—, alguien con suficiente sangre fría imprimió al arma una rotación sobre su eje que implicaba un ensañamiento evidente.
En el caso de Alexei Vasíliev, y puesto que, seguramente, el arma homicida era de hoja larga, había varios orificios de salida por la espalda; de menor tamaño todos ellos que los de entrada, prueba de que el arma tenía, al menos, una arista afilada y cortante y que terminaba en punta.
Y, en fin, en cuanto a las ropas que vestían las tres víctimas, eran de tejidos ligeros, camisetas o camisas que aparecieron perforadas. Los cortes en las prendas, sin embargo, no eran limpios, como consecuencia del modo especialmente cruento en que el asesino introdujo el arma y luego la extrajo, después de haber variado su orientación.
Sí, las semejanzas eran evidentes. Eran muy evidentes. Se había pasado horas cotejando las fotos.
Volvió a guardarlas. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Miró el reloj. Ocho minutos. Insuficiente. Apeló a su paciencia. Se cruzó de brazos. Nueve minutos. Telefoneó en el acto.
—Señor Lingle, O’Tooley al habla.
—Hombre, inzpector. No dirá luego que no cumplo o que me zalto el protocolo.
—¿Le ocurre algo, señor Lingle? Su voz suena extraña. Le escucho con un ligero ceceo.
—Me caí en la bañera. Me he roto trez dientez.
—¡Caramba! Debió de ser un buen golpe. Suena como si tuviese la boca hinchada.
—Azí ez. Muy hinchada. Nada que le intereze. Y ahora ezcuche.
—Soy todo oídos.
—Acaba de pazar, por zegunda vez.
—No le comprendo.
—Zegunda carta. Por la mañana. Me ziento. La abro. La leo. Cojo el teléfono y lo llamo. ¿Me zigue?
—Parece código morse. ¿Me está usted diciendo lo que creo que me está diciendo?
—Deje de hazer comedia, O’Tooley. Nueztro hombre, o nueztra mujer, también ez un azezino cómico. Jimmy Bowly. ¿Recuerda el cazo de Jimmy Bowly?
—¡Y tanto!
—Ahí apunta la carta. La zegunda carta.
—¡Jimmy Bowly! ¡Un crimen ya cometido! Parece que se equivocó, señor Lingle.
—El asezino eztá jugando. Le eztá retando, inzpector. A uztedez. En fin, ze lo advierto. Voy a zacarla en la edición matinal.
—Oiga, señor Lingle, ¿lleva la carta consigo?
—La tengo delante. Anónima, como la primera.
—Hágame un favor. Tóquela, acaricie el papel, estrújelo suavemente.
—Vaya un degenerado que eztá hecho, inzpector.
—¿Diría que el papel estuvo en un ambiente con un alto índice de humedad? No le estoy preguntando si se mojó. Es un poco más sutil que eso. ¿Nota cómo cruje? ¿No diría que está un poco acartonado?
O’Tooley escuchó un restallido.
—Oiga, O’Tooley. Conmigo no ze haga el ezquizito. Buzque algo maz inteligente para imprezionarme. Loz papelez crujen, ¿o no?
—No todos crujen igual.
Ante el riesgo de que Lingle utilizase cualquier información extra, se guardó de revelar que ese rasgo lo compartían las dos cartas del presunto asesino.
—Amén.
—Verá, señor Lingle. Me importa más lo que oculta la carta que lo que dice.
—¿Por qué? ¿Me equivoco al zuponer que buzca piztaz encubiertaz?
—Por favor, señor Lingle, ¿quién habla de pistas encubiertas? Yo no he dicho nada de pistas encubiertas —replicó con abierto fastidio—. Las pistas encubiertas significarían que el autor pretende que sigamos sus huellas.
—¡Diana! Ezo ez. Para él ez un juego. Lez eztá retando. Ze lo he dicho.
—¡Por Dios! Léame de una vez el contenido.
Menos que nunca O’Tooley pensaba decirle que los tipos de letra que formaban el mensaje de la primera misiva eran caracteres del Tribune, el periódico de Lingle, y que ardía en deseos de examinar los recortes de la segunda.
3
El juez Mason, con varias carpetas abultadas bajo el brazo, entró por una puerta lateral. Mientras subía a la tarima, los presentes se levantaron en señal de respeto, y sólo volvieron a sentarse cuando el juez hubo tomado asiento.
El juez abrió un par de carpetas y apiló documentos ante la expectación general. Finalmente, golpeó con el martillo declarando:
—Se abre la sesión. El Ministerio Fiscal tiene la palabra.
El fiscal Garrett se incorporó.
—Con la venia, señoría. Deseo llamar a declarar al acusado.
Amós se puso en pie, pasto de un público que lo miraba como en trance.
El juez dio una orden y, por vez primera desde que se había iniciado la causa, el reo, llevado del brazo por el ujier y con andares torpes y vacilantes, se dirigió hacia la tarima.
Tras haber prestado juramento el acusado, el juez hizo la siguiente advertencia:
—Antes de que el Ministerio Fiscal dé comienzo al interrogatorio, es mi deber como juzgador recordar que el imputado tiene derecho a no declarar contra sí mismo, quedando establecido, en tal supuesto, que ni la acusación ni la defensa podrán deducir ninguna consecuencia de ese silencio. Turno para el Ministerio Fiscal.
—Con la venia, señoría.
El fiscal Garrett formuló las preguntas relativas a la identificación del compareciente, después, con lentitud deliberada se desplazó hasta a su escritorio, cogió un pliego de papel y volvió a acercarse a la tarima. Le entregó el papel al acusado y preguntó:
—¿Confeccionó usted esta carta?
Amós pareció sobrecogido. Transcurrió un breve intervalo.
—Sí —repuso, y le devolvió el papel.
—Señoría, si la defensa no tiene inconveniente, comenzaré por esta misiva, la segunda de las que se enviaron a la redacción del Chicago Tribune. ¿Por qué por esta carta y no por la primera? Porque se refiere al primer asesinato por orden cronológico, el crimen impune del joven James Bowly, cuyo cadáver fue hallado en el verano del 24, un 5 de agosto, en el Columbus Park de la ciudad de Chicago, y cuyo fallecimiento habría tenido lugar entre dos y cuatro horas antes.
—¿La defensa pone objeciones? —preguntó el juez Mason. El abogado defensor se levantó y dijo:
—La defensa no tiene nada que objetar, señoría.
—Prosiga el Ministerio Fiscal —ordenó el juez Mason.
—Gracias, señoría —repuso el fiscal—. El matasellos de la carta que obra en mis manos indica que fue cursada por correo urgente desde Sandersville, en Georgia, y que su destinatario fue el señor Jake Lingle. Está confeccionada con letras recortadas y pegadas una por una, al estilo collage. La tipografía es característica del Chicago Tribune y, de hecho, la policía halló en el domicilio del acusado un ejemplar de dicho periódico con letras recortadas. Recortes que coinciden exactamente con las letras que se utilizaron para elaborar el mensaje de esta misiva, entre otras. Leo textualmente:
Señor Lingle:
La torpeza de la policía no tiene límites. Buscan donde no hay que buscar. Ven donde no hay nada que ver. Dígales que vayan al origen, que empiecen por el principio. ¿Recuerda el crimen de James Bowly, en el Columbus Park de Chicago? Siendo, como fue, el primero de los cinco, no me resultó nada fácil rebanársela.
Sigan en la brecha.
Una parte del público se removió en sus asientos, escandalizado.
—¡Silencio, por favor! —ordenó el juez Mason.
—¿Qué procedimiento empleó exactamente para confeccionar esta carta?
—Recorté letras de un periódico que tenía por casa.
—¿Qué quiso decir con esto?: «Buscan donde no hay que buscar. Ven donde no hay nada que ver. Dígales que vayan al origen, que empiecen por el principio».
Las manos de Amós descendieron hasta sus rodillas y se quedó cabizbajo.
—Pensaba dar noticia de todas las víctimas.
—¿Lo pensó así, con esa frialdad, con esa lucidez?
—Sí.
—Entonces, empecemos por el principio. ¿Por qué mató usted a James Bowly?
—No sabría decirle, exactamente.