8. INTUICIONES DE UN DETECTIVE
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–Me gustan los sábados —dijo el agente Fink.
—Bien por usted, Fink —repuso el sargento de detectives O’Tooley—. Aún le queda toda la tarde.
—Principalmente cuando libro.
—Comprendo.
El agente Fink, un novato rubio de ojos azules y separados, había oído hablar tanto del detective Liam O’Tooley, aquel ser mítico, que apenas podía dar crédito a su reincorporación. Y ahora O’Tooley se dejaba acompañar por él hasta su casa.
—Oiga, señor.
—Dígame, Fink.
—¿A usted no le pasa que todas las mujeres le parecen admirables?
—Desarrolle esa idea.
—Sí, vamos a ver, que da igual que sean viejas o jóvenes. O sea, ¿no le pasa que se acostaría con todas?
Ya en sus primeras charlas, O’Tooley había percibido que el chico era franco, sin segundas ni terceras intenciones; pero, a los cincuenta y seis empezaba a sentirse demasiado viejo para según qué clase de franquezas. En especial, las que versaban sobre la indiscreción de las preguntas y las orientaciones sexuales. Era difícil no aventurarse a pronosticar si sería cuestión de meses o de años que el departamento consumiera la frescura de Fink y lo convirtiese en un cínico.
—Creo que sé a qué se refiere —dijo sin más.
El agente Fink lo miraba con la reverencia con que se contemplan los fósiles de los animales prehistóricos. Y no le faltaba razón. O’Tooley nunca había hecho nada por rectificar su imagen de caballero decimonónico. Cultivaba incluso hábitos de un cierto, cuando no flagrante, anacronismo, como aspirar rapé que pellizcaba de su cajita barroca o utilizar un viejo sombrero hongo que su padre, un irlandés listo como el hambre, le había regalado antes de fallecer.
Su padre le había enseñado a ser puntilloso, pero también a sacar provecho de las primeras intuiciones, que a su juicio, solían ser acertadas. «No te equivoques, como me equivoqué yo con tu madre», decía. ¿Había sido por eso que desconfiaba tanto de las mujeres? ¿No estaba a tiempo de enmendar el rumbo y, salvo en su cama, conceder a las mujeres el lugar que se merecían?
Es posible; pero ya no creía en nada. Y menos aún en sus intuiciones. Unos años atrás había pronosticado, delante del capitán, que un arma acabaría siendo identificada por la bala que había disparado. El capitán se rio abiertamente. Pues bueno, a raíz de su incorporación, supo que estaba a punto de crearse el laboratorio de la Scientific Crime Detection, gracias al cual, la balística, como empezaba a llamarse, quizá se convertiría en una ciencia de la que hacer un uso frecuente.
—Yo tuve una novia —prosiguió Fink—, pero la dejé. Me gustan demasiado las mujeres, señor. Y soy demasiado joven.
—Tiene usted una clarividencia que causa perplejidad. A sus años, yo no me enteraba de nada.
Continuaron paseando por Dearborn Street, doblaron luego hacia Madison Street y siguieron en dirección oeste, en pleno centro comercial. Había gente por todas partes, yendo y viniendo, caminando con prisas, tal vez con una meta. O’Tooley aborrecía el autobús, detestaba los tranvías y el tren elevado que traqueteaba sobre sus cabezas le parecía un invento propio de salvajes filisteos.
Muy próximo se ubicaba el Union Trust Bank. En el mismo costado, en diagonal, la tienda Boston. Una manzana al oeste, el hotel Morrison, uno de los más importantes de la ciudad, y otra manzana al este, la intersección de State Street y Madison, considerada la esquina de mayor actividad del mundo. Las pequeñas tiendas, con sus toldos, y también los gigantescos almacenes, la interminable hilera de carteles y escaparates que refulgían como alhajas, todo ello en la zona de nueve manzanas situada entre Wacker Drive y el Congress Expressway, acogía a cientos de miles de clientes al día.
No es de extrañar que las avenidas rebosaran de gente. En especial, elegantes hombres de negocios, que se distinguían por sus trajes bien cortados y su lencería fina, y jovencitas ataviadas con deliciosos vestidos parisinos, boas de plumas para el cuello y amplios sombreros de cloché, como era la moda, donde acomodar la melena.
El detective Liam O’Tooley se subió el cuello. El día se presentaba nublado y desapacible. Unas veces llovía, otras hacía frío, otras calor y, a menudo, viento; todos los años era lo mismo para la gente de cierta edad. Las pautas eran recurrentes, la apariencia de las cosas se repetía, invariablemente, año tras año. El mundo era de los jóvenes. De los jóvenes que deseaban a las mujeres.
Se dijo a sí mismo que no bien llegasen al portal de su casa le daría las gracias a Fink. El joven respondería algunas de esas palabras consabidas, como: «Gracias a usted por permitir que le acompañe». La diferencia entre esa probable réplica y la misma dentro de un par de años consistía en que sólo sería franca la contestación de hoy.
Por su parte, O’Tooley jamás le confesaría que su agradecimiento no era debido sólo a su compañía; que su franqueza, la franqueza del joven Fink, reanimaba un poco su lánguida fe en los hombres. ¿Cómo iba a decirle eso sin explicarse demasiado?